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Selección de relatos cortos de dominio público para leer o/y editar en formato audiolibro
Selección de relatos cortos de dominio público para leer o/y editar en formato audiolibro
Después de haber hecho muy buenos negocios en la feria, vender todas sus mercancías y llenar su bolsa de oro y de plata, quería un comerciante ponerse en camino para llegar a su casa antes de la noche. Metió su dinero en la maleta, la ató a la silla y montó a caballo.
Detúvose al medio día en una ciudad, y cuando iba a partir le dijo el mozo de la cuadra al darle su caballo:
-Caballero, falta a vuestro caballo un clavo en la herradura del pie izquierdo trasero.
-Está bien, contestó el comerciante; la herradura resistirá todavía seis leguas que me restan que andar. Tengo prisa.
Por la tarde, bajó otra vez para dar de comer un poco de pan a su caballo. El mozo salió a su encuentro y le dijo:
-Caballero, vuestro caballo está destrozado del pie izquierdo; llevadle a casa del herrador.
-No, no hace falta, contestó; para dos leguas que me quedan que andar aún puede andarlas mi caballo así como está. Tengo prisa.
Montó y partió. Pero poco después comenzó a cojear el caballo, algo más allá empezó a tropezar, y luego no tropezaba ya sino que cayó con una pierna rota. El comerciante se vio obligado a dejar allí al animal, a desatar su maleta, echársela a las espaldas y volver a pie a su casa, donde no llegó hasta muy entrada la noche.
-Aquel maldito clavo de que no quise hacer caso, murmuraba para sí, ha sido la causa de todas mis desgracias.
Lectores, corred despacio.
FIN
Había una vez una niña que era huérfana y vivía en tan extremada pobreza que no tenía ni cuarto ni cama donde dormir, no poseyendo más que el vestido que cubría su cuerpo y un pedacito de pan que la había dado un alma caritativa; pero era muy buena y muy piadosa.
Como se veía abandonada de todos, se puso en camino, confiando en Dios. A los pocos pasos encontró un pobre que la dijo.
-¡Si me pudieras dar algo de comer, porque tengo tanta hambre!...
Y ella le dio todo su pan diciéndole.
-Dios te ayude.
Y continuó andando.
Poco después encontró un niño que lloraba, diciendo:
-Tengo frío en la cabeza, dame algo para cubrirme.
Se quitó su gorro y se le dio. Un poco más allá vio otro que estaba medio helado porque no tenía jubón y le dio el suyo; otro por último la pidió su saya y se la dio también.
Siendo ya de noche llegó a un bosque, donde halló otro niño que la pidió la camisa.
La caritativa niña pensó para sí:
-La noche es muy oscura, nadie me verá, bien puedo darle mi camisa.
Y se la dio también.
Ya no la quedaba nada que dar. Pero en el mismo instante comenzaron a caer las estrellas del cielo y al llegar a la tierra se volvían hermosas monedas de oro y plata, y aunque se había quitado la camisa se encontró con otra enteramente nueva y de tela mucho más fina. Reunió todo el dinero y quedó rica para toda su vida.
FIN
Había una vez un pobre muy viejo que no veía apenas, tenía el oído muy torpe y le temblaban las rodillas. Cuando estaba a la mesa, apenas podía sostener su cuchara, dejaba caer la copa en el mantel, y aun algunas veces escapar la baba. La mujer de su hijo y su mismo hijo estaban muy disgustados con él, hasta que, por último, le dejaron en un rincón de un cuarto, donde le llevaban su escasa comida en un plato viejo de barro. El anciano lloraba con frecuencia y miraba con tristeza hacia la mesa. Un día se cayó al suelo, y se le rompió la escudilla que apenas podía sostener en sus temblorosas manos. Su nuera le llenó de improperios a que no se atrevió a responder, y bajó la cabeza suspirando. Compráronle por un cuarto una tarterilla de madera, en la que se le dio de comer de allí en adelante.
Algunos días después, su hijo y su nuera vieron a su niño, que tenía algunos años, muy ocupado en reunir algunos pedazos de madera que había en el suelo.
-¿Qué haces? preguntó su padre.
-Una tartera, contestó, para dar de comer a papá y a mamá cuando sean viejos.
El marido y la mujer se miraron por un momento sin decirse una palabra. Después se echaron a llorar, volvieron a poner al abuelo a la mesa; y comió siempre con ellos, siendo tratado con la mayor amabilidad.
FIN
Allá en aquellos tiempos había una joven muy perezosa que no quería hilar. Su madre se incomodaba mucho; pero no podía hacerla trabajar. Un día perdió la paciencia de manera que llegó a pegarla, y su hija se puso a llorar a gritos. En aquel momento pasaba por allí la Reina, y oyendo los sollozos, mandó detener su coche y entró en la casa preguntando a la madre por qué pegaba a su hija con tanta crueldad, que se oían en la calle los lamentos de la niña. La mujer, avergonzada, no quiso contarla la pereza de su hija, y la dijo:
-No puedo hacerla que suelte el huso ni un solo instante, quiere estar hilando siempre, y yo soy tan pobre que no puedo darla el lino que necesita.
-Nada me gusta tanto como la rueca -la respondió la Reina-; el ruido del huso me encanta, dejadme llevar a vuestra hija a mi palacio, yo tengo lino suficiente e hilará todo lo que quiera. La madre consistió en ello con el mayor placer, y la Reina se llevó a la joven.
En cuanto llegaron a palacio la condujo a tres cuartos que estaban llenos de arriba abajo de un lino muy hermoso.
-Hílame todo ese lino -la dijo-, y cuando esté concluido, te casaré con mi hijo mayor. No te dé cuidado de que seas pobre; tu amor al trabajo es un dote suficiente.
La joven no contestó; pero se hallaba en su interior consternada, pues aunque hubiera trabajado trescientos años, sin dejarlo desde por la mañana hasta por la noche, no hubiera podido hilar aquellos enormes montones de estopa. Así que se quedó sola, echó a llorar, permaneció así tres días sin trabajar nada. Al tercero, vino a visitarla la Reina y se admiró de ver que no había hecho nada; pero la joven se excusó, alegando su disgusto por verse separada de su madre. La Reina aparentó quedar satisfecha con esta excusa, pero la dijo al marcharse:
-Bien, pero mañana es necesario empezar a trabajar.
Cuando se quedó sola la joven, no sabiendo qué hacerse, se puso a la ventana. Estando allí vio venir tres mujeres, la primera de las cuales tenía un pie muy ancho y muy largo, la segunda un labio inferior tan grande y caído que la pasaba y cubría por debajo de la barba, y la tercera el dedo pulgar muy largo y aplastado. Se colocaron delante de la ventana, dirigiendo sus miradas al interior del cuarto, y preguntaron a la joven qué quería. Refiriolas su disgusto y ofrecieron ayudarla.
-Si nos prometes -la dijeron- convidarnos a tu boda, llamarnos primas tuyas, sin avergonzarte de nosotras, y sentarnos a tu mesa, hilaremos tu lino y concluiremos muy pronto.
-Con mucho gusto -las contestó-; entrad y comenzaréis en seguida.
Introdujo a estas tres extrañas mujeres e hizo un sitio en el primer cuarto para colocarlas, poniéndose en seguida a trabajar. La primera hilaba la estopa y hacía dar vueltas a la rueda; la segunda mojaba el hilo; la tercera le torcía y le apoyaba en la mesa con su pulgar y cada vez que pasaba el dedo echaba una madeja del hilo más fino. Siempre que entraba la Reina escondía la joven a sus hilanderas y la enseñaba lo que había hecho, llenándose la Reina de admiración. En cuanto estuvo vacío el primer cuarto pasaron al segundo y después al tercero, concluyendo en muy poco tiempo. Entonces se marcharon las tres jóvenes, diciendo:
-No olvides tu promesa, que no tendrás de qué arrepentirte.
Cuando la joven enseñó a la Reina las piezas vacías y el hilo hilado, se fijó el día de la boda. El Príncipe estaba admirado de tener una mujer tan hábil y trabajadora, y la amaba con ardor.
-Tengo tres primas -le dijo-, que me han hecho mucho bien, y a las que no quiero olvidar en mi felicidad; permitidme convidarlas a mi boda y sentarlas a nuestra mesa.
El Príncipe y la Reina no la pusieron ningún obstáculo. El día de la boda llegaron tres mujeres magníficamente ataviadas, y la novia les dijo:
-Bien venidas seáis, queridas primas.
-¡Oh! -exclamó el Príncipe-, tienes unas parientas bien feas.
Dirigiéndose después a la que tenía el pie ancho:
-¿De qué tienes ese pie tan grande? -la preguntó.
-De hacer dar vueltas a la rueda -le contestó-, de hacer dar vueltas a la rueda.
A la segunda:
-¿De qué tienes ese labio tan caído?
-De haber mojado el hilo, de haber mojado el hilo.
Y a la tercera:
-¿De qué tienes ese dedo tan largo?
-De haber torcido el hilo, de haber torcido el hilo.
El Príncipe, asustado al ver aquello, juró que desde allí en adelante no volvería su esposa a tocar la rueca, librándola así de esta odiosa ocupación.
FIN
¡Eran tres, siempre los tres!: Rosa, Pinín y la Cordera.
El prado Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.
Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que aplicado al oído parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.
La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.
Asistía a los juegos de los pastorcitos encargados de Ilindarla, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!
Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y después sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca.
"El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante..., ¡todo eso estaba tan lejos!"
Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose; más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera. En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.
Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prado Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol, a veces entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blanco son de perezosa esquila.
En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zavala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aire y contornos de ídolo destronado, Caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla.
Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.
En tiempos difíciles Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.
En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba y el narvaso para estar el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que le hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental que, ciego y como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera:
-Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.
Estos recuerdos, estos lazos son de los que no se olvidan.
Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella, sabía meter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.
Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí: antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. Ya Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.
"Cuidadla; es vuestro sustento". Parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo. El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo y allá en el Somonte. Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor, Antón echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. "Sin duda, mío pá la había llevado al xatu." No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.
Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.
No había vendido porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chìnta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. "No se dirá -pensaba- que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que vale." Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino par la carretera de Candás, adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.
En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera: un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho...
El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso... Por fin la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Antón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa.
Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron, A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.
El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda.
Había que pagar o quedarse en la calle.
El sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carne, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.
"¡Se iba la vieja!", pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.
"¡Ella será una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela!"
Aquellos días, en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo 1a derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado y por otro, el que les llevaba su Cordera.
El vìernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tanto y tantos jarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto. En el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como en un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral oscuro.
Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado, clamaba desde casa:
-¡Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes! -así gritaba de lejos el padre, con voz de lágrimas.
Caía la noche; por la calleja oscura, que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tíntán pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.
-¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mía alma!
-¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno.
-Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea-.
Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prado Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos triste; aquel día, el Somonte sin la Cordera parecía el desierto.
De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.
-¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.
-¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla.
Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo:
-La llevan al Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los indianos.
-¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Cordera!
-Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía., el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones...
-¡Adiós, Cordera!...
-¡Adiós, Cordera!
Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín que, por ser, era como un roble.
Y una tarde triste de octubre, Rosa en el prado Somonte, sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera, multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían.
Pinín, con medio cuerpo afuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano:
-¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera!
-¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mía alma!...
"Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos: carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas."
Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbidos que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos…
¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí, que era un desierto el prado Somonte.
-¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!
Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!. Bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte.
En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante:
-¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!
Yo le conocí una vez que mudé de fonda, que, como diría D. Juan Ruiz de Alarcón:
«Sólo es mudar de dolor».
Entré en el comedor a las doce del día, y me vi solo.
Habían almorzado ya todos los huéspedes, menos uno, cuyo cubierto, intacto, estaba enfrente del mío.
A las doce y cuarto entró un caballero robusto, alto, blanco, de grandes ojos azules claros, con traje flamante, si bien de corte mediano, pechera reluciente, bigote engomado. Parecía un elegante de provincia.
Me saludó con una cabezada, y con voz sonora, rimbombante, gritó, mientras daba una palmadita discreta:
-¡Perico, fritos!
Pedía huevos fritos, según colegí del contexto, o sea de los huevos que aparecieron acto continuo, fritos efectivamente.
El caballero, a quien sin más misterio llamaré desde ahora D. Remigio, pues este era su nombre, D. Remigio Comella, para que se sepa todo, colocó a su lado, a la derecha, sobre el terso mantel, cinco periódicos, uno sobre otro. Desenvolvió el primero, después de hacer igual operación con la servilleta, que puso sobre las rodillas no sin meter una punta por un resquicio del chaleco de piqué blanco. Paseó una mirada de águila... del Retiro por la plana primera del papel impreso, que olía así como a petróleo; dio la vuelta a la hoja con desdén, miró todas las columnas de la segunda plana de arriba a abajo, y al llegar a la tercera, respiró satisfecho; me miró a mí casi sonriendo, dobló otra vez el periódico a su modo y se abismó en la lectura de aquellas letras borrosas, que apestaban.
Por cada bocado de pan mojado en la yema de huevo leía media plana. Terminó su lectura, cogió otro periódico y volvió a las andadas. Al llegar a la plana tercera, siempre doblaba el papel y me miraba a mí como aquel que está reventando por decir algo. Así leyó todos los periódicos. ¡Y los huevos, fríos, sin acabar de cumplir su misión sobre la tierra!
Yo soy muy aprensivo, sin que esto sea pretender bosquejar mi biografía, soy muy aprensivo; y por aquel tiempo escribía en los periódicos de Madrid revistas de teatro, que Dios me haya perdonado. Aquellos huevos fríos se me estaban indigestando a mí. ¿Dónde hay cosa más contraria a la higiene que comer y andar, es decir, comer y leer al mismo tiempo? Yo, que tengo el estómago un poco averiado -olviden ustedes este dato en cuanto quieran- y que ya por la época a que me refiero estimaba mucho más la salud que el veredicto del público ilustrado y el fallo de la crítica en la prensa periódica, estaba sintiendo las náuseas que debiera sentir aquel señor que devoraba párrafos incorrectos en vez de almorzar como Dios manda. Dos o tres veces estuve tentado a recitar aquello de
«Bebiendo un perro en el Nilo,
al mismo tiempo corría.
-Bebe quieto -le decía
un taimado cocodrilo».
Pero es claro que contuve mi deseo. No temía yo hacer el papel de cocodrilo inocente, pero al desconocido no le gustaría el de perro. Más adelante, cuando fuimos amigos íntimos, de esos que se insultan, le llamé muchas veces animal, y él a mí crítico apasionado, que era, en su opinión, el mayor improperio. Pero entonces todavía no teníamos confianza. No habíamos cambiado ni una palabra.
Yo conocí por la topografía de los periódicos, que el otro leía las revistas de teatros. La noche anterior había habido un estreno. Demasiado lo sabía yo, que no me había acostado hasta los dos por cumplir mi deber, mal pagado, de llamar majadero en buenas palabras al autor del drama.
Entre los periódicos que se tragó mi comensal estaba el mío. Fue el último que leyó. Mi revista le hizo torcer el gesto varias veces y convertir las cejas en acentos circunflejos. Y de vez en cuando me miraba a mí, distraído, como consultándome, como preguntando qué me parecía aquello que estaba leyendo él.
Un incidente del servicio nos obligó a cambiar algunas palabras; él las enganchó en otras relativas ya a la prensa, y yo aproveché la ocasión para decirle -o reventaba- que se le habían enfriado los huevos y que era malo leer y comer. No sé si fue indiscreción, pero se lo dije.
Él, agradecido, empezó a abrirme su corazón y me preguntó si había visto «el drama de anoche».
Dije que sí. -Qué tal me parecía. -Muy bien -respondí-; así deben ser los dramas. -Lo mismo opinaba él, y se le antojaba que algunos críticos eran sobrado exigentes.
-En el drama de anoche hay moralidad, hay verosimilitud, hay exposición, enlace y desenlace imprevisto. ¿Qué más querrán estos periodistas?
Sin embargo, me confesó que él no podía pasar sin leer todo, absolutamente todo lo que decía la prensa acerca de un drama al día siguiente del estreno; leía, comparaba, juzgaba; no había mayor placer.
-¿Es usted literato? -le pregunté.
-No, señor; soy de Cuenca. He venido en alzada, quiero decir, me han traído ante el Tribunal Supremo; vengo a ver si consigo, a fuerza de recomendaciones, que se haga justicia, que casen una sentencia; y al mismo tiempo pienso asistir a la boda de un hermano de mi mujer, empleado en Hacienda.
-Todo es casar.
-¡Ja, ja, ja! Eso es. No está mal. Eso es... casación... casamiento... perfectamente... Equívoco o juego de palabras... ¿Usted escribe?
Vacilé un momento; pero como no estoy acostumbrado a mentir, así Dios me salve, respondí al cabo:
-Sí, señor... por cobrar... Y como no sé hacer otra cosa... No, y eso... lo hago mal, pero es lo único que puedo hacer...
Me embrollé en mis alardes de modestia. Quería yo decir que escribía sin ilusiones, y que cualquier otro oficio sería más difícil para mí.
-¿Es V. escritor festivo? -preguntó el comensal abriendo mucho los ojos, creo que dispuesto a soltar una carcajada si yo decía que sí.
-¿Festivo?... No, señor; por mi desgracia soy escritor de todos los días...
-¡Ja, ja, ja! Muy bien, juega V. muy bien con el vocablo...
-Crea V. que es sin querer.
-Yo he querido decir si era V. autor satírico... humorístico... vamos...
-Sí; ya sé, ya sé. Pues diré a V. Según caen las pesas. Cuando hay que llamar tonto a un escritor, sería muy feo decírselo con seriedad; entonces soy satírico o humorístico, como V. quiera.
-¿Es V. crítico según eso?
-Algunos amigos de la prensa me lo han llamado, pero yo no puedo asegurárselo a V.; pero crea V. que si lo soy es sin intención. Y V., ¿cómo tiene esa afición al teatro y a la crítica viviendo en Cuenca, donde no creo yo que la escena...?
-Diré a V., yo vivo y no vivo en Cuenca. Quiero decir, que vengo a Madrid muy a menudo y paso aquí grandes temporadas. A veces traigo a mi mujer.
-¿Tiene V. niños?
-Cuatro. El mayor es así... (una vara).
-¿Y la señora es también aficionada?...
-A la Dulce Alianza y a los pastelillos del Suizo. Pero si la llevo en coche, va al teatro también. A los estrenos no me gusta llevarla. Ya ve V., siempre hay exposición.
-¿Exposición?...
-Claro... con esto del naturalismo y el idealismo, y lo de si el teatro moraliza o no... yo he tenido ya tres lances y varias bofetadas. Mire V., aquí para entre nosotros (bajando la voz para que no le oiga Perico), tengo pensado trasladarme a Madrid. Cuenca se me cae encima. Allí no saben lo que es arte. No se discute nada. Si casamos la sentencia y se casa mi cuñado... es lo más probable que cojamos los trastos y nos vengamos aquí todos. El suegro de mi cuñado es persona de buenas aldabas, y yo... creo que, sin alabarme, en Contribuciones soy un espada. He rematado los consumos una vez en Cuenca. Me arruiné y arruiné a mi mujer; pero práctica no me falta... En fin, que me casen el pleito y que se case Ángel, y Dios dirá.
El Sr. Comella había comido ya los huevos fritos, unos langostinos a la vinagreta y un bisté, rociándolo todo con Burdeos de su uso particular. Estaba colorado, se limpiaba los bigotes a cada trago y se incorporaba muchas veces para hablarme.
-Mire V., no tengo inconveniente en decir a usted todo esto, porque me ha inspirado confianza desde el primer momento, y basta que sea V. crítico...
-Le advierto a V. que además soy doctor en Derecho civil y canónico, y tengo algunas tierras... aunque pocas...
-Bien; eso no importa...
-Se lo digo a V. por lo de la confianza.
Me levanté; Comella hizo lo mismo; me tendió la mano derecha y me ofreció los objetos siguientes:
Él.
Su mujer.
Los cuatro niños.
Una casa, una choza, en la calle *** núm.***, en Cuenca.
Alguna renta consolidada.
Y una fábrica de papel si se casaba la sentencia de marras.
Yo no le ofrecí a él más que mi humilde persona.
Ocho días después no me lo podía quitar de encima. Iba conmigo a la redacción, al Bilis-Club, en la Cervecería Escocesa (no sé si irá todavía), y siempre que yo tenía dos butacas para un teatro, una era suya sin remedio. Él me obsequiaba a mí tanto, me pagaba tantos cafés, tanta cerveza, tantas cosas, por más que yo protestaba, y hasta me enfurecía, que no había manera de desairarle. Había que pagarle con algo. Yo, billetes de Banco no los tenía; le daba billetes de teatro. Le pagaba con tifus, según la jerga corriente, sus numerosas atenciones. Así como a otros les da un poco de vergüenza presenciar gratis las comedias, a Remigio (le quito el don por la confianza que ya teníamos) a Remigio le gustaba mucho; se daba tono, y no paraba hasta que se lo hacía entender a los circunstantes. Estar ocupando las butacas del Tal o la Cual... ¡qué honor!, ¡si lo supieran en Cuenca!
Con una semana de anticipación se enteraba de la noche en que había un estreno.
Él iba a la redacción a buscar las butacas. Si el autor del drama en capilla era tan amable que me regalaba los billetes, el orgullo de Remigio rayaba en insoportable. Se sentaba en la butaca, molestando sin ninguna consideración al vecino, «mísero mortal, que ni conocería al autor probablemente, y habría pagado un dineral por sentarse allí».
Antes de tratarme era enemigo de Echegaray. Me confesó que era de los que gritaron «¡Fuera!» la noche del estreno de Mar sin orillas. También me confesó que cuando iba al teatro por su dinero no tenía criterio fijo; solía arrimarse disimuladamente a los grupos de críticos que disputaban; y si había entusiasmo en la sala y en los pasillos, se metía en medio del corro a que acudía, sin disimulo.
-Más de una vez me vi rodeado, sin saber cómo, de Revilla, Bofill, Cañete, Picón, Llana, Bremón, Alfonso y otros muchos, a ninguno de los cuales tenía el honor de tratar. Pero todos me tomaban por amigo de los demás, y como yo era el único que no hablaba, todos se dirigían a mí. Francamente, esto me ponía loco de orgullo. ¡Qué lástima no conocer a cualquiera de aquellos señores para hacerle presentarme a los demás!
-Por regla general -continuaba Remigio- yo prefería el teatro moral y optimista. Cuando un padre rico, v. gr., perdonaba a su hijo la calaverada de haberse casado con una pobre honrada, y todo se volvía contento y bromitas inocentes en el escenario, a mí se me caían lágrimas así, y lloraba y reía; y salía del teatro diciendo: «Esto edifica».
Pero semejantes ideas, contra las cuales esgrimía yo entonces mi pluma en los periódicos, fueron pronto ridículas a los ojos de mi amigo el de Cuenca.
Era yo -y sigo siendo, aunque más prudente- muy entusiástico partidario del teatro de Echegaray; y mi buen Remigio, sea porque creía pagarme así las butacas, o por conciencia, se convirtió en un defensor temerario e imprudentísimo de mis aficiones.
Y tan allá fue en lo de sostener que el teatro de Fulano era ñoño, y el de Zutano inverosímil, y el de Mengano inocente, que al fin juzgó que yo era tibio, y luchaba por su cuenta en los pasillos. Mientras estábamos en las butacas, yo procuraba contenerle... y buena falta le hacía.
Se levantaba el telón. Ya empezaba Remigio a batirse, a comprometerse; él, un padre con cuatro hijos.
-¡Chis!, ¡chitón!, ¡silencio!, ¡esas toses! -gritaba, y clavaba unos ojos insultantes en un pacífico espectador que buscaba su butaca inútilmente cerca de las nuestras.
-¡Silencio!, ¡dejar oír!
-Caballero, busco mi sitio.
-No es aquí.
-Número 7, fila tercera... mire usted.
-¡Pero de orquesta, señor; pero de orquesta! -gritaba Remigio furioso, con voz apagada.
-¡Chis!, ¡chitón! -le decían a él entonces los vecinos.
-Usted dispense... -murmuraba el de la orquesta.
¡Qué había de dispensar Remigio!
-¡Valiente animal! -decía a media voz, casi deseando que lo oyera el otro-. Será un envidioso...
Y volviéndose a mí, furioso porque había perdido una escena -¿qué ha pasado?, ¿quién es su padre? -me preguntaba-. Entéreme usted en dos palabras.
Y yo, con gran paciencia, me ponía a enterarle, aunque sin poder decirle quién era el padre, porque tampoco yo lo sabía...
Remigio ponía la atención en mi relato y los ojos en el escenario, y de repente me interrumpía y me asustaba, gritando como un loco:
-¡Bravooo! ¡Bravooo! -con unas asonancias en la boca que daban miedo. Era que otros entusiastas aplaudían un pensamiento, y Remigio, que no lo había oído, repetía los aplausos como un eco.
-¡Bravooo! ¡Bravooo! -insistía en gritar, y acto continuo, volviéndose a otro espectador, preguntaba:
-¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho? ¿Por qué hemos aplaudido?
Pero en aquel instante tosían en los palcos y en las butacas de atrás; tosían de buena fe probablemente, pero Remigio se volvía, miraba con descaro, desafiando al mundo entero, comprometiéndose; miraba a los palcos y gritaba:
-¡Esas toses! ¡Silencio!
-¡Que calle él!
Y callaba; pero una frase de Calvo le entusiasmaba inmediatamente, y Remigio se levantaba estrujando los adornos del sombrero de una señora ¡pobre señora!, que tenía delante.
-Señora, V. dispense -tenía yo que decir; porque mi amigo, que ya no se sentaba en todo el acto, lo que se llama sentarse, aplaudía, aplaudía sin cesar; todo, todo era sublime, lo que oía y lo que no oía.
Ya habían llegado los tiempos ominosos en que empezó a ser moda llamar al autor en medio de un acto para aplaudirle alguna ocurrencia, y Remigio era de los primeros en pedir el careo de Echegaray con el público, sobre todo si había habido toses que a él, a Comella se le antojasen maliciosas, o una voz imprudente de ¡fuera! o ¡silencio!
-¿Cómo silencio? ¿Cómo fuera? Ahora verán ustedes...
-¡No irritarle! -decía yo a los vecinos muerto de vergüenza. Pero ya no era tiempo.
-¡El autor! ¡Ahora mismo el autor! ¡Él solo, que salga él solo! ¡Fuera Calvo, fuera Vico! ¡Fuera el apuntador! ¡El autor solo!...
Terminado el primer acto, Remigio se proponía sacar al poeta cinco o seis o veinte veces, y le sacaba. Cuando por la ley de la inercia el público seguía aplaudiendo y llamando al poeta, Comella salía a los pasillos. La felpa del sombrero, que él se había puesto al revés, estaba erizada como símbolo del entusiasmo y del cabello de Remigio. Claro que no era por tal cosa, sino porque, distraído, Comella había peinado a contra pelo su chistera, como él decía, mientras oía extático los versos de Echegaray.
En los pasillos y en el foyer era ella. Remigio ya no callaba cuando los críticos se dirigían a él; es más, se dirigía él a los críticos, y los trataba con una confianza inmotivada.
Los críticos le conocían todos por las disputas de los estrenos. Ya no le creían amigo de un colega, sino crítico lui-même. Citaba a Shakespeare, y a Sardou, y a San Sardou, como un condenado.
«¡Para él no había ídolos!».
Gritaba como un energúmeno.
«En el teatro no debía haber moralidad. ¡Abajo el teatro casero! ¡Abajo la moral en el teatro!».
«En último caso, él, Remigio, estaba dispuesto a batirse por sus creencias artísticas».
Volvía a la butaca. Ya tenía echado el ojo a dos o tres enemigos del autor; ya sabía dónde se sentaban.
Comenzaba otro acto. Había lucha.
Un espectador decía:
-¡Chisss!
-¡Animal! -vociferaba mi hombre, mi energúmeno.
-¡Silencio!
-¡Fuera!, ¡a la cárcel!, ¡envidiosos!...
Si el otro, allá lejos, insistía en no encontrar aquello bueno, Remigio, que no podía sufrir más (llamaba él sufrir a lo que había hecho), se ponía en pie, y volviéndose del lado de su enemigo, decía más alto:
-¡Calle la cábala! ¡Será algún cesante!... ¡Que calle ese cesante! ¡Le habrá dejado cesante Echegaray!
-¡Fuera ese! -decían los de atrás.
-¡No me da la gana!
Las señoras le miraban con miedo; algunas, jóvenes, con cierta curiosidad benévola; aunque todas se inclinaban a creer que estaba algo loco.
Al salir del teatro yo tenía que taparle bien, sobre todo, la boca. Sudaba a mares. Su sombrero sudaba también, con todos los pelos tiesos. Nos metíamos en un coche; si no, pulmonía segura para Remigio.
Llegábamos a casa. Se acostaba. A la mañana siguiente se presentaba en mi cuarto con cercos morados en los ojos, y pálido.
No había podido dormir en paz. Había soñado que se había batido con Fernanflor, el cual le había cortado las narices con una pluma.
Y añadía:
-Vea V. lo que son los sueños; porque precisamente el Sr. Fernanflor esquivó una disputa que yo le proponía.
-Le tendrá a V. miedo.
-Probablemente. Verá V. cómo fue. Tenía él que pasar por donde yo estaba, entre dos butacas.
-«¿Me permite V.?» -me dijo, muy fino.
Yo, antes de permitirle, le pregunté:
-«¿Qué le parece a V.?, ¿qué opina V.?».
Calló Remigio.
-¿Y qué contestó Fernanflor? -pregunté yo después de un rato.
-Nada... subterfugios.
-Usted dijo: «¿Qué opina V.?» y él, ¿qué contestó?
-¿Él? «Opino... que me deje usted pasar».
Pasó tiempo. Remigio Comella fue y vino de Madrid a Cuenca, de Cuenca a Madrid cinco o seis veces, y tras el último viaje, se presentó en la fonda con su mujer y los chicos.
Buscó casa; un piso tercero en la calle de Ferraz, a lo último, cerca del Guadarrama. Allá se fue, no sin despedirse con abrazos de todos sus amigos de la fonda.
-Lo que V. sentirá ahora -le decía un senador vitalicio, que la estaba entregando por culpa de la gota- lo que V. sentirá ahora será no poder frecuentar tanto los teatros.
-¿Por qué? ¿Por qué he de perder yo una sola función?
-Hombre, como se va V. tan lejos...
-¡Bah!, eso no importa. ¿Y el tranvía? Y en último caso tengo buenas piernas. Mire V., más fácil es venir a los estrenos desde la calle de Ferraz que desde Cuenca... y sin embargo...
Ya no me acompañaba Remigio ni al café, ni al teatro. Nos veíamos pocas veces. Yo le creía muy ocupado con negocios. Pero, por supuesto, a los estrenos no faltaba.
Ya no le entusiasmaba Echegaray.
Dejaba hacer, dejaba pasar, como los economistas.
Le vi muy preocupado, y le pregunté una noche:
-Oye (nos tuteábamos ya; fue una exigencia suya) ¿qué te pasa? ¿Te ha salido mal lo del pleito?
-¿Qué pleito?
-Aquella sentencia... la que te traía a Madrid, ¿la casaron o no?
-¡Qué la habían de casar, hombre!... es decir, si la casaron, demasiado que la casaron...
-Pues entonces estás de enhorabuena.
-¡Qué he de estar!, ¡quita allá! Figúrate que yo lo había entendido al revés. Yo creía que casar una sentencia era conformarse con ella. La Audiencia había sentenciado a mi favor; yo manejé mis influencias, pidiendo que casaran la sentencia... y la casaron. Cuando fui a dar las gracias a los magistrados, me enteré de que me habían arruinado. Casar, casar... una sentencia... yo creía que era como en las comedias, arreglarlo todo a pedir de boca. Pero esos curiales todo lo entienden al revés. Casar una sentencia no es decir que está bien, que se aprueba, como yo creía.
-De modo que por eso andas cabizbajo... tristón...
-¿Por eso? Chico, poco me conoces. Tengo yo más ánimos...
-¿Y entonces? ¿Es que no se casó tu cuñado?
-Ese sí que no se casó; de modo que he quedado sin recomendación, sin destino...
-¡Ah, vamos! Ahora me explico tu melancolía.
-¡Quita allá, hombre! ¿Por no ser presupuestívoro había de estar yo triste? No faltaba más. ¿Qué son los empleados? Sanguijuelas... lacayos... Yo no me ahogo en tan poca agua... ¡Empleado! ¿Quién puede servir aquí? ¡Si en este país no hay Gobiernos!...
-Y entonces, ¿por qué diablos andas preocupado, tristón?...
-¿Que por qué? ¿Y tú que eres crítico me lo preguntas? ¿Te parece a ti que esto es teatro ni nada? No tenemos autores, no tenemos actores, no tenemos público, no tenemos sentido común... Esto no es teatro... Y vosotros no sois críticos. Se acabó el teatro; eso tengo.
Y dio media vuelta y se fue.
Le encontré otra noche en el Español.
Se paseaba en el foyer con unos caballeros a quienes yo no conocía, pero con los cuales le había visto ya varias veces.
Me acerqué a él, le pregunté primero qué noticias tenía del drama (había estreno, claro).
-¡Psh! -y escupió con desprecio-. Como todos. ¿Qué se ha de esperar de un idealista como Sánchez? (el autor). Mucho lirismo, mucho hablar del honor y del deber... pero ¿verdad?, ni pizca... Es como los demás. El teatro agoniza. Mejor diré; ya ha muerto. ¿Y los actores?
Me le habían vuelto naturalista. No sabía yo quién, pero me le habían vuelto. Debían de haber sido aquellos señores taciturnos y mal vestidos que le acompañaban.
-Oye -le pregunté-, y en vista de que no hay teatro, de que ha muerto el teatro, y de que te casaron la sentencia y no se te casó el pariente, ¿no piensas volverte a Cuenca?
-¿A Cuenca? No, hombre, no. Vete tú. ¿Quién se mete en una provincia? Aquí no hay teatro, es claro; pero en Cuenca menos. Además, de un día a otro puede haber una revolución.
-No lo creo, nadie se mueve.
-Una revolución en el teatro, hombre. Yo me río de la política. En la política no andan más que medianías. Yo hablo del teatro siempre.
-¿Y quién va a hacer esa revolución, y qué va a hacer esa revolución?
-¿Qué va a hacer? Pues no dejar títere con cabeza. ¿Te parece a ti que esos caracteres son caracteres? ¿Que ese lenguaje es lenguaje?... Y en cuanto a quién va a hacer la revolución... pues, ¿quién sabe?... Tal vez el que menos se piense...
Nos interrumpió el timbre. Empezaba el primer acto.
Después del final de la comedia:
Remigio, con el sombrero puesto a guisa de solideo (el sombrero ya no tiene erizada la felpa), sujeta a un idealista muy bien vestido y perfumado, por las solapas de la levita.
El idealista se defiende como puede, y procura salvar la gardenia del ojal que amenazan los dedazos de Comella.
-Pero, ¿qué aplaude usted ahí, santo varón? (Y sacude al idealista como si pudiera dar peras). ¿Aplaude usted los caracteres? No puede ser, porque esos personajes son de cartón.
-¿Cómo de cartón?
-Sí, señor; de cartón (sin soltar), de cartón-piedra, si usted quiere, pero al fin cartón. Son unos personajes que dan ganas de tirar al blanco.
(Estoy seguro de que Remigio hubiera fusilado a los actores sin remordimiento; hasta tal punto estaba convencido de aquella teoría del cartón de los personajes idealistas).
Y continuaba mi amigo:
-¡Si se le ven los hilos!
-¿Qué hilos?
-Los alambres; los hilos de que están colgados esos polichinelas... Vamos a ver: a usted cuando le pisan un callo o le seducen a su mujer...
-¡Caballero, mi mujer...!
-Bueno, su señora...
-No, si no es eso; es que la hipótesis...
-Bueno, pues la hipótesis... en fin, cuando se la birlan a usted ¡caramba! (echaba fuego naturalista por los ojos) cuando se la birlan o le pisan el callo de que dejo hecho mérito, ¿prorrumpe usted en décimas calderonianas, ni se acuerda para nada de que hay fango en la tierra y de que el crimen es un lodazal? Responda usted sí o no.
-Pero, hombre, el arte... el teatro...
-¿Es natural que en una situación apurada de la vida nos pongamos a escoger las palabras y a buscar consonantes y vocablos de tantas o cuantas sílabas?
-Y diga usted, y usted dispense -contestó el idealista, salvando al fin la gardenia del ojal y librándose de las manos al natural de Remigio-; y diga usted, y cuando usted suelta un taco, porque le pisan un callo, un par de blasfemias en prosa porque le pisan la mujer (como usted diría), ¿le pagan a usted tres o cuatro duros todos los presentes por la gracia y se la mandan repetir?
-No, señor; pero ya sé a dónde va usted...
-Pues claro; voy a que para oír ternos secos y hablar como usted habla ahora conmigo, nadie querrá pagar su dinero. ¿No dice usted que todo el mundo habla en prosa? Pues por eso queremos que el poeta nos hable en verso en la escena. ¿Que cuesta trabajo escoger las palabras, buscar los consonantes y la medida? Pues que cueste, mejor. ¿No se le pagan al autor sus derechos? ¡Pues que los sude! Lo dice la Biblia: ganarás el pan con el sudor de tu rostro...
-¡Bravo!, ¡bravo! -gritan los del corro.
Remigio, antes de retirarse, vencido, pero no humillado, en compañía de sus siniestros nuevos amigos, me preguntó al oído:
-¿Te parece que debo desafiar a ese hombre?
Cada vez marchaba peor el teatro en concepto de Remigio, que se iba haciendo un desaseado. Ya no era un elegante de provincia. Era un Adán de Madrid. No pensaba en su mujer, ni en sus hijos, ni en peinarse. No pensaba más que en la realidad.
Había que llevar la realidad al teatro; lo demás era perder el tiempo.
-Yo autor -decía- primero me dejaba quemar que consentir que se representara una obra mía en esos escenarios tan pequeños. ¿Qué realidad de carne y hueso puede desarrollarse en esas cuatro tablas?
-¿De modo que, según tú, debiera representarse en la plaza de toros?
-Pues claro. Y otra cosa. Quieren que una acción verosímil se desenvuelva en tres actos y en tres horas. Pasemos por eso de que haya acción, aunque no debe haberla; pero ¿cómo ha de suceder cosa importante en tan poco tiempo?
-¿Pues cuánto tiempo pedirías tú?
-¡Yo! Todo el que hiciese falta. Y el público, si se preciaba de ilustrado, se aguantaría en su sitio. ¿Hacían falta cuarenta días con sus cuarenta noches, como cuando lo del Diluvio? Pues eso. Allí se estarían los espectadores, en sesión permanente, todo el tiempo necesario, o sea novecientas sesenta horas. Lo demás es gana de divertirse, profanar el arte. El teatro ha de ser así, o no tiene razón de ser.
-Pero, dime, ¿quién iba a ser el innovador?
Remigio encogió los hombros. Sonrió con misterio, como hacen en las novelas idealistas. (Por cierto que si él lo hubiera sabido no hubiera sonreído así).
Y se fue.
-Éste algo trama -me quedé pensando.
El hombre de los estrenos suele tener mal fin: acaba muchas veces (no todas) por echar su cuarto a espadas, su cana al aire... por escribir él el drama de sus sueños. No todos, no todos, repito, acaban así; pero... el corazón me daba que Remigio se proponía restaurar el teatro Español, haciéndole pasar al mundo, a la realidad, como él gritaba furioso al hablar de sus locuras.
Lo que yo temía.
Remigio acabó por ahí, por reformador del teatro. No cabe negar que en su obra, que me leyó (para eso son los amigos), hacía entrar el mundo, todo el mundo, en el escenario.
Le llevó aquello (lo llamaba siempre así; no era drama, ni comedia, ni nada representable; era... aquello), lo llevó a un empresario que había contratado muchas veces compañías extranjeras y que tenía sus ribetes de realista.
El empresario le dijo:
-Amigo, eso está perfectamente; ahí entra toda la creación, punto más, punto menos; cada cual habla el lenguaje que le es propio; pasa por la escena todo el mundo; pero por lo mismo, por lo mismo que en esa obra entra el mundo entero... su obra de usted no puede entrar en mi teatro; no cabe. Ya ve usted, el contenido no puede contener el continente... Esto no es disculpa de empresario; son habas contadas.
Remigio, muy a su pesar, se avino a reducir el cuadro.
Ya cabía aquello en el escenario.
Pero hubo otro inconveniente.
Él me refería así, casi llorando, su nueva desgracia:
-En mi obra pasa un acto en una alcantarilla, y el empresario se niega a presentar esa especie de catacumbas urbanas.
-Pero ¿por qué? Yo he visto una zarzuela idealista en que hay un escalo y salen a escena las alcantarillas...
-No, si por eso ya pasa él. Alcantarillas como las de esa zarzuela las admite el empresario.
-¿Entonces...?
-Soy yo quien no puede admitirlas. Me lo prohíbe mi dignidad, mi credo artístico. Esa zarzuela, tú lo has dicho, era idealista. Alcantarillas idealistas también las consiente mi hombre; pero yo...
-¿Pero tú...?
-Ya ves; yo necesito que haya... olor local.
Así se volvió loco mi amigo Remigio Comella, que como él decía, hubiera sido un buen empleado en Contribuciones, a... a no haber estrenos en el mundo.
Oviedo, 1884.
FIN
- I -
Ventura había nacido para violinista. Fue esta una convicción común a todos los de su casa desde que tuvo ocho años el futuro maestro. Nadie recordaba quién había puesto en poder del predestinado el primer violín, pero sí era memorable el día solemne en que cierta celebridad de la música, colocando una mano sobre la cabeza de Ventura, como para imponerle el sacerdocio del arte, dijo con voz profética: «Será un Paganini este muchacho». A los doce años Ventura hacía hablar al violín y llorar a los amigos de la casa, complacientes y sensibles. La palabra genio, que por entonces empezaba a ser vulgar en España, zumbaba algunas veces en los oídos del niño precoz. Un charlatán, que examinaba cráneos y levantaba horóscopos a la moderna, estudió la cabeza del músico y escribió esto en un papel que cobró muy caro:
-Será un portento o será un imbécil; o asombrará al mundo por su habilidad artística, o llegará a ser un gran criminal embrutecido.
La madre de Ventura comenzó a inquietarse. El pavoroso dilema la obligaba a desear, más que nunca, la gloria del artista para su hijo.
-¡Cualquiera cosa, decía, antes que malvado!
El padre sonreía, seguro del triunfo. Cierto tío materno, aficionado también a estudiar chichones, que era la moda de entonces en muchos pueblos de poco vecindario, exclamaba con tono de Sibila:
-¡El templo de la gloria o el presidio! ¡El laurel de Apolo o el grillete!
Ventura estaba seguro de no ir a presidio, a lo menos por culpa suya.
Mucho amaba la música, pero no era un maniaco del arte, y cultivaba sus buenos sentimientos leyendo muchos libros de esos que confortan la voluntad recta, y haciendo todo el bien que podía. Su inteligencia era precoz como su habilidad de artista, y a los quince años ya tenía bastante juicio para comprender que, ante todo, era hombre y que aquellas teorías que le predicaban parientes y amigos respecto a la misión excepcional del artista, a la moral especial del genio, eran inmorales y muy peligrosas.
Débil de carácter, se dejaba imponer las costumbres y el uniforme de genio; pero en el fondo de su alma no se dejaba corromper. Tenía vanidad como todos, y se creía y se sentía un gran músico; pero no por lo que ya sabía hacer, que era lo que admiraban los necios, sus paisanos, parientes y amigos, sino por lo que llevaba dentro de sí, y no podían comprender sus imprudentes admiradores. Amaba mucho más sus sueños que los triunfos ruidosos que iba alcanzando. Por amor a su padre, que era el encargado de cobrar y tener vanidad, Ventura daba conciertos, que le valían ovaciones nunca vistas. Y el buen muchacho, con una sonrisa un poco triste, inclinaba la cabeza, llena de rizos negros, sobre el violín, como un amante se reclina sobre el seno de su amada; saludaba al público y miraba después al rincón en que se escondía su padre, como consagrando a este todos aquellos aplausos y diciendo: «Son tuyos, para ti los quiero nada más». Para sí prefería otros placeres menos vanos. Él había descubierto en sus soledades de artista misterios de la música, que eran expresión de las profundidades más bellas e inefables del alma. Creía, con fe inquebrantable, que de su instrumento querido podían brotar notas que dijesen todo lo que él inventaba en sus deliquios de inspiración solitaria; pero también sabía que buscar esas notas era empresa superior a sus fuerzas actuales. No bastaba lo que enseñaban los maestros para expresar aquello. Cuanto cabe en la técnica de cualquier arte bello era inútil para aprender aquella misteriosa manera de ejecución, que era necesaria para llegar al último cielo de la poesía que él columbraba en la música. Si le hubiesen mandado escribir todo lo que él comprendía de aquella nueva estética aplicada a la música, ni aproximadamente hubiera sabido explicar sus ideas. Ni podía hablar con nadie de aquello. Músicos muy celebrados, hasta artistas verdaderos algunos, no le comprendían.
Un célebre compositor llegó a decirle muy seriamente:
-Ventura, déjate de ilusiones y estudia. Puedes ser un grande hombre, y te vas a convertir en un maniaco. Toca lo que tocan los demás, procurando tocarlo mejor, y así conseguirás la gloria y la fortuna.
Lo que se consiguió con esto, fue que el soñador no hablara más a nadie de sus sueños, pero no quiso abandonar aquella esperanza de encontrar lo que él llamaba «la música sincera». Se le había metido en la cabeza y hasta en el corazón, que todos los usados recursos de la instrumentación eran falsos, afectados; que los efectos de la armonía, y más aún los de las combinaciones melódicas, eran lo más contrario de la sencillez verdadera, que no es la rebuscada. Como para él era el arte religión, pero no en el sentido pedantesco y trivialmente impío en que esto suele decirse, sino como formando parte la expresión artística de la religión misma, como una especie de oración perpetua del mundo, creía que era profanación, pecado, blasfemia la falta de ingenuidad en las formas musicales; halagar los sentidos, expresar lo que quiere referirse a los sentimientos puros con voluptuosas caricias de aire en los oídos, le parecía traición del arte. No quería inventar una música nueva en absoluto; dejaba para quien tuviera las facultades del compositor esta gran empresa; pero pensaba que aun lo que está escrito, lo bueno, que era poco según él, se podía ejecutar de modo que esa noble y santa sinceridad apareciese en ello. Esto era lo que él procuraba. Pero no acababa de encontrar el medio. Consagraba a tan peregrino intento el tiempo y el trabajo que otros dedicaban a perfeccionarse en el tecnicismo del arte, según corrientemente se entendía y ponía por obra. Hubo ya quien empezó a decir que había violinistas de menos fama que Ventura superiores a él.
-Ese chico se duerme sobre el violín -exclamó un crítico famoso, de esos que hablan de música porque los demás no entienden, no porque ellos sepan.
Hizo mucha fortuna la frase, y algún gacetillero la repitió mejorada en tercio y quinto por la ocurrencia de darla en latín: Quandoque bonus dormitat Homerus.
El padre de Ventura quiso contestar con un comunicado en el mismo periódico, y sólo se contuvo persuadido por los argumentos del tío, aficionado a la craneoscopia.
-Ríete de cuentos, Rodríguez -decía el tío-, todos los gacetilleros del mundo, con todos los latines del mundo, no pueden impedir que tu hijo tenga muy desarrollado el órgano de la filarmonitangibilidad.
Esta palabreja, que el tío había compuesto, pareció a la familia un argumento indestructible.
-Que hablen los envidiosos lo que quieran -exclamaba el sabio- todo lo que puedan decir no impedirá que filo signifique amo; armonía, lo que ello mismo dice, armonía, y tango, gis, ere, tetigi, tactum, tocar. Son habas contadas; latín y griego. Pero, amigo, el estudio de las lenguas sabias no se improvisa.
- II -
Pasaban los años. Ventura había alcanzado muchos triunfos, ya era célebre. Pero aquella fama no crecía. Sobre todo, los sueños del padre respecto a la precocidad del chico se habían desvanecido. Como todos los que no tienen un conocimiento justo de lo que vale el talento, ponía el Sr. Rodríguez la mayor importancia de la gloria en conseguirla muy pronto. Lo que él necesitaba era que su hijo fuese una celebridad europea a la edad en que otros juegan al marro. Pero el muchacho había llegado a los veinte años y el emperador de todas las Rusias no le había llamado todavía para que enseñara a tocar el violín a czarewich. Rodríguez leía un diccionario de celebridades todas las noches como si fuera la Leyenda de Oro o el Año Cristiano. Sabía la vida y milagros artísticos de todos los músicos, pintores, poetas y escritores precoces. La anécdota de César llorando ante la estatua de Alejandro, porque a la edad del griego él no había conquistado el mundo, le llegaba al alma al Sr. Rodríguez. Quería despertar en su hijo la noble emulación, como él llamaba a la envidia, y le recordaba los triunfos del inmortal Rafael, y la inspiración precoz de muchos eminentes compositores; y aun de Jesús disputando en el templo con los doctores, quería sacar una provechosa enseñanza. Hasta el niño campanólogo le echaba en cara y ponía por ejemplo. Otras veces era la situación económica de la familia la que sacaba a relucir; hablaba de los sacrificios, del capital anticipado para hacerle un violinista eminente. De este argumento no se reía Ventura como de los otros. Contestaba con dinero. ¿No estaban desahogados todos? ¿No vivían como unos príncipes? ¿No tenía Rodríguez un caballo de paseo?
-Bueno, bueno... -decía el padre, torciendo el gesto- pero... eso es poco.
La envidia seguía trabajando. Había algunos periódicos que, sistemáticamente, combatían el amaneramiento y la incorrección del violinista Rodríguez. Era una notabilidad, ¿cómo negarlo? Pero el mundo marcha, y él se empeñaba en no estudiar, y Pérez y Gómez, francamente, iban proyectando una triste sombra sobre la fama de Rodríguez...
Esto decían los periódicos enemigos. Se fundó una revista profesional, Euterpe, para desacreditar a Ventura. La dirigía un señor de la orquesta y la pagaba Gómez, el otro violinista famoso. Rodríguez, padre, quiso desafiar a Gómez, pero Ventura amenazó con romper el violín si no se despreciaba aquella ignominia de las calumnias.
El tío, el de los cráneos, dudó entonces que fuese Ventura un verdadero artista. Se preciaba de conocer el corazón humano ni más ni menos que la cabeza, y dijo tristemente en secreto a Rodríguez:
-Tu hijo no es un artista; no le lastiman las censuras, no le hacen llorar lágrimas de sangre... ¡no es un artista!
Por aquel tiempo no lo tenía para pensar en rivalidades y críticas injustas el bienaventurado mancebo. Se había enamorado. Estaba en otro mundo su pensamiento. Cuando encontraba a Gómez y a Pérez en algún concierto les apretaba la mano con efusión. -¡Hipócrita, cómo disimula! -decían ellos por lo bajo; y Ventura, con las mejillas un poco encarnadas, los ojos húmedos y muy abiertos les sonreía y alababa sus progresos en el violín. No era exclusivista; su manera soñada no era la que conocían Pérez y Gómez; pero tocaban muy bien, muy bien, por el sistema corriente. Los alababa de todo corazón. -¡Nos desprecia! -decían ellos a los amigos; y el señor de la orquesta llegaba en sus censuras a las personalidades, al insulto. Por culpa de su amor Ventura padecía grandes distracciones; le mareaban las disputas, no quería leer periódicos ni libros, y no sabía lo que pasaba en el mundo artístico. No hacía más que tocar, ganar dinero, y a sus solas querer y trabajar en lo que él entendía que era la nueva manera. Euterpe llegó a decir «que la educación debe ser armónica, que el músico no puede ser hoy, en el estado de cultura a que hemos llegado, un ignorante de las materias afines a su arte; debe conocer la historia, la estética, y sobre todo tener sentido común. Pasó la época de las grandes melenas y las extravagancias del artista: hoy el músico debe ser como todos, vestir a la moda, conocer el mundo y vivir como la gente. Lo demás es una afectación ridícula con que se quiere aparentar un genio que acaso no se tiene».
-¡Pero si mi hijo no usa melena! -gritaba Rodríguez arrugando la Euterpe entre los puños.
Ventura, después de algunas dificultades, fue correspondido; entró en casa de su novia, y como no tenía pretexto para hacer perder tiempo a la niña, ni él lo quería tener, se casó a los pocos meses.
Don Lucas Rodríguez se quedó estupefacto. Aquello era demasiado. Su cuñado tenía razón; Ventura no era un artista. ¡Qué diría Euterpe! ¡Casarse un gran violinista! Casarse, así ¡como un empleado de Consumos!... El tío meneaba la cabeza de derecha a izquierda. Aquello quería decir que la craneoscopia se había equivocado. «No era un artista. Era un instrumentista; no era un artista, no lo era; triste, tristísima confesión... ¡Pero Ventura era un burgués!».
- III -
El burgués se fue a vivir con su mujer, una rubia de veinte años que le amaba y le admiraba, a una casita de un barrio, donde tenía jardín con árboles tan altos junto a la tapia, que le ocultaban las casas vecinas; de modo que se creía solo, en el campo, viviendo con su esposa y su violín lejos del mundo. Los más amigos, cuando hablaban del pobre Ventura, a quien no se veía por ninguna parte, ponían una cara compungida, como si se tratase de un muerto; y todos hacían el mismo ademán expresivo; que era figurar con la mano una cuchilla o hacha y acercar el filo a la garganta, inclinando la cabeza. Con esto se quería indicar que Ventura se había degollado, había cortado la carrera: se había casado, en fin.
El ajusticiado, el verdugo de sí mismo, se creía el hombre más feliz del mundo. Su padre apenas le visitaba, y nunca le hablaba del genio ni de la misión del artista.
El tío no aparecía por su casa. Los periódicos le habían olvidado. Euterpe misma apenas se acordaba de él. El matrimonio le trajo una porción de ideas serias.
La responsabilidad de un padre de familia, como él pensaba serlo pronto, le parecía lo más grave del mundo... ¡Y él no sabía más que tocar el violín! Lo que empezaba a escasear era el dinero. ¡Si en vez del violín habré tocado yo el violón toda mi vida! ¡Si estos sueños de la música sencilla, natural, serán una locura! ¡Si tendrán razón los otros! Acaso me ciega el orgullo, y esto que yo creo falta de envidia será tal vez sobra de vanidad. ¿Por qué no han de ser, en efecto, superiores a mí Pérez y Gómez? Cuando estas ideas se le ocurrían, que solía ser al despertar, el pobre Ventura sentía un sudor frío por todo el cuerpo y en el rostro mucho calor de vergüenza... Se le figuraba que el mundo entero se reía de él; y miraba a su mujer, a su hermosa mujer, que dormía tranquila a su lado, y pensaba ¡Pobrecilla! Tal vez le espera el hambre, por lo menos las privaciones; acaso, por tener fe en un loco, ha expuesto su porvenir... ¡Y el de sus hijos! ¡Pobres hijos míos! ¡Cuando nazcáis os encontraréis sin más patrimonio... que la música sincera, una música del porvenir que inventó vuestro desdichado padre!... Pero estas amarguras de la desconfianza duraban poco. De noche, en verano, después de comer, salía al jardín con su querido instrumento; aquel violín que amaba con el mismo respeto que había en las caricias que encantaban su vida conyugal.
A sus solas, acompañado por el discreto cuchicheo de las hojas de los árboles, que la luna plateaba, y que la brisa removía, osaba el pobre Ventura tener fe en su alma de artista. El violín según él sonaba con más dulzura que en las salas ahogadas de los conciertos, donde las notas tenían que flotar en una atmósfera cargada de emanaciones impuras; parecía que las cuerdas en aquella triste soledad tranquila de la noche apacible se desperezaban con cierta gracia de ingenua confianza; la humedad del relente pasaba al timbre de la cuerda: era más fresca y algo húmeda la nota del violín... Encontraba el músico cierto parecido entre el rayo de luna que bajaba y la vibración sonora que subía... Era una corriente de cierto fluido poético que ascendía y descendía como la escala de Jacob.
-¿Dónde está lo que no es todavía y ha de ser sin falta? ¿En dónde viven, en qué espacio flotan el alma del que ha de ser hijo mío, un ángel de cabeza rizosa, toda de oro, como la de su madre, y la impalpable idea música que yo sueño, pero que es en la lógica de la belleza una realidad necesaria? Música sencilla y natural, exenta de convenciones rítmicas, amañadas y recompuestas; música de los humildes, dulzura espiritual, remedo de lágrimas y besos y ayes verdaderos, nuevo canto llano, con toda la sublime sencillez del antiguo, pero sin su monotonía; sueño mío, visión benéfica, convicción santa, esperanza, consuelo, virtud, ¡orgullo mío!... ¿En dónde estás? ¿Qué eres ahora? ¿Idea de Dios? ¿Vives ya en mi cerebro? Como palpita ya en las entrañas de mi esposa el cuerpo del ángel que aguardo, ¿palpitas ya tú dentro de mi espíritu? ¿Eres esto que vislumbro? ¿O acaso la ansiedad que siento? ¿O la alegría inexplicable, repentina y frenética de algunos momentos en que parece que todo mi ser se transforma y se eleva? ¿Dónde estás, música mía? Yo te aguardo; aquí esperaré hasta la aurora. Sé vapor del relente, extracto de aroma, rayo de luna, murmullo de la fuente o de las hojas... Ven, ven con el alba a caer sobre las cuerdas de mi violín como el rocío caerá sobre las flores.
Cuando hablaba así para sus adentros Ventura, gran retórico de lo inefable, en su violín no sonaban más que unos dulcísimos quejidos, que eran como el murmullo que hay en los nidos de las golondrinas cuando los hijuelos aguardan el alimento... Parecían los ensayos de los gorjeos de aquella bandada de ruiseñores -notas que esperaba Ventura en la próxima primavera... en la primavera de la música nueva que él debía inventar...
-Ventura, que te vas a constipar, entra -decía una voz amorosa desde una ventana de la casita, y Ventura, volviendo de repente a la realidad, estornudaba cinco o seis veces, y se metía en su cuarto, con el alma presa de un catarro crónico de desencantos. No sabía su pobre mujercita que al sacar del jardín a su marido, le sacaba del único cielo en que él podía estar contento. Un cielo en que efectivamente había música.
- IV -
Por lo demás, los negocios iban de mal en peor. Ventura cada vez trabajaba menos; ni él procuraba agradar a los contratistas de conciertos, ni estos le buscaban ya con el afán de antes.
Algunos reconocían aún la superioridad de Ventura, pero decían:
-El público aplaude lo mismo, y acaso más a Gómez y a Pérez, que son más seguros, que trabajan con más entusiasmo y más asiduamente.
-Vengan Pérez y Gómez, y Ventura Rodríguez allá se las haya.
Ventura notó que el mercado disminuía, que la demanda se alejaba... El orgullo, lo que él llamaba su dignidad de artista, no le permitía solicitar lo que ya no se le ofrecía espontáneamente. Muchas veces todavía le llamaban para una gran solemnidad, y él contestaba:
-Que vaya Pérez; que toque Gómez...
Cuando nació el ángel rubio que Ventura esperaba, en aquella casa se iba pasando del lujo prudente y moderado al bienestar modesto y parsimonioso en los gastos.
La aurea mediocritas empezaba a no ser aurea y se quedaba en mediocritas.
El padre de aquel inocente, que no tenía más patrimonio que la música de un sueño, creyó llegado el momento de pensar en algo, de hacer algo. Cualquier cosa menos profanar el violín. Él no podía hacer lo que Pérez y Gómez. Ni podía ni quería. Pero sobre todo, no podía. Era preciso confesarlo: la habilidad de aquellos hombres era grosera, material, cosa ajena al espíritu, a la inspiración, a la dignidad del ideal artístico... pero habilidad al cabo. La habían adquirido con mucho trabajo, a fuerza de repetir sus ensayos, dominando poco a poco el instrumento, como quien domestica una fiera. Le hacían hablar, y eso era lo que el público exigía. Ventura quería hacerle vivir, y eso era imposible por lo visto.
-Sí -pensaba él desesperado-, el violín de Gómez habla, pero como un loro, como habla Gómez. Mi violín estará mudo hasta que pueda hablar... como un poeta.
Así es que ni su voluntad, ni sus facultades le permitían sacar del violín el partido que sacaban los otros.
Era un axioma ya en todas partes:
-Gómez es más correcto que Rodríguez.
-Rodríguez toca, pero está anticuado.
Esta era una aserción probable.
Y también se decía:
-Ese chico no adelanta. Y en este siglo el que se para se hace aplastar.
-Rodríguez no estudia.
-Dicen que bebe, y por eso...
-Las mujeres; deben de ser las mujeres...
-Es su mujer; le ha cortado la inspiración, como Dalila cortó a Sansón la fuerza con los cabellos...
-Rodríguez se ha chiflado.
-Era una medianía precoz. Cuando la precocidad no le sirvió de nada, se quedó con la medianía.
-El gusto cambia; Rodríguez no sigue el gusto moderno...
-¡Rodríguez, Rodríguez! Ya me cansa tanto Rodríguez... ¡Otra celebridad! ¡Otro nombre!...
Ventura recibió algunos desaires mal disimulados del público, su antiguo esclavo, que ahora se desquitaba de los días de la servidumbre.
Tragó las lágrimas del despecho, y olvidado algún tiempo de sus aspiraciones de innovador, procuró eclipsar los triunfos de sus rivales... ¡No pudo! Pareció amanerado, inferior al modelo.
Siguió una violenta reacción de orgullo salvaje y de loca esperanza. Renunció a tocar en público por algún tiempo, y se refugió en su jardín, para dar conciertos a los pájaros dormidos. Tuvo que vivir de sus ahorros, que no eran muy gran caudal.
Un día su padre entró en casa de Ventura abriendo y cerrando puertas con estrépito. ¿Qué era aquello? ¿Se dejaba a un padre y a una madre en el arroyo? ¿Y los sacrificios? En casa no había un cuarto; todo, todo se había gastado en criar aquel portento, que no acababa de dar el fruto esperado. «Yo he gastado un capital enorme; lo he tirado todo por la ventana, estoy sin camisa. Y ¿dónde están los intereses de ese enorme capital? En el viento; mi hijo desprecia al público, y no quiere tocar delante de gente; como si no supusiera nada el capital que yo gasté en educarle y prepararle para un porvenir brillante, el señorito viene a dar conciertos a los árboles de su huerto, y se le va todo en suspiros de violín; esto es regalar una fortuna al viento. En una palabra, tu madre y yo nos venimos a vivir aquí, a no ser que prefieras dejarnos en el arroyo...».
Las necesidades de la casa comenzaron a aumentarse; ya no bastaban los ahorros: Rodríguez, padre, no quería economizar; se había acostumbrado al papel de próximo ascendiente del genio, y ni aun después de renunciar a la gloria de su hijo podía renunciar a los gastos superfluos que a costa del genio hacía. Fue necesario volver a trabajar. Se gastaba en aquella casa tres veces más que antes. Pero Ventura tenía odio al público; no quería dar música a nadie. Prefería consagrarse a otra cosa: al comercio, la bolsa, la industria... cualquier oficio, por prosaico que fuera, antes que el violín.
Hizo varias tentativas. Se metió en empresas industriales y le engañaron. Su ineptitud para el tráfico le parecía un crimen; soy un idiota, pensaba el infeliz, nunca he servido para nada.
Y al verse torpe en los negocios más vulgares, que medianías sin cuento manejaban perfectamente, exacerbado su pesimismo, llegó a creer que ni mediano músico había sido siquiera. Entonces se le representaba su sueño del arte renovado, de la música sincera, como una visión de loco, como una estupidez trascendental. Y trabajaba en las ocupaciones que escogía como quien cumple una penitencia, gozándose casi en la repugnancia que le causaba aquel género de trabajo tan contrario a sus gustos. Se había hecho tímido como una liebre, escrupuloso, cominero. Daba al pormenor una importancia irracional, con una especie de superstición. Hizo esfuerzos dolorosos por adquirir aptitudes que le negara la naturaleza. Pero todos estos martirios eran inútiles, la ruina de la familia iba a ser inevitable.
Rodríguez padre, que había asistido como testigo mudo y acusador en su silencio a todas las derrotas de Ventura en las varias empresas que acometiera, le dijo al fin, después de un desengaño que ponía a la casa en grave apuro económico:
-Ventura, no seas tonto.
El hijo levantó los ojos hacia el padre, como pidiéndole perdón por aquellas tonterías que confesaba, que él también creía evidentes. -No seas tonto. Tú no sirves para nada más que para tocar el violín. Yo no puedo ya trabajar; o tú vuelves a tocar el violín, o tus padres, tu mujer y tu hijo se te mueren de hambre. Escoge.
Ventura escogió retorcerse las entrañas y volver a ser violinista. Entonces fue cuando la cabeza se le llenó de canas. El amor propio recibió tales golpes, tal lluvia de saetas, unas impresas, otras de viva voz, otras consistentes en hechos, tales como desaires, desdenes, desprecios, que de aquella vez Ventura se convenció de que algo se le moría dentro del alma. Era el amor propio, con todo lo que tiene de bueno y de malo, lo que se le moría.
Fue como un resorte tirante que estalla; la primera impresión fue casi agradable, un respirar tranquilo, una suspensión de dolores agudos; después, como un ángel que quisiera volar y encontrase roto el juego de las alas, el espíritu de Ventura se sintió como perniquebrado, arrastrado; ya no pretendía volver al cielo del arte: tenía conciencia de aquel descalabro interior; sabía que estaba roto por dentro, que para él se había acabado toda ambición de tender las alas invisibles, en que había creído con fe tan acendrada. Euterpe, que había entrado en el año tercero o cuarto de su publicación, volvió a hablar de Ventura Rodríguez, distinguido violinista.
Ya no le insultaba; tratábale con cierto tono de protección, contaba a los lectores pormenores de su vida, y hacía esfuerzos para persuadirlos de que le oirían con gusto. Llegaría a ser una esperanza si se ceñía a seguir el camino de los maestros Pérez y Gómez.
El padre de Ventura procuraba que los periódicos no llegasen a manos de su hijo. Pero Ventura los leía en el café. Se dejaba insultar como un muerto. Algunos críticos nuevos, que hablaban de música como si tuviesen el arte en estado de sitio y ellos fuesen capitanes generales, se encaraban con el violinista redivivo, y declaraban que había perdido mucho en el largo período de silencio en que se había obstinado. Le injuriaban los más atrevidos, y Ventura leía aquello como si se tratase de otro. Ya no quería más que el dinero que le valía su arte. En este punto era todo lo exigente que podía. Con los empresarios regateaba. Les ponía por las nubes su celebridad de otro tiempo, hablaba como un charlatán. Es más, aquellas teorías suyas de la música nueva, que eran implícita censura acerba de la manera de tocar sus rivales, las sacaba ahora a plaza, procurando ponerlas al alcance de aquellos profanos, incapaces de sentir la música de ningún tiempo ni sistema. Quería ver si así ganaba algo más, si se vendía más caro.
Poco a poco fue pagando algunas deudas, y hasta pudo mantener cierto lujo de su padre, que no podía fumar tabaco malo, ni beber vino común.
Se figuraba el músico desacreditado que él era un vivo enterrado; todos sus colegas, los músicos, los compositores, los cantantes, los críticos, los aficionados, habían ido echando sobre su cuerpo un poco del polvo del olvido, y ahora estaba separado del mundo por una capa de tierra muy pesada, muy pesada. Se hablaba de él como de un aparecido. El elemento joven del arte y de la crítica no le conocía ya, en cuanto le sonaba su nombre, no sabía a qué...
Pero a él no le daba esto pena. Ni pena ni gloria, repetía por lo bajo. Y no atendía más que a ganar dinero para sostener los gastos de su casa.
Un día le llamaron para tocar en la inauguración de un café monstruo.
Rodríguez, padre, fue quien abrió la carta en que se le invitaba y se le ofrecía una buena suma.
-¿Supongo que no aceptarás?... ¡Esto es demasiado!
-Demasiado es todo -contestó sonriendo Ventura- pero acepto.
-¿Que aceptas?
-Está muy bien pagado -y fue.
Por aquel tiempo empezaron a olvidarle los periódicos: ni para humillarle le nombraban.
¿Tocaba peor que antes Ventura? No se puede asegurar que sí ni que no. Pero es cosa evidente que tocaba con menos fe, como una máquina. ¿Y la música sincera? ¿Aquella manera nueva de tocar que él estaba descubriendo? Aquello era su remordimiento. Ya no creía en aquel arte restaurado. Había sido un sueño del orgullo; una extravagancia de una medianía que se revela y quiere ser eminencia, no por el camino recto, sino discurriendo novedades raras, absurdas.
Eso era él, según él mismo. ¿Cómo se había convencido de ello? ¿Con pruebas sacadas de sus estériles ensayos, de sus tentativas inútiles? ¡Oh!, no por cierto, eso no. Ni un solo argumento, ni un solo sofisma había podido discurrir contra la nueva manera de la música que en los tiempos felices de la vigorosa inspiración, de la reflexión seria y sabia, se le había aparecido como una necesidad lógica del arte. Pues entonces, ¿por qué había perdido la fe? No lo sabía a punto fijo. Por todo lo demás; por culpa de Euterpe, de Rodríguez, padre, del empresario, de Gómez, de Pérez, por culpa del mundo... ¡en fin, por el diablo!, ¿qué sabía él? Pero le daba vergüenza haber creído en su invención y haber sacrificado a ella la felicidad de su familia.
Empezó a escasear el trabajo en la corte. No bastaba buscarlo con afán y sin poner condiciones: iba faltando demanda... y Ventura admitió contratas con empresarios de provincias.
Dejó a su padre y a su madre en Madrid, y se fue a recorrer Andalucía y Castilla, Cataluña y Aragón con su violín, su mujer y su angelillo. Lo único que había salido como él lo había soñado.
Era hermoso como una flor su Roberto. -¡Adiós, Madrid!-. Todo Madrid le había aplaudido... y aquel todo Madrid se quedaba allá arriba... entre aquellos faroles que se iban apagando en la niebla... Pronto sería Rodríguez como un muerto olvidado; es decir, nada multiplicado por nada... ¡Buen viaje!
- V -
El Iris se abría a las ocho de la mañana en invierno. Los mozos, soñolientos, barrían, limpiaban los bancos, deshacían las torres de sillas que había sobre las mesas, y se iban los más a dormir otra vez. Quedaban dos o tres para el poco servicio de la mañana. Leía uno el Diario, periódico de primer orden en la provincia; otro jugaba con el gato. En el mostrador, silencio. El piano, bien cerrado y abrigadito con su funda verde, extendía su cola sobre la plataforma de pino blanco, majestuoso en su sueño de toda la mañana. Estaba la plataforma en medio de la sala, rodeada por un antepecho de madera pintada de azul y oro. Sobre un musiquero había algunos libros y piezas sueltas de música. Al otro lado del piano una silla alta forrada de terciopelo carmesí, oriunda de algún teatro. Allí se sentaba «el señor de Madrid», la celebridad que cobraba cinco duros todas las noches y cenaba de balde. Los mozos del Iris no ocultaban su orgullo. La cerillera del portal, que vendía toda la prensa de Madrid y de provincias, oía con religiosa atención a Lucas, el mozo más viejo del Iris, por la milésima vez, su maravillosa narración.
-El señor de Madrid fue contratado primero por esos granujas del café del Gran Mundo, esos tipos llenos de fantasía que se están empeñando hasta las orejas por hacernos perder a todos... pero ¿ve usted cuánto rumbo y cuánto convite a los de los papeles?, pues bueno, señora Engracia, por peso de más, peso de menos, el señor de Madrid se quedó sin la contrata y los de allá sin su músico. Entonces el amo, que lo supo, el amo, que sabe gastar de veras y sin ponerlo en el diario, fue ¿y qué hizo? Pues nada, llamó al señor de Madrid y le dijo:
-¿Que los cinco duros?, pues los cinco duros ¿y que cena?, pues que cena.
-Ahora los de allá, despechaos, claro, dicen que valiente ganga, que ellos hacen más ruido; que este señor de Madrid es un arruinao, un trasto viejo; y la verdad es que la gente se va al Gran Mundo, porque este pueblo, señora Engracia no es filantrópico, y vamos... que no sabe de música; pero V. lo sabe, V. le ha oído, el de Madrid toca como un ángel; y el pobrecillo pone una cara de bueno pa tocar...
La señora Engracia estaba de acuerdo con Lucas, y no había disputa; el mozo se volvía a retozar con el gato.
Por la tarde el Iris se llenaba de gente del campo, que en aquella tierra dejan sus faenas mucho antes de que el sol se ponga. Con su manta al hombro muchos, casi todos con su pañuelo de colores atado a la cabeza, entraban con aire satisfecho, pisando fuerte y llamando recio al mozo.
De cinco a siete había música. Pero nada más que de piano. El señor de Madrid tocaba por la noche.
El pianista ganaba cuatro pesetas y cenaba también. Era un viejo calvo, grueso, lacio, mustio. La expresión de su rostro era la de un carnero cansado, momentos antes de morir. Vivía de cobrar un tanto por ciento al clero catedral por derechos de habilitado, y de tocar el piano en el Iris. En lo mejor de su edad, a los treinta años, había compuesto habaneras y algunas variaciones sobre la jota; pero ya no escribía música; la copiaba y le iba mejor; se vendía, aunque barata. Él prefería la introducción de Semíramis, Safo, La Cenerentola, pero el público quería novedades peligrosas, música francesa, una prostitución. Y tocaba lo que mandaba el amo del Iris.
Menos mal por las noches, desde que había venido el señor Rodríguez, un violinista muy aceptable, de la buena escuela. Don Ramón Betegón, el pianista, concluida su tarea de la tarde se iba a comer y volvía al Iris a las ocho y media.
Ya estaba allí Rodríguez, con su mujer, su hijo y la niñera, alrededor de una mesa cerca de la plataforma.
-Doña Carmen, muy buenas noches -decía Betegón.
Daba un beso a Robertito, un apretón de manos a Ventura y se iba al piano.
Razón tenía Lucas; los habitantes de aquella ciudad noble y leal no eran filantrópicos. El café estaba lleno, eso sí; pero no había lo que en aquella tierra, y en otras muchas se llama todavía personas decentes.
Acudían muchos artesanos con los tiznes del trabajo en la cara, de mano callosa y torpe en el manejo de vidrios y lozas del servicio; abundaban los mozos de coches y carros, los pillastres de variadas profesiones, algunas ilícitas; había algunos soldados, casi todos con galones, más cabos que sargentos, y más distinguidos que cabos. Y sobre todo, muchos campesinos que viven en la heroica ciudad y son capaces de madrugar con el sol y acostarse tarde, por darse aires de señorío y desembrutecerse con el café y la música. Algunas mujeres honradas, de pueblo, acompañaban a sus maridos padres o hijos mirándolo todo con curiosos ojos que no ven claro, saboreando el gasto con usura; hablaban en voz baja y tomaban su café con religiosa ceremonia, pensando en la importancia de los 25 céntimos que cuesta.
El sexo débil estaba más bulliciosamente representado por algunas mozas del partido, que ordinariamente guardaban la compostura debida, pero que a veces olvidaban su comedimiento riendo como en el lupanar. Algún prudente ¡chisss!... de Lucas imponía silencio, y la buena crianza volvía a reinar en aquella reunión, donde los pobres procuraban adquirir uno de los vicios más necios de los que pueden gastar dos reales en lo superfluo y mucho tiempo en lo innecesario.
Una noche tocaba Ventura Dichter und Baüer (poeta y aldeano), y le acompañaba con mucho gusto el Sr. Betegón en el piano. Allí cerca, junto a la plataforma, Carmen, la digna esposa, el consuelo constante de tantas pesadumbres, apoyaba un codo en la mesa de siempre y contemplaba amorosa a su marido. Carmen era ya su único admirador; en realidad su único público. ¡Aquellos labriegos, aquellos artesanos le oían como quien oye llover! Se les había dicho que el señor de Madrid cobraba cinco duros (eran tres pero se había convenido en decir cinco), y con esto tenían bastante: saboreaban el café y el placer de estar oyendo a un ricazo de la corte, que estaba allí para divertirles a ellos. Entre los pillastres había quien le miraba con cierta insolencia, como diciendo: no creas que me asustas, yo he oído cosas mejores, he estado en Madrid y no me asombro por tan poco.
Al terminar una pieza sonaban algunos aplausos; era cuando querían que se repitiese, por gusto de hacer trabajar más a los músicos, por sacarle más jugo al real del café. Después de la repetición nunca se aplaudía, porque eso sería pedir otra repetición, y allí no se querían gollerías. Los domingos había muchos más consumidores: venían al Iris niños y perros, y el estrépito era infernal. Cuando algún trozo de música alegre les llegaba al alma, como un solo hombre los baturros pedían «¡La jota, la jota! Venga la jota...».
Carmen se ponía como un tomate allá abajo, en su banco pegado a la pared, y miraba al pobre Ventura como diciéndole:
-¡Perdónales, no saben lo que hacen!... -y a Ventura aquello de «¡la jota!» le sonaba como si dijeran -¡Crucifícale, crucifícale!
Carmen tomaba café en el Iris; el niño jugaba con la niñera, porque su padre quería tenerle cerca, le necesitaba allí para decidirse a ganar el pan de cada día. A las diez madre, hijo y criada se iban a casa muy tapaditos. Ventura no dejaba a nadie el cuidado de envolver a Roberto en mantones y pañuelos; le daba cien besos y le ponía en brazos de la muchacha.
Carmen se despedía con una sonrisa animadora... y él los veía marchar, triste, con una tristeza dulce, lánguida, resignada; y entonces, a solas ya con su violín, entre aquel populacho bueno, pero sin ojos para sus penas ni para su arte, tocaba Ventura, sin conocerlo acaso, como en sus mejores tiempos, mejor tal vez, tal vez como lo pedía aquella su invención de la música sencilla, sincera, buena, santa, de que ya no se acordaba, o por lo menos en que ya no creía. Y entre el ruido de las cucharillas, patadas, toses, voces de «¡café!, ¡que mancho!, ¡mozo! ¡El Imparcial!» sonaba el violín como una queja de un alma dolorida por pena eterna, ante un Dios eternamente sordo a las quejas de las almas. Don Ramón Betegón, impasible, abofeteaba el piano y aprovechaba los solos de Ventura para dar tres o cuatro chupaditas al cigarro... Ventura tocaba entonces en el Iris como en su jardín de Madrid; los parroquianos eran testigos tan inteligentes como los árboles... peores, porque los árboles no pedían la jota.
- VI -
Como iba diciendo, una noche Carmen miraba desde su banco, apoyada en la mesa, a su querido mártir, como ella para sí le llamaba siempre. El público empezaba a acudir.
Suppé, interpretado, como decía Betegón, por Ventura, adquiría nueva gracia y dulzura.
Los ojos del violinista apenas se fijaban algunos segundos en el papel que tenía delante; miraba más a su mujer, con amor inagotable, tan puro y grande, como el primer día de novios. Se diría que de los ojos de Carmen una corriente eléctrica iba hasta los ojos de Ventura, y le llevaba consigo la inspiración, la habilidad artística, aquella manera sublime de interpretar, según el pianista.
Otras veces el violinista miraba a su hijo, que al pie de la plataforma iba y venía, ora procurando coger una pierna de su padre, para lo que metía su mano de muñeca entre los balaustres, ora saltando alrededor del piano, como si fuera mariposa, y la música luz que le atraía. Para seguir los movimientos del niño el padre vigilante necesitaba hacer mil contorsiones, sin dejar de tocar con aquella suavidad y elegancia exquisita de siempre: daba vueltas en redondo; se inclinaba, se ponía sobre las puntas de los pies... parecía un músico excéntrico que lucía su habilidad entre piruetas.
Después del Poeta y aldeano hubo un descanso de cinco minutos.
Don Ramón y Ventura fueron a sentarse junto a Carmen. Con la finura del mundo tomó Betegón media copa de anís doble. Roberto se había subido a las rodillas de su padre, que le acariciaba con la barba y la mejilla, como si fuera su violín, inclinando sobre el niño la cabeza, con los ojos medio cerrados, pálido y triste con una tristeza que estaba ya petrificada en las arrugas de su rostro. Podía Ventura sonreír, hasta reír a carcajadas; allí estaban las arrugas para protestar, como una fe de muerto de aquel espíritu que se vio adulado con el apodo de genio.
Don Ramón se levantó y volvió al piano. Le siguió poco después Rodríguez. Comenzaron la Stella confidente.
Entonces entró en el café un subteniente de caballería. Se sentó en una mesa que estaba enfrente de la mesa de Carmen. Pidió café, distraído. Tardó en notar que tocaban el piano y el violín. Atendió. Le gustaba aquello. Se sentó en otra mesa, más cerca del piano. Miró en derredor y echó de ver que allí no había más personas regulares que él y aquella señora... debía de ser la de uno de los músicos.
-¡Demonio!, qué bien toca ese hombre -pensó, y llamó al mozo.
-Es el señor Rodríguez, un músico de Madrid.
-¿Rodríguez? Rodríguez... ¡Ah!, sí, creo haber oído...
El subteniente se puso el sable entre las piernas y clavó los ojos en el violinista. Positivamente estaba entusiasmado. A los pocos compases le hizo acordarse de su madre, que estaba en el otro mundo, y de su novia, que le había dado calabazas. Era forastero, estaba muy solo y muy triste, tenía mucha nostalgia, según él llamaba a su aburrimiento, y aquella música le estaba llegando al alma. ¡Qué modo de tocar! ¡Y no hay aquí más que plebe!... Él también había tocado algo. Era la flauta, pero todo es tocar. Además era poeta. Sentía muy bien.
-¡Pues no se me saltan las lágrimas! Mozo, una copa del Mono... Y aquella señora debe de ser la suya... es guapa. ¡Canario ya lo creo, muy guapa!
También él era guapo. Alto, rubio, muy esbelto, de aspecto marcial como un dragón, pero de ojos dulces como un ángel. Y el bigote fino y bien peinado. Era muy guapo. Carmen le había visto desde el momento en que entró.
Había observado su atención, su asombro, su entusiasmo, su enternecimiento. Pero cuando él la miró, ella separó los ojos y los fijó en su marido. Y así estuvieron: el militar yendo con la vista y el alma del violinista a Carmen, de Carmen al violinista.
Carmen mirando a su esposo con fijeza y viendo al subteniente.
Ventura arrebatado por la música y la contemplación de sus amores, Roberto y Carmen, no veía al de caballería. Terminó la Stella y los músicos volvieron a la mesa. El público, que no quería repetir, no aplaudió; el subteniente abrió las manos, pero al ver aquella frialdad, se las metió intactas en los bolsillos. -¡Qué lástima!, tenía que marcharse sin remedio. Era tarde, le esperaba el coronel. Pagó y salió visiblemente disgustado, según observación de Carmen.
-Tendrá una ocupación urgente -pensó- ¡esos militares!...
A la noche siguiente el de caballería se presentó a las nueve menos cuarto. Se trataba del Non tornó.
El sentimentalismo del amo del café, se imponía hasta a los músicos que cobraban cinco duros nominales, tres en efectivo. Ventura vio entrar al subteniente, y no le cayó en saco roto aquel extraño consumidor de café y música. En una de las vueltas que daba con el violín en el brazo para seguir los juegos de Roberto, vio Rodríguez al simpático alférez, que tenía los ojos inflamados por la admiración, la boca entreabierta, la mirada fija en el músico. Dio otra vuelta y vio lo mismo. El alférez, no cabía duda, era un admirador. Ventura se lo agradeció en el alma: le echó mil bendiciones con el arco; y aunque haciéndose el desentendido, con una coquetería de artista, se esforzó cuanto pudo, tocó lo mejor que supo; y todo aquello iba dedicado al subteniente, a quien aparentaba no ver siquiera. Carmen notó que su marido se acercaba radiante, como si viniera de un gran triunfo; pero él no dijo nada.
-Está V. hoy contento -dijo D. Ramón, que siempre estaba triste, y sólo simpatizaba con los desconsolados.
-Sí, me siento bien hoy. Y además el médico me ha dicho que lo de Roberto no es nada.
-Sin embargo, yo recomiendo el aceite de hígado de bacalao... ese niño crece poco; mire V., parece un tapón.
-Pobrecito mío -exclamó la madre- te llaman tapón.
-Un tapón muy bonito, pero un tapón, señora... Mire V., apostaría a que cabe en la caja del violín de su padre. Se le podría enterrar en ella.
-¡Jesús! -gritó Carmen estremeciéndose-, no tanto... y no lo quiera Dios.
Mientras la madre apretaba al niño contra su corazón, Ventura tembló reparando en la caja del violín; en efecto parecía un ataúd para un angelito... como un violín. Era de madera negra con chapas de plata.
-Stradella... Pietà signore... -dijo don Ramón, y puso con solemnidad las manos sobre el teclado.
Ventura tocaba con una tristeza religiosa, que llegaba a las entrañas al subteniente. Pensó este que aquello del infierno era muy verosímil. Pidió otra media copa de anís del Mono, y se abismó en reflexiones religiosas. La existencia de Dios era evidente. Pero, a Dios gracias, era un Señor infinitamente justo y misericordioso, que no había de incomodarse porque un subteniente aburrido se enamorase platónicamente de la mujer de un notable violinista. Porque, no había para qué ocultárselo a sí mismo, él se iba enamorando de aquella señora. ¡Su posición y su postura eran tan interesantes! Además, él veía en ella un reflejo del talento de su marido. Él había empezado, y seguía, admirando al músico como tal, pero no era cosa de enamorarse de él... y... naturalmente, se enamoraba de su mujer... por lo platónico.
Carmen se confesaba en aquel instante a sí misma que toda la noche había pensado en el subteniente, que le era muy simpático, aparte de ser buen mozo; porque se le veía que admiraba a Ventura, que sentía aquella manera, que ella comprendía también, y muy a su costa, por cierto.
La casta esposa notó al cabo que las miradas del alférez se repartían entre ambos cónyuges... Pero no lo tomó a mala parte. Con no mirarle ella a él bastaba. Y precisamente para verle no necesitaba mirarle. Ventura volvió a tocar para su admirador; ya le quería, sin saber por qué.
-¡Qué vueltas da el mundo! -pensaba-, yo desprecié a un público de inteligentes, de maestros... ¡y ahora me sabe a miel agradar a un alférez que no sabrá ni tocar la corneta!...
Ventura hacía prodigios de habilidad, de gracia, de elegancia; el violín lloraba, gemía, blasfemaba, imprecaba, deprecaba... todo lo que quería el brazo. El entusiasmo y el enternecimiento del militar eran sinceros. Pero le gustaba la mujer del violinista, sin menoscabo del arte. La música le cargaba de electricidad, pero la electricidad se le escapaba al depósito común de las pasiones terrenas por los ojos de aquella señora.
Pasaron días y días. El subteniente debía de estar de guarnición, porque no se marchaba. No faltaba ni una noche al Iris. También Ventura le veía en sueños. Le veía, vestido de capitán general, acercarse a él, que estaba en un trono; y después de muchos saludos con el tricornio, le entregaba una corona de laurel y oro, y se marchaba, andando hacia atrás y con grandes reverencias. Rodríguez ya se atrevía a sonreír frente al alférez, y a dedicarle sus saludos cuando había aplausos.
Una noche, que se pidió la jota, le agradeció mucho que impusiera silencio a un baturro, que gritaba:
-¡Otra, otra, pues!
Pero no quería hablarle. Prefería tener aquel admirador a distancia. Acaso sería un majadero -aunque no lo encontraba probable- y era preferible no conocerle. Así se podía figurar en él al mismo Wagner disfrazado.
El subteniente tampoco deseaba acercarse. Se le antojaba indigno de su nobleza valerse de la amistad para probar fortuna; todo quería deberlo al poder de sus ojos, nada a la falsedad de una estratagema.
Ventura dijo una noche a su mujer:
-¿No te has fijado en aquel subteniente?
-¿Cuál?
-Aquel, no hay más que ese. Viene todas las noches. Creo que le gusta lo que toco.
-No tendría nada de particular -contestó ella.
Siempre había sido Carmen muy fiel esposa. Amaba y admiraba a su Ventura. Pero hacía muchos años que en las caricias, en los cuidados, en las confidencias del músico había una profunda tristeza, una desesperación resignada, atónita, humilde, casi servil, que daba frío y sombra en derredor: parecía el contacto de aquel dolor mudo, el contacto de la muerte; no era posible respirar mucho tiempo la atmósfera de desconsuelo en que Ventura vivía: todo organismo debía de sentir repugnancia cerca de aquella frialdad pegajosa... la intimidad del músico amenazaba con una especie de asfixia moral.
- VII -
Una noche, en Semana Santa, ideó don Ramón Betegón una especie de concierto sacro, y después de otras cosas se tocó el Stabat Mater, de Rossini. La música religiosa le daba a Ventura escalofríos. Un sacerdote de esos que tiemblan con la hostia en la mano, puesta toda el alma en el misterio, no consume con mayor unción y pureza de espíritu que las que había en el alma de Ventura al hacer llorar a los ángeles y gemir a María en los sonidos de su violín, su sagrario.
Aquella noche, hasta los baturros entendían algo, y había en el café un silencio de iglesia. El subteniente estaba en su sitio; Carmen en el suyo, toda de negro. Ventura, en el momento en que hablaba con el violín de la soledad de la Virgen al pie de la Cruz, fija la mirada en su esposa, notó en el rostro de ella una dulcísima sonrisa que no iba hacía él; volviose, y tuvo tiempo de ver llegar aquella corriente de amor triste y lánguido al rostro del alférez, que recibió la sonrisa besándola con otra... Dum pendebat filium, decía el violín a su manera, mientras Ventura se ahogaba. Tuvo valor para seguir espiando miradas y sonrisas... Iban y venían, y él las sorprendía, no en el camino, que allí eran invisibles, sino al llegar a Carmen, o al llegar al alférez. ¡Qué sonreír, qué mirar! Y ellos, ¡qué ciegos!, no veían que él los observaba. Ya se ve, el éxtasis los tenía esclavos; la música sencilla, sincera, que sonaba allí en toda su grandeza, en el lamento religioso... los arrastraba a regiones de luz, al mundo invisible de la poesía. ¡Era él quien les facilitaba aquel palacio encantado del sueño del amor!... ¡Infames, infames!, debió de decir el violín también, porque se puso ronco de repente, desafinó de manera terrible. Betegón volvió la cabeza... y vio a Ventura con la suya hundida entre las manos y las manos apoyadas en el antepecho de la plataforma. El violín estaba en el suelo, roto bajo los pies del Sr. Rodríguez.
- VIII -
Cuando aquella noche, suspendido el concierto, por indisposición del violinista, volvieron a casa Carmen y Ventura, Roberto, que se había quedado en casa muy dormidito, despertó con dolor en la garganta. Otro tenía, en la garganta también, su padre; pero al ver al niño calenturiento, medio ahogado, Ventura se sintió bien de repente, o mejor, no volvió a sentirse. Ocho días duró la enfermedad del niño, y en todo ese tiempo el padre no pensó en sus propios males. Carmen nada sabía de las nuevas penas de su esposo, pues creía que era un secreto para él y para el mundo entero su debilidad, que ella misma maldecía. Velaba al pie de la cuna, queriendo satisfacer con la penitencia del amor de madre puesto en tortura las culpas de pensamiento de la esposa infiel.
Ni una palabra de Ventura pudo hacerle sospechar que su falta estaba descubierta.
Roberto murió a los ocho días. Carmen estuvo enferma de peligro. Ya convaleciente, Ventura le dijo:
-Carmen, tu madre podría cuidarte muy bien, mejor que yo. Allá en tu pueblo hay otros aires... Allí la salud vendrá de prisa.
-Sí, vamos... -contestó ella.
-No, yo no. Vas tú sola.
-¿Y tú?
-¡Yo me quedo... con mi hijo!
- IX -
Bien se acordaba; a Roberto le habían metido en una caja estrecha y larga, es decir, no muy larga; ¡el pobre niño era tan chiquitín! Había crecido poco. ¿Qué importaba ya? La caja tenía chapas de metal blanco y estaba pintada de azul...
Ventura se vio solo en su casa. Ya podía hacer lo que quisiera. Si era una extravagancia, que fuese... Demasiadas veces se había sometido a los caprichos de los demás. Y ahora iba él a hacer su gusto. Ya estaba de acuerdo con el guarda del cementerio. Su dinero le había costado. Salió a las doce de la noche; debajo de la capa llevaba un bulto, que no debía de pesar mucho. Ventura corría por la carretera; después dejó el camino real; tomó a la izquierda... allí era... aquella masa negra. Llegó a una verja... dio tres golpes en el hierro. Abrieron.
-¿Es V., señorito?
-Sí, Ventura.
El guarda se llamaba como él. Era un viejo con cara risueña.
-Venga V. por aquí. Cuidado no tropiece V. con las cruces. No haga el menor ruido, no se despierten los perros... ¡Ya están aquí! ¿Ve usted? ¡Silencio, Canelo; chito, Ney!...
La luna se asomó para ver la extraña ceremonia.
-Con franqueza, señorito; yo me fío de usted... pero... la verdad... en esa caja cabe un recién nacido y algo más gordo... Yo no digo que haya trampa... pero... la verdad... ver y creer.
Ventura respondió:
-¿Dice V. que es aquí?
-Sí, señor, debajo de esa cruz amarilla está el chiquitín.
Ventura se sentó en el suelo. Apoyó un codo en el bulto que puso a su lado sobre la tierra y dijo:
-Cave V., Ventura.
Cavó el otro Ventura, y pronto tropezó el hierro con la madera.
-Ya está ahí.
-Limpie V. otro poco, que se vea la tapa...
Se vio la tapa azul, ya muy sucia y raída... El músico se tendió a lo largo en el camposanto.
-Ahora meta V. eso ahí dentro.
-Señorito, yo quisiera...
-Abra V. con esa llave.
Ventura cogió el bulto que había traído Rodríguez. Era una caja negra, parecida a un ataúd de niño, y tenía chapas de plata. El guarda abrió y vio dentro un violín con las cuerdas rotas.
-Ahora haga V. lo convenido.
La caja negra cayó sobre la azul, y encima fue cayendo la tierra. Ventura Rodríguez se había puesto en pie, al borde de la sepultura. El enterrador, que trabajaba inclinado, se irguió de repente y miró con miedo al músico... ¡Un hombre que enterraba un violín!... ¡Si sería!...
Rodríguez adivinó el pensamiento, y sonriente dijo:
-No tema V.; no estoy loco.
Madrid, Junio 1883.
FIN
E
stábamos parados en la carrera de San Jerónimo, frente á la casa de Durán y leíamos el título de un libro de Mery.
Como me llamase la atención aquel título extraño y se lo dijese así al amigo que me acompañaba, éste, apoyándose ligeramente en mi brazo, exclamó: —El día está hermoso á más no poder; vamos á dar una vuelta por la Fuente Castellana. Mientras dura el paseo, te contaré una historia en la que yo soy el héroe principal. Verás cómo, después de oírla, no sólo lo comprendes él título, sino que te lo explicas de la manera más fácil del mundo.
Yo tenía bastante que hacer; pero como siempre estoy deseando un pretexto para no hacer nada, acepté la proposición, y mi amigo comenzó de esta manera su historia:
— Hace algún tiempo, una noche en que salí á dar vueltas por las calles sin más objeto que el de dar vueltas, después de haber examinado todas la colecciones de estampas y fotografías de los establecimientos, de haber escogido con la imaginación delante de la tienda de los Saboyanos los bronces con que yo adornaría mi casa, si la tuviese, de haber pasado, en fin, una revista minuciosa á todos los objetos de artes y de lujo expuestos al público detrás de los iluminados cristales de las anaquelerías, me detuve un momento en la de Samper.
No sé cuánto tiempo haría que estaba allí regalándole con la imaginación a todas las mujeres guapas que conozco; á ésta, un collar de perlas; á aquélla una cruz de brillantes; á la otra unos pendientes de amatistas y oro. Dudaba en aquel punto a quién ofrecería, que lo mereciese, un magnífico aderezo de esmeraldas, tan rico como elegante, que entre todas las otras joyas llamaba la atención por la hermosura y claridad de sus piedras, cuando oí á mi lado una voz suave y dulcísima exclamar con un acento que no pudo menos de arrancarme de mis imaginaciones: «¡Qué hermosas esmeraldas!»
Volví la cabeza en la dirección en que había oído resonar aquella voz de mujer, porque sólo así podía tener un eco semejante, y encontré en efecto que lo era, y de una mujer hermosísima. No pude contemplarla más que un momento y, sin embargo, su belleza me hizo una impresión profunda.
A la puerta de la joyería de donde había salido estaba un carruaje. La acompañaba una señora de cierta edad, muy joven para ser madre, demasiado vieja para ser su amiga. Cuando ambas hubieron subido á la carretela, partieron los caballos, y yo me quedé hecho un tonto, mirándola ir hasta perderla de vista.
¡Qué hermosas esmeraldas!, había dicho. En efecto, las esmeraldas eran bellísimas: aquel collar, rodeado a su garganta de nieve, hubiera parecido una guirnalda de tempranas hojas de almendro, salpicadas de rocío; aquel alfiler sobre su seno, una flor de loto cuando se mece sobre su movible onda coronada de espuma. ¡Qué hermosas esmeraldas! ¿Las deseará acaso? Y si las desea, ¿por qué no las posee? Ella debe ser rica y pertenecer a una clase elevada; tiene un carruaje elegante, y en la portezuela de ese carruaje he creído ver un noble blasón. Indudablemente hay en la existencia de esa mujer algún misterio.
Estos fueron los pensamientos que me agitaron después que la perdí de vista, cuando ya ni el rumor de su carruaje llegaba a mis oídos. Y en efecto, en su vida, al parecer tan apacible y envidiable, había un misterio horrible. No te diré cómo pero yo llegué á penetrarlo.
Casada desde muy niña con un libertino, que, después de disipar una fortuna propia, había buscado en un ventajoso enlace el mejor expediente para gastar otra ajena; modelo de esposas y de madres, aquella mujer había renunciado á satisfacer el menor de sus caprichos para conservar á su hija alguna parte de su patrimonio, para mantener en el exterior el nombre de su casa á la altura que en la sociedad había tenido siempre.
Se habla de los grandes sacrificios de algunas mujeres. Yo creo que no hay ninguno comparable, dada su organización especial, con el sacrificio de un deseo ardiente, en el que se interesan la vanidad y la coquetería.
Desde el punto en que penetré el misterio de su existencia, por una de esas extravagancias de mi carácter, todas mis aspiraciones se redujeron á una sola: poseer aquel aderezo maravilloso, y regalárselo de una manera que no lo pudiese rechazar, de un modo que no supiese ni aun de qué mano podría venir.
Entre otras muchas dificultades que desde luego encontré á la realización de mi idea, no era seguramente la menor que, ni poco ni mucho, tenía dinero para comprar la joya.
No desesperé, sin embargo, de mi propósito.
¿Cómo buscar dinero? decía yo para mí, y me acordaba de los prodigios de las Mil y una noches, de aquellas palabras cabalísticas, á cuyo eco se habría la tierra y se mostraban los tesoros escondidos, de aquellas varas de virtud tan grande que, tocando con ellas en una roca, brotaba de sus hendiduras un manantial no de agua, que era pequeña maravilla, sino de rubíes, topacios, perlas y diamantes.
Ignorando las unas, y no sabiendo donde encontrar la otra, decidí por último escribir un libro y venderlo. Sacar dinero de la roca de un editor no deja de ser milagro; pero lo realicé.
Escribí un libro original, que gustó poco, porque sólo una persona podía comprenderlo; para las demás sólo era una colección de frases.
Al libro le titulé El aderezo de esmeraldas, y lo firmé con mis iniciales solas.
Como yo no soy Víctor Hugo, ni mucho menos, excuso decirte que por mi novela no me dieron lo que por la última que ha escrito el autor de Nuestra Señora de París, pero con todo y con eso, reuní lo suficiente para comenzar mi plan de campaña.
El aderezo en cuestión valdría como cosa de unos catorce á quince mil duros, y para comprarlo contaba ya con la respetable cantidad de tres mil reales: necesitaba, pues, jugar.
Jugué, y jugué con tanta decisión y fortuna que en una sola noche gané lo que necesitaba.
A propósito del juego, he hecho una observación en la que cada día me confirmo más y más. Como se apunte con la completa seguridad de que se ha de ganar, se gana. Al tapete verde no hay más que acercarse con la vacilación del que va a probar su suerte, sino con el aplomo del que llega por algo suyo. De mí sé decirte que aquella noche me hubiera sorprendido tanto el perder como si una casa respetable me hubiese negado dinero con la firma de Rothschild.
Al otro día me dirigí a casa de Samper. ¿Creerás que al arrojar sobre el despacho del joyero aquel puñado de billetes de todos colores, aquellos billetes que representaban para mí, cuando menos, un año de placer, muchas mujeres hermosas, un viaje a Italia y champagne y vegueros á discreción, vacilé un momento? Pues no lo creas; los arrojé con la misma tranquilidad, ¡qué digo tranquilidad!, con la misma satisfacción con que Buckingham, rompiendo el hilo que las sujetaba, sembró de perlas la alfombra del palacio de su amante. Y eso que Buckingham era poderoso como un rey.
Compré las joyas y las llevé a mi casa. No puedes figurarte nada más hermoso que aquel aderezo. No extraño que las mujeres suspiren alguna vez al pasar delante de esas tiendas que ofrecen a sus ojos tan brillantes tentaciones. No extraño que Mefistófeles escogiese un collar de piedras preciosas como el objeto más a propósito para seducir a Margarita: yo, con ser hombre y todo, hubiera querido por un instante vivir en el Oriente y ser uno de aquellos fabulosos monarcas que se ciñen las sienes con un círculo de oro y pedrería para poder adornarme con aquellas magníficas hojas de esmeraldas con flores de brillantes.
Un gnomo para comprar un beso de una silfa no hubiera logrado encontrar entre los inmensos tesoros que guarda el avaro seno de la tierra, y que solos conocen, una esmeralda más grande, más clara, más hermosa que la que brillaba, sujetando un lazo de rubíes, en mitad de la diadema.
Dueño ya del aderezo, comencé a imaginar el modo de hacerlo llegar a la mujer a quien le destinaba.
Al cabo de algunos días, y merced al dinero que me quedó, conseguí que una de sus doncellas me prometiese colocarlo en su guarda-joyas sin ser vista, y a fin de asegurarme de que por su conducto no había de saberse el origen del regalo, la di cuanto me restaba, algunos miles de reales, a condición de que apenas hubiese puesto el aderezo en el lugar convenido, abandonaría la corte para trasladarse a Barcelona. En efecto lo hizo así.
Juzga tú cuál no sería la sorpresa de su señora cuando, después de notar su inesperada desaparición, y sospechando que tal vez había huido de la casa llevándose alguna cosa de ella, encontró en su secretaire el magnífico aderezo de esmeraldas. ¿Quién había adivinado su pensamiento? ¿Quién había podido sospechar que aún recordaba de cuando en cuando aquellas joyas con un suspiro?
Pasó tiempo y tiempo. Yo sabía que conservaba mi regalo, sabía que se habían hecho grandes diligencias por saber cuál era su origen, y, sin embargo, nunca la ví adornada con él. ¿Desdeñará la ofrenda? ¡Ah! -decía yo-, si supiese todo el mérito que tiene ese regalo; si supiese que apenas le supera el de aquel amante que empeñó en invierno la capa para comprar un ramo de flores! ¡Creerá tal vez que viene de mano de algún poderoso que algún día se presentará, si lo admiten, a reclamar su precio. Cómo se engaña!
Una noche de baile me situé a la puerta de palacio y, confundido entre la multitud, esperé su carruaje para verla. Cuando llegó éste y, abriendo el lacayo la portezuela, apareció ella radiante de hermosura, se elevó un murmullo de admiración de entre la apiñada muchedumbre. Las mujeres la miraban con envidia; los hombres, con deseos. A mí se me escapó un grito sordo é involuntario. Llevaba el aderezo de esmeraldas.
Aquella noche me acosté sin cenar; no me acuerdo si porque la emoción me había quitado las ganas ó porque no tenía qué: de todos modos, era feliz. Durante mi sueño creí percibir la música del baile y verla cruzar ante mis ojos, lanzando chispas de fuego de mil colores, y hasta me parece que bailé con ella.
La aventura de las esmeraldas se había traslucido, siendo objeto, cuando apareció en su secretaire, de las conversaciones de algunas damas elegantes.
Después de haberse visto el aderezo, ya no quedó lugar á dudas, y los ociosos comenzaron á comentar el hecho. Ella gozaba de una reputación intachable. A pesar de los extravíos y del abandono en que su marido la tenía, la calumnia no pudo jamás elevarse hasta el alto lugar en que la habían colocado sus virtudes; sin embargo, en esta ocasión comenzó á levantarse el venticello por donde comienza, según Don Basilio.
Un día en que me hallaba en un círculo de jóvenes, se hablaba de las famosas esmeraldas, y un fatuo dijo al fin, como terminando la cuestión:
— No hay que darle vueltas: esas joyas tienen un origen tan vulgar, como todas las que se regalan en este mundo. Pasó ya el tiempo en que los genios invisibles ponían maravillosos presentes debajo de la almohada de las hermosas, y el que hace un regalo de ese valor es con la esperanza de la recompensa... y esa recompensa, ¡quién sabe si se cobraría adelantada!...
Las palabras de aquel necio me sublevaron, y me sublevaron sobre todo, porque encontraron eco en los que las oían. No obstante, me contuve. ¿Qué derecho tenía yo para salir á la defensa de aquella mujer?
No había pasado un cuarto de hora cuando se me ofreció la ocasión de contradecir al que la había injuriado. No sé á propósito de qué le contradije; lo que te puedo asegurar es que lo hice con tanta aspereza, por no decir grosería, que de contestación en contestación sobrevino un lance. Era lo que yo deseaba.
Mis amigos, conociendo mi carácter, se admiraban, no solo de que hubiese buscado un desafío por una causa tan fútil, sino de mi empeño en no dar ni admitir explicaciones de ningún genero.
Me batí, no sé decirte si con fortuna ó sin ella, pues aunque al hacer fuego ví vacilar un instante á mi contrario y caer redondo á tierra, un instante después sentí que me zumbaban los oídos y que se oscurecían mis ojos. También estaba herido, y herido de gravedad en el pecho.
Me llevaron á mi pobre habitación presa de una espantosa fiebre... Allí... No sé los días que permanecí, llamando á voces no sé á quién... á ella sin duda. Hubiera tenido valor para sufrir en silencio toda la vida, á trueque de obtener al borde del sepulcro una mirada de gratitud; ¡pero morir sin dejarle siquiera un recuerdo!
Estas ideas atormentaban mi imaginación en una noche de insomnio y de calentura, cuando ví que se separaron las cortinas de mi alcoba, y en el dintel de la puerta apareció una mujer. Yo creí que soñaba, pero no. Aquella mujer se acercó a mi lecho, á aquel pobre y ardiente lecho en que me revolcaba de dolor; y levantándose el velo que cubría su rostro, dejó ver una lágrima suspendida de sus largas y oscuras pestañas. ¡Era ella!
Yo me incorporé con los ojos espantados, me incorporé y... en aquel punto llegaba frente á casa de Duran...
— ¡Cómo! exclamé yo interrumpiéndole al oir aquella salida de tono de mi amigo; ¿pues no estabas herido y en la cama?
— ¡En la cama!... ¡ah! ¡qué diantre!... Se me había olvidado advertirte que todo esto lo vine yo pensando desde casa de Samper, donde en efecto ví el aderezo de esmeraldas y oí la exclamación que te he dicho en boca de una mujer hermosa, hasta la Carrera de San Jerónimo, donde un codazo de un mozo de cuerda me sacó de mi abstración frente á casa de Duran, en cuyo escaparate reparé un libro de Mery con este título: Histoire de ce qui n' est pas arrivé, «Historia de lo que no ha sucedido». ¿Lo comprendes ahora?
Al escuchar este desenlace, no pude contener una carcajada. En efecto, yo no sé de qué tratará el libro de Mery; pero ahora comprendo que con ese título podrían escribirse un millón de historias á cual mejores.
FIN
I.
Hay gentes que tienen en la uña el almanaque y saben en qué día preciso entran y salen las estaciones, cambian las lunas y caen tales ó cuales santos, éstas ó las otras fiestas. Yo tengo la felicidad de olvidar fácilmente todo lo que me importa poco, y como entre otras cosas se encuentran en el número de éstas los detalles del calendario, de aquí, que la mayor parte del año estoy como los niños en el Limbo, sin saber el día ni la hora en que me encuentro.
Para mí es primavera cuando el aire templado y suave trae á mi oído armonías extrañas envueltas en el perfume de las primeras flores, y otoño cuando al pasear por entre las largas alamedas el ruido especial de las hojas amarillas, que crujen bajo mis pies, me llena el alma de un sentimiento melancólico é indefinible. Si el viento de Guadarrama me enrojece la punta de la nariz, exclamo endosándome el gabán de más abrigo: ¡Diantre, sin saber cómo ni por donde, se nos ha entrado el invierno! Y si, por el contrario, el calor me obliga á aflojarme el nudo de la corbata, ya no me cabe duda de que el estío comienza á dorar las mieses y á tostar los hombres.
Hay sin embargo dos solemnidades ó fiestas ó como se las quiera llamar, en el año, que nunca pasan inadvertidas para mí, porque á semejanza de las golondrinas que anuncian la estación templada con su vuelta, las preceden ciertas señales características. Estas son el día de difuntos y el Carnaval. No sé precisamente en qué estación ni en qué mes; pero ello es que hay un día en el año que al pararme distraído delante de una de esas lujosas anaquelerías de la Carrera de San Jerónimo, allí donde otras veces me he detenido á contemplar uno de esos adornos de flores y de plumas destinado á ornar la espesa cabellera de una dama elegante y hermosa, y á besar con sus flotantes cabos de cintas sueltas, su redonda espalda ó su seno mal encubierto por un encaje finísimo, me encuentro con una corona de pálidas siemprevivas, en cuyo centro y entre un diluvio de lágrimas de talco, dice con letras de oro y dos colosales signos de admiración: ¡A mi esposo!
La fiesta de Todos los Santos se aproxima, digo entonces entre mí, los mercaderes de la muerte comienzan á sacar á luz la bisutería del dolor. En otras ocasiones vagando al azar por las calles comienza á sorprenderme un espectáculo extraño.
Me parece que entre las gentes que circulan á mi alrededor y sobre las cuales arrojo á intervalos una mirada distraída, se mezclan seres sobrenaturales y deformes, y de cuando en cuando veo aparecer una cara de tafetán celeste que me mira con sus ojos huecos, una nariz colosal que me sale al paso como cerrándome el camino, ó una cabeza fantástica que me hace visajes horribles desde el fondo oscuro de una tienda de tiroleses. Al notar que aquellas visiones no son otra cosa que caretas que en largos festones de mamarrachos orlan la entrada de los establecimientos públicos, exclamo al fin, cayendo én la cuenta del mes en que me encuentro: — Ya tenemos el Carnaval en planta, los traficantes de la locura comienzan á vender los pasaportes de la despreocupación.
II.
La época del Carnaval ha pasado. El carnaval parece que parodiaba en el mundo moderno la costumbre que en el antiguo permitía á los esclavos en ciertos días del año jugar á los señores y tomarse con éstos todo género de libertades y aun de licencias. En la Venecia de los tenebrosos Consejos, de los Palomos y del puente de los Suspiros, en la Roma de los Borgias, en cualquiera parte donde el pueblo ha vivido sujeto por una mano de hierro á un poder más ó menos tiránico, se comprendía esta periódica explosión de libertad y de locura. La política y el amor pedían prestado su traje á Arlequín, y al alegre ruido de los cascabeles del cetro del bufón, urdían la trama de su novela sangrienta ó sentimental. La aparente rigidez de las costumbres, el aislamiento del hogar, el carácter propio de la época, hacían necesarias esas noches de luna velada por nubes, de rostros ocultos con antifaces, de algazara popular y de misterios, en el Corso y en Rialto.
En este siglo de meetings y de comités, de Teatro Real y de temporada de baños, en este siglo de periódicos y de soirées, de Congreso y de Fuente Castellana, de paseos matinales y de conciertos nocturnos; en que durante el año cada cual es tan extravagante como le parece, se viste con el mamarracho que mejor se le antoja y hace en todos sentidos el más libre uso de su autonomía, ¿qué objeto tiene el Carnaval? ¿Qué nos dirá hoy una mujer en el baile por debajo de la flotante barba de su careta de raso, que no nos lo haya dicho otra ayer en un palco de la ópera por entre las doradas varillas de su abanico de plumas? ¿A qué no nos atreveremos en el bullicio de la orgía, con la cara tapada, que no nos hayamos atrevido en el silencio del perfumado boiidoir con la cara descubierta? Para desenvolverse, para conspirar ó para lanzarse ¿necesita por ventura alguna idea del discreto antifaz ó del misterioso dominó?
La política y el amor han tirado ya los andadores; la Revolución y el cancán se pasean de la mano por la plaza y salones públicos: el Carnaval no tiene razón de ser, y sin embargo existe. Como las wills, esas fantásticas apasionadas de la danza, se levantan al filo de la media noche para bailar en silenciosa ronda en derredor de los sepulcros, el Carnaval sale todos los años de su tumba envuelto en su haraposo sudario, hace media docena de piruetas en Capellanes, en el Prado y el Canal y desaparece. Sus escasos prosélitos se agitan durante esos días guiados por intereses distintos; para éstos el Carnaval es una cuestión de toilette; para aquéllos una especulación; para los otros una borrachera con el derecho de pasearla al aire libre. Vamos á decir no más que cuatro palabras sobre cada uno de estos tres grupos en que pueden subdividirse los que toman aún parte en el Carnaval de Madrid.
III.
La aristocracia en sus bailes de buen tono comienza por desterrar la careta, ó no permitirla hasta cierta hora de la noche. Hasta aquí la aristocracia es lógica. En otras épocas, cuando todos se conocían perfectamente y sabían hasta el abolengo de cada persona medianamente visible, era una gracia no conocerse en esta ocasión. Hoy que todo se ha mezclado en el Babel social, el verdadero chiste consistiría en podernos conocer unos á otros siquiera un par de días al año.
Suprimida la careta, la idea filosófica que preside á la fiesta del Carnaval cae por su base y queda reducida á un pretexto. Se trata de conceder más libertad á la modista en un momento dado, de ensanchar el círculo de los caprichos de la toilette, de poderse permitir combinaciones de telas, colores, joyas y adornos vedados en otra ocasión por las inflexibles leyes de la moda. Considerando la cuestión bajo este aspecto, podría decirse que aunque en pormenores, el Carnaval llena aquí su objeto. La moda es una tiranía, prescribe el color, la forma y las dimensiones del traje de nuestras damas. Rubias y pelinegras, morenas y blancas, altas y bajas, delgadas y gordas, tienen que doblar la cer viz á su yugo y conformarse con sus preceptos hasta que llega el Carnaval.
Entonces la valla se rompe en mil pedazos. Se dispone un baile de trajes en casa de la Duquesa de C*** ó de la Condesa de H*** una legión de modistas, peluqueros y doncellas de labor se pone sobre las armas, las cajas de marfil ó de ópalo del elegante tocador dejan ver los tesoros de perlas y piedras preciosas que contienen; por los muelles divanes caen descuidadamente tendidos los anchos pliegues de las más vistosas telas; el raso, el terciopelo, el brocado de metales, la leve gasa azul salpicada de puntos de oro y semejante al estrellado cielo de una noche de Estío. Hay libertad completa de elegir la falda: puede ser larga ó corta, según lo permita la misma: el descote alto ó bajo en razón á la esteología de los hombros: el pelo empolvado ó al natural, con arreglo al color de la tez. El oro, los diamantes, el tisú, las plumas y las perlas en montón, que otro día pudieran parecer ridicula exhibición de riquezas, parecen entonces como artículos necesarios. El Carnaval ha abierto las compuertas de la vanidad, y el lujo y el capricho pueden por un momento derramarse en oleadas de luz y de oro, de diamantes y de seda, de gasa y de flores por el aristocrático salón del baile.
Y á esto queda reducido el Carnaval en el dorado círculo de la sociedad elegante: A una vistosa majadería. A renglón seguido nos sale al paso vestido de tafetanes mugrientos, de percalina roja, de cintas ajadas y de falsos oropeles, la turba de máscaras que durante el día llena las calles de discordes músicas, y á la noche, dejando desiertas las bohardillas y los sotabancos de Madrid, corre frenética de Paul á Capellanes, de la Esmeralda á la Lira de Oro. Y he aquí al pobre Carnaval sirviendo de pretexto y tapadera. Tal estudiante de veterinaria que no se creería con valor para coger una guitarra y sentarse á la puerta de una iglesia en los tiempos normales, llega el Carnaval y se abraza á un figle monstruoso, y pide limosna á trompetazos. Tal otra deidad que ayer desplegaría por aparato, una serie de resistencias y negativas en el dintel del ambigú de Capellanes, hoy á falta de otra cosa, aceptará en Paul un panecillo y un chico de cariñena. Esos infelices que, mustios y fatigados se estacionan en las esquinas vestidos de pajecillos ó de marineros y tienden la pandereta á los balcones, no buscando una sonrisa, una flor ó un furtivo y perfumeado billete de una hermosa, sino una pieza de veinticinco céntimos; esas pobres mujeres que han escatimado de su más que frugal almuerzo la media docena de reales del alquiler del dominó y bailan entre una atmósfera de polvo y de miasmas mefíticos, con el estómago ayuno y el pensamiento puesto en el todavía problemático beesteak con patatas, toda esa turba de gentes que se mueve alrededor del Carnaval como en torno á un negocio, más que otra cosa inspira compasión. Ni su música divierte, ni su danza fascina, ni sus bromas agradan. Como la nota pedal del piano en una atronadora sinfonía, en el fondo de toda esa algazara, esa animación y ese bullicio, se oye monótona y constante una palabra que en vano trata de disfrazarse: ¡Miseria! La careta en estas ocasiones es como la placa de metal, y el número que autoriza á implorar la caridad pública, sin temor de ser llevada á San Bernardino. Pero dejemos los aristocráticos salones donde el lujo moderno realiza los prodigios de las mil y una noches; dejemos las calles de la villa del Oso por donde discurren amenazando el bolsillo las mascaradas pedigüeñas y el ambigú de Capellanes, donde las ajadas bailarinas y sus estimadas é inverosímiles madres, en presencia de un helado ó un pastel, suspiran y sienten que no haya en la lista puchero; dejemos en fin el Prado, teatro de las gracias de los tontos con diploma que se pasean vestidos de mujer con cierta coquetería, y trasladémonos á la pradera del Canal. Una larga fila de gentes que se enrosca por entre los raquíticos árboles del paseo, llamado irónicamente, sin duda, de las Delicias, nos minará al punto á que acuden como citados por un edicto oficial los tradicionales acompañamientos del famoso entierro de la sardina, ya perteneciente á la historia. El Rastro parece que se ha salido de madre, y desbordando por las calles vecinas á los portillos de la Ronda, inunda la Pradera con un océano de telas mugrientas, trajes haraposos, guiñapos y objetos sin forma, color ni nombre, que aún conservan la señal del gancho del trapero, como la etiqueta del almacén de donde proceden. Esto es lo más insconciente que forma bulto en todas las grandes fiestas, los comparsas obligados de las romerías y las solemnidades. Aquí el turco indispensable, aquí la cantinera, aquí el que llama al kiguí: y los mamarrachos de toda especie circulan, y se agitan, van y vienen, riñen y se abrazan, corren ó se revuelven en el más amable desorden. Los felpudos, las esteras viejas, el lienzo de embalar y el papel, son las telas más á la última en esta grotesca danza, donde en vez de dijes de oro, plumas de color y piedras de brillantes, lucen cacerolas y aventadores, escobas y aceiteras, ristras de ajos y sartas de arenques. El ambigú se halla establecido al aire libre, el escabeche abunda, la longaniza frita no escasea, los callos son el plato de entrada de rigor, el vino se vende en los propios carros que lo han traído de las llanuras manchegas, y se traslada al estómago desde el pellejo ginal . El Carnaval de la Pradera, es, si no una noche, un verdadero día de Walpurgis, con sus sombras infernales, sus visiones horribles, sus carcajadas extridentes, su confuso vocear, su abigarrado conjunto y su confusión indecibles. Baco en otro tiempo no recorriera con más gusto la India en su carro de triunfador, que hoy pasean en el Carnaval su tirso de pámpanos por entre estos animados grupos que le rinden adoración con sus frecuentes libaciones. Sileno creería encontrarse en un coro de monjes, si las antiguas bacantes resucitaran para ocupar el lugar de los vinosos que allí le circundan.
Tal es el Carnaval en Madrid. Así, revolcándose entre el légamo de la vanidad las necesidades y el vino, agoniza en medio de la atmósfera del siglo XIX por falta de aire que purifique sus pulmones, el Carnaval de la tradición y de la historia. Derramemos una lágrima á la cabecera de su lecho de muerte, y preparémonos á poner el inútil antifaz y el cetro de cascabeles sobre su tumba.
11 de Febrero de 1866.
FIN
I
Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cántaros en la cabeza; volvían cantando y riendo con un ruido y una algazara, que sólo pudieran compararse á la alegre algarabía de una banda de golondrinas cuando revolotean espesas como el granizo alrededor de la veleta de un campanario.
En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio era el más viejecito del lugar; tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco, la boca de risa, los ojos alegres y las manos temblonas. De niño fué pastor, de joven soldado; después cultivó una pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por último le faltaron las fuerzas y se sentó tranquilo á esperar la muerte, que ni temía ni deseaba. Nadie contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más estupendas, ni traía á cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia ó un adagio.
Las muchachas, al verle, apresuraron el paso con ánimo de irle á hablar, y cuando estuvieron en el pórtico, todas comenzaron á suplicarle que les contase una historia con que entretener el tiempo que aún faltaba para hacerse de noche, que no era mucho, pues el sol poniente hería de soslayo la tierra, y la sombras de los montes se dilataban por momentos á lo largo de la llanura.
El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las muchachas, las cuales, una vez obtenida la promesa de que les referiría alguna cosa, dejaron los cántaros en el suelo, y sentándose á su alrededor formaron un corro, en cuyo centro quedó el viejecito, que comenzó á hablarles de esta manera:
— No os contaré una historia, porque aunque recuerdo algunas en este momento, atañen á cosas tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas, me prestaríais atención para escucharlas, ni á mí, por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio para referirlas. Os daré en su lugar un consejo.
— ¡Un consejo! exclamaron las muchachas con aire visible de mal humor. ¡Bah! no es para oir consejos para lo que nos hemos detenido: cuando nos hagan falta ya nos los dará el señor cura.
— Es, prosiguió el anciano con su habital sonrisa y su voz cascada y temblona, que el señor cura acaso no sabría dárosle en esta ocasión tan oportuno como os lo puede dar el tío Gregorio; porque él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá hechado, como yo, de ver que cada día vais por agua á la fuente más temprano y volvéis más tarde.
Las muchachas se miraron entre sí con una imperceptible sonrisa de burla, no faltando algunas de las que estaban colocadas á sus espaldas que se tocasen la frente con el dedo, acompañando su acción con un gesto significativo.
— ¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos en la fuente charlando un rato con las amigas y vecinas?... dijo una de ellas. ¿Andan acaso chismes en el lugar, porque los mozos salen al camino á echarnos flores ó vienen á brindarse para traer nuestros cántaros hasta la entrada del pueblo?
— De todo hay, contestó el viejo á la moza que le había dirigido la palabra en nombre de sus compañeras. Las viejas del lugar murmuran de que hoy vayan las muchachas á loquear y entretenerse á un sitio, al cual ellas llegaban de prisa y temblando á tomar el agua, pues sólo de allí puede traerse; y yo encuentro mal que perdáis poco á poco el temor que á todos inspira el sitio donde se halla la fuente, porque podría acontecer que alguna vez os sorprendiese en él la noche.
El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan lleno de misterio, que las muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarle, y con mezcla de curiosidad y burla tornaron á insistir.
— ¡La noche! ¿Pues qué pasa de noche en ese sitio, que tales aspavientos hacéis y con tan temerosas y oscuras palabras nos habláis de lo que allí podría acontecemos? ¿Se nos comerán acaso los lobos?
— Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos arrojados de sus guaridas bajan en rebaños por su falda, y más de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto, no sólo en los alrededores de la fuente, sino en las mismas calles del lugar; pero no son los lobos los huéspedes más terribles del Aloncayo: en sus profundas simas, en sus cumbres solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven unos espíritus diabólicos que durante la noche bajan por sus vertientes como un enjambre y pueblan el vacío, y hormiguean en la llanura, y saltan de roca en roca, juegan entre las aguas ó se mecen en las desnudas ramas de los árboles. Ellos son los que aullan en las grietas de las peñas; ellos los que forman y empujan esas inmensas bolas de nieve que bajan rodando desde los altos picos, y arrollan y aplastan cuanto encuentran á su paso; ellos los que llaman con el granizo á nuestros cristales en las noches de lluvia, y corren como llamas azules y ligeras sobre el haz de los pantanos. Entre estos espíritus, que arrojados de las llanuras por las bendiciones y los exorcismos de la Iglesia, han ido á refugiarse á las crestas inaccesibles de las montañas, los hay de diferente naturaleza, y que al aparecer á nuestros ojos se revisten de formas variadas. Los más peligrosos, sin embargo, los que se insinúan con dulces palabras en el corazón de las jóvenes y las deslumhran con promesas magníficas, son los gnomos. Los gnomos viven en las entrañas de los montes; conocen sus caminos subterráneos, y, eternos guardadores de los tesoros que encierran, velan día y noche junto á los veneros de los metales y las piedras preciosas. ¿Veis? prosiguió el viejo señalando con el palo que le servía de apoyo la cumbre del Moncayo, que se levantaba á su derecha, destacándose oscuro y gigantesco sobre el cielo violado y brumoso del crepúsculo; ¿veis esa inmensa mole coronada aún de nieve? pues en su seno tienen sus moradas esos diabólicos espíritus. El palacio que habitan es horroroso y magnífico á la vez. Hace muchos años que un pastor, siguiendo á una res extraviada, penetró por la boca de una de esas cuevas, cuyas entradas cubren espesos matorrales, y cuyo fin no ha visto ninguno. Cuando volvió al lugar, estaba pálido como la muerte; había sorprendido el secreto de los gnomos; había respirado su envenenada atmósfera, y pagó su atrevimiento con la vida; pero antes de morir refirió cosas estupendas. Andando por aquella caverna adelante, había encontrado al fin unas galerías subterráneas é inmensas, alumbradas con un resplandor dudoso y fantástico, producido por la fosforescencia de las rocas, semejantes allí á grandes pedazos de cristal cuajado en mil formas caprichosas y extrañas. El suelo, la bóveda y las paredes de aquellos extensos salones, obra de la naturaleza, parecían jaspeados como los mármoles más ricos; pero las vetas que los cruzaban eran de oro y plata, y entre aquellas vetas brillantes se veían, como incrustadas, multitud de piedras preciosas de todos colores y tamaños. Allí había jacintos y esmeraldas en montón, y diamantes y rubíes, y zafiros, y qué sé yo, otras muchas piedras desconocidas que él no supo nombrar; pero tan grandes y tan hermosas, que sus ojos se deslumhraron al contemplarlas. Ningún ruido exterior llegaba al fondo de la fantástica caverna; sólo se percibían á intervalos unos gemidos largos y lastimosos del aire que discurría por aquel laberinto encantado, un rumor confuso de fuego subterráneo que hervía comprimido, y murmullos de aguas corrientes que pasaban sin saberse por dónde. El pastor, solo y perdido en aquella inmensidad , anduvo no sé cuántas horas sin hallar la salida, hasta que por último tropezó con el nacimiento del manantial cuyo murmullo había oído. Éste brotaba del suelo como una fuente maravillosa, con un salto de agua coronado de espuma, que caía formando una vistosa cascada y produciendo un murmullo sonoro al alejarse resbalando por entre las quebraduras de las peñas. A su alrededor crecían unas plantas nunca vistas, con hojas anchas y gruesas las unas, delgadas y largas como cintas flotantes las otras. Medio escondidos entre aquella húmeda frondosidad discurrían unos seres extraños, en parte hombres, en parte reptiles, ó ambas cosas á la vez, pues trasformándose continuamente, ora parecían criaturas humanas, deformes y pequeñuelas, ora salamandras luminosas ó llamas fugaces que danzaban en círculos sobre la cúspide del surtidor. Allí, agitándose en todas direcciones, corriendo por el suelo en forma de enanos repugnantes y contrahechos, encaramándose por las paredes, babeando y retorciéndose en figura de reptiles, ó bailando con apariencia de fuegos fatuos sobre el haz del agua, andaban los gnomos, señores de aquellos lugares, contando y removiendo sus fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los avaros esos tesoros que en vano buscan después los herederos; ellos conocen el lugar donde los moros, antes de huir, ocultaron sus joyas; y las alhajas que se pierden, las monedas que se extravían, todo lo que tiene algún valor y desaparece, ellos son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban, para esconderlo en sus guaridas, porque ellos saben andar todo el mundo por debajo de la tierra y por caminos secretos é ignorados. Allí tenían, pues, hacinados en montón toda clase de objetos raros y preciosos. Había joyas de un valor inestimable, collares y gargantillas de perlas y piedras finas; ánforas de oro, de forma antiquísima, llenas de rubíes; copas cinceladas, armas ricas, monedas con bustos y leyendas imposibles de conocer ó descifrar; tesoros en fin, tan fabulosos é inmensos, que la imaginación apenas puede concebirlos. Y todo brillaba á la vez lanzando unas chispas de colores y unos reflejos tan vivos, que parecía como que todo estaba ardiendo y se movía y temblaba. Al menos, el pastor refirió que así le había parecido. Al llegar aquí el anciano se detuvo un momento: las muchachas, que comenzaron por oir la relación del tío Gregorio con una sonrisa de burla, guardaban entonces un profundo silencio, esperando á que continuase, con los ojos espantados, los labios ligeramente entreabiertos y la curiosidad y el interés pintados en el rostro. Una de ellas rompió al fin el silencio y exclamó sin poderse contener, entusiasmada al oir la descripción de las fabulosas riquezas que se habían ofrecido á la vista del pastor.
— Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?
— Nada, contestó el tío Gregorio.
— ¡Qué tonto! exlamaron en coro las muchachas.
— El cielo le ayudó en aquel trance, prosiguió el anciano, pues en el momento en que la avaricia, que á todo se sobrepone, comenzaba á disipar su miedo, y alucinado á la vista de aquellas joyas, de las cuales una sola bastaría á hacerle poderoso, el pastor iba á apoderarse de alguna, dice que oyó, ¡maravillaos del suceso! oyó claro y distinto en aquellas profundidades, y á pesar de las carcajadas y las voces de los gnomos, del hervidero del fuego subterráneo, del rumor de las aguas corrientes y de los lamentos del aire, oyó, digo, como si estuviese al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de la campana que hay en la ermita de Nuestra Señora del Moncayo.
Al oir la campana que tocaba el Ave -María, el pastor cayó al suelo invocando ala Madre de Nuestro Señor Jesucristo, y sin saber cómo ni por dónde se encontró fuera de aquellos lugares, y en el camino que conduce al pueblo, echado en una senda y preso de un gran estupor como si hubiera salido de un sueño.
Desde entonces se explicó todo el mundo por qué la fuente del lugar trae á veces entre sus aguas como un polvo finísimo de oro; y cuando llega la noche, en el rumor que produce, se oyen palabras confusas, palabras engañosas con que los gnomos que la inficionan desde su nacimiento procuran seducir á los incautos que les prestan oídos, prometiéndoles riquezas y tesoros que han de ser su condenación.
Cuando el tío Gregorio llegaba á este punto de su historia, ya la noche había entrado y la campana de la Iglesia comenzó á tocar las oraciones. Las muchachas se persignaron devotamente, murmurando un Ave-María en voz baja, y después de despedirse del tío Gregorio, que les tornó á aconsejar que no perdieran el tiempo en la fuente, cada cual tomó su cántaro, y todas juntas salieron silenciosas y preocupadas del atrio de la Iglesia. Ya lejos del sitio en que se encontraron al viejecito y cuando estuvieron en la plaza del lugar donde habían de separarse, exclamó la más resuelta y decidora de ellas.
— ¿Vosotras creéis algo de las tonterías que nos ha contado el tío Gregorio?
— ¡Yo no! dijo una.
— ¡Yo tampoco! exclamó otra.
— ¡Ni yo! ¡ni yo! repitieron las demás, burlándose con risas de su credulidad de un momento.
El grupo de las mozuelas se disolvió, alejándose cada cual hacia uno de los extremos de la plaza. Luego que doblaron las esquinas de las diferentes calles que venían á desembocar á aquel sitio, dos muchachas, las únicas que no habían desplegado aún los labios para protestar con sus burlas de la veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas con la maravillosa relación, parecían absortas en sus ideas, se marcharon juntas y con esa lentitud propia de las personas distraídas, por una calleja sombría, estrecha y tortuosa.
De aquellas dos muchachas, la mayor, que parecía tener unos veinte años, se llamaba Marta; y la más pequeña, que aún no había cumplido los diez y seis, Magdalena.
El tiempo que duró el camino, ambas guardaron un profundo silencio; pero cuando llegaron á los umbrales de su casa y dejaron los cántaros en el asiento de piedra del portal, Marta dijo á Magdalena: — ¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en los espíritus de la fuente?... — Yo, contestó Magdalena con sencillez, yo creo en todo. ¿Dudas tú acaso? — ¡Oh, no! se apresuró á interrumpir Marta; yo también creo en todo, en todo... lo que deseo creer.
II
Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años de la niñez, vivían miserablemente á la sombra de una parienta de su madre que las había recogido por caridad, y que á cada, paso les hacía sentir con sus dicterios y sus humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo parecía contribuir á que se estrechasen los lazos del cariño entre aquellas dos almas hermanas, no sólo por el vínculo de la sangre, sino por los de la miseria y el sufrimiento; y sin embargo, entre Marta y Magdalena existía una sorda emulación, una secreta antipatía que sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan en absoluta contraposición como sus tipos.
Marta era altiva, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza salvaje en la expresión de sus afectos: no sabía ni reir ni llorar, y por eso no había llorado ni reido nunca. Magdalena, por el contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en más de una ocasión se la vio llorar y reir á la vez como los niños.
Marta tenía los ojos más negros que la noche, y de entre sus oscuras pestañas diríase que á intervalos saltaban chispas de fuego como de un carbón ardiente.
La pupila azul de Magdalena parecía nadar en un fluido de luz dentro del cerco de oro de sus pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico con la diversa expresión de sus ojos. Marta, enjuta de carnes, quebrada de color, de estatura esbelta, movimientos rígidos y cabellos crespos y oscuros, que sombreaban su frente y caían por sus hombros como un manto de terciopelo, formaba un singular contraste con Magdalena, blanca, rosada, pequeña, infantil en su fisonomía y sus formas, y con unas trenzas rubias que rodeaban sus sienes, semejantes al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.
A pesar de la inexplicable repulsión que sentían la una por la otra, las dos hermanas habían vivido hasta entonces en una especie de indiferencia, que hubiera podido confundirse con la paz y el afecto; no habían tenido caricias que disputarse, ni preferencias que envidiar; iguales en la desgracia y el dolor, Marta se había encerrado para sufrir en un egoísta y altivo silencio; y Magdalena, encontrando seco el corazón de su hermana, lloraba á solas cuando las lágrimas se agolpaban involuntariamente á sus ojos.
Ningún sentimiento era común entre ellas; nunca se confiaron sus alegrías y pesares, y sin embargo, el único secreto que procuraban esconder en lo más profundo del corazón, se lo habían adivinado mutuamente con ese instinto maravilloso de la mujer enamorada y celosa. Marta y Magdalena tenían efectivamente puestos sus ojos en un mismo hombre.
La pasión de la una era el deseo tenaz, hijo de un carácter indomable y voluntarioso; en la otra, el cariño se parecía á esa vaga y espontánea ternura de la adolescencia, que necesitando un objeto en qué emplearse, ama el primero que se ofrece á su vista. Ambas guardaban el secreto de su amor, porque el hombre que lo había inspirado, tal vez hubiera hecho mofa de un cariño que se podía interpretar como ambición absurda en unas muchachas plebeyas y miserables. Ambas, á pesar de la distancia que las separaba del objeto de su pasión, alimentaban una esperanza remota de poseerle.
Cerca del lugar, y sobre un alto que dominaba los contornos, había un antiguo castillo abandonado por sus dueños. Las viejas, en las noches de velada, referían una historia llena de maravillas acerca de sus fundadores. Contaban que hallándose el rey de Aragón en guerra con sus enemigos, agotados ya sus recursos, abandonado de sus parciales y próximo á perder el trono, se le presentó un día una pastorcita de aquella comarca, y después de revelarle la existencia de unos subterráneos por donde podía atravesar el Moncayo sin que se apercibiesen sus enemigos, le dio un tesoro en perlas finas, riquísimas piedras preciosas y barras de oro y plata, con las cuales el rey pagó sus mesnadas, levantó un poderoso ejército, y marchando por debajo de la tierra durante toda una noche, cayó al otro día sobre sus contrarios y los desbarató, asegurando la corona en su cabeza.
Después que hubo alcanzado tan señalada victoria , cuentan que dijo el rey á la pastorcita: — Pídeme lo que quieras, que aun cuando fuese la mitad de mi reino, juro que te lo he de dar al instante.
— Yo no quiero más que volverme á cuidar de mi rebaño, respondió la pastorcita. — No cuidarás sino de mis fronteras, le replicó el rey, y le dió el señorío de toda la raya, y la mandó edificar una fortaleza en el pueblo más fronterizo á Castilla, adonde se trasladó la pastora, casada ya con uno de los favoritos del rey, noble, galán, valiente y señor asimismo de muchas fortalezas y muchos feudos.
La estupenda relación del tío Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo, cuyo secreto estaba en la fuente del lugar, exaltó nuevamente las locas fantasías de las dos enamoradas hermanas, completando, por decirlo así, la ignorada historia del tesoro hallado por la pastorcita de la conseja; tesoro cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus noches de insomnio y de amargura, presentándose á su imaginación como un débil rayo de esperanza.
La noche siguiente á la tarde del encuentro con el tío Gregorio, todas las muchachas del lugar hicieron conversación en sus casas de la estupenda historia que les había referido. Marta y Magdalena guardaron un profundo silencio, y ni en aquella noche, ni en todo el día que amaneció después, volvieron á cambiar una sola palabra relativa al asunto, tema de todas las conversaciones y objeto de los comentarios de sus vecinas.
Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena tomó su cántaro y le dijo á su hermana: — ¿Vamos á la fuente? — Marta no contestó, y Magdalena volvió á decirle: — ¿Vamos á la fuente? Mira que si no nos apresuramos, se pondrá el sol antes de la vuelta — Marta exclamó al fin con un acento breve y áspero: — Yo no quiero ir hoy. — Ni yo tampoco, añadió Magdalena después de un instante de silencio, durante el cual mantuvo los ojos clavados en los de su hermana, como si quisiera adivinar en ellos la causa de su resolución.
III
Las muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de vuelta en sus casas. La última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte, y la noche comenzaba á cerrar de cada vez más oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose mutuamente y cada cual por diverso camino, salieron del pueblo con dirección á la fuente misteriosa. La fuente brotaba escondida entre unos riscos, cubiertos de musgo en el fondo de una larga alameda. Después que se fueron apagando poco á poco los rumores del día, y ya no se escuchaba el lejano eco de la voz de los labradores que vuelven caballeros en sus yuntas cantando al compás del timón del arado que arrastran por la tierra; después que se dejó de percibir el monótono ruido de las esquilillas del ganado, y las voces de los pastores, y el ladrido de los perros que reúnen las reses, y sonó en la torre del lugar la postrera campanada del toque de oraciones, reitió ese doble y augusto silencio de la noche y la soledad; silencio lleno de murmullos extraños y leves que lo hacen aún más perceptible.
Marta y Magdalena se deslizaron por entre el laberinto de los árboles, y protegidas por la oscuridad, llegaron sin verse al fin de la alameda. Marta no conocía el temor, y sus pasos eran firmes y seguros. Magdalena temblaba con solo el ruido que producían sus pies al hollar las hojas secas que tapizaban el suelo. Cuando las dos hermanas estuvieron junto á la fuente, el viento de la noche comenzó á agitar las copas de los álamos, y al murmullo de sus soplos desiguales parecía responder el agua del manantial con un rumor compasado y uniforme.
Marta y Magdalena prestaron atención á aquellos ruidos que pasaban bajo sus pies como un susurro constante, y sobre sus cabezas como un lamento que nacía y se apagaba para tornar á crecer dilatarse por la espesura. A medida que trascurrían las horas, aquel sonar eterno del aire y del agua empezó á producirles una extraña exaltación, una especie de vértigo, que turbando la vista y zumbando en el oído, parecía trastornarlas por completo. Entonces, á la manera que se oye hablar entre sueños con un eco lejano y confuso, les pareció percibir entre aquellos rumores sin nombre, sonidos inarticulados como los de un niño que quiere y no puede llamar á su madre; luego palabras que se repetían una vez y otra, siempre lo mismo; después frases inconexas y dislocadas, sin orden ni sentido, y por último... por último comenzaron á hablar el viento vagando entre los árboles y el agua saltando de risco en risco.
Y hablaban así:
EL AGUA
¡Mujer!... ¡mujer!... óyeme... óyeme y acércate para oirme, que yo besaré tus pies mientras tiemblo al copiar tu imagen en el fondo sombrío de mis ondas. ¡Mujer!... óyeme que mis murmullos son palabras.
EL VIENTO
¡Niña!... niña gentil, levanta tu cabeza, déjame en paz besar tu frente, en tanto que agito tus cabellos. Niña gentil, escúchame, que yo sé hablar también y te murmuraré al oído frases cariñosas.
MARTA
¡Oh! ¡Habla, habla, que yo te comprenderé, porque mi inteligencia flota en un vértigo, como flotan tus palabras indecisas!
Habla, misteriosa corriente.
MAGDALENA
Tengo miedo. ¡Aire de la noche, aire de perfumes, refresca mi frente que arde! Dime algo que me infunda valor, porque mi espíritu vacila.
EL AGUA
Yo he cruzado el tenebroso seno de la tierra, he sorprendido el secreto de su maravillosa fecundidad, y conozco los fenómenos de sus entrañas, donde germinan las futuras creaciones.
Mi rumor adormece y despierta: despierta tú que lo comprendes.
EL VIENTO
Yo soy el aire que mueven los ángeles con sus alas inmensas al cruzar el espacio. Yo amontono en el Occidente las nubes que ofrecen al sol un lecho de púrpura, y traigo al amanecer, con las neblinas que se deshacen en gotas, una lluvia de perlas sobre las flores. Mis suspiros son un bálsamo: ábreme tu corazón y le inundaré de felicidad.
MARTA
Cuando yo oí por primera vez el murmullo de una corriente subterránea, no en balde me inclinaba á la tierra prestándole oído. Con ella iba un misterio que yo debía comprender al cabo.
MAGDALENA
Suspiros del viento, yo os conozco: vosotros me acariciabais dormida cuando, fatigada por el llanto, me rendía al sueño en mi niñez, y vuestro rumor se me figuraban las palabras de una madre que arrulla á su hija.
El agua enmudeció por algunos instantes, y no sonaba sino como agua que se rompe entre peñas. El viento calló también, y su ruido no fué otra cosa que ruido de hojas movidas. Así pasó algún tiempo, y después volvieron á hablar, y hablaron así:
EL AGUA
Después de filtrarme gota á gota á través del filón de oro de una mina inagotable; después de correr por un lecho de plata y saltar como sobre guijarros entre un sinnúmero de zafiros y amatistas, arrastrando en vez de arenas diamantes y rubíes, me he unido en misterioso consorcio á un genio. Rica con su poder y con las ocultas virtudes de las piedras preciosas y los metales, de cuyos átomos vengo saturada, puedo ofrecerte cuanto ambicionas. Yo tengo la fuerza de un conjuro, el poder de un talismán y la virtud de las siete piedras y los siete colores.
EL VIENTO
Yo vengo de vagar por la llanura, y como la abeja que vuelve á la colmena con su botín de perfumadas mieles, traigo suspiros de mujer, plegarias de niños, palabras de casto amor y aromas de nardos y azucenas silvestres. Yo no he recogido á mi paso más que perfumes y ecos de armonías; mis tesoros son inmateriales, pero ellos dan la paz del alma y la vaga felicidad de los sueños venturosos.
Mientras su hermana, atraída como por un encanto, se inclinaba al borde de la fuente para oir mejor, Magdalena se iba instintivamente separando de los riscos entre los cuales brotaba el manantial.
Ambas tenían sus ojos fijos, la una en el fondo de las aguas, la otra en el fondo del cielo.
Y exclamaba Magdalena mirando brillar los luceros en la altura: — Esos son los nimbos de luz de los ángeles invisibles que nos custodian.
En tanto decía Marta, viendo temblar en la linfa de la fuente el reflejo de las estrellas: — Esas son las partículas de oro que arrastra el agua en su misterioso curso.
El manantial y el viento, que por segunda vez habían enmudecido un instante, tornaron á hablar, y dijeron:
EL AGUA
Remonta mi corriente, desnúdate del temor como de una vestidura grosera, y osa traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he adivinado que tu espíritu es de la esencia de los espíritus superiores. La envidia te habrá arrojado tal vez del cielo para revolearte en el lodo de la miseria. Yo veo, sin embargo, en tu frente sombría un sello de altivez que te hace digna de nosotros, espíritus fuertes y libres... Ven, yo te voy á enseñar palabras mágicas de tal virtud, que al pronunciarlas se abrirán las rocas y te brindarán con los diamantes que están en su seno, como las perlas en las conchas que sacan del fondo del mar los pescadores. Ven, te daré tesoros para que vivas feliz; y más tarde, cuando se quiebre la cárcel que te aprisiona, tu espíritu se asimilará á los nuestros, que son espíritus humanos, y todos confundidos seremos la fuerza motora, el rayo vital de la creación, que circula como un fluido por sus arterias subterráneas.
EL VIENTO
El agua lame la tierra y vive en el cieno: yo discurro por las regiones etéreas y vuelo en el espacio sin límites. Sigue los movimientos de tu corazón, deja que tu alma suba como la llama y las azules espirales del humo. ¡Desdichado el que, teniendo alas, desciende á las profundidades para buscar oro, pudiendo remontarse á la altura para encontrar amor y sentimiento!
Vive oscura como la violeta, que yo te traeré en un beso fecundo el germen vivificante de otra flor hermana tuya, y rasgaré las nieblas para que no falte un rayo de sol que ilumine tu alegría. Vive oscura, vive ignorada, que cuando tu espíritu se desate yo lo subiré á las regiones de la luz en una nube roja.
Callaron el viento y el agua, y apareció el gnomo.
El gnomo era como un hombrecillo trasparente: una especie de enano de luz, semejante á un fuego fátuo, que se reía á carcajadas, sin ruido, y saltaba de peña en peña, y mareaba con su vertiginosa movilidad. Unas veces se sumergía en el agua y continuaba brillando en el fondo como una joya de piedras de mil colores; otras salía á la superficie y agitaba los pies y las manos, y sacudía la cabeza á un lado y á otro con una rapidez que tocaba en prodigio.
Marta vió el gnomo y le estuvo siguiendo con la vista extraviada en todas sus extravagantes evoluciones; y cuando el diabólico espíritu se lanzó al fin por entre las escabrosidades del Moncayo, como una llama que corre, agitando su cabellera de chispas, sintió una especie de atracción irresistible y siguió tras él con una carrera frenética.
¡Magdalena! decía en tanto el aire, que se alejaba lentamente; y Magdalena, paso á paso y como una sonámbula, guiada en el sueño por una voz amiga, siguió tras la ráfaga, que iba suspirando por la llanura.
Después todo quedó otra vez en silencio en la oscura alameda, y el viento y el agua siguieron resonando con los murmullos y los rumores de siempre.
IV
Magdalena tornó al lugar pálida y llena de asombro. A Marta la esperaron en vano toda la noche.
Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas encontraron un cántaro roto al borde de la fuente de la alameda. Era el cántaro de Marta, de la cual nunca volvió á saberse. Desde entonces las muchachas del lugar van por agua tan temprano, que madrugan con el sol. Algunas me han asegurado que de noche se ha oído en más de una ocasión el llanto de Marta, cuyo espíritu vive aprisionado en la fuente. Yo no sé qué crédito dar á esta última parte de la historia, porque la verdad es que desde entonces ninguno se ha atrevido á penetrar para oirlo en la alameda después del toque del Ave- María.
FIN
ANIUTA
Por la peor habitación del detestable Hotel Lisboa paseábase infatigablemente el estudiante de tercer año de Medicina Stepan Klochkov. Al par que paseaba, estudiaba en voz alta. Como llevaba largas horas entregado al doble ejercicio, tenía la garganta seca y la frente cubierta de sudor.
Junto a la ventana, cuyos cristales empañaba la nieve congelada, estaba sentada en una silla, cosiendo una camisa de hombre, Aniuta, morenilla de unos veinticinco años, muy delgada, muy pálida, de dulces ojos grises.
En el reloj del corredor sonaron, catarrosas, las dos de la tarde; pero la habitación no estaba aún arreglada. La cama hallábase deshecha, y se veían, esparcidos por el aposento, libros y ropas. En un rincón había un lavabo nada limpio, lleno de agua enjabonada.
—El pulmón se divide en tres partes—recitaba Klochkov—. La parte superior llega hasta cuarta o quinta costilla...
Para formarse idea de lo que acababa de decir, se palpó; el pecho. —Las costillas están dispuestas paralelamente unas a otras, como las teclas de un piano—continuó— Para no errar en los cálculos, conviene orientarse sobre un esqueleto o sobre un ser humano vivo... Ven, Aniuta, voy a orientarme un poco...
Aniuta interrumpió la costura, se quitó el corpiño y se acercó. Klochkov se sentó ante ella, frunció las cejas y empezó a palpar las costillas de la muchacha.
—La primera costilla—observó— es difícil de tocar. Está detrás de la clavícula... Esta es la segunda, esta es la tercera, esta es la cuarta... Es raro; estás delgada, y, sin embargo, no es fácil orientarse sobre tu tórax... ¿Qué te pasa?
—¡Tiene usted los dedos tan fríos!...
—¡Bah! No te morirás... Bueno; esta es la tercera, esta es la cuarta... No, así las confundiré... Voy a dibujarlas...
Cogió un pedazo de carboncillo y trazó en el pecho de Aniuta unas cuantas líneas paralelas, correspondientes cada una a una costilla.
—¡Muy bien! Ahora veo claro. Voy a auscultarte un poco. Levántate.
La muchacha se levantó y Klochkov empezó a golpearle con el dedo en las costillas. Estaba tan absorto en la operación, que no advertía que los labios, la nariz y las manos de Aniuta se habían puesto azules de frío. Ella, sin embargo, no se movía, temiendo entorpecer el trabajo del estudiante. «Si no me estoy quieta—pensaba— no saldrá bien de los exámenes.» —¡Si, ahora todo está claro! —dijo por fin él, cesando de golpear—. Siéntate y no borres los dibujos hasta que yo acabe de aprenderme este maldito capítulo del pulmón. Y comenzó de nuevo a pasearse, estudiando en voz alta. Aniuta, con las rayas negras en el tórax, parecía tatuada. La pobre temblaba de frío y pensaba. Solía hablar muy poco, casi siempre estaba silenciosa, y pensaba, pensaba sin cesar.
Klochkov era el sexto de los jóvenes con quienes había vivido en los últimos seis o siete años. Todos sus amigos anteriores habían ya acabado sus estudios universitarios, habían ya concluido su carrera, y, naturalmente, la habían olvidado hacía tiempo. Uno de ellas vivía en París, otros dos eran médicos, el cuarto era pintor de fama, el quinto había llegado a catedrático. Klochkov no tardaría en terminar también sus estudios. Le esperaba, sin duda, un bonito porvenir, acaso la celebridad; pero a la sazón se hallaba en la miseria. No tenían ni azúcar, ni té, ni tabaco. Aniuta apresuraba cuanto podía su labor para llevarla al almacén, cobrar los veinticinco copecs y comprar tabaco, té y azúcar.
—¿Se puede? —preguntaron detrás de la puerta.
Aniuta se echó a toda prisa un chal sobre los hombros.
Entró el pintor Fetisov.
—Vengo a pedirle a usted un favor—le dijo a Klochkov—. ¿Tendría usted la bondad de prestarme, por un par de horas, a su gentil amiga? Estoy pintando un cuadro y necesito una modelo.
—¡Con mucho gusto! —contestó Klochkov—. ¡Anda, Aniuta!
—¿Cree usted que es un placer para mí? —murmuró ella.
—¡Pero mujer! —exclamó Klochkov—. Es por el arte... Bien puedes hacer ese pequeño sacrificio.
Aniuta comenzó a vestirse.
—¿Qué cuadro es ése? —preguntó el estudiante.
—Psiquis. Un hermoso asunto; pero tropiezo con dificultades. Tengo que cambiar todos los días de modelo. Ayer se me presentó una con las piernas azules. «¿Por qué tiene usted las piernas azules?», le pregunté. Y me contestó: «Llevo unas medias que se destiñen...» Usted siempre a vueltas con la Medicina, ¿eh? ¡Qué paciencia! Yo no podría...
—La Medicina exige un trabajo serio.
—Es verdad... Perdóneme, Klochkov; pero vive usted... como un cerdo. ¡Que sucio está esto!
—¿Qué quiere usted que yo le haga? No puedo remediarlo. Mi padre no me manda más que doce rublos al mes, y con ese dinero no se puede vivir muy decorosamente.
—Tiene usted razón; pero... podría usted vivir con un poco de limpieza. Un hombre de cierta cultura no debe descuidar la estética, y usted... La cama deshecha, los platos sucios...
—¡Es verdad! —balbuceó confuso Klochkov—. Aniuta está hoy tan ocupada que no ha tenido tiempo de arreglar la habitación.
Cuando el pintor y Aniuta se fueron, Klochkov se tendió en el sofá y siguió estudiando; mas no tardó en quedarse dormido y no se despertó hasta una hora después. La siesta le había puesto de mal humor. Recordó las palabras de Fetisov, y, al fijarse en la pobreza y la suciedad del aposento, sintió una especie de repulsión. En un porvenir próximo recibiría a los enfermos en su lujoso gabinete, comería y tomaría el té en un comedor amplio y bien amueblado, en compañía de su mujer, a quien respetaría todo el mundo...; pero, a la sazón..., aquel cuarto sucio, aquellos platos, aquellas colillas esparcidas por el suelo... ¡Qué asco! Aniuta, por su parte, no embellecía mucho el cuadro: iba mal vestida, despeinada...
Y Klochkov decidió separarse de ella en seguida, a todo trance. ¡Estaba ya hasta la coronilla!
Cuando la muchacha, de vuelta, estaba quitándose el abrigo, se levantó y le dijo con acento solemne:
—Escucha, querida... Siéntate y atiende. Tenemos que separarnos. Yo no puedo ni quiero ya vivir contigo.
Aniuta venía del estudio de Fetisov fatigada, nerviosa. El estar de pie tanto tiempo había acentuado la demacración de su rostro. Miró a Klochkov sin decir nada, temblándole los labios.
—Debes comprender que, tarde o temprano, hemos de separarnos. Es fatal. Tú, que eres una buena muchacha y no tienes pelo de tonta, te harás cargo.
Aniuta se puso de nuevo el abrigo en silencio, envolvió su labor en un periódico, cogió las agujas, el hilo...
—Esto es de usted —dijo, apartando unos cuantos terrones de azúcar.
Y se volvió de espaldas para que Klochkov no la viese llorar.
—Pero ¿por qué lloras? —preguntó el estudiante.
Tras de ir y venir, silencioso, durante un minuto a través de la habitación, añadió con cierto embarazo:
—¡Tiene gracia!... Demasiado sabes que, tarde o temprano, nuestra separación es inevitable. No podemos vivir juntos toda la vida.
Ella estaba ya a punto, y se volvió hacia él, con el envoltorio bajo el brazo, dispuesta a despedirse. A Klochkov le dio lástima...
«Podría tenerla—pensó— una semana más conmigo. ¡Sí, que se quede! Dentro de una semana le diré que se vaya.»
Y, enfadado consigo mismo por su debilidad, le gritó con tono severo:
—Bueno; ¿qué haces ahí como un pasmarote? Una de dos: o te vas, o si no quieres irte te quitas el abrigo y te quedas. ¡Quédate si quieres!
Aniuta se quitó el abrigo sin decir palabra, se sonó, suspiró, y con tácitos pasos se dirigió a su silla de junto a la ventana.
Klochkov cogió su libro de medicina y empezó de nuevo a estudiar en voz alta, paseándose por el aposento.
«El pulmón se divide en tres partes. La parte superior...»
En el corredor alguien gritaba a voz en cuello:
—¡Grigory, tráeme el samovar!
Habiéndose marchado el doctor, recibe, en su lugar, a los enfermos del hospital el enfermero. Se llama Kuriatin. Es un buen hombre, gordo, de unos cuarenta años, con una americana blanca muy usada. Está muy penetrado de la gravedad de su misión y de su responsabilidad. Fuma un cigarro que despide un olor detestable.
La puerta se abre y entra el chantre Vonmiglasov, un viejo muy robusto, de elevada estatura, vestido con una sotana. Su ojo derecho está medio cerrado.
Busca un icono en el rincón, y no hallándole, se persigna con los ojos puestos en una gran botella de ácido fénico. Luego se saca del bolsillo un pequeño pan bendito; y, saludando al enfermero, se lo pone delante.
—¡Ah! ¡Buenos días!— dice el enfermero bostezando—. ¿En qué puedo servir a usted?
—Vengo a pedirle auxilio, Sergio Kusmich, que Dios le bendiga. Estoy padeciendo como el mismo Job no padecería. —¿Qué le sucede a usted?
—¡Las muelas! Es para volverse loco, Dios me perdone. Imagínese usted que me siento a la mesa, en compañía de mi vieja, a tomar una taza de té, ¡y no puedo! ¡Ni una sola gota! Un dolor infernal; he estado a punto de caerme de la silla.
—¿Una muela nada más?
—Si, pero... aparte de esa muela, me duele todo este lado de la cara... Hasta la oreja me duele, como si tuviera dentro un clavo o cualquier otro objeto. ¡Es para morirse! El Señor me castiga por mis innumerables pecados. Ni siquiera puedo cantar durante la misa. No he pegado los ojos en toda la noche.
—Si, es desagradable— dice el enfermero—. Vamos en seguida a ver qué tiene usted. ¡Siéntese! ¡Abra la boca!
Vonmiglasov se sienta y abre la boca cuanto puede.
El enfermero pone una cara severa, se inclina sobre el enfermo y le mira la boca. Entre las muelas amarillas advierte una con una ancha carie.
—El párroco me ha aconsejado que me ponga en la muela enferma una gota de «vodka»; pero no me ha dado resultado. Mi tía, Dios la bendiga, me ha regalado un hilo que trajo de los Santos Lugares, y me ha dicho que me enjuague con leche caliente, y tampoco eso me ha servido de nada.
Hay una larga pausa.
—¡Es necesario sacarla!—dice, por fin, el enfermero.
—Usted lo sabrá mejor que yo. Para eso ha hecho sus estudios. Usted entiende de eso, puesto que es su oficio, mientras que nosotros sólo podemos rogar por usted y admirar su ciencia.
—No tiene importancia— responde el enfermero afectando modestia—. Se hace lo que se puede.
Se dirige al armario y busca entre los instrumentos quirúrgicos.
—La cirugía... no es gran cosa— prosigue—. Naturalmente, es necesario entenderla. Y, sobre todo, hay que tener la mano firme, la costumbre... Para mí esto no es nada. Lo hago en un abrir y cerrar de ojos. ¡Llevo sacadas tantas muelas! No hace mucho vino aquí Alejandro Ivanich Egipetsky, un gran señor. Tenía también una muela enferma. ¡Un hombre instruido, que entiende de esto, y a quien habían asistido doctores! Conoce a los profesores más insignes. Con todo, ¡tan amable!, me estrechó la mano y me habló como a un igual suyo. ¡Un verdadero señor! Ha vivido siete años en Petrogrado... Bueno; me pidió que le arrancase la muela. «¡Arránquemela, Sergio Kusmich!»—me dijo—. ¿Por qué no? Gustosísimo. Naturalmente, hay que saber lo que se tiene entre manos: hay muelas y muelas. Unas hay que arrancarlas con tenazas; otras, con llave... Eso depende...
El enfermero tarda un largo rato en decidirse. Al fin opta por las tenazas.
—Bueno; abra usted la boca todo lo que pueda. Vamos a sacársela en un abrir y cerrar de ojos. Cuestión de dos segundos. Una, dos, tres, y se acabó. Sólo hay que cortar un poco la encía, hacer una tracción vertical... así. Hace la tracción.
—¿Ve usted? Así... Asi...
—Son ustedes nuestros ángeles guardianes... El Señor les ha dado la ciencia...
—No hable usted... No se mueva. Esta muela es muy fácil de arrancar, mas ocurre a veces... sobre todo cuando sólo queda la raíz... Esto no es nada... Una, dos, tres, y se acabó...
Coge la muela con las tenazas.
—No se mueva usted... dificulta la operación... Una, dos, tres... Sobre todo, hay que coger bien la muela con las tenazas.
Comienza a tirar.
—De lo contrario, se puede romper, dejando raices... Un instante... paciencia.
Continúa tirando.
—¡Dios mío!— grita el enfermo—. ¡Virgen santa!
—¡Pero permanezca usted tranquilo... Si me agarra la mano... Vamos, sea usted razonable. Le digo que esto no es nada... Una, dos...
Sigue tirando.
—Una, dos, tres... No crea usted que es tan sencillo.
—¡Aaaah!—grita con voz ahogada el enfermo—. ¡Dios mío! ¡Tire usted de una vez! ¡No vamos a acabar nunca!
—Espera, imbécil! ¡No es esto tan fácil como te figuras.. La cirugía es una ciencia complicada... hay que entenderla... cállate y no te muevas... Un instante... Ahora... Una, dos, tres...
El enfermo, atormentado por el dolor, levanta las rodillas hasta la altura de los codos, pone unos ojos espantados y parece que se va a ahogar... Su rostro rojo se cubre de sudor, se le saltan las lágrimas. El enfermero, no menos rojo, continúa tirando con todas sus fuerzas.
Medio minuto terrible transcurre. De pronto, las tenazas resbalan y sueltan la muela. El enfermo da un salto y se lleva apresuradamente la mano a la boca. Encuentra la muela enferma en el mismo sitio.
—Pero ¿si no me la has arrancado aún?— exclama furioso—. ¡Que los diablos te arranquen todas las tuyas, una a una! ¡«Una, dos, tres!»... Cuando no conoce uno su oficio...
—Tú tienes la culpa!—protesta el enfermero—. No hacías más que agarrarme la mano, empujarme con el codo y decir tonterías. ¡Imbécil!
—¡El imbécil lo serás tú!
— Eres un mujik, en toda la extensión de la palabra. ¿Te figuras que es tan sencillo arrancar una muela? ¡Eso no es subir al campanario y tocar las campanas, como haces tú! Se trata de la cirugía, una cosa delicada, de la que tú no sabes una palabra. No eres quién para darme consejos. Le he sacado una muela a Alejandro Ivanich Egipetsky, un gran señor, que ha vivido siete años en Petrogrado, sin que me diga semejantes tonterías, ni me agarre la mano... ¡Siéntate!
—¡Dios mío, lo que sufro!... Espera... un instante...
Se sienta, respirando con dificultad. —Pero date prisa, de un solo tirón. No se trata de tirar mucho, sino de tirar bien. -
¡No me fastidies con tus consejos!... Es una desgracia tener que aguantar a personas mal educadas y sin instrucción. Se vuelve uno casi salvaje. ¡Abre la boca!
Coge la muela con las tenazas.
—La cirugía, amigo, es una cosa extremadamente complicada... más complicada que recitar plegarias ante las viejas... ¡Te he dicho que no te muevas!... Es una muela enferma hace mucho tiempo... Tiene raíces muy profundas.
Tira con todas sus fuerzas.
—¡No te muevas. Una, dos, tres!... Se oye un crujido: la muela se ha roto.
—¡Diablo! ¡Lo había previsto—dice el enfermero confuso.
El enfermo se queda un instante como petrificado, aturdido, la mirada huraña, la faz pálida y sudorosa.
—Habrá que servirse de otro instrumento—balbucea el enfermero—. ¡Qué mala suerte!
El enfermo, vuelto en sí, se mete los dedos en la boca y encuentra, en lugar de la muela, dos pedazos salientes y agudos.
—¡Diablo!— exclama—. ¡Verdugo! ¡Podias aplicar a tus propias quijadas tu infernal cirugía!
—¡Cállate, imbécil!— balbucea el enfermero volviendo a guardar las tenazas en el armario—. ¡Ignorante! El señor Egipetsky, Alejandro Ivanich, un verdadero señor... que ha vivido siete años en Petrogrado... que lleva un traje de cien rublos, no se permitió decirme cosas semejantes, mientras que tú...
El enfermo le lanza una mirada furiosa, coge de la mesa el pan bendito que había llevado, escupe con cólera en el suelo, y se va.
FIN
—¡Volodia ha llegado!— gritó alguien en el patio.
—¡El niño Volodia ha llegado!—repitió la criada Natalia, irrumpiendo ruidosamente en el comedor—, ¡Ya está ahí!
Toda la familia de Korolev, que esperaba de un momento a otro la llegada de Volodia, corrió a las ventanas. En el patio, junto a la puerta, veíanse unos amplios trineos arrastrados por tres caballos blancos, a la sazón envueltos en vapor.
Los trineos estaban vacíos; Volodia se hallaba ya en el vestíbulo, y hacía esfuerzos para despojarse de su bufanda de viaje. Sus manos, rojas, con los dedos casi helados, no le obedecían. Su abrigo de colegial, su gorra, sus chanclos y sus cabellos estaban blancos de nieve.
Su madre y su tía le estrecharon, hasta casi ahogarle, entre sus brazos.
—¡Por fin! ¡Queridito mío! ¿Qué tal?
La criada Natalia había caído a sus pies, y trataba de quitarle los chanclos. Sus hermanitas lanzaban gritos de alegría. Las puertas se abrían y se cerraban con estrépito en toda la casa. £1 padre de Volodia, en mangas de camisa y las tijeras en la mano, acudió al vestíbulo y quiso abrazar a su hijo, pero éste se hallaba tan rodeado de gente, que no era empresa fácil.
—¡Volodia, hijito! Te esperábamos ayer... ¿Qué tal?... ¡Pero, por Dios, dejadme abrazarle! ¡Creo que también tengo derecho!
Milord, un enorme perro negro, estaba también muy agitado. Sacudía la cola contra los muebles y las paredes, y ladraba con su voz potente de bajo:—¡Guau!... ¡Guau!
Durante algunos minutos aquello fué un griterío indescriptible.
Luego, cuando se hubieron fatigado de gritar y de abrazarse, los Korolev se dieron cuenta de que, además de Volodia, se encontraba allí otro hombrecito, envuelto en bufandas y tapabocas, e igualmente blanco de nieve. Permanecía inmóvil en un rincón, oculto en la sombra de una gran pelliza colgada en la percha.
—Volodia, ¿quién es ese?—preguntó muy quedo la madre.
—¡Ah, si!—recordó Volodia—. Tengo el honor de presentaros a mi camarada Chechevitzin, alumno de segundo año. Le he invitado a pasar con nosotros las Navidades.
—¡Muy bien, muy bien! ¡Sea usted bien venido!—dijo con tono alegre el padre—. Perdóneme; estoy en mangas de camisa. Natalia, ayuda al señor Cherepitzin a desnudarse. ¡Largo, Milord! ¡Me aburres con tus ladridos!
Un cuarto de hora más tarde, Volodia y Chechevitzin, aturdidos por la acogida ruidosa y rojos aún de frío, estaban sentados en el comedor y tomaban té. El sol de invierno, atravesando los cristales medio helados, brillaba sobre el samovar y sobre la vajilla. Hacia calor en el comedor, y los dos muchachos parecían por completo felices.
—¡Bueno, ya llegan las Navidades!— dijo el señor Korolev, encendiendo un grueso cigarrillo—.¡Cómo pasa el tiempo! No hace mucho que tu madre lloraba al irte tú al colegio, y ahora, hete ya de velta... Señor Chivisev, ¿un poco más de té? Tome usted pasteles. No esté usted cohibido, os lo ruego. Está usted en su casa.
Las tres hermanas de Volodia—Katia, Sonia y Macha—, de las que la mayor no tenia más que once años, se hallaban asimismo sentadas a la mesa, y no quitaban ojo del amigo de su hermano. Chechevitzin era de la misma estatura y la misma edad que Volodia, pero más moreno y más delgado. Tenia la cara cubierta de pecas, el cabello crespo, los ojos pequeños, los labios gruesos. Era, en fin, muy feo, y sin el uniforme de colegial se le hubiera podido tomar por un pillete.
Su actitud era triste; guardaba un constante silencio, y no había sonreído ni una sola vez. Las niñas, mirándole, comprendieron al punto que debía de ser un hombre en extremo inteligente y sabio. Hallábase siempre tan sumido en sus reflexiones, que si le preguntaban algo, sufría un ligero sobresalto, y rogaba que le repitiesen la pregunta.
Las niñas habian observado también que el mismo Volodia, siempre tan alegre y parlanchín, casi no hablaba, y se mantenía muy grave. Hasta se diría que no experimentaba contento ninguno al encontrarse entre los suyos. En la mesa, sólo una vez se dirigió a sus hermanas, y lo hizo con palabras por demás extrañas; señaló al samovar, y dijo:
—En California se bebe jin en vez de té.
También él hallábase absorto en no sabían qué pensamientos. A juzgar por las miradas que cambiaba de vez en cuando con su amigo, los de uno y otro eran los mismos.
Luego del té se dirigieron todos al cuarto de los niños. El padre y las muchachas se sentaron en torno de la mesa, y reanudaron el trabajo que había interrumpido la llegada de los dos jóvenes. Hacían, con papel de diferentes colores, flores artificiales para el árbol de Navidad. Era un trabajo divertido y muy interesante. Cada nueva flor era acogida con gritos de entusiasmo, y, aun a veces, con gritos de horror, como si la flor cayese del cielo. El padre parecía también entusiasmado. A menudo, cuando las tijeras no cortaban bastante bien, las tiraba al suelo con cólera. De vez en cuando entraba la madre, grave y atareada, y preguntaba:
—¿Quién ha cogido mis tijeras? ¿Has sido tú, Ivan Nicolayevich?
—¡Dios mío!— se indignaba Ivan Nicolayevich con voz llorosa—. ¡Hasta de tijeras me privan! Su actitud era la de un hombre atrozmente ultrajado, pero un instante después volvía de nuevo a entusiasmarse.
El año anterior, cuando Volodia había venido del colegio a pasar en casa las vacaciones de invierno, había manifestado mucho interés por estos preparativos; había fabricado también flores; se había entusiasmado ante el árbol de Navidad; se había preocupado de su ornamentación. A la sazón no ocurría lo mismo. Los dos muchachos manifestaban una indiferencia absoluta hacia las flores artificiales. Ni siquiera mostraban el menor interés por los dos caballos que había en la cuadra. Se sentaron junto a la ventana, separados de los demás, y se pusieron a hablar por lo bajo. Luego abrieron un atlas geográfico, y empezaron á examinar una de las cartas.
—Por de pronto a Perm— decía muy quedo Chechevitzin—. De allí a Tumen... Después a Tomsk... Después... Espera... Eso es, de Tomsk a Kamchatka... En Kamchatka nos meteremos en una canoa, y atravesaremos el estrecho de Bering; y henos ya en América. Allí hay muchas fieras...
—¿Y California?—preguntó Volodia.
—California está más al Sur. Una vez en América, está muy cerca... Para vivir es necesario cazar y robar.
Durante todo el día Chechevitzin se mantuvo a distancia de las muchachas, y las miró con desconfianza. Por la tarde, después de merendar, se enntró, durante algunos minutos, completamente solo con ellas. La cortesía más elemental exigía que les dijese algo. Se frotó, con aire solemne, las manos, tosió, miró severamente a Katia, y preguntó:
—¿Ha leído usted a Mine-Rid?
— No... Dígame: ¿Sabe usted patinar?
Chechevitzin no contestó nada. Infló los carrillos y resopló, como un hombre que tiene mucho calor. Luego, tras una corta pausa, dijo:
—Cuando una manada de antílopes corre por las pampas, la tierra tiembla bajo sus pies. Las bestezuelas lanzan gritos de espanto.
Tras un nuevo silencio, añadió:
—Los indios atacan con frecuencia los trenes. Pero lo peor son los termítidos y los mosquitos.
—¿Y qué es eso?
—Una especie de hormigas, pero con alas. Muerden de firme... ¿Sabe usted quién soy yo?
—El señor Chechevitzin.
— No; me llamo Montigomo, Garra de Buitre, jefe de los Invencibles.
Las niñas, que no habían comprendido nada, le miraron con respeto y un poco de miedo.
Chechevitzin pronunciaba palabras extrañas. El y Volodia conspiraban siempre y hablaban en voz baja; no tomaban parte en los juegos, y se mantenían muy graves; todo esto era misterioso, enigmático. Las dos niñas mayores, Katia y Sonia, comenzaron a espiar a ambos muchachos.
Por la noche, cuando los muchachos sé fueron a acostar, acercáronse de puntillas a la puerta de su cuarto y se pusieron a escuchar. ¡Santo Dios, lo que supieron! Supieron que ambos muchachos se aprestaban a huir a algún punto de América para amontonar oro. Todo estaba ya preparado para su viaje; tenían un revólver, dos cuchillos, galletas, una lente para encender fuego, una brújula y una suma de cuatro rublos. Supieron asimismo que los muchachos debían andar muchos millares de kilómetros, luchar contra los tigres y los salvajes, luego buscar oro y marfil, matar enemigos, hacerse piratas, beber jin, y, como remate, casarse con lindas muchachas y explotar ricas plantaciones. Mientras las dos niñas espiaban a la puerta, los muchachos hablaban con gran animación y se interrumpían. Chechevitzin llamaba a Volodia «mi hermano, rostro pálido», en tanto que Volodia llamaba a su amigo «Montigomo, Garra de Buitre».
—No hay que decirle nada a mamá—dijo Katia al oído de Sonia, mientras se acostaban—. Volodia nos traerá de América mucho oro y marfil; pero si se lo dices a mamá, no le dejarán ir a América.
Todo el día de Nochebuena estuvo Chechevitzin examinando el mapa de Asia y tomando notas. Volodia, por su parte, andaba cabizbajo, y, con sus gruesos mofletes, parecía un hombre picado por una abeja. Iba y venía sin cesar por las habitaciones, y no quería comer. En el cuarto de los niños, se detuvo una vez delante del icono, se persignó y dijo:
—¡Perdóname, Dios mío! Soy un gran pecador. ¡Ten piedad de mi pobre, de mi desgraciada mamá!
Por la tarde se echó a llorar. Al ir a acostarse, abrazó largamente y con efusión a su madre, a su padre y a sus hermanas. Katia y Sonia comprendían el motivo de su emoción; pero la pequeñita, Macha, no comprendía nada, absolutamente nada, y le miraba con sus grandes ojos asombrados.
A la mañana siguiente, temprano, Katia y Sonia se levantaron; y, una vez abandonado el lecho, se dirigieron quedamente a la habitación de los muchachos, para ver cómo huían a América. Detuviéronse junto a la puerta, y oyeron lo siguiente:
—Vamos, ¿quieres ir?— preguntó con cólera Chechevitzin—. Di, ¿no quieres?
—¡Dios mío!—respondió llorando Volodia—. No puedo. No quiero separarme de mamá.
—¡Hermano rostro pálido, partamos! Te lo ruego. Me habías prometido partir conmigo, y ahora te da miedo. ¡Eso está muy mal, hermano rostro pálido!
—No me da miedo, pero... ¿qué va a ser de mi pobre mamá?
—Dímelo de una vez: ¿quieres seguirme o no?
—Yo me iría, pero... esperemos un poco; quiero quedarme aún algunos días con mamá.
—Bueno; en ese caso me voy solo— declaró resueltamente Chechevitzin—. Me pasaré sin ti. ¡Y pensar que has querido cazar tigres y luchar contra los salvajes! ¡Qué le vamos a hacer! Me voy solo. Dame el revólver, los cuchillos y todo lo demás.
Volodia se echó a llorar con tanta desesperación, que Katia y Sonia, compadecidas, empezaron a llorar también.
Hubo algunos instantes de silencio. —Vamos, ¿no me acompañas?— preguntó una vez más Chechevitzin.
—Sí, me voy... contigo.
—Bueno; vístete. Y para dar ánimos a Volodia, Chechevitzin epezó a contar maravillas de América, a rugir como un tigre, a imitar el ruido de un buque, y prometió, en fin, a Volodia, darle todo el marfil, y también todas las pieles de los leones y los tigres que matase.
Aquel muchachito delgado, de cabellos crespos y feo semblante, les parecía a Katia y a Sonia un hombre extraordinario, admirable. Héroe valerosisimo, arrostraba todo peligro, y rugía como un león o como un tigre auténticos.
Cuando las dos niñas volvieron a su cuarto, Katia, con los ojos arrasados en lágrimas, dijo:
—¡Qué miedo tengo! Hasta las dos, hora en que se sentaron a la mesa para almorzar, todo estuvo tranquilo. Pero entonces se advirtió la desaparición de los muchachos. Los buscaren en la cuadra, en la granja, en el jardín; se les hizo buscar después en la aldea vecina; todo fué en vano.
A las cinco se merendó, sin los muchachos. Cuando la familia se sentó a la mesa para comer, mamá manifestaba una gran inquietud, y lloraba.
Buscaron a Volodia y a su amigo durante toda la noche. Se escudriñaron, con linternas, las orillas del río. En toda la casa, lo mismo que en la aldea, reinaba gran agitación. A la mañana siguiente llegó un oficial de policía. Mamá no cesaba de llorar.
Pero, hacia el mediodía, unos trineos, arrastrados por tres caballos blancos, jadeantes, detuviéronse junto a la puerta.
—¡Es Volodia!— exclamó alguien en el patio.
—¡Volodia está ahí!—gritó la criada Natalia, irrumpiendo como una tromba en el comedor.
El enorme perro, Milord, igualmente agitado, hizo resonar sus ladridos en toda la casa: ¡Guau! ¡Guau!
Los dos muchachos habían sido detenidos en la ciudad próxima, cuando preguntaban dónde podrían comprar pólvora.
Volodia se lanzó al cuello de su madre. Las niñas esperaban, aterrorizadas, lo que iba a suceder. El señor Korolev se encerró con ambos muchachos en el gabinete.
—¿Es posible?—decía con tono enojado—. Si se sabe esto en el colegio, os pondrán de patitas en la calle. Y a usted, señor Chechevitzin, ¿no le da vergüenza? Está muy mal lo que ha hecho. Espero que será usted castigado por sus padres... ¿Dónde habéis pasado la noche?
—¡En la estación!—respondió altivamente Chechevitzin.
Volodia se acostó, y hubo que ponerle compresas en la cabeza. A la mañana siguiente llegó la madre de Chechevitzin, avisada por telégrafo. Aquella misma tarde partió con su hijo.
Chechevitzin, hasta su partida, se mantuvo en una actitud severa y orgullosa. Al despedirse de las niñas, no les dijo palabra; pero cogió el cuaderno de Katia, y dejó en él, a modo de recuerdo, su autógrafo:
«Montigomo, Garra de Buitre, jefe de los Invencibles.»
FIN
Una mañana de los primeros días de octubre decidí visitar la fuente del Duero y tomé en Soria el coche de Burgos que había de llevarme hasta Cidones. Me acomodé en la delantera del mayoral y entre dos viajeros: un indiano que tornaba de Méjico a su aldea natal, escondida en tierra de pinares, y un viajero campesino que venía de Barcelona donde embarcara a dos de sus hijos para el Plata. No cruzaréis la alta estepa de Castilla sin encontrar gentes que os hablen de Ultramar. Tomamos la ancha carretera de Burgos, dejando a nuestra izquierda el camino de Osma, bordeado de chopos que el otoño comenzaba a dorar. Soria quedaba a nuestra espalda entre grises colinas y cerros pelados. Soria mística y guerrera, guardaba antaño la puerta de Castilla, como una barbacana hacia los reinos moros que cruzó el Cid en su destierro. El Duero, en torno a Soria, forma una curva de ballesta. Nosotros llevábamos la dirección del venablo. El indiano me hablaba de Veracruz, mas yo escuchaba al campesino que discutía con el mayoral sobre un crimen reciente. En los pinares de Duruelo, una joven vaquera había aparecido cosida a puñaladas y violada después de muerta. El campesino acusaba a un rico ganadero de Valdeavellano, preso por indicios en la cárcel de Soria, como autor indudable de tan bárbara fechoría, y desconfiaba de la justicia porque la víctima era pobre. En las pequeñas ciudades, las gentes se apasionan del juego y de la política, como en las grandes, del arte y de la pornografía -ocios de mercaderes-, pero en los campos sólo interesan las labores que reclaman la tierra y los crímenes de los hombres.
-¿Va usted muy lejos? -pregunté al campesino.
-A Covaleda, señor -me respondió-. ¿Y usted?
-El mismo camino llevo, porque pienso subir a Urbión y tomaré el valle del Duero. A la vuelta bajaré a Vinuesa por el puerto de Santa Inés.
-Mal tiempo para subir a Urbión. Dios le libre de una tormenta en aquella sierra. Llegados a Cidones, nos apeamos el campesino y yo, despidiéndonos del indiano, que continuaba su viaje en la diligencia hasta San Leonardo, y emprendimos en sendas caballerías el camino de Vinuesa.
Siempre que trato con hombres del campo, pienso en lo mucho que ellos saben y nosotros ignoramos, y en lo poco que a ellos importa conocer cuanto nosotros sabemos.
El campesino cabalgaba delante de mí, silencioso. El hombre de aquellas tierras, serio y taciturno, habla cuando se le interroga, y es sobrio en la respuesta. Cuando la pregunta es tal que pudiera excusarse, apenas se digna contestar. Sólo se extiende en advertencias inútiles sobre las cosas que conoce bien, o cuando narra historias de la tierra.
Volví los ojos al pueblecillo que dejábamos a nuestra espalda. La iglesia, con su alto campanario coronado por un hermoso nido de cigüeñas, descuella sobre una cuantas casuchas de tierra. Hacia el camino real destacase la casa de un indiano, contrastando con el sórdido caserío. Es un hotelito moderno y mundano, rodeado de jardín y verja. Frente al pueblo se extiende una calva serrezuela de rocas grises, surcadas de grietas rojizas.
Después de cabalgar dos horas, llegamos a la Muedra, una aldea a medio camino entre Cidones y Vinuesa, y a pocos pasos cruzamos un puente de madera sobre el Duero.
-Por aquel sendero -me dijo el campesino, señalando a su diestra- se va a las tierras de Alvargonzález; campos malditos hoy; los mejores, antaño, de esta comarca. -¿Alvargonzález es el nombre de su dueño? -le pregunté.
-Alvargonzález -me respondió- fue un rico labrador; mas nadie lleva ese nombre por estos contornos. La aldea donde vivió se llama como él se llamaba: Alvargonzález, y tierras de Alvargonzález a los páramos que la rodean. Tomando esa vereda llegaríamos allá antes que a Vinuesa por este camino. Los lobos, en invierno, cuando el hambre les echa de los bosques, cruzan esa aldea y se les oye aullar al pasar por las majadas que fueron de Alvargonzález, hoy vacías y arruinadas.
Siendo niño, oí contar a un pastor la historia de Alvargonzález, y sé que anda escrita en papeles y que los ciegos la cantan por tierras de Berlanga.
Roguéle que me narrase aquella historia, y el campesino comenzó así su relato: Siendo Alvargonzález mozo, heredó de sus padres rica hacienda. Tenía casa con huerta y colmenar, dos prados de fina hierba, campos de trigo y de centeno, un trozo de encinar no lejos de la aldea, algunas yuntas para el arado, cien ovejas, un mastín y muchos lebreles de caza.
Prendóse de una linda moza en tierras del Burgo, no lejos de Berlanga, y al año de conocerla la tomó por mujer. Era Polonia, de tres hermanas, la mayor y la más hermosa, hija de labradores que llaman los Peribáñez, ricos en otros tiempos, entonces dueños de menguada fortuna.
Famosas fueron las bodas que se hicieron en el pueblo de la novia y las tornabodas que celebró en su aldea Alvargonzález. Hubo vihuelas, rabeles, flautas y tamboriles, danza aragonesa y fuego al uso valenciano. De la comarca que riega el Duero, desde Urbión donde nace, hasta que se aleja por tierras de Burgos, se habla de las bodas de Alvargonzález, y se recuerdan las fiestas de aquellos días, porque el pueblo no olvida nunca lo que brilla y truena.
Vivió feliz Alvargonzález con el amor de su esposa y el medro de sus tierras y ganados. Tres hijos tuvo, y, ya crecidos, puso el mayor a cuidar huerta y abejar, otro al ganado, y mandó al menor a estudiar en Osma, porque lo destinaba a la Iglesia.
Mucha sangre de Caín tiene la gente labradora. La envidia armó pelea en el hogar de Alvargonzález. Casáronse los mayores, y el buen padre tuvo nueras que antes de darle nietos, le trajeron cizaña. Malas hembras y tan codiciosas para sus casas, que sólo pensaban en la herencia que les cabría a la muerte de Alvargonzález, y por ansia de lo que esperaban no gozaban lo que tenían.
El menor, a quien los padres pusieron en el seminario, prefería las lindas mozas a rezos y latines, y colgó un día la sotana, dispuesto a no vestirse más por la cabeza. Declaró que estaba dispuesto a embarcarse para las Américas. Soñaba con correr tierras y pasar los mares, y ver el mundo entero.
Mucho lloró la madre. Alvargonzález vendió el encinar, y dio a su hijo cuanto había de heredar.
-Toma lo tuyo, hijo mío, y que Dios te acompañe. Sigue tu idea y sabe que mientras tu padre viva, pan y techo tienes en esta casa; pero a mi muerte, todo será de tus hermanos.
Ya tenía Alvargonzález la frente arrugada, y por la barba le plateaba el bozo de la cara azul de la cara. Eran sus hombros todavía robustos y erguida la cabeza, que sólo blanqueaba en las sienes.
Una mañana de otoño salió solo de su casa; no iba como otras veces, entre sus finos galgos, terciada a la espalda la escopeta. No llevaba arreo de cazador ni pensaba en cazar. Largo camino anduvo bajo los álamos amarillos de la ribera, cruzó el encinar y, junto a una fuente que un olmo gigantesco sombreaba, detúvose fatigado. Enjugó el sudor de su frente, bebió algunos sorbos de agua y acostóse en la tierra.
Y a solas hablaba con Dios Alvargonzález diciendo: «Dios, mi señor, que colmaste las tierras que labran mis manos, a quien debo pan en mi mesa, mujer en mi lecho y por quien crecieron robustos los hijos que engendré, por quien mis majadas rebosan de blancas merinas y se cargan de fruto los árboles de mi huerto y tienen miel las colmenas de mi abejar; sabe, Dios mío, que sé cuanto me has dado, antes que me lo quites.»
Se fue quedando dormido mientras así rezaba; porque la sombra de las ramas y el agua que brotaba la piedra, parecían decirle: Duerme y descansa. Y durmió Alvargonzález, pero su ánimo no había de reposar porque los sueños aborrascan el dormir del hombre.
Y Alvargonzález soñó que una voz le hablaba, y veía como Jacob una escala de luz que iba del cielo a la tierra. Sería tal vez la franja del sol que filtraban las ramas del olmo.
Difícil es interpretar los sueños que desatan el haz de nuestros propósitos para mezclarlos con recuerdos y temores. Muchos creen adivinar lo que ha de venir estudiando los sueños. Casi siempre yerran, pero alguna vez aciertan. En los sueños malos, que apesadumbran el corazón del durmiente, no es difícil acertar. Son estos sueños memorias de lo pasado, que teje y confunde la mano torpe y temblorosa de un personaje invisible: el miedo.
Soñaba Alvargonzález en su niñez. La alegre fogata del hogar, bajo la ancha y negra campana de la cocina y en torno al fuego, sus padres y sus hermanos. Las nudosas manos del viejo acariciaban la rubia candela. La madre pasaba las cuentas de un negro rosario. En la pared ahumada, colgaba el hacha reluciente, con que el viejo hacía leña de las ramas de roble.
Seguía soñando Alvargonzález, y era en sus mejores días de mozo. Una tarde de verano y un prado verde tras de los muros de una huerta. A la sombra, y sobre la hierba, cuando el sol caía, tiñendo de luz anaranjada las copas de los castaños, Alvargonzález levantaba el odre de cuero y el vino rojo caía en su boca, refrescándole la seca garganta. En torno suyo estaba la familia de Peribáñez: los padres y las tres lindas hermanas. De las ramas de la huerta y de la hierba del prado se elevaba una armonía de oro y cristal, como si las estrellas cantasen en la tierra antes de aparecer dispersas en el cielo silencioso. Caía la tarde y sobre el pinar oscuro aparecía, dorada y jadeante, la luna llena, hermosa luna del amor, sobre el campo tranquilo.
Como si las hadas que hilan y tejen los sueños hubiesen puesto en sus ruecas un mechón de negra lana, ensombrecióse el soñar de Alvargonzález, y una puerta dorada abrióse lastimando el corazón del durmiente.
Y apareció un hueco sombrío y al fondo, por tenue claridad iluminada, el hogar desierto y sin leña. En la pared colgaba de una escarpia el hacha bruñida y reluciente. . El sueño abrióse al claro día. Tres niños juegan a la puerta de la casa. La mujer vigila, cose, y a ratos sonríe. Entre los mayores brinca un cuervo negro y lustroso de ojo acerado. -Hijos, ¿qué hacéis? -les pregunta.
Los niños se miran y callan.
-Subid al monte, hijos míos, y antes que caiga la noche, traedme un brazado de leña.
Los tres niños se alejan. El menor, que ha quedado atrás, vuelve la cara y su madre lo llama. El niño vuelve hacia la casa y los hermanos siguen su camino hacia el encinar.
Y es otra vez el hogar, el hogar apagado y desierto, y en el muro colgaba el hacha reluciente.
Los mayores de Alvargonzález vuelven del monte con la tarde, cargados de estepas. La madre enciende el candil y el mayor arroja astillas y jaras sobre el tronco de roble, y quiere hacer el fuego en el hogar, cruje la leña y los tueros, apenas encendidos, se apagan. No brota la llama en el lar de Alvargonzález. A la luz del candil brilla el hacha en el muro, y esta vez parece que gotea sangre.
-Padre, la hoguera no prende; está la leña mojada. Acude el segundo y también se afana por hacer lumbre. Pero el fuego no quiere brotar. El más pequeño echa sobre el hogar un puñado de estepas, y una roja llama alumbra la cocina. La madre sonríe, y Alvargonzález coge en brazos al niño y lo sienta en sus rodillas, a la diestra del fuego.
-Aunque último has nacido, tú eres el primero en mi corazón y el mejor de mi casta; porque tus manos hacen el fuego.
Los hermanos, pálidos como la muerte, se alejan por los rincones del sueño. En la diestra del mayor brilla el hacha de hierro.
Junto a la fuente dormía Alvargonzález, cuando el primer lucero brillaba en el azul, y una enorme luna teñida de púrpura se asomaba al campo ensombrecido. El agua que brotaba de la piedra parecía relatar una historia vieja y triste: la historia del crimen en el campo.
Los hijos de Alvargonzález caminaban silenciosos, y vieron al padre dormido junto a la fuente. Las sombras que alargaban la tarde llegaron al durmiente antes que los asesinos. La frente de Alvargonzález tenía un tachón sombrío entre las cejas, como la huella de una segur sobre el tronco de un roble. Soñaba Alvargonzález que sus hijos venían a matarle, y al abrir los ojos vio que era cierto lo que soñaba.
Mala muerte dieron al labrador, los malos hijos, a la vera de la fuente. Un hachazo en el cuello y cuatro puñaladas en el pecho pusieron fin al sueño de Alvagonzález. El hacha que tenían de sus abuelos y que tanta leña cortó para el hogar, tajó el robusto cuello que los años no habían doblado todavía, y el cuchillo con que el buen padre cortaba el pan moreno que repartía a los suyos en torno a la mesa, hendido había el más noble corazón de aquella tierra. Porque Alvargonzález era bueno para su casa, pero era también mucha su caridad en la casa del pobre. Como padre habían de llorarle cuantos alguna vez llamaron a su puerta, o alguna vez le vieron en los umbrales de las suyas.
Los hijos de Alvargonzález no saben lo que han hecho. Al padre muerto arrastran hacia un barranco, por donde corre un río que busca al Duero. Es un valle sombrío lleno de helechos, hayedos y pinares.
Y lo llevan a la Laguna Negra, que no tiene fondo, y allí lo arrojan con una piedra atada a los pies. La laguna está rodeada de una muralla gigantesca de rocas grises y verdosas, donde anidan las águilas y los buitres. Las gentes de la sierra en aquellos tiempos no osaban acercarse a la laguna ni aun en los días claros. Los viajeros que, como usted, visitan hoy estos lugares, han hecho que se les pierda el miedo.
Los hijos de Alvargonzález tornaban por el valle, entre los pinos gigantescos y las hayas decrépitas. No oían el agua que sonaba en el fondo del barranco. Dos lobos asomaron, al verles pasar. Los lobos huyeron espantados. Fueron a cruzar el río, y el río tomó por otro cauce, y en seco lo pasaron. Caminaban por el bosque para tornar a su aldea con la noche cerrada, y los pinos, las rocas y los helechos por todas partes les dejaban vereda como si huyeran de los asesinos. Pasaron otra vez junto a la fuente, y la fuente, que contaba su vieja historia, calló mientras pasaban, y aguardó a que se alejasen para seguir contándola.
Así heredaron los malos hijos la hacienda del buen labrador que una mañana de otoño salió de su casa, y no volvió ni podía volver. Al otro día se encontró su manta cerca de la fuente y un reguero de sangre camino del barranco. Nadie osó acusar del crimen a los hijos de Alvargonzález, porque el hombre del campo teme al poderoso, y nadie se atrevió a sondar la laguna, porque hubiera sido inútil. La laguna jamás devuelve lo que se traga. Un buhonero que erraba por aquellas tierras fue preso y ahorcado en Soria, a los dos meses, porque los hijos de Alvargonzález le entregaron a la justicia, y con testigos pagados lograron perderle.
La maldad de los hombres es como la Laguna Negra, que no tiene fondo.
La madre murió a los pocos meses. Los que la vieron muerta una mañana, dicen que tenía cubierto el rostro entre las manos frías y agarrotadas.
*
El sol de primavera iluminaba el campo verde, y las cigüeñas sacaban a volar a sus hijuelos en el azul de los primeros días de mayo. Crotoraban las codornices entre los trigos jóvenes; verdeaban los álamos del camino y de las riberas, y los ciruelos del huerto se llenaban de blancas flores. Sonreían las tierras de Alvargonzález a sus nuevos amos, y prometían cuanto habían rendido al viejo labrador.
Fue un año de abundancia en aquellos campos. Los hijos de Alvargonzález comenzaron a descargarse del peso de su crimen, porque a los malvados muerde la culpa cuando temen el castigo de Dios o de los hombres; pero si la fortuna ayuda y huye el temor, comen su pan alegremente, como si estuviera bendito.
Mas la codicia tiene garras para coger, pero no tiene manos para labrar. Cuando llegó el verano siguiente, la tierra, empobrecida, parecía fruncir el ceño a sus señores. Entre los trigos había más amapolas y hierbajos, que rubias espigas. Heladas tardías habían matado en flor los frutos de la huerta. Las ovejas morían por docenas porque una vieja, a quien se tenía por bruja, les hizo mala hechicería. Y si un año era malo, otro peor le seguía. Aquellos campos estaban malditos, y los Alvargonzález venían tan a menos, como iban a más querellas y enconos entre las mujeres. Cada uno de los hermanos tuvo dos hijos que no pudieron lograrse, porque el odio había envenenado la leche de las madres.
Una noche de invierno, ambos hermanos y sus mujeres rodeaban el hogar donde ardía un fuego mezquino que se iba extinguiendo poco a poco. No tenían leña, ni podían buscarla a aquellas horas. Un viento helado penetraba por las rendijas del postigo, y se le oía bramar en la chimenea. Fuera, caía la nieve en torbellinos. Todos miraban silenciosos las ascuas mortecinas, cuando llamaron a la puerta.
-¿Quién será a estas horas? -dijo el mayor-. Abre tú. Todos permanecieron inmóviles sin atreverse a abrir. Sonó otro golpe en la puerta y una voz que decía: -Abrid, hermanos.
-¡Es Miguel! Abrámosle.
Cuando abrieron la puerta, cubierto de nieve y embozado en un largo capote, entró Miguel, el menor de Alvargonzález, que volvía de las Indias.
Abrazó a sus hermanos, y se sentó con ellos cerca del hogar. Todos quedaron silenciosos. Miguel tenía los ojos llenos de lágrimas, y nadie le miraba frente a frente. Miguel, que abandonó su casa siendo niño, tornaba hombre y rico. Sabía las desgracias de su hogar, mas no sospechaba de sus hermanos. Era su porte, caballero. La tez morena, algo quemada, y el rostro enjuto, porque las tierras de Ultramar dejan siempre huella, pero en la mirada de sus grandes ojos brillaba la juventud. Sobre la frente, ancha y tersa, su cabello castaño caía en finos bucles. Era el más bello de los tres hermanos, porque al mayor le afeaba el rostro lo espeso de las cejas velludas, y al segundo, los ojos pequeños, inquietos y cobardes, de hombre astuto y cruel.
Mientras Miguel permanecía mudo y abstraído, sus hermanos le miraban al pecho, donde brillaba una gruesa cadena de oro.
El mayor rompió el silencio, y dijo: -¿Vivirás con nosotros?
-Si queréis -contestó Miguel-. Mi equipaje llegará mañana.
-Unos suben y otros bajan -añadió el segundo-. Tú traes oro y nosotros, ya ves, ni leña tenemos para calentarnos.
El viento batía la puerta y el postigo, y aullaba en la chimenea. El frío era tan grande, que estremecía los huesos.
Miguel iba a hablar cuando llamaron otra vez a la puerta. Miró a sus hermanos como preguntándoles quién podría ser a aquellas horas. Sus hermanos temblaron de espanto. Llamaron otra vez, y Miguel abrió.
Apareció el hueco sombrío de la noche, y una racha de viento le salpicó de nieve el rostro. No vio a nadie en la puerta, mas divisó una figura que se alejaba bajo los copos blancos. Cuando volvió a cerrar, notó que en el umbral había un montón de leña. Aquella noche ardió una hermosa llama en el hogar de Alvargonzález.
Fortuna traía Miguel de las Américas, aunque no tanta como soñara la codicia de sus hermanos. Decidió afincar en aquella aldea donde había nacido, mas como sabía que toda la hacienda era de sus hermanos, les compró una parte, dándoles por ella mucho más oro del que nunca había valido. Cerróse el trato, y Miguel comenzó a labrar en las tierras malditas.
El oro devolvió la alegría al corazón de los malvados. Gastaron sin tino en el regalo y el vicio y tanto mermaron su ganancia, que al año volvieron a cultivar la tierra abandonada. Miguel trabajaba de sol a sol. Removió la tierra con el arado, limpióla de malas hierbas, sembró trigo y centeno, y mientras los campos de sus hermanos parecían desmedrados y secos, los suyos se colmaron de rubias y macizas espigas. Sus hermanos le miraban con odio y con envidia. Miguel les ofreció el oro que le quedaba a cambio de las tierras malditas.
Las tierras de Alvargonzález eran ya de Miguel, y a ellas tornaba la abundancia de los tiempos del viejo labrador. Los mayores gastaban su dinero en locas francachelas. El juego y el vino llevábanles otra vez a la ruina. Una noche volvían borrachos a su aldea, porque habían pasado el día bebiendo y festejando en una feria cercana. Llevaba el mayor el ceño fruncido y un pensamiento feroz bajo la frente.
-¿Cómo te explicas tú la suerte de Miguel? -dijo a su hermano.
«La tierra le colma de riquezas, y a nosotros nos niega un pedazo de pan.» -Brujería y artes de Satanás -contestó el segundo.
Pasaba cerca de la huerta, y se les ocurrió asomarse a la tapia. La huerta estaba cuajada de frutos. Bajo los árboles, y entre los rosales, divisaron un hombre encorvado hacia la tierra.
-Mírale -dijo el mayor-. Hasta de noche trabaja.
-¡Eh!, Miguel -le gritaron.
Pero el hombre aquel no volvía la cara. Seguía trabajando en la tierra, cortando ramas o arrancando hierbas. Los dos atónitos borrachos achacaron al vino que les aborrascaba la cabeza el cerco de luz que parecía rodear la figura del hortelano. Después, el hombre se levantó y avanzó hacia ellos sin mirarles, como si buscase otro rincón del huerto para seguir trabajando. Aquel hombre tenía el rostro del viejo labrador. ¡De la laguna sin fondo había salido Alvargonzález para labrar el huerto de Miguel!
Al día siguiente, ambos hermanos recordaban haber bebido mucho vino y visto cosas raras en su borrachera. Y siguieron gastando su dinero hasta perder la última moneda. Miguel labraba sus tierras, y Dios le colmaba de riqueza.
Los mayores volvieron a sentir en sus venas la sangre de Caín, y el recuerdo del crimen les azuzaba al crimen.
Decidieron matar a su hermano, y así lo hicieron.
Ahogáronle en la presa del molino, y una mañana apareció flotando sobre el agua. Los malvados lloraron aquella muerte con lágrimas fingidas, para alejar sospechas en la aldea donde nadie les quería. No faltaba quien les acusase del crimen en voz baja, aunque ninguno osó llevar pruebas a la justicia.
Y otra vez volvió a los malvados la tierra de Alvargonzález.
Y el primer año tuvieron abundancia, porque cosecharon la labor de Miguel, pero al segundo la tierra se empobreció.
Un día, seguía el mayor encorvado sobre la reja del arado que abría penosamente un surco en la tierra. Cuando volvió los ojos, reparó que la tierra se cerraba y el surco desaparecía.
Su hermano cavaba en la huerta, donde sólo medraban las malas hierbas, y vio que de la tierra brotaba sangre. Apoyado en la azada contemplaba la huerta, y un frío sudor corría por su frente.
Otro día, los hijos de Alvargonzález tomaron silenciosos el camino de la Laguna Negra.
Cuando caía la tarde, cruzaban por entre las hayas y los pinos.
Dos lobos que se asomaron a verles, huyeron espantados.
¡Padre!, gritaron, y cuando en los huecos de las rocas el eco repetía: ¡padre!, ¡padre!, ¡padre!, ya se los había tragado el agua de la laguna sin fondo.
FIN
Una tarde de verano llegaron muy cansados a Calcena, San José, la Virgen y Jesús, que, haciendo un pequeño rodeo, se dirigían a Egipto para escapar del decreto que Herodes, tetrarca de Judea, había dado, mandando degollar a todos los niños. Como los sicarios del tirano les iban a los alcances, para hacerles perder la pista determinó San José que a la borrica, cabalgadura de la Sacra Familia, le pusiese al revés las herraduras el herrero de Calcena. Éste no pertenecía a la raza celtíbera, esbelta y ligera; era una mezcla de la romana con la negra de África; tenía la cabeza cuadrada, la boca ancha, corto el pescuezo y enorme barriga. Torpe de mollera, corto de alcances, dominaba en él la envidia, y más que todo el egoísmo. Jamás hacía nada sin creer que le serviría de utilidad.
-Sólo pagándome con anticipación cambiaré las herraduras. -le dijo a San José.
-Es el caso (repuso éste), que hemos salido precipitadamente de Belén, y nos hemos olvidado los denarios para el camino.
-Gratis, no me incomodo por nadie, replicó el panzudo egoísta.
-¿Y si consiguiera de Dios, que todo lo puede, os concediese una gracia en pago de vuestro trabajo?
-Una, no; cuatro; a gracia por herradura.
-¿Cuáles queréis?
-Que si alguno sube a esa higuera (y señaló el herrero la que había junto a la puerta), no baje hasta que yo se lo mande; que quien se siente en el banco de la herrería, se pegue a él cuanto tiempo me acomode; que el que beba vino de esta bota, no pueda variar de posición sin mi permiso, y si hubiera un atrevido que meta la mano en el agujero que se halla al lado del yunque, no la saque mientras yo no lo disponga.
-Corriente, y a herrar. -añadió el Santo Patriarca.
Al ponerse el sol por detrás del excelso Moncayo, que parecía una inmensa pirámide de lapislázuli y plata, se veía en su cima a la Sagrada Familia, cuyas divinas figuras se dibujaban sobre el cielo teñido de púrpura y oro. Aún no correspondía el magnífico pedestal al grupo que sustentaba.
Tan malo era el herrero de Calcena, que antes de morir ya recibieron en el infierno, orden de prenderle. El director del establecimiento penal comisionó para ejecutarlo aun diablo muy listo, que de un vuelo se trasladó a la herrería.
-Por ti vengo (dijo al egoísta); es inútil que trates de escaparte.
-Bueno (repuso el herrero); hazme un favor; ínterin me despido de mi mujer, que es una celtibera que me quiere tanto como la gente de esta tierra a la dominación extranjera, y se alegraría me llevara el mismo Satanás, chúpate unas cuantas brevas; son riquísimas.
El diablo se encaramó en la higuera, y quedó paralizado colgando de una rama y enganchado de una ala, como los murciélagos en invierno. Llamó el maldito artesano a los chicos de la escuela, que a pedrada limpia pusieron al diablo más blando que un higo. Cuando el herrero le dijo:
-Vete.
El enemigo malo se hundió por la grieta de una peña en los profundos infiernos. El demonio burlado, dio parte oficial del mal resultado de su expedición, y le reprendieron agriamente. Enviaron uno tras otro a los dos diablos de más acreditada bizarría en la milicia infernal, deseosos de cumplir misión tan importante. Al que se sentó en el banco para descansar un rato, no pudo moverse, y le pegaron una tremenda paliza. Su compañero, como venía del infierno, que es tierra caliente, tenía sed; empinó la bota, quedó con los brazos en alto, la cara hacia arriba, y más sufrió de tener que mirar al cielo, cuya morada a los demonios les causa horror, que por los tizonazos que los muchachos del pueblo le dieron con palos encendidos en la fragua. A los dos atormentaron hasta que el herrero quiso. Llegaron al Averno hechos una miseria, y el diablo Cojuelo, que por el teléfono sabía la noticia, cuyo invento se usa en tal lugar desde el pronunciamiento de Lucifer [1], pues no se comprende de otra manera que se hallen tan al corriente de lo que pasa en la tierra, encargó a un subalterno las calderas de Pedro Botero, y exclamó:
-Se ha malogrado la expedición por la ineptitud de tan malos oficiales. Voy a Calcena, y vuelvo más ligero que el pensamiento. A pesar de su pata coja, de un tranco se puso junto al herrero.
-Vamos. -le dijo a éste, amenazándole con la muleta.
-Espera; voy por las alforjas.
-Para este viaje no las necesitas.
-Es que las llenaría con el dinero que tengo dentro del hoyo que hay junto al yunque.
Como hasta los diablos tienen afición al oro, el Cojuelo metió la mano en el agujero, y quedó preso. Echaba de rabia espumarajos por la boca, blasfemaba, juraba como un endemoniado, y fue el que introdujo la moda de hablar mal en Aragón. A los gritos acudieron todas las mujeres y chicos de Calcena; le escupieron en la cara y le dieron puntapiés en el otro lado.
-Mira, moncaino (dijo el pata coja al artesano); juro por mi rabo que, si me sueltas, no me acordaré de ti ni te admitiré en mis reinos.
-Vete. -dijo el herrero, lleno de satisfacción, acariciándose la panza.
Aunque mala hierba nunca muere, al herrero de Calcena se le acabó la vida. Se dirigió al cielo; San Pedro, al abrir un poco las puertas, las cerró enseguida, y exclamó:
-¡Uf! ¡Huele a egoísta! ¡Fuera, fuera!
El condenado barrigudo llamó en el infierno; los diablos, enterados con anticipación de su llegada, armaron gran algarabía, y se opusieron a su entrada. Desde entonces, a los egoístas no los quieren en el cielo ni en el infierno.
FIN
Esgarrachupas era un perdido, que gastaba más que tenía: llegó a entramparse con todos los vecinos de su lugar, que lo perseguían sin dejarlo a sol ni a sombra. Una tarde corrió la noticia de que había muerto de repente; que, amortajado de fraile capuchino, se hallaba depositado en la iglesia, y que lo enterrarían cuando el cura volviese de predicar de un pueblo inmediato. Los acreedores se acercaban al muerto, que tenía casi cubierta su cara con la capucha, y perdida la esperanza de cobrar, echándola de generosos, aunque deseando ardiese en los infiernos, exclamaban:
-¡Pobre Esgarrachupas! Para que salga del purgatorio, le perdono lo mucho que me debe.
El sacristán Furigañas, que lo velaba, añadía siempre:
-¡Dios se lo pague! Yo también le presté una peseta.
Llegó la noche, el monago se durmió en un confesonario, se olvidó cerrar la iglesia, y entró en ella, para robarla, una cuadrilla de ladrones. Calcularon que, habiendo un cadáver de cuerpo presente, nadie se atrevería a sorprenderlos, y podrían pacíficamente repartirse el dinero que acababan de quitar a unos ricos comerciantes que volvían de ferias. Se sentaron en el suelo, formando corro alrededor del muerto, que alumbraban cuatro velas: vaciaron un saco de onzas de oro: al ruido se despertó el sacristán, el difunto se incorporó, extendió los brazos, dio un grito, y los ladrones huyeron espantados, abandonando el tesoro.
Furigañas y Esgarrachupas se convinieron en que éste se haría el muerto para que le perdonasen las deudas, como lo consiguió. Se durmió en el ataúd, lo despertó el sonido del precioso metal al caer en las losas del templo, le deslumbró el brillo, y no pudo contener el ademán ni la exclamación, que asustaron a los bandidos. El sacristán y el perdido cerraron la iglesia y se repartieron el dinero. Como Furigañas no quiso perdonar la deuda a Esgarrachupas, al repetirle: «Dame mi peseta», lo oyó por el ojo de la llave de la puerta de la iglesia Galdrapas, el más valiente de los ladrones, que se había acercado a ver lo que pasaba, echó a correr, y, lleno de miedo, les dijo a sus compañeros:
-¡Tantos muertos se han levantado, que a peseta les ha tocado!
FIN
Una pobre viuda tenía un hijo muy hermoso. No lo podía mantener, y le aconsejó se marchase a probar fortuna. Le dio muchos besos, unas alforjas, un pan, y le encargó que nunca olvidase la máxima «Haz bien sin mirar a quién».
Anda que anda, el chico llegó a la orilla de un ancho y cristalino río; se sentó, comió un pedazo de pan, y le echó unas miguitas a un pájaro muy mono. El bonito animal se le acercó sin temor, el muchacho lo cogió, lo metió vivo en las alforjas, y pensó:
-Me lo comeré asado cuando se me acabe el pan que me dió mi madre.
En el momento recordó lo que ésta le había encargado:
-Haz bien sin mirar a quién.
Y soltó la avecilla, que voló cantando de alegría.
El chico se durmió sobre la mullida hierba, se levantó con el sol al día siguiente, y continuó su marcha río abajo. Con el fresco de la mañana tuvo hambre, sacó el pan que le sobró la tarde anterior, caminaba y comía. Al beber en el río, vio junto a la orilla a un barbito precioso, y le arrojó el pedacito de pan que le quedaba; el pez se descuidó, y el rapaz lo pescó. Pero lo volvió a tirar enseguida al agua, diciendo para sí:
-Haz bien sin mirar a quién.
El barbo, libre, desapareció, saltando de contento.
Poco antes de anochecer, entró el chico en una gran ciudad. No conocía a nadie, no tenía dinero ni albergue; al pedir limosna en la puerta de un palacio, salían a pasear una señora rodeada de sus hijos, tan bellos y buenos, que parecían angeles, los cuales se compadecieron del muchacho; rogaron a su madre, y consiguieron que lo admitiese de criado para que los acompañara en sus juegos y diversiones.
El chicuelo se hizo querer de todos; era muy listo, respetuoso, trabajador incansable, siempre estaba alegre, a nada ponía reparo, y llegó a tener fama de ejecutar bien y pronto los encargos más difíciles.
La mencionada señora, bañándose en el río, perdió la sortija de diamantes y esmeraldas que su marido la regaló al casarse. Creía en la necedad de que si no recuperaba alhaja tan estimada, infinitas desgracias caerían sobre su familia. Para que se la buscase, amenazó al pobre criadito que lo despediría, si no se valía de su talento y se la presentaba antes de veinticuatro horas.
El infeliz chico miraba desconsolado correr el agua del río, cuando vio, conoció y llamó, al barbo con quien partió su pan y después de haberlo pescado se arrepintió y salvó la vida. Refirió sus penas al animal. Al oírlas (era un buen pez), se hundió rápidamente en lo más profundo del agua, y apareció enseguida con la perdida sortija en la boca.
La entregó al niño y éste a la señora, que, loca de alegría, le colmó de regalos. Al año, de tan sorprendente suceso, enfermó una niña, que la señora quería más que a las de sus ojos. Los médicos aseguraron que moriría sin remedio, si no tomaba una píldora de gran virtud, que sólo sabía fabricar un boticario medio brujo, que habitaba en una ciudad sitiada por numerosos ejércitos de descomunales salvajes antropófagos, que degollaban y devoraban a cuantos trataban de penetrar en ella.
-Vete de esta casa, y no vuelvas hasta que traigas la píldora que han recetado a mi idolatrada hija. -dijo la señora al criadito.
Éste, desesperado, salió al campo; se arrimó acongojado al tronco de un frondoso árbol donde revoloteaba el pájaro de brillante plumaje al cual le echó miguitas y después de cazarlo le puso en libertad. Lo llamó, contó sus cuitas, y el avecilla desapareció. Voló a la ciudad sitiada, entró en el laboratorio del boticario por la ventana, mientras el brujo limpiaba los anteojos con el pañuelo, y le robó la maravillosa píldora. Hendió los aires con la rapidez del rayo, y puso el remedio en la mano del muchacho, moviendo las alas en señal de alegría y reconocimiento. ¡Era un buen pájaro!
La niña tomó la medicina, y sanó. Cargó el chico un carro con el dinero y dulces que le dieron, regresó a su pueblo, abrazó a su madre, y vivió dichoso, en premio de no haber hecho daño a los animales que Dios crió, ni olvidado la máxima cristiana: «Haz bien sin mirar a quién».
FIN
En la vereda solitaria se encontraron a la puesta del sol los dos hombres del pueblo. Venían en contrarias direcciones. El uno regresaba de dar una ojeada a sus viñas, que empezaban a brotar; el otro había asistido, más bien curioso, al suplicio de cierto Yesúa de Nazaret, y bajaba de la montañuela para entrar en la ciudad antes que los portones y cadenas se cerrasen.
Se saludaron cortésmente, como vecinos que eran, y el viñador interrogó al ebanista:
-¿Qué hay de nuevo en la ciudad, Daniel? Yo estuve abonando mis tierras, que la primavera avanza, y he dormido en el chozo la noche anterior.
-Lo que hay -respondió el ebanista- no es muy bueno. Han crucificado esta tarde al profeta Yesúa. Te acordarás del día en que le esperábamos a las puertas de Sión y agitábamos ramos de palma y le alfombrábamos el paso con espadañas y hierbas olorosas. Yo no era de los suyos, pero hacía como todos, que es siempre lo más prudente. No se sabe lo que puede ocurrir. La multitud estaba alborotada, y le aclamaban rey. Y entonces me quité el manto y lo tendí en el suelo, para que lo pisase el asna en que iba montado el Rabí.
-Que por cierto era mía -declaró Sabas-. Mi gañán la dejó atada a un árbol, con su buchecillo, y los discípulos la desataron para el Rabí, a fin de que entrase en triunfo. Después me la restituyeron. Yo digo que son gente benigna y que no daña a nadie. Y el Rabí ningún suplicio merecía. Ha curado a bastante gente poniéndole las manos sobre la cabeza.
-¿Sería entonces, como muchos creen, el hijo de David? -dudó, pensativo, Daniel.
-No puedo contestarte -declaró Sabas, apoyándose en su cayada, fruncidas las cejas-. Soy un labrador, y no un doctor de la Ley. Cuando recojo mis racimos y los prenso en el lagar, y hago el vino rojo, y lo vendo, y lo cato, he cumplido la tarea que el Señor me impuso. Que el Rabí sea o no el rey de lo judíos, y hasta el que ha de sentarse a la diestra del Padre, como diz que anunció su primo Yokaanam, el que degollaron por malas artes de la Tetrarquesa, es cosa que no me incumbe resolver. Pero Yesúa me parecía inocente, y fue abuso y demasía enviarle al patíbulo.
-Pienso lo mismo que tú. Sabas -confirmó el ebanista-. No hallo en él culpa, si no es culpa apiadarse de los hombres. Y el Pretor era de nuestro parecer. Hay gente que no está contenta si no persigue... Los fariseos...
-Mira si alguien escucha, y no nombres...
Daniel lanzó una ojeada en derredor, y como a nadie viese en los agros vecinos, iluminados por la luz violeta de un Poniente desleído en lívidas tintas, continuó:
-Los fariseos son aficionados a suplicios. Desde que Sión se halla sometida a los extranjeros, he aquí que se ha vuelto más cruel el Sanedrín.
El viñador escuchaba preocupado. En su espíritu nacía una inquietud. ¿Cómo había sido lo del Rabí? ¿Tardó mucho en morir? ¿Qué dijo?
-Yo -explicó el ebanista- me hallaba en mi taller, labrando, por encargo del Pretor, un triclinio, y nada supe hasta que un tumulto de gente pasó por delante y oí el patear de los caballos y un ruido sobre las losas de la calle, como si arrastrasen un leño. Era el Rabí, que porteaba su propia cruz y no tenía fuerzas para soportarla, hasta que le ayudó Simón de Cirene. Salí a la puerta. Si no me dijesen algunos del gentío que era Yesúa, no le conociera. ¡Tan demacrado, tan ensangrentada y amoratada la faz! Ya sabes que la tenía muy bella, y unos rizos, como la flor del jacinto, apretados y obscuros. Ahora, su melena era un pegote polvoriento, bajo la corona de ramas de espino entretejidas, que le laceraba la frente.
-¿Corona? -inquirió Sabas-. ¿Por qué corona?
-Bien se ve que te pasas el año en tus heredades y tus viñedos... A Yesúa le pusieron por mofa insignias regias. Corona, manto de púrpura, un cetro hecho de cañas. Y sobre su cruz había un letrero que decía, en tres lenguas: «Jesús de Nazaret, rey de los judíos.» Por cierto que los Pontífices...
-¿No hay nadie? -receló Sabas, inquieto.
-Nadie... No temas... Los Pontífices no querían la inscripción así. Fue el Pretor... Y dijo cuando querían quitarla: «Lo escrito, escrito...»
-¡Oh Daniel! -susurró el viñador-. Ahora temo yo... Mi aliento se acorta. ¿No será el hijo de David? ¿No será el que esperamos? Labrador, ignorante soy; pero he oído decir que, en otro tiempo, el Profeta Isaías anunció que nuestro Salvador sería llevado como un cordero a la muerte, y sufriendo y muriendo sin resistir, nos redimiría. Sí; esto se lo he oído repetir a mi padre, que era un varón entendido y leía las Escrituras.
-Como un cordero le llevaron, efectivamente -afirmó Daniel-. Arrastrado, con una cuerda al cuello. Las mujeres lloraban a gritos en mi calle. Y entonces yo me uní a la comitiva. Cayó varias veces; la cruz debía de pesar mucho; era de madera verde y recia. Eso lo entendemos los del oficio... No sé cómo llegó vivo al Gólgota. Hubo alguien que, conociéndome, me propuso que manejase el martillo cuando le clavaron manos y pies. Me resistí. Antes me dejo clavar yo. ¡Clavarle! Eso, allá los sayones.
-¿Gritó mucho?
-Él, no. Sólo un gemido a cada martillazo. Los otros sentenciados aullaban. ¿No sabes? Eran dos salteadores, Dimas y Gestas.
-¿Que si sé? Ese Dimas me quitó cabras y las asó en el monte.
-Perdona a su alma -imploró el ebanista-. Yesúa le perdonó y le prometió el Paraíso, porque Dimas, agonizante, lloró sus pecados y creyó en el Rabí.
Por segunda vez Sabas quedó meditabundo. El velo de la noche que caía le oprimía como un sudario estrecho. Debían de ocurrir cosas solemnes a tal hora. ¿Cuál era la verdad? Y en su interior se alzaba la figura del Rabí cuando entró en la santa ciudad, caballero en el asna pacífica. Toda su actitud y su semblante destellaban amor. Su mano, muy blanca, trazaba bendiciones en el aire y las sembraba sobre la muchedumbre. Y ahora el Rabí colgaba de la cruz, cerrados los ojos. Sabas ya olvidaba su terruño recién labrado, los retoños tan frescos y verdes de las vides, que le prometían cosecha pingüe en el otoño. ¿Qué significaban los sucesos? No entendía bien. ¿Y si era el hijo de David? Dudoso, meneó la cabeza y pronunció lentamente:
-Daniel, ha llegado la hora de compadecerse de Sión. Se ha vertido la sangre de un justo. Esta noche, el sueño tardará en cerrar mis ojos, aunque estoy muy cansado del trabajo de todo el día. Yo no he cometido, a sabiendas, iniquidad; y con todo eso, mi espíritu se ha conturbado.
A su vez, Daniel notaba que el corazón le pesaba en el pecho como una piedra. Había anochecido del todo, y un soplo estremecedor se alzaba de las tierras que el rocío, lentamente, como lluvia de ligeras lágrimas, iba empapando. Un temblor repentino sacudió todo el cuerpo de Sabas, y, ya sin miedo de que les oyese nadie, exclamó:
-¡Era el hijo de David, Daniel! ¡Era el esperado, el enviado! ¡Y le han dado muerte! ¡Ay de nosotros!
Alzando la voz a su turno, Daniel gritó:
-Él ha dicho a las mujeres que le lloraban que llorasen por sí mismas y por sus hijos. Y él ha dicho también: «¡Felices las estériles, cuyos pechos no amamantaron!»
A un tiempo, los dos hombres del pueblo, el viñador y el artesano, sollozaron angustiosamente:
-¡Ay de nosotros! ¡Ay de la ciudad! ¡Han matado al Rabí!
Mientras los dedos convulsos de Daniel rasgaban su túnica, las manos forzudas de Sabas herían su rostro y arrancaban puñados de cabellos. Y ambos se postraron, la faz contra el caminillo pedregoso.
Cuando alzaron la frente, sin levantarse, entre el cielo y la tierra, como suspensas, vieron dos nubes blancas, prolongadas, de imprecisas líneas. En lo alto, un resplandor tan tenue que apenas se distinguía, dibujaba doble círculo luminoso, dos discos de oro pálido, casi invisibles. Alrededor de las nubes misteriosas flotaba una claridad como de plateada nieve, esparcida en trazos trémulos.
-¡Son los mensajeros del Señor! -dijo en voz ahogada Sabas.
-¡Los ángeles! -balbució Daniel.
-¿No ves cómo se agitan sus anchas alas?
-¿No ves cómo alumbra su cabeza?
Postrándose otra vez, imploraron:
-¡Misericordia! ¡Nosotros no somos quienes le colgamos de la cruz!
-¡Nosotros le amábamos, esperábamos en él, aunque no lo sabíamos!
-¡No nos sea imputada su sangre!
-¡No se nos cobre la cuenta de la iniquidad!
Como un soplo, una voz que parecía son de cítaras y arpas, les acarició el oído:
-No temáis. Resucitará el Rabí.
-No lloréis. Saldrá del sepulcro.
Cuando se incorporaron, el blancor difuso había desaparecido. No se notaba sino el negror de la noche, cerrada, profunda. A tientas, envueltos en tinieblas, buscándose para abrazarse, los dos hombres del pueblo repetían:
-¡El Rabí resucitará! ¡El Rabí resucitará!
FIN
Fue la mía de aquel año una Nochebuena original. Cuando se sepa cómo la pasé, se comprenderá que tuvo su nota característica.
Me encontraba yo en el pueblo de E *** en plena Andalucía pintoresca, arreglando asuntos de interés, cobranzas y otras cosas que mi padre me había encargado -y no había más remedio sino obedecer-. En mi deseo de volver a Madrid, a ver gente y divertirme, andaba buscando pretextos, y me los ofrecieron las Pascuas. Tanto insistí en que me permitiesen pasarlas allá, en familia, que mi padre acabó por escribirme: «Bueno; me perjudicas, pero ven. Todo será volverte cuando pasen Reyes, hasta terminar esos arreglos...».
Como se hizo tanto de rogar, la carta llegó el mismo día de Nochebuena, y apenas me dio tiempo de atropellar el sucinto equipaje y a pedir un caballejo, en el cual iría hasta el tren. Tenía en mi poder una fuerte suma cobrada el día antes, y que pensaba girar, enviándola a la sucursal del banco más próxima, por medio de mi grande amigo el sargento de la Guardia Civil; pero esto me hubiese retrasado, y opté, sencillamente, por guardármela en el bolsillo, pensando que no podía tener mejor portador.
Salí del pueblo a cosa de las cinco de la tarde -el tren pasaba a las ocho-, al trote cochinero del jacucho de alquiler. Un chiquillo hacía de espolique y llevaba mi maleta. Como era invierno, la tarde ya declinaba, y los montes lejanos tenían sobre sus crestas vislumbres rosa y oro. Yo iba pensando que pasaría la Nochebuena en el tren, y, predispuesto al lirismo, por la influencia del ocaso, me acordaba de mi madre, de mis hermanas, del comedor nuestro, que estaría tan iluminado y tan bonito, con la mucha plata que lo adorna; en fin, mis ideas de juerga alegre en Madrid se habían borrado, y las reemplazaban otras sentimentales. La gran poesía de la fiesta del hogar me enternecía hondamente.
Desperté como de un sueño, oyendo dos voces rudas que me interpelaban.
-¡A bajarse der cabayo! ¡Aprisa!
El camino hacía violenta revuelta, y yo no había podido ver antes a los dos jinetes que se me echaron encima... Y la verdad es que, aun viéndolos desde lejos, hubiese sido igual. Montaba yo, como dejo dicho, un rocín alquilón, y ellos dos caballos de sangre y raza, de finos remos, cabeza menuda, ojos de fuego y ancas perfectas. No llevaba conmigo más arma que un pequeño revólver, y ellos venían armados hasta los dientes. El espolique puso pies en polvorosa. Resistir era locura. Me apeé resignadamente y, ante nueva intimación, alcé los brazos. Habíase apeado también el más joven de los salteadores, y me registró viva y diestramente. Fue derecho al bolsillo donde guardaba yo la cartera con la suma, añadiendo al expolio el reloj: más limpio me dejó que una patena. Sacando luego unas cuerdas delgadas, pero resistentes, realizó con arte no menor dos operaciones: una, la de atarme las muñecas y los brazos a la espalda; otra, la de amarrar a un árbol mi montura. El extremo de la cuerda de mis manos lo anudó al arzón de su silla. Luego, imperiosamente, mandó:
-¡Hala p’alante!
Hasta este momento yo había guardado un silencio absoluto. Al ver que iban a obligarme a correr al trote de sus caballos, mi lengua se desató y pedí indulgencia:
-¡Caballeros, ya tienen en su poder cuanto poseía!... ¡Déjenme libre, que no me queda nada más!
Pero el bandido, lacónico, se limitó a repetir:
-¡Hala p’alante!
Y no hubo más remedio, porque las bocas de dos escopetas inglesas estaban allí para persuadirme de la conveniencia de no replicar... No olvidaré nunca la tal caminata. Como a los primeros lamentos que la fatiga me arrancó se rieron bárbaramente los caballistas, hice un esfuerzo sobrehumano para no quejarme; mis pies sangraban en mis destrozadas botas, y me faltaba la respiración; pero todo suplicio tiene su término en las fuerzas mismas del que lo resiste, y al caer yo desvanecido, uno de los bandidos, el que había permanecido montado, sin duda el jefe, ordenó al otro:
-Ya tamo cerquiya... Aúpalo.
Me auparon, efectivamente, y dando tumbos, pero con mayor comodidad, vi el término de la excursión, la boca de una cueva. Salió a recibirnos un galopín de unos quince años, guapo como la luz. No he visto cara morena más linda ni rizos negros más graciosos, ni boca tan coralina. Me soltaron en el suelo, donde quedé inmóvil.
La cueva era extensa y tenía dos salas. En la interior, en que habían practicado un respiradero para dar salida al humo, ardía una hoguera.
-Espabílate, Ramonsiyo -dijo el jefe-, que tenemo jambre, y hoy e día de sená a guto. ¡E Nochegüena, chaval! ¡A ve si te luses!...
La despensa estaba bien provista. Jamón, embutidos, gallinas, hasta un pavo, sacó el chico de unas serás; por supuesto, la cantidad de botellas sobrepujaba a la de manjares. Mientras los bandidos contaban, satisfechos, el dinero que acababan de robarme, yo, un poco aliviado del cansancio horrible, reflexionaba. Era evidente que aquel par de mocitos crúos había tenido soplo de mi salida, y de que yo llevaba conmigo una fuerte cantidad. ¿Por quién? ¡Por cualquiera! El pueblo entero los amparaba, y había un confidente en cada esquina. El jefe debía de ser el famoso Carmelo, alias Compare, y, probablemente, en mi caso, los mismos que pagaron el dinero, o el que alquiló el caballo, o el amo de mi posada, serían los delatores... Y ahora, ¿qué pensaban hacer de mí? Poco tardé en saberlo. Sacando el jefe de su bolsillo un tintero de cuerno y un papel rayado, dispuso:
-A esatarle.
Libres ya mis manos, me dijo con sombrío ceño:
-Ahora, cabayero, escriba una cartita a sus papás, que hase farta que manden veintisinco mir duro, o si no...
Un ademán expresivo, hecho a ras de la garganta, imitando el ruido de la navaja de muelles, completó la frase.
Yo no quiero pasar por héroe. Tengo mucho apego al andrajo de la vida. Todo lo que poseyese lo daría por conservarla. Pero, en aquel instante, no sé lo que sentí. Acababa ya de ocasionar a mis padres un quebranto considerable por mi imprudencia y mi ligereza. Y ahora, ¿había de obligarlos a otro desembolso, para su fortuna enorme? No, no era posible. Con ademán enérgico rechacé el tintero y el papel.
-Hagan de mí lo que quieran, pero no escribo ni escribiré tal cosa.
Carmelo me miró con siniestra frialdad.
-Güeno; pos si está cansao de viví, ha encontrao la gran ocasión. Tú, Josele, sácale ahí afuera, y ar corasón, paque pene poco...
Al ver tan próximo el horror del fin, me arrastré arrodillado hasta acercarme al jefe, y con voz de súplica ardiente, le imploré:
-No me mate usted ahora, señó Carmelo... No me mate ahora, que le remordería toda su vida la conciencia. Es la noche en que Dios ha venido a salvarnos, y en ella no se debe matar a nadie. Mañana, de madrugada, me despachan si gustan. ¿Y quién sabe si en ese tiempo reflexiono y escribo? No es hora de matar, señó Carmelo, que Cristo está naciendo, y la Virgen lo está acostando en las pajas del pesebre...
Con gran sorpresa mía, el bandido, lejos de mofarse, se quedó suspenso, impresionado. Y como Josele quisiese arrastrarme afuera, le detuvo.
-Déalo, hombre; mañana será otro día. Ahora, a sená en pa y en grasia e Dió.
Comprendí que se aplazaba mi suplicio, y deseoso de ponerme en buena armonía con los verdugos, volví a implorar al jefe, que estaba, sin duda en un buen cuarto de hora.
-Tengo mucha hambre, señó Carmelo, y no cenar esta noche es cosa triste ¿Me darán un poco de lo que hay?
-Güeno, por eso no reñiremos: senará usté por última ve... No diga que en Nochebuena. Carmelo no le ha atendío.
¡Y se me atendió a fe, con abundancia! Comí, o, mejor dicho, devoré del pavo relleno, del salado jamón, que llamaba por el Málaga; de los chorizos picantes y de los primores de confitería que también incitaban a beber. Temo haberme achispado un poco, y estoy seguro de haber dormido como si ningún peligro me amenazase. ¡Era Nochebuena! Y me parecía que, del cielo estrellado, una protección divina descendía sobre mí...
Desperté bruscamente al ruido de un fogonazo... Una lucha, un trajín furioso, tiros, blasfemias... Mi amigo el sargento, con su tropa, estaba realizando la célebre captura, que le valió el ascenso y la cruz. Josele yacía con la cabeza deshecha; Ramonsiyo, ágil, se escapó como un gato; el señó Carmelo, codo con codo...
-Ha sido el espolique el que me dio la noticia sin querer... -decíame poco después mi amigo-. No pudo negar, y comprendí lo que pasaba... ¡Buena suerte ha tenido usted!
En efecto, hasta recuperé el dinero, que estaba en el marsellés del facineroso. Y, en mi interior, no puede menos de sentir una confusa simpatía por el que me hubiese despachado al otro mundo, pero que no lo hizo en Nochebuena...
-Adiós, señó Carmelo -le dije-. Su cena estaba riquísima...
-¡Váyaste a jasé burla de quien lo parió! -respondiome brutalmente.
FIN
Era cuando el invierno amortaja en liso sudario las estepas infinitas y el aire está como acolchado por la lenta caída de los copos que lo ensordecen y lo mullen, preservándolo del desgarrón del cierzo.
Y era en una estancia amplia y sencilla, la más silenciosa de la señorial mansión de Yasnaya Poliana. Mientras las restantes se abrigaban con alfombra y se adornaban con muebles suntuosos, en la que reposaba el conde ostentaba cierta monástica sencillez, o, por mejor decir, cierto filosófico desdén hacia las mil complicaciones de la vida civilizada. El lecho, no obstante, era blando, limpio, con ese no sé qué de los lechos que arreglan manos amantes, y en la calma tibia flotaba un aroma aristocrático: el del sachet de violeta con que la condesa acostumbraba perfumar los pañuelos de su marido.
Y el conde seguía durmiendo. Todo convidaba a pacífico descanso: la hora, distante aún de la del turbio amanecer; el contraste entre la dulzura del hogar que rodeaba y protegía aquel sueño, y el trágico abandono de la tierra, sepultada bajo la mortaja glacial.
Un reloj, allá en el fondo de la casa muda, tocó cuatro campanadas, con timbre ligero y armonioso. El conde dio una vuelta. La naturaleza de su dormir, desde que sonó el reloj, no fue la misma. Una inquietud alteró su sosiego. Su materia continuó aletargada, pero su espíritu levantó el vuelo. Su mismo afán diurno vino a sentarse a su cabecera. Y la esencia de su vida se condensó en un soñar.
Desde la santa Rusia, viose transportado rápidamente a otras regiones de claridad, de feracidad, de caliente atmósfera. Árboles seculares, entretejidos con enredaderas floríferas, extendían sus copas anchas, sus ramas horizontales, sombrosas, donde se posaban aves pinticoloreadas, y jugaban y hacían morisquetas monos de pelaje gris, con grotescos gestos infantiles. Los arbustos de la maleza aromaban como incensarios, y una embriaguez de miel flotaba en el aire y turbaba los sentidos.
Desde el primer momento, el conde percibió malestar indefinible. Acaso envolvía una asechanza la lujuriante espesura. Quizás le había traído allí el poder de las tinieblas, secreto de terror de su existir, desde los días de la niñez. La tentación acechaba acaso al místico ateo; la tentación que vela en la sombra, pero se esconde también en la gloria de los rayos de sol y en el alma pecadora de los perfumes. Y como el que apela a la fuga, avanzó, abriéndose paso al través de las rubias frondosidades, hacia un claro, donde se alzaba un árbol enorme, de un verde metálico, y que proyectaba sombra de geométricas líneas. El conde reconoció una magnífica higuera, materialmente cargada de frutos de piel grieteada y rosado pezón; un árbol que ofrecía millares de senos maduros, melosos. Al pie del árbol de seducción y delito corría un arroyo más fresco que la boca de una virgen, y al margen del arroyo, sobre un pedrusco tapizado de musgo, estaba sentado un hombre, cuyo rostro expresaba misteriosa beatitud. Le cubrían andrajos y una tiara de luz ceñía su frente. Y el conde, alegremente atónito, reconoció en el solitario al príncipe Saquiamuni, amador de cuanto vive, sufre y siente, desde el insecticillo hasta el paria. Y se postró, saludando.
-¡Salve buda! ¡Salve, redentor!
El buda, con el caer extático de sus ojos sesgos, hizo una señal, como imponiendo silencio al importuno. En el mismo instante oyose que rasgaba el aire un susurro, y una paloma vino a caer en el regazo del buda, que cerró los brazos, y la agasajó contra su corazón. Al punto desembocó de la selva un cazador, un hermoso chatria, semejante a una estatua de cobre dorado, de negras pupilas, ágil y esbelto, con su arco empuñado aún.
-Dame mi presa -ordenó con imperio, y, tendiendo la mano, asió por el ala, sangrienta del flechazo, al ave.
-Pide lo que quieras -suplicó el buda- y perdónala, dejándola vivir.
El cazador contempló con desprecio al penitente.¿Qué podía dar aquel haraposo? La tiara que le resplandecía en la frente, para el chatria era invisible. Y, por otra parte, merecía una lección, que le enseñase a no atribuir a las cosas un valor que no tienen. Ni aun la vida humana, incesantemente acechada por la muerte, importa cosa alguna: ni la ajena, ni la propia, y si algo merece interés, es lo que hermosea el rápido instante que brilla la fugaz llama. ¡Una paloma! En la selva llena de hirviente desbordamiento de vida, poblada de seres que la nutrición y la fecundación espolean con sus vitales estímulos, y que la destrucción, como otra fuerza divina, empuja a la tierra para dejar a otros su puesto, ¿qué representa una paloma palpitante de terror, con gotas de sangre en el candor de las alas? Quizás la belleza se cifra en esa mancha purpúrea; el cazador amaba el rubí encendido del labio de las heridas sobre la palidez de la carne moribunda.
-Asceta, si quieres salvar a esa ave que es mi presa, dame por su rescate un trozo de tu carne, igual en peso al de la paloma. ¿Conviene el trato?
Saquiamuni pasó la mano por el erizado plumaje de la zurita, y después hizo con la cabeza señal de que aceptaba.
El cazador, diestramente, improvisó unas balanzas de corteza, palos y cuerdas, y en un platillo sujetó a la paloma. Con el mismo cuchillo con que había descortezado los árboles, sin misericordia, cortó un trozo de la carne de Saquiamuni, en el hombro izquierdo. El conde miraba, transido de horror, estremecido de entusiasmo. Hubiese querido defender al buda: pero, como sucede en sueños, no podía moverse. Veía, con mezcla de dicha y furor, surtir roja fuente del brazo del asceta y teñirse el agua del arroyo de un rosa diluido.
Y la balanza, donde yacía la paloma, no subía aún.
El cazador entonces, sin apresuramiento, empuñó el cuchillo otra vez y del hombro derecho del solitario cercenó otro tajo de carne. El agua del arroyo adquirió tono más subido. Y el platillo seguía quieto. La víctima alada pedía más carne de la víctima humana. El cazador cortó nuevamente, descarnando un muslo.
El arroyo ya se enrojecía con estrías de coral. El platillo continuaba fijo. Dijérase que la paloma era de algún metal más pesado que el mismo plomo.
Y el cazador, encarnizado, con gesto cruel, con boca irónica, seguía cortando, cortando, y la blancura del hueso se descubría, y en el platillo no cabían más despojos, y el arroyo era ya púrpura viva, que el prado bebía sediento. El cazador no sabía ya qué pedazo tajar en el magro cuerpo; un respeto inexplicable le impedía llegar con su cuchillo al cuello y arrojar en la balanza la cabeza, siempre iluminada por sonrisa de extática beatitud...
Testigo callado del horrible rescate, el conde entreveía algo profundo, que no acertaba a comprender aún. ¿Cómo no pesaba el montón de despojos tanto como la paloma? Los ojos del mártir, volcados en las cuencas, parecían querer decir algo.
-Solitario -gritó el cazador-, perdemos el tiempo. Mi caza pesará siempre más que tu compasión. La recojo y me la llevo. Si el gran Brahma es tan piadoso contigo como tú con esta ave (y creo que será lo menos que Brahma pueda hacer), volverá a pegar a tus huesos la carne que desprendió mi cuchillo.
-Chatria -gimió el destrozado príncipe-, no me quites la paloma. Añade más peso en la balanza.
-¿Qué quieres que añada? -interrogó, burlón.
Y el buda, en arranque ardoroso, ordenó:
-¡Todo mi cuerpo!
-¿También la cabeza?
-¡También!
En movimiento rápido, el cazador tomó el cuerpo informe y lo lanzó sobre el platillo. Pegó al punto la balanza prodigioso salto, llegó hasta la región celeste, que se abrasó en un rompimiento de gloria y de magníficas luces...
Y el conde, entonces, comprendió la verdad: no basta dar pedazos de su carne, ni sangre de su corazón, cuando se ha concebido la idea redentora; hay que darse entero, o no aspirar a redimir... Y él había querido redimir, redimir sin dejar su señorial residencia de Yasnaya Poliana, sin renunciar al aroma de violeta con que la esposa perfuma la ropa del esposo; redimir, conservando en su hogar la dicha, la vida del gran señor territorial, viendo a sus hijos en automóvil, a su mujer engalanada, al mundo saludando su celebridad y su literatura, a los editores trayéndole millones, como Reyes Magos actuales...
Y el conde tuvo vergüenza de sí mismo, al despertar, en la molicie de la mañana turbia, en su lecho, que prepararon manos amantes.
FIN
El fantasma Las apariciones sobrenaturales de que era víctima Jesusa Ponec, traían revuelto al pueblo desde semanas atrás. Misia Jesusa las había revelado bajo sello de secreto inviolable a sus íntimas amigas: misia Cenobia, la empingorotado y tremebunda esposa del concejal Bermúdez, y misia Gertrudis Gómez, la espigadora presidenta de las Damas de Beneficencia. Tula y Cenobia las comunicaron, naturalmente, bajo el mismo sello inviolable, a sus confidentas, quienes, a su vez... Total, que todo el mundo lo sabía.
Los fantasmas suelen deambular preferentemente en las noches de invierno, cuando los vecinos se quedan en sus casas, pero a la sazón era verano, un verano de plomo derretido que mantenía en fusión el fuelle del viento norte. Así, los que se encerraban «por si acaso» desde que corrió la noticia, sudaban la gota gorda.
Tula y Cenobia escucharon, haciéndose cruces y temblando como azogadas, las primeras confidencias de Jesusa, aunque Cenobia Bermúdez fuera hembra de pelo en pecho y capaz de zurrarle la badana (como lo probó varias veces) no sólo a su esposo, sino al más pintado, y aunque Tula no tuviese temor de Dios, según decían las malas lenguas refiriéndose a cómo administraba la sociedad. Hicieron que llenase su casa de palma y boj del Domingo de Ramos, que la rociara con agua bendita, que pintara cruces en el suelo delante de las puertas, que encendiese velas de la Candelaria, que hiciera sahumerios de incienso... Y como el fantasma -que era el ánima de su marido Nemesio Ponce, comisario de Tablada- siguió apareciéndose a misia Jesusa, la aconsejaron que acudiese en confesión al cura Papagna, pues aunque éste fuera un «carcamán sin conciencia», era el único que tenía corona para conjurar al Malo y ahuyentarlo con sus «sorcismos».
-Las ánimas la persiguen porque ha de estar en pecado mortal -sentenciaba Tula-. Confiésese, misia Jesusa, y con la «solución» y una buena penitencia, el diablo se irá a los infiernos y su fantasma no volverá a aparecer.
-¡Qué pecado mortal, ni qué solución, ni qué penitencia! -clamó misia Jesusa en el colmo de la indignación- Aunque pecadora, yo no he hecho nunca mal a nadie, y si el condenado me persigue será porque se le antoja y tiene licencia de Dios, no por culpa mía, que no soy peor que otras que se las echan de santas...
-Por algo han de ser las apariciones -dijo Cenobia-. Puede ser que el difunto necesite misas para salir del purgatorio...
Muy colorada, como quien ha sentido que se le empezaba a quemar la cola, Jesusa se asió a la tabla que Cenobia le tendía:
-Le haré rezar cuantas misas me pida -murmuró.
-Yo no tengo miedo a los fantasmas ni a los aparecidos -continuó Cenobia- porque Bermúdez, mi marido el concejal, estuvo últimamente en las provincias de arriba, y desde entonces anda acompañado, y algo de esa virtud me toca a mí también.
-¿Y quién lo acompaña? Será el ángel de la guarda, como a todos los cristianos...
-No es eso, sino que tiene una «guayaca» o bolsita con plumas de urutaú que lo salvan del daño y hacen que todo le salga bien.
Jesusa estuvo a punto de pedir que Bermúdez fuese a protegerla, pues tanto poder tenía; pero no se atrevió.
El tiempo había hecho olvidar ciertos recuerdos, ciertas «calumnias» sobre visitas del concejal cuando el comisario de Tablada se iba antes de amanecer al matadero, y no era cosa de soplar sobre el pábilo.
-Yo, a decir verdad -contestó Tula- quisiera también «andar acompañada», porque tengo un miedo loco a las ánimas y no paso de noche ni a tirones por el cementerio desde que enterraron a la finada Melchora y al difunto Melitón, su compadre, porque como anduvieron en enriedos, todas las noches salen sus ánimas de las sepulturas y bailan un gato endiablado sin poder juntarse nunca...
-¿De veras?
-¡Como éstas son cruces!
Al hacer Tula tan solemne afirmación entró desolada en el comedor una moza como de diez y ocho o veinte años, rolliza de carnes y bonita de cara, que se quedó plantada y temblando entre las tres señoras.
-¿Qué te pasa, Emer? -preguntó Jesusa alarmada.
-¡Ay, mamita! ¡Que la gallina blanca acaba de cantar como gallo!
-¡Jesús, María, y José!
Era la desgracia que se cernía sobre aquella casa, y misia Jesusa, persignándose una y más veces, murmuró:
-¡De hoy no pasa sin que me confiese!
Así, pues, primero en la Municipalidad, por órgano de Gómez y de Bermúdez, horas más tarde en el Club del Progreso y en la botica de Silvestre Espíndola, simultáneamente en las redacciones de La Pampa y de El Justiciero, algo después en el Círculo Artístico y en la confitería de Cármine, a media noche en El Mirador, la timba del Rengo, y a la mañana siguiente de la confidencia en todo Pago Chico y sus alrededores, sin exceptuar la pulpería de La Polvareda, de Laucha y Carolina, se supo que el ánima en pena de Nemesio Ponce se le aparecía a su viuda todos los viernes a las doce de la noche y le hablaba con voz amenazadora y sepulcral de su hija Emerenciana, ordenándole que no la casara con Enriquito Gancedo, como lo había proyectado, sino con otro que le indicaría a su tiempo, y esto so pena de ejemplar castigo. Pocos dejaron de reírse de la historia, los menos por creerla imaginaria y artificiosa, los más por hacer gala de escepticismo. Pero estos últimos se preocuparon más y no las tuvieron ya todas consigo, desde que el gran lenguaraz y amigo de los indios, el viejo don Dermidio Soria, recordando las diabluras de Gualichu, decía que se han visto cosas más raras aún, y Silvestre lo apoyaba con palabras sibilinas como «no y sino juéguenle risa no más»... Cierto que el boticario solía también, decir en la intimidad que «mejor hubiera hecho el difunto, en vida, apareciéndose a su mujer alguna madrugada en tiempo de Bermúdez»... pero esto caía en oídos discretos y no trascendía al vulgo.
Las mujeres eran las más alborotadas, convencidas desde el primer momento de la veracidad de las apariciones, como que las madres y sus amigas y criadas de éstas les habían contado otras análogas o más terribles, que se sucedían desde tiempo inmemorial. Y, sin ir más lejos, ahí estaba la adivina Dorotea, que había visto duendes y fantasmas con sus propios ojos, que seguramente iba a las «salamancas» lo mismo que Cándida la curandera; y ahí estaba también la pobre misia Pancha Viacaba, a quien el Diablo le quemó el rancho, y cuanto tenía y le hizo disparar la hacienda, que nunca más volvió, dejando a toda la infeliz familia con una mano atrás y otra adelante...
Y esta convicción se hizo más profunda al saberse que Jesusa, arrebujada en su gran mantón, como para que no la conociesen, había entrado apresuradamente en la iglesia, donde Liberata, la chinita de misia Tula, enviada a «bichar» la vio llamar al cura Papagna y arrodillarse en el confesionario, muy agitada y afligida. Media hora después, y no más tranquila por cierto, la viuda abandonaba la iglesia y se encaminaba a la comisaría, seguida de lejos por Liberata, admirable «bombero» adiestrado por la tesorera.
Hallábase el comisario Barraba en una situación algo difícil. Desde que emponchó al viejo Segundo en su viejo cuero de vaca, el famoso «poncho de verano», se habían llamado a silencio, diciéndose que no estaba el horno para bollos, y andaba en todo con sus pasos contados. La oposición iba ganando terreno en la provincia y el jefe de policía le había escrito secamente a raíz del suceso: «Absténgase en lo sucesivo de esos atropellos, que desprestigian a nuestra importante repartición, sobre todo a la vista y paciencia del pueblo». El senador Magariños le escribió también. «En lo del cuatrero Segundo se le ha ido la mano, compadre, y los diarios chillan. Le recomiendo más ojo en lo que pasa de puertas afuera de la comisaría, para no darles en el gusto a los pasquineros». El diputado Cisneros había sido más lacónico y contundente, escribiéndole: «Mire que no está en la Cuarta de Fierro, y no sea tan bárbaro, amigazo». Con estas lecciones, Batraba había caído en la pasividad más completa y se pasaba el día tomando mate, para no dar qué decir.
En esta ocupación le encontró misia Jesusa, y el comisario apenas la vio, tomó un airecillo malicioso, se atusó los grandes bigotes y arqueando las cejas dijo como con desgano:
-¿En qué puedo servirla, doña?
-Señor comisario, soy...
-Sí, ya sé: misia Jesusa Ponce, la viuda... y la de la viuda.
-¡No es chacota, señor comisario! No lo tome de jarana, que es muy serio. ¡Si usted supiera! Todos los viernes a las doce de la noche, se me aparece el finado y... ¡Virgen Santísima de los Desamparados!...
-Ya sé, ya sé... No se aflija tanto, doña, y cuéntemelo todo de pe a pa, porque sólo así podré remediarlo, si no es cosa del otro mundo...
-No ha de ser, señor comisario, es decir, que yo lo deseo, y que así me lo asegura quien puede saberlo... pero no le tengo confianza...
-¿Ha visto al cura? ¿Qué le ha dicho?
-¡Ay, señor! ¡Es un desalmado! Me ha dicho que ya pasó el tiempo de los sorcismos y de los aparecidos, y eso que en el altar mayor tiene un cuadrito de las indulgencias plenarias y al lado una alcancía para las ánimas benditas. En su media lengua me decía: «¡San Jenaro, qué fantasma! El que e morto e morto e non vive más. Animas non che no sono a Pago Chico. Algún birbante chichón la ha tomado para embromarla, siñora». Disculpe que lo remede al gringo, señor comisario, pero es más fuerte que yo. Y cuando le confesé:
-Cuando le confesó ¿qué?...
Misia Jesusa que se había interrumpido de pronto, como haciendo rayar el flete, continuó, pero evidente. mente en otro rumbo:
-Es decir, cuando le hablé, de que se trataba del noviajo de Emer...
-¿Emer?
-¡Sí, pues, Emerenciana, m'hija! Entonces el cura se rió y dijo: «¡Eh! sempre las moshashas! ¡Busque el amoroso! Vada del comisario y dígale que busque el amoroso».
-Muy bien. Ahora cuénteme lo que le pasa con el aparecido.
Y misia Jesusa contó muy por lo menudo toda su tragedia. Un viernes, hacía más de un mes, la despertó a medianoche un ruido infernal, como de cadenas y de alguien que se quejara a grito herido. Lo curioso es que Emer no se despertó ni con el ruido de afuera ni con el que ella hizo tirándose de la cama y corriendo a la ventana que da a los fondos. Más bien no se asomara, porque ¡ay Dios mío! allí junto a la tapia vio que se movía una forma blanca, grande como un gigante, dando grandes pasos a un lado y otro, moviendo unos brazos muy largos y mirándola con unos ojazos de fuego que brillaban en una calavera espantosa. Estuvo a punto de caer redonda, y más cuando el fantasma gritó con una voz como un ladrido de perro ronco: «¡Jesusa! ¡Acordate y no casés a Emer con Enrique Gancedo! Estoy en el Purgatorio y sufro como un condenado, pero vos irás al infierno de cabeza». Volvieron a oírse los ayes y el rechinar de cadenas, el fantasma se acható de pronto y desapareció como si se lo tragase la tierra. El viernes siguiente fue la misma historia, con el adimento de que los postigos estuvieron abiertos, aunque ella los cerrase y atrancase todas las noches desde la primera aparición. Otra vez fue todavía más horroroso, porque el fantasma largó llamaradas por los ojos, boca y narices, mientras repetía lo de «Jesusa, acordate». A la cuerta aparición le anunció que le diría con quién había de casar a Empr...
-¿Y Emerenciana, a todo esto? -preguntó el comisario.
-Nunca ha visto las apariciones, porque siempre duerme como si le hubieran dado alguna bebida embrujada. ¡Ah, señor! La pobre debe tener histérico, porque tan pronto se ríe, tan pronto llora como una Magdalena y el día en peso anda de un lado a otro como bola sin manija... En fin, para acabar con mi cuento, que por desgracia no es cuento, el ánima de mi marido o lo que fuera, que dijo con quién tenía que casar a Emer, que está comprometida con Enriquito, el hijo de don Salustiano Gancedo, uno de los más ricos y más señores del pago.
-¿Y de quién se trata? ¿Quién es el «amoroso», como dice el cura Papagna? Por ahí deben andar los tantos...
-Pues un pelagatos, un atorrante, un «tauro» que se pasa las noches en la timba del Rengo...
-¿Qué me dice? ¿En la timba del Rengo? En el pago no hay ni habrá casas de juego, señora, ¡al menos mientras yo sea comisario de policía!
El Rengo pagaba puntualmente sus mensualidades a Barraba, y no había por qué ni para qué molestarlo. Jesusa vio que no podía remediar, disculpándose, sino más bien agravar su metida de pata, así es que anudó impertérrita el hilo, diciendo:
-¡Un haraganón, un trápala que no es capaz de ganarse el pan nuestro de cada día y que no tiene ni donde caerse muerto, Severo Rendón, señor comisario, Severo Rendón! ¡Miren qué yerno! ¡Y con «eso» quiere el finadito que se case nuestra hija! ¡Pobres de nosotras! ¡En un sastrás nos come vivas y nos deja desnudas en la calle!
-No se acalore, tanto señora, y explíqueme qué es eso de la timba de que me habla -exclamó el comisario interrumpiéndola con las cejas fruncidas y el bigote erizado.
-¿Yo he hablado de timba? No sé... ¡Ah, sí! Cosas que he oído... en tiempos del comisario Páez... Parece que Severo jugaba fuerte y trampeaba de lo lindo... en tiempo de Páez...
-¡Ah -suspiró Barraba, tranquilizándose- Con que Severo Rendón... La cosa es seria... Puede que tenga razón el cura. Pero, vamos a ver, qué dice la moza. ¿Lo quiere a Enriquito o no? ¿Se entiende con Rendón o no se entiende? Esto es lo principal.
-La verdad es que desde el último baile Municipal, Emer, como suele decirse, le ha ladeado el caballo a Enriquito. Esa noche, hará tres meses estuvo de temporada con Severo, haciendo rabiar al otro, porque, según me dijo, le había hecho un desaire... que me parece difícil. Y desde entones ya no está como antes de balconeo corrido con el novio, y apenas le habla cuando viene a casa de visita, que es jueves y domingo. Pero, en cambio, a Severo no lo veo nunca andar rodeando como hacen todos los que arrastran el ala.
Barraba pareció meditar largo rato, atusándose el bigote, su gesto familiar, y al cabo pronunció:
-Puede retirarse sin cuidado, misia Jesusa, que el tal fantasma no volverá a aparecérsele, o yo puedo poco. Ya estoy al cabo de la calle y sé con los bueyes que aro. Sin embargo esta tardecita pasaré por su casa para ver el teatro de los sucesos y darme cuenta de todo. Adiosito, misia Jesusa. Hasta esta tarde. ¡Ah! Trate de que Emer no sepa que voy, y de que no esté en la casa mientras la registro. Lo mismo su chinita.
A media siesta, con un calor de calera que hubiese pulverizado las estatuas de mármol a haberlas en Pago Chico, bajo el soplo lento y sofocante del norte, desarrollábase un coloquio amoroso en el callejón solitario a que daban las tapias traseras de la casa de misia Jesusa Ponce. Una linda cabeza de mujer asomaba por las bardas, y un mozo bien portado y no mal parecido empinábase sobre una piedra para alcanzarla y hablarle al oído, con el chambergo claro echado sobre las cejas. El joven murmuraba con misterio, la muchacha contestaba con creciente irritación, diciendo:
-¡No quiero! ¡Ya te he dicho que no quiero! No lo vuelvas a hacer, que no puedo aguantar más.
-Pero hijita -decía el otro con susurro insinuante y mimoso-. Si es el único remedio y va dando resultado. Si no le damos changüi, verás cómo la vieja afloja de repente y nos salimos con la nuestra.
-¿Y si, entretanto, le da un patatús? Ella sí que anda como ánima en pena, y ni come, ni duerme, ni hace nada derecho. ¡Pobre mamá!... Hoy mismo, según me han dicho -que ella no suelta prendase fue a ver al cura y al comisario y volvió con inedia lengua afuera, es un decir. De seguro que Barraba va a armar alguna tremenda. ¡Y esto lo digo por vos!
-No tengás miedo. El comisario es un sotreta, y conmigo se va a tener que hamacar.
-Sí, ¿pero si te pasa algo? ¡Es tan bagual, tan bruto! ¡Capaz de hacerte estaquiar!
-¡Bah, bah! Pura boca, estaquiador de infelices como Segundo, y ni eso siquiera, porque desde lo del poncho está como avestruz contra el cerco.
-En fin, Severo, te repito que no, que no lo hagás más, porque si mamita se enfermara, yo no tendría perdón de Dios. ¿Has oído?
Hablaba casi en voz alta, y su irritación pareció contagiarse a Severo, que exclamó en el mismo diapasón:
-¡Emer! ¡Decí más bien que seguís embobada con tu Enriquito Gancedo, que es un verdadero ganso, un pajuate, un cantimpla! ¡Y así no más ha de ser! Claro. Él es rico y yo no tengo un real... Pero el día menos pensado, si lo agarro a tiro...
-¡Severo! Ya te he dicho que si llegás a tocarle un pelo de la ropa se acabó todo entre nosotros. Con que... ¡elegí!...
-¡No te digo que te pirrás por él!
-Es un buen muchacho, y hasta. De eso a otra cosa hay mucho trecho, a pesar de los pesares... En fin, Severo, ya hasta de bromas, que se hacen muy pesadas, aunque sea con buen fin. Así, prometéme...
Oyeron ruido, la cabeza que comenzaba a sonreír desapareció tras de la tapia, y el galán comenzó a andar callejón abajo, como quien se pasea.
Jesusa, que acababa de hacer su siestita, llamaba a Emerenciana para mandarla con un recado a misia Cenobita.
-¡Con semejante calor, mamá!
-Bien podés salir a la calle cuando andás por el patio en cabeza y al rayo del sol.
Emer, alejada con este pretexto, y llevando por rodrigón a la chinita Gervasia, iba con el pensamiento puesto en la conversación que acababa de tener con Severo y que la preocupaba mucho, cuando la fortuna quiso que de manos a boca tropezara con su novio oficial, Enrique Gancedo.
-Parece que andás huida -murmuró el chico venciendo a duras penas su timidez-. Ya no te veo, ni puedo hablar con vos, ni te asomás a la puerta, ni te sentás a la ventana, y cuando voy a tu casa me tratás como a visita de cumplimiento... ¿Qué te pasa? ¿Te has olvidado de que a fin de año nos vamos a casar, y que tendrías que ser un poco más cariñosa?
-Yo lo estimo mucho, pero mucho, Enrique -dijo Emer con frialdad y sin rudeza-, pero ¡cómo ha de ser!, una no está siempre para conversaciones y zalamerías, y lo que hoy gusta mañana puede disgustar, sin que haya nada malo en eso, ni nada que echarse en cara los unos a los otros.
Enriquito, demudado, exclamó:
-Es decir que... es decir que... ¿ya no me quiere? ¡Hable claro, por Dios, Emer!
La moza sonrió y, cruel:
-¿Cuándo le he dicho yo que lo quería?
-¡Esa sí que está buena!... Mil y mil veces... Y todavía hace poco, en la reja, cuando... ¡Sólo desde ese maldito velorio de la Municipalidad se acabó el besuqueo, y ya no sé qué pensar!
-Piense lo que quiera, pero dejemé en paz, que por ahora no tengo ganas de amoríos y noviazgos.
-Otro la entretendrá, otro que me la querrá quitar... ¡Ah, ya sé! ¡El Rendón ese, el tal Severo! ¡Dígame la verdad, por Cristo bendito!
-¿Y aunque así fuera? -contestó Emer-. ¡Vaya! ¡Adiós, que misia Cenobia me está esperando hace media hora!
Enriquito, en la mitad de la acera, con la boca abierta y los ojos llorosos, se quedó largo rato como un poste.
Al día siguiente El Justiciero publicaba una noticia, obra maestra de estilo de su administrador y redactor, don Lucas Ortega, y que rezaba así:
«Misterio y pesquisa»
«Nuestro infatigable e inteligente comisario don Ciriaco Barraba, que tantas notables investigaciones policiales ha realizado en sus pesquisas limpiando al partido de vagos, mal entretenidos, cuatreros y facinerosos, acaba de emprender con el mayor secreto una nueva e importantísima campaña que por la pinta promete dar los más excelentes resultados. Con toda reserva, para no cometer indiscreciones que podrían entorpecer la marcha de la justicia, nos limitaremos hoy día a decir que se trata de poner en claro un misterio que tiene muy agitada y amenazada a una de las más distinguidas matronas de la localidad y a su distinguida familia y amigos, y por consiguiente a todo el vecindario entero que está al corriente, como pasa comúnmente, de lo que pasa en casos como el presente y otros análogos.
»La reserva que debemos al buen finiquito de la pesquisa y para no dar la voz de alerta a los malhechores y a los bromistas de mala ralea que se entretienen en alarmar y sembrar el pánico en las familias pacíficas y honradas, si es que no buscan otra cosa (y por otra parte son muy conocidos en la cancha) nos impide hablar claro, como podemos hacerlo, y como lo haremos, el sábado próximo, cuando los delincuentes estén ya en manos de la autoridad y en las garras de la policía.
»Y basta por hoy. En cuanto menos lo piensen «los aparecidos» se le va a parecer un difunto de los que no se empardan, y ya verán quién es... Barraba».
-Simón el bobito, que espantaba al gato gritando ratón -comentó Silvestre en su tertulia matutina. Este suelto ha de ser de don Lucas, por lo sonso, y porque ayer lo acompañó a Barraba en la pesquisa que hizo en casa de misia Jesusa.
En efecto, después de la siesta, cuando el comisario se preparaba a salir, llegó don Lucas a la comisaría en busca de noticias, como de costumbre, y Barraba lo llevó consigo aunque recomendándole la mayor reserva.
-¿Y qué ha hecho el comisario en esa casa? -preguntó el doctor don Francisco Pérez y Cucto, con aire burlón.
-¡Pues qué había de hacer! -contestó Silvestre, tan bien informado como si hubiese sido de la partida- Registró la casa, todos los cuartos, olfateó todos los rincones, anduvo una hora por el patio haciéndose explicar dónde aparecía el fantasma, y se fue diciéndole a misia Jesusa que el viernes, es decir, mañana, les tendería la cama a los mal intencionados o a los chichones, como quiera que sea.
-¿Y no vio nada en el patio? -preguntó Laucha, que desde días atrás, abandonando a Carolina y La Polvareda, se paseaba por el pueblo y era asiduo de la tertulia Silvestrina y de la timba del Mirador.
-¡Qué ha de ver! -exclamó el boticario-. Las chicas se le van y las grandes se le escapan. Además, que no ha de haber nada. Son visiones de misia Jesusa.
-Eso no más ha de ser -dijo Severo Rendón, allí presente, con gran disgusto de Pérez y Cueto, que no lo podía pasar «por chisgaravís, meterete y urdemalas, además de pisaverde y mujeriego», según decía-. Sin embargo, algo hay de cierto en eso de los fantasmas.
-¡Qué ha de haber! -protestó enérgicamente el doctor- Son camándulas, embustes, travesuras de estudiantes o añagazas de bandoleros.
-Con todo -observó Julián Viera, el director de La Pampa, buscándole la boca- no todas son «camanas»; no hay que negar que el espiritismo...
-¡Camándulas, camándulas y camándulas! -interrumpió sulfurado el doctor Pérez y Cueto-. Lo de las mesas parlantes y de los mediums está por ver, aunque el magnetismo animal sea cosa probada, pero fantasmas no ha habido nunca, por mucho que digan los historiadores mitológicos y los historiadores ultramontanos. Detrás de un fantasma hay siempre un pillastre, así como trás de la cruz está el diablo. En mi pueblo, allá en España, hubo, en mi niñez, una casa asombrada donde se oía ruido de cadenas, estrépitos inexplicables, voces cavernosas y se veía pasar por las ventanas durante la noche entera, lucecillas mortecinas y fosforescentes que infundían pavor, tanto que nadie se atrevía a pasar por la casa maldita, ni siquiera acercarse a cien varas de ella. Fue registrada muchas veces sin que se encontrara nada, y hasta que la guardia civil tomó cartas en el asunto y descubrió en una cueva, cuya entrada estaba muy bien disimulada, todo el material de falsificar moneda, y a poco de andar echó el guante a los monederos falsos, que hacían aquellos aparatos de espanto, para trabajar en paz y libres de indiscretos. Esto en cuanto a malhechores; en cuanto a otros motivos menos culpables, Pereda, el gran Pereda, cuenta con mucha gracia un hecho harto común, que sitúa en su imaginaria Ficóbriga, donde un galán hacía de fantasma para visitar todas las noches a mansalva a una viuda alegre de cascos y solazarse, con ella, sin temor de aguafiestas.
-¡Gaucho lindo! -exclamó Laucha.
-Por eso en muchos casos, y quizá en este mismo -dijo sentenciosamente el médico- hay que decir como los franceses: «Cercé la Fam» o como los españoles: «¿Quién es ella?»... Pero, como risible y chistoso, -confirmó, porque aquel día estaba en vena- ninguno como el hecho que ocurrió, también en mi pueblo: es el caso de que dos vecinos labradores salieron muy de madrugada a sus faenas rurales, y al pasar por el cementerio, que estaba -y está todavía, aunque clausurado- junto a la iglesia, uno de ellos preguntó: «Qué hora será, que me he olvidado de mirarlo al salir», y con verdadero pavor oyeron que desde lo profundo de una fosa les contestaba una ronca voz subterránea. «Muy tarde, porque he dormido mucho... y cuando salí eran ya las doce, bien dadas». Con los pelos de punta no detuvieron mis labriegos la desenfrenada carrera hasta una legua de allí. Durante largos meses sólo se habló de fantasmas y aparecidos, pero al cabo se supo que el del cuento era Blas, célebre borrachín, que, harto cargado de mosto, al salir de la taberna había, de un traspié, dado antes de la hora con sus huesos en la sepultura, recién abierta, que le sirvió para dormir tan lindamente la mona... ¡Y del mismo o parecido jaez son todos los duendes, trasgos y ánimas en pena!...
-No digo que la mayoría del tiempo no sea como cuenta el doctor, que es más láido que yo -repuso Laucha-. Pero, ¿qué me dicen del lobisón, que anda desde el tiempo de Ñaupa y que, se transforma en toda suerte de animales y alimañas; del hombre-perro, que nadie podía agarrar, y que todavía se aparece de vez en cuando; de las viudas que se presentan donde quiera, cuando menos se piensa, lo mismo ahora que cuando mi abuela vivía; del hombre-chancho, que anduvo cuando yo era muchacho por el barrio de los Corrales y de San Cristóbal, que le manearon bala y más bala, sin hacerle ni siquiera un rajuño?... Cierto que dijeron que el tal hombre-chancho era un ladrón que se había retobao de corcho, pero, ¿acaso al corcho no le dentra bala? ¿Y ande está el ladrón, ni quién lo ha visto nunca?... Para mí hay mucha matuña, pero algunas veces la cosa va de veras.
-Leyendas, supersticiones populares, creencias tradicionales -explicó, sintético, el doctor.
-Pues yo aseguro que Laucha tiene razón -dijo Severo con gravedad- porque, aunque mozo, he solido ver muchas veces la luz mala corriéndome por el campo mientras galopaba de noche y hasta la he visto bailando en los cuernos de las vacas y en las orejas de los mancarrones. En los cementerios no se diga, y en el bañao del Sauce se la puedo mostrar a quien quiera y cuando quiera, porque se aparece todas las noches y anda de aquí para allá, como verdadera ánima en pena que debe ser.
-Exhalaciones, fuegos fatuos -dejó caer desdeñosamente el doctor Pérez y Cucto.
-¡Pues véngase conmigo a ver qué efecto le hacen, mi doctor! -exclamó Severo en tono de zumba.
El doctor Pérez y Cueto, muy amostazado, pero lenta y solemnemente replicó:
-En el ejercicio de mi profesión, señor mío, salgo de noche y solo, completamente solo, cuantas veces soy requerido para casos de urgencia. Pero no es de mi carácter ni de mis años eso de ir a meterme en andanzas averiguando cosas ya harto averiguadas, fenómenos naturales que la ciencia ha explicado y puntualizado sin dejar lugar a dudas sino en el obtuso caletre y el seco meollo de los ignorantes.
-¡Tomá y volvé por otra! -dijo Silvestre riendo y haciendo señas a Severo para que se callase.
Viera distrajo hábilmente la atención, pidiendo al doctor:
-A ver si con todo eso me escribe un buen articulo para mañana. ¡Será tan interesante, mi querido doctor!
-Sí que lo escribiré -dijo Pérez y Cueto-. Y añadiré algo sobre el Sacamantecas que destripaba a las españolas como ese Jaque te Riper, de que tanto hablaron los periódicos, lo ha hecho recientemente
con las inglesas. El tal Sacamantecas tardó años en ser descubierto: era un loco lúbrico.
-¡Lúbrico como un día sin sol! -exclamó Laucha ostentando su saber.
Aunque no hubiera leído a Edgard Poe, ni siquiera a Gaboriau -Sherlock Holmes estaba aún en el limbo- y Sarmiento fuese un opio para él, Barraba conocía por las mentas las hazañas de Calibar y otros rastreadores, tanto criollos como europeos. Eduardo Gutiérrez hubiera hecho con él un polizonte menos que mediano. Sin embargo, el asunto del fantasma le parecía claro como la luz y, valiéndose de otros términos, pensaba: «plantearlo es resolverlo». El autor de la farsa era Severo. Emerenciana lo ayudaba, algún otro cómplice debía andar entre bastidores, toda la comedia se desenlazaría en casorio, y no era cuestión de tomarla por la tremenda para quedar en ridículo. Pero había que acabar con la farsa para que la pobre misia Jesusa no «espichase» de un soponcio, y para que no se rieran de la importante repartición», como decía su jefe. La dificultad estriba en no hacer y no dejar hacer al propio tiempo: si hacía, volverían a acusarlo de «barrabasadas»; si no hacía, la oposición lo tomaría para el titeo, como inútil.
-Lo que hay que hacer es sacárselo a la jeringa -concluyó Barraba, proponiéndose bordejear cuanto fuera posible.
-Pero en la mañana del viernes -día fatídico de las apariciones- el comisario tuvo un pésimo rato leyendo en La Pamapa el luminoso artículo del doctor Pérez y Cueto, que comenzaba:
«Apenas El Justiciero vislumbra un cuento de Dueñas Quitañonas, o una conseja que no engulliría Tragaldabas, o algún disparate digno de Juan de la Encina o de Manolito Gásquez, cuando montado en su Pegaso de cartón, que es apenas un Clavileño y clavándole el acicate en los ijares, comienza entre bote y bote a ensartar sandeces que sólo caben en meollos como los que escriben ese papel de estraza.
«Ahora le ha dado con los fantasmas -que él pone en femenino, naturalmente- y con los aparecidos que, aun cuando mero fruto de la imaginación más terca, no acierta a describir ni explicar, a fuerza de ignorancia, disimulando torpemente ésta bajo el fútil pretexto de la reserva que la Policía le exige. ¡Cómo si el invicto, ilustre y nunca bien ponderado Barraba, azote de opositores, vejador de desvalidos y besador de peanas, tuviese algún secreto que guardar, sino sus yerros, y mucho menos con sus cofrades y defensores del papelucho en cuestión, ni albergase en su mente ida o proyecto alguno susceptible de merecer discreción o siquiera curiosidad!...
»En cuanto al caso que lo deja boquiabierto de admiración ante nuestro primer polizonte, más parece artificio de maleantes que fenómeno extraño al orden natural, y por eso mismo, porque debe de tratarse de hechos naturales, nos atrevemos a pronosticar que Barraba, sabueso sin olfato, no dará nunca, pero nunca jamás, con el 'busilis'».
Seguían las anécdotas contadas en la farmacia, con otras más que no hacen al caso.
-¡Y esto se llama libertad de imprenta! -exclamó Barraba, haciendo trizas el papel- ¡Libertad, Libertad!... Yo le había de dar libertad a ese doctorcito gallego secándolo en el cepo colombiano... ¡Pero qué le hemos de hacer! ¡Hay que aguantar nomás!
Puertas y ventanas, a pesar de la noche tórrida, estaban desde hacía rato herméticamente cerradas -que tanto pueden los aparecidos- cuando en la más profunda oscuridad entraron Barraba y compañía a casa de misia Jesusa. Sin perder un minuto, el comisario tomó sus disposiciones, apostando en el patio, disimulados por plantas y trebejos, al cabo Fernández y a otro agente, a quienes dio en voz baja la consigna:
-A la primer alarma gritan «¡alto, quien vive!» y saltan sobre el bulto o lo que sea. Si se quieren disparar, tiren al aire para asustarlos. No los lastimen si no hacen armas contra ustedes, pero agárrenmelos. Es preciso que me los agarren. Yo haré de reserva y refuerzo con el señor Ortega... Y ahora no se muevan, no charlen y no piten.
En el comedor, entre dos floreros con penachos de paja brava, había visto sobre el aparador un porrón de ginebra y se lo llevó al dormitorio, junto con dos copas. Misia Jesusa, Emer y la china debían quedarse en el comedor, y estarse quietas, sin chistar, aún cuando el mundo se viniese abajo. Emer, más asustada que la misma misia Jesusa, hizo varias veces ademán de hablar al comisario, que, entre galante y socarrón, le dijo sonriendo:
-Vaya, moza, no haga tanto aspaviento, que de esta hecha se acabaron los fantasmas.
-¡Que no vengan, por Dios! -acertó a clamar Emerenciana.
-¡Eh! ¡Eh! Cuidado con espantarme las comadrejas, niña, que aquí las quiero agarrar mansitas.
A oscuras, misia Jesusa rezaba musitando, Emer suspiraba y se revolvía, don Lucas y Barraba echaban sendos y repetidos tragos, iba pasando tranquilamente el tiempo, cuando pronto, aunque no hubiese reloj público en el pueblo, como en las novelas de capa y espada, grave y vibrante campana, rompió el silencio de la noche. El inexplicable y pavoroso tañido parecía venir de la calle, y al oírlo don Lucas y Barraba, aunque valientes, saltaron en sus asientos, como las mujeres en los suyos y Fernández y el agente en sus escondites. El comisario, inmóvil, como hipnotizado, contó: Una... Dos... Tres...
A la duodécima campanada se oyó una voz ronca que decía: «Jesusa, casá a Emer con Severo» (el fantasma se hacía lacónico), a la que contestó inmediatamente un: «¡Alto, quién vive!», mientras Barraba y don Lucas veían pasar en la oscuridad del patio, echando llamaradas por los huecos de horrible calavera, una espantable y gigantesca figura que agitaba dos desmesurados brazos en el aire. Sonó un tiro, luego otro. Saltó Barraba la ventana, haciendo fuego, siguiolo con más prudencia don Lucas, disparando también, volvieron a descargar sus armas los agentes y durante un interminable minuto aquello fue campo de batalla, hasta que el fantasma, llegado a una de las tapias laterales, se aplastó de pronto contra el suelo, como herido de muerte, para enseguida ¡oh prodigio!, convertido en una especie de lagarto, dar un salto colosal y deslizarse al otro lado de las bardas. Entretanto blasfemaban los hombres, chillaban las mujeres, ladraban y gruñían los perros, cloqueaban las gallinas sobresaltadas, cacareaban los gallos, golpeaban las puertas los vecinos, menos prudentes que curiosos, y aquel tumulto tras tanto silencio, era dominado por el tañido cada vez más lejano de la fatal campana...
-¡Dispara por el callejón! ¡Agárrelon! -gritaba el comisario.
Pero ya era tarde, en cuanto a la persecución y en cuanto a la hora, a pesar de que la escena sólo hubiese durado tres minutos... Sin embargo, la tranquilidad no renació hasta la madrugada.
Como los periódicos habían trasnochado en previsión de los sucesos, tanto El Justiciero como La Pampa aparecieron al día siguiente con la noticia de actualidad. Pero el modo de encararla era muy distinto. El Justiciero la titulaba: «Importante batida. -El comisario Barraba pone en fuga a los pretendidos aparecidos». Por su parte, La Pampa le ponía estos títulos: «Descomunal batalla del comisario contra los molinos del viento. -Una hora de tiroteo y diez años de titeo. -Pólvora en chimangos. -Parte sin novedad».
Los lectores pueden ahorrarse el texto porque los títulos bastan.
Enriquito había sido de los primeros en acudir en auxilio de su desdeñosa prometida y de su presunta suegra, pero sólo se atrevió a entrar en la casa a la mañana siguiente, para ofrecer sus servicios. Ya estaban allí Cenobita y Tula con todas las Lunas -Clara, Blanca y Pura- la Tortorano y otras vecinas de fuste, lo que aumentó su timidez normal, aunque Emer lo recibiera casi con agasajo. Y tan atortolado estaba que, sin quererlo, dijo una gracia, escapando:
-¡Estoy aquí como Perico entre ellas!
Las señoras comentaban todas a un tiempo las aventuras de la víspera, y daban simultáneamente sus pareceres, que nadie les pedía ni escuchaba, hasta que Cenobita Bermúdez, con voz tonante, dijo:
-¡Si esto pasa es porque las mujeres no saben hacer como los hombres, agarrar un revólver o una escopeta y secar a tiros al que les ha faltado, aunque sea tanto así!... Pero ¡lo que soy yo!...
Y había en su voz y en su gesto una tremenda amenaza.
Todas callaron sobrecogidas y misia Jesusa más que todos. ¡Válgame Dios y la Virgen Santa! Y como la conversación se enfrió, las damas se marcharon una tras otra, tanto más cuanto que ya iba siendo la hora de almorzar. Al salir Tula, que fue la última, aconsejó a su afligida amiga:
-¿Por qué no la ves a Cándida, la adivina? ¡Quién sabe!...
-Para qué, si ya no habrá nada -contestó Jesusa.
Después de almorzar trató de dormir la siesta, que harta falta le hacía después de la noche de perros, y Emer aprovechó la circunstancia para asomarse al callejón. El galán no tardó mucho.
-¡Severo! ¡Si esto no concluye no te vuelvo a mirar la cara, le digo todo a mamita, y se acabó!...
-¡No seas sonsa! ¡Callate unos días y ya verás!
-¡Te repito que no!
-¡Pero, prenda, si tengo un santo remedio!
-¿Y que mamita se me muera, no? ¡Ya le da el mal!...
-¡Lo que a vos te está dando!... ¡Sí, sí, ya vi al pajuate de Gancedo que venía esta mañana todo derretido, y vos como un almíbar!... ¡Sos capaz de volverle a cabrestiar, monona!
-¡Si seguís en esa tandita, me voy!...
-Y cómo no he de seguir, si está visto que...
La cabeza de Emer había desaparecido ya tras de la tapia, aunque esta vez no la alarmase ruido alguno.
Pero aquella noche, cuando misia Jesusa y Emer reposaban tranquilamente, en el mismo aposento resonó, tremenda, una voz que decía:
-¡Jesusa! ¡Jesusa! Si no casás a Emer con Severo le digo a Cenobita, para que te saque los ojos, lo que pasó con Bermúdez, y que yo no te perdono todavía. ¡Por esto estoy ardiendo en el Purgatorio!
-¡Miente el bandido! -gritó Jesusa saltando de la cama-. ¡Miente el bandido, porque Nemesio no supo nunca nada!
Emerenciana, que aquella noche no dormía -ni las otras tampoco- la tomó en sus brazos, consolándola y haciéndola acostar de nuevo:
-Sosieguesé, mamita, no haga caso, que esas son pavadas y no volverán a suceder... El comisario lo arreglará. Yo le diré lo que hay que hacer...
-¿Y cómo lo sabés vos? - preguntó Jesusa entre recelosa y tranquilizada.
-Porque me lo ha dicho... porque me lo ha dicho una persona que sabe mucho de brujerías.
-¿La parda Cándida, la que anda siempre descalza y con un pañuelo colorado en la cabeza?
-¡Esa misma, mamita!...
-Pues no pasa de mañana de que la vaya a ver, porque Tula ya me había hablado de ella.
Emer tardó mucho en dormirse, porque se preguntaba y no sabía responderse: «¿Qué es eso de Bermúdez?», aunque lo coligiera, y: «¿Por dónde ha podido hablar, que parecía adentro del cuarto?» aunque supiera perfectamente quién lo había hecho...
La parda Cándida recibió a misia Jesusa con todos los honores debidos, pero como si no la conociera.
-¿En qué puedo servirla, mi señora?
-Yo quisiera... yo quisiera saber doña Cándida, si los pobrecitos difuntos saben lo que ha pasado mientras vivían...
-Sí, saben.
-¿Lo que han visto?
-Y lo que no han visto también.
-¡No me diga!
-Sí, saben lo que ha pasado, lo que está pasando y lo que pasará.
-¡Jesús me valga!
-Usté está afligida, señora, parece que tiene «daño» y dejuro que le gustaría que le dijesen la verdá...
-¡Daría lo que no tengo!...
-No tanto, mi señora... Conque alcance pa unas cuantas cebaduras...
Diole unos cobres misia Jesusa, la parda hizo con mucho aparato un gran sahumerio, y acabó por decir con aire de pitonisa:
-A usté la persiguen... pero son malevos... cuidado con las lauchas... y con los jugadores compadritos... muertos no hablan... pero la vieja es mala... Todo le saldrá bien, si una moza quiere.
-No entiendo -dijo misia Jesusa.
-Ni yo tampoco -contestó la parda-. Pero es porque yo no debo entender -agregó socarronamente.
Las voces se repitieron, aunque Barraba hiciese custodiar la casa, y lo que más sobresaltaba a Jesusa era que persistían en amenazarla con decírselo todo a Cenobita. ¿Sería esta la vieja terrible a que se refería la parda Cándida? Claro que sí...
Para tranquilizarla y para ver a Emer, Enriquito se les presentaba todas las mañanas, mejor recibido cada vez, pero aquello no era vida para misia Jesusa, ni la paz volvía a reinar en el pueblo.
-Vaya a verlo otra vez al comisario, mamita -le dijo un día Emer-. Yo la he de acompañar.
Fueron con la retahíla de siempre, y como siempre Barraba les respondió que nada podía hacer si no tomaban «in fragante» al culpable; pero al salir, Emer le dejó en la mano un papelito sin firma que decía:
«Señor comisario: hágalo seguir a Severo Rendón, porque el indino es ánima en pena y yo no quiero que mamita se me muera por culpa suya. Además, que yo ya no lo puedo aguantar y no quiero saber nada más con él, y si usted lo pone preso para que escarmiente, mejor sobre todo porque amenaza con pegarle un tiro a Enriquito Gancedo, que es un mozo bien. No diga a nadie que yo le he dicho y busque la soga de la ropa y un cano viejo de chimenea que hay en el cuarto que por hay son las apariciones. Laucha anda metido en el enriedo y el boticario les ha prestado las cosas, que la campana era una olla de cobre».
-¿Qué anda matreriando por aquí tan tarde, amigo Laucha?
-Ya lo ve, señor comisario: tomando el fresco y estirando las piernas.
-¡Buena... pierna es Barrionuevo! ¿Y Rendón? Seguro que está en la huella...
-No sé.
-Sí sabe, déjese de pavadas y llámelo, que tengo que hablar en serio con ustedes.
Laucha se hizo de rogar, pero comprendió que más valía no endurecer, y a poco estuvieron los tres reunidos.
-Vamos a echar un taco en casa que esto no es asunto de policía -dijo maquiavélicamente Barraba, diestro en política por la primera vez.
Y mientras en fino amor y compañía empinaban el codo, les demostró que estaba al cabo de todos sus manejos, pero que gastaban al cuete el tiempo y la saliva, porque la moza se les había ido al campo contrario. «Mujer y veleta todo es uno, como dicen en el Rigoleto». Además, la cosa iba pasando de castaño oscuro y ya no podía seguir hacienda la vista gorda, porque había recibido instrucciones de La Plata...
Severo protestó inocencia, hizo endechas de amor, formuló amenazas, gimió celos, pero con el ginebrón fue pasando de la arrogancia a la ternura, del furor al dolor, a la alegría y la chacota, pues también cambia el hombre con el viento. Confesó que tanto le daba Emerenciana como otra cualquiera, con tal de que fuese moza de posición, y acabó abrazando al comisario y diciéndole entre sollozos:
-¡Nunca hubiera creído que fuera tan hombre y tan buenazo! ¡Dame esos cinco, Barraba, y amigos hasta la muerte!
-¡No te vas a meter con el pavo de Enriquito!
¡Dejalo nomás, que puede ser que más tarde, si se casan... ya me entendés, Severo! Es lo mejor, porque siempre se dirá que sos el mozo más diablo del Pago... sin ofender a nuestro amigazo Laucha, aquí presente...
Muy enternecido también cuando le dejaron meter baza, Laucha aprovechó para contar por lo menudo, toda la tramoya del aparecido: hacían correr una sábana con unas cañas a modo de brazos, por la soga doble de la ropa, montada sobre unas roldanitas, y luego la retiraban rápidamente por encima de la tapia con un piolín; hablando por un gran embudo de vidrio prestado por Silvestre, lo mismo que el caldero-campana, y la calavera -como la saben hasta los niños de teta- era una cáscara de sandía con agujeros y una vela adentro: sólo que la habían perfeccionado soplando por un canuto licopodio para hacer las llamaradas.
Con esto llamaba llegaba a sus fines -y nosotros al nuestro- y valiéndose de tan estrecha y noble fraternidad explicó a Laucha y a Severo que era preciso echar tierra sobre el asunto, como él estaba dispuesto a hacerlo. Pero ¿cómo echarle tierra si la oposición seguía alborotando el cotorro, sobre todo si La Pampa no interrumpía su campaña? En la conveniencia de unos y otros no estaba quedarse calladitos como en misa, porque, sino, saldrían a bailar con ellos el mismo Silvestre y quién sabe cuántos más...
La sesión se prolongó hasta hora muy avanzada de la noche, pero, el orden del día fue votado por unanimidad.
Días -después El Justiciero hacía saber a sus lectores que el activo e inteligente comisario Barraba había ahuyentado para siempre a los malevos «ajenos a la localidad» que se entretenían haciendo de fantasmas y sembrando el terror en las familias. «Por esta brillante campaña -agregaba- le desearíamos el ascenso que merecía, pero por egoísmo no se lo deseamos, porque nos privaría de los servicios de tan sobresaliente funcionario policial».
En el mismo número del mismo diario se leía una noticia con el título francés de «On dit», confesión de chismografía, en aquel entonces tan en boga:
«La alta sociedad de Pago Chico tiene en vista una fiesta que hará época, si es cierto, como se dice en las tertulias aristocráticas que la bellísima y distinguida señorita Emerenciana Ponce contraerá enlace el mes próximo con nuestro joven y aventajado amigo don Enrique Gancedo, hijo del señor don Salustiano Gancedo, uno de los principales hacendados del partido, vecino acaudalado e influyente con cuya amistad nos honramos. La boda se celebrará con gran pompa en nuestra iglesia parroquial, y como en seguida habrá un suntuoso baile, terminaremos diciendo: ¡A prepararse jóvenes!».
Muy largo era el último luminoso artículo que sobre la cuestión fantasma, escribió el doctor don Francisco Pérez y Cueto y publicó La Pampa. Tomemos esta muestrita:
«En suma, como lo pronosticamos a nuestros queridos lectores desde el punto y sazón en que comenzó a hablarse de la pretendida «ánima en pena», trátase de un bromazo harto pesado y grosero de gente extraña al que se dio con ligereza demasiada importancia inicial, principalmente de parte de la autoridad, que suele verlo todo con vidrio de aumento, para acabar por lo general como la famosa montaña de la fábula, sólo que esta vez no ha salido siquiera el ratoncillo de marras, con lo que la dicha autoridad tiene que apagar su linterna, por lo cual la felicitamos; (caso raro como las alubias de a libra), puesto que al fin ha demostrado cierta discreción y delicadeza, de la que no la creyéramos capaz hasta hoy».
-¡Uf! -exclamó Silvestre que había perdido tres veces el resuello.
FIN
Cierta reina dió á luz á un hijo tan feo y contrahecho, que largo tiempo se puso en duda si estaba ó no dotado de forma humana. Una hada que presenció el nacimiento del príncipe, vaticinó que no dejaria de ser digno de estimacion, porque estaria adornado de excelente ingenio, y que en virtud de un don que ella acababa de concederle, tendria el poder de comunicar todo su ingenio á la persona á quien más amase.
Estas promesas derramaron algun consuelo en el ánimo de la pobre reina, sumamente angustiada por haber sacado á luz un tan extravagante monigote. Lo cierto es que apénas el niño empezó á balbucir, ya decia mil agudezas, y en todas sus acciones revelaba cierta travesura y perspicacia que se llevaban tras sí las voluntades. Olvidábaseme advertir que habia nacido con un pequeño mechon de cabellos encima la frente, y por esa razon le llamaban Roquete del Copete; puesto que Roquete era su verdadero apellido.
A los siete ú ocho años la reina de un estado comarcano parió dos hijas. La que primero nació era hermosa como el dia; y esta circunstancia regocijó tanto á la reina, que llegó á temerse que el mismo exceso de la alegría perjudicase su salud. Hallábase presente la misma hada que asistió al nacimiento de Roquete del Copete; y para moderar la alegría de la reina, anuncióle que la princesita no tendria pizca de talento y que sería tan estúpida como hermosa. No le cayó en gracia á la reina semejante prediccion, mas lo peor del hueso quedaba por roer; porque la segunda hija que salió de sus entrañas fué soberanamente fea.
—No hay que afligirse, señora, dijo la Hada: vuestra hija gozará en cambio de tan privilegiado ingenio, que apénas se echará ménos la hermosura que le niega el cielo. Vaya lo uno por lo otro.
—¡Quiéralo Dios! exclamó la reina; pero ¿no podria encontrarse algun medio de dar una pizquita de talento á la mayor, que es tan linda?
—En cuanto á talento, señora, yo nada puedo, contestó la Hada; mas tocante á hermosura ya ese es otro cantar, y como no he de perder ripio en hacer cuanto sea de vuestro agrado, prometo concederle el don de poder comunicar la hermosura á la persona que más le plazca.
A proporcion que las dos princesas iban creciendo en edad, crecieron tambien sus perfecciones, y todo el mundo se hacia lenguas de la hermosura de la mayor del talento de la pequeña. Cierto es tambien que al compas de la edad iban en aumento sus defectos. La menor á ojos vistas se ponia cada vez más horrible, y la mayor de cada dia iba siendo mucho más estúpida: ó no contestaba á las preguntas que le dirigian, ó soltaba una barbaridad. Era tan torpe que no podia colocar sobre el marco de la chimenea cuatro piezas de loza sin romper una, ni sabía beber un vaso de agua sin que no se le derramase la mitad sobre el vestido. Por muy recomendable que sea la hermosura, en todas partes se llevaba la preferencia la hermana menor. Al