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Selección de audiolibros de Charles Dickens | Biografía y relatos para leer
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Charles Dickens (nacido el 7 de febrero de 1812 en Portsmouth, Hampshire, Inglaterra; muerto el 9 de junio de 1870 en Gad's Hill, cerca de Chatham, Kent).
Es el novelista británico más destacado del período victoriano.
El momento decisivo de la vida de Dickens ocurrió cuando tenía 12 años.
Con su padre en prisión por deudores, lo sacaron de la escuela y lo obligaron a trabajar en una fábrica.
Esto afectó profundamente al sensible muchacho.
Aunque regresó a la escuela a los 13 años, su educación formal terminó a los 15.
De joven, trabajó como reportero.
Su carrera de ficción comenzó con piezas cortas reimpresas como Sketches de “Boz” (1836).
Mostró una gran habilidad para hacer girar una historia de una manera entretenida y esta cualidad, combinada con la serialización de su novela cómica The Pickwick Papers.(1837), lo convirtió en el autor inglés más popular de su tiempo.
Siguió la serialización de obras como Oliver Twist (1838) y The Old Curiosity Shop (1841).
Después de un viaje a América, escribió A Christmas Carol (1843) en pocas semanas.
Con Dombey and Son (1848), sus novelas comenzaron a expresar una mayor inquietud por los males de la sociedad industrial victoriana, que se intensificó en la semiautobiográfica David Copperfield (1850), así como en Bleak House (1853), Little Dorrit (1857), Grandes esperanzas (1861) y otros.
Un cuento sobre dos ciudades (1859) apareció en el período en que alcanzó gran popularidad por sus lecturas públicas.
Las obras de Dickens se caracterizan por un conocimiento enciclopédico de Londres, patetismo, una vena de lo macabro, un espíritu omnipresente de benevolencia y genialidad, poderes inagotables de creación de personajes, un oído agudo para el discurso característico y un estilo de prosa muy individual e inventivo.
I
Empezó el puchero. No necesito que me contéis lo que la señora Peerybingle dijera; yo me entiendo. Dejad que la señora Peerybingle se pase hasta la consumación de los siglos asegurando la imposibilidad de decidir cuál empezó: yo digo que fue el puchero. Tengo motivos para saberlo. El puchero empezó cinco minutos antes que el grillo, según el relojito holandés de cuadrante barnizado situado en el rincón.
¡Como si el reloj no hubiese cesado de tocar! ¡Como si el segadorcido de movimientos convulsivos y bruscos que lo remata, paseando la hoz de derecha a izquierda y luego de izquierda a derecha ante la fachada de su palacio morisco, no hubiese segado medio acre de césped imaginario antes que el grillo hubiese hecho notar su presencia!
A decir verdad, no fui nunca terco, como todo el mundo sabe. Por nada del mundo opondría mi opinión personal a la opinión de la señora Peerybingle, si no estuviese perfectamente seguro de lo ocurrido. «Nada me induciría a semejante cosa. Pero se trata de una cuestión de hecho, y el hecho es que el puchero empezó por lo menos cinco minutos antes que el grillo hubiese dado señal de vida. Si insistís, apostaré que transcurrieron diez minutos.
Dejarme contar el caso tal como ocurrió. Es lo que hubiera hecho desde la primera frase a no considerar que si cuento una historia debo empezar por el principio, y ¿cómo queréis que empiece por el principio si no empiezo por la vasija?
Parecía que la vasija y el grillo luchaban. Una lucha musical, exclusivamente musical. Vais a saber su origen y sus consecuencias.
La señora Peerybingle había salido al obscurecer de una tarde húmeda y fría, haciendo sonar sus zuecos sobre el empedrado lleno de lodo; por cierto que sus pisadas reproducían groseramente alrededor del patio una porción de figuras circulares de la primera proposición de Euclides. La señora Peerybingle había ido a la fuente a llenar el puchero. De vuelta ya, y quitados los chanclos, que no era poco -por ser los chanclos muy altos y la señora Peerybingle muy pequeña-, puso el puchero al fuego. Entonces perdió su sangre fría, o por lo menos olvidó la paciencia que la caracterizaba; porque estando el agua fría como el hielo y hallándose en forma de granizo líquido y escurridizo que se infiltra hasta lo más interno de toda substancia, incluso los círculos de hierro que sostienen los chanclos, no había respetado los dedos del pie de la señora Peerybingle, llegando a salpicar sus piernas. Y como precisamente, cuando estamos algo orgullosos de nuestras piernas, y con razón, procuramos con empeño usar medias aseadas, claro está que en principio hallaríamos algo durilla semejante prueba.
Además, el puchero mostraba una obstinación creciente. No quería dejarse acomodar sobre la barra superior de la rejilla; no quería prestarse tranquilamente a las desigualdades del carbón; se inclinaba hacia adelante con modales de borracho, y vertía entretanto el agua sobre el hogar, con insufrible sandez. Hay más: la tapadera, resistiendo a los dedos de la señora Peerybingle, empezó por girar de arriba abajo, y luego con ingeniosa testarudez, digna de mejor causa, se hundió de lado hasta el fondo del puchero. El cascarón del Royal-George no hizo para salir del agua la mitad de la resistencia monstruosa que la tapadera opuso a los esfuerzos de la señora Peerybingle, antes que ésta pudiese sacarla y colocarla de nuevo en su sitio.
Y aun entonces el desgraciado puchero se mostró huraño y gruñón, poniendo el asa en aire de desafío, y levantando el pico con burlona impertinencia hacia la señora Peerybingle, como si dijese: «No quiero hervir. Nadie me forzará a hervir».
Pero la señora Peerybingle, cuyo buen humor había vuelto, se frotó las manos regordetas para sacudir el polvo, y se sentó riendo ante el pucherillo. No obstante, la alegre llama se elevaba y caía sucesivamente, derramando espléndida claridad sobre el segadorcito colocado en lo alto del reloj holandés, de modo que parecía que estuviese pegado allí, inmóvil como un tronco ante el palacio morisco, y que sólo la llama estuviese en movimiento.
Y a pesar de todo, el hombrecito se movía; sufría sus espasmos acostumbrados, por segundo, siempre con la misma regularidad. Pero hay que notar con preferencia que era verdaderamente terrible observar los padecimientos de que era víctima apenas iba a sonar el reloj. Cuando el cuclillo sacaba la cabeza fuera de la abertura del castillo y cantaba su nota seis veces, cada uno de aquellos gritos le trastornaba como si fuese la voz de un fantasma o como si le tirasen de un alambre atado a sus piernas.
Sólo después de una violenta sacudida y cuando el alboroto de las cuerdas y las pesas colocadas debajo de él habían cesado enteramente, el pobre segador, lleno de espanto, iba calmándose poco a poco. Y no temblaba sin razón, porque los estrepitosos esqueletos de relojes, con sus algazaras inquietantes, llegan a desconcertar a una persona mayor, y me extraña mucho que hayan existido hombres, pero sobre todo holandeses, que se hayan complacido en inventarlos. En efecto; según la creencia popular, a los holandeses les gustan las vastas envolturas y los amplios vestidos para cubrirse de arriba abajo, de modo que hubieran obrado muy bien, por analogía, no dejando sus relojes desnudos y sin protección en las regiones inferiores de su individualidad.
Ahora bien; en aquel momento, notadlo bien, fue cuando el puchero empezó el concierto de la velada. En aquel momento el puchero, volviéndose tierno y musical, empezó a dejar oír en su garganta murmullos irresistibles y a permitirse breves ronquidos, que detenía en la primera nota, como si no estuviese seguro de que enlazasen bien con los murmullos. En aquel momento, después de haber realizado dos o tres vanas tentativas para ahogar sus sentimientos expansivos, sacudió todo mal humor, toda reserva, y dejó escapar de pronto un torrente de notas tan alegres, tan gozosas, que ni el ruiseñor estúpido tuvo de ellas la menor idea. ¡Y tan sencillas! Habríais podido comprender aquel canto como un libro, mejor quizá que ciertos libros que vosotros y yo podríamos citar. Con su cálido aliento, exhalado en una ligera nube que subía graciosa y coquetona a una altura de algunos pies y luego quedaba suspendida junto al ángulo de la chimenea, como en su cielo familiar, el puchero prosiguió su canción con tanto arranque y energía, que su cuerpo zumbaba y se zarandeaba de placer sobre el fuego, y la misma tapadera, la tapadera poco ha rebelde -tan potente es la influencia del buen ejemplo-, ejecutó una especie de jiga(1) haciendo un ruido semejante al de un címbalo adolescente, sordo y mudo, que nunca conociera el son de su mellizo.
Indudablemente, el canto del puchero era un canto de invitación y de bienvenida dirigido a alguien de fuera, a alguien que se dirigía en aquel momento hacia el grato rincón doméstico, hacia el fuego que chisporroteaba. La señora Peerybingle lo sabía perfectamente, mientras su imaginación se entregaba a dulces ensueños delante del hogar.
-La noche es negra -cantaba el puchero-; las hojas muertas cubren el camino; arriba reinan la bruma y las tinieblas; abajo no hay más que miserable lodo; no se halla en la atmósfera, triste y sombría, un solo punto en que pueda descansar la mirada, y apenas se ve un fulgor rojo-obscuro y siniestro en la dirección en que imperan el Sol y el viento. No es más que un fuego rojo que marca las nubes para castigarlas por el mal tiempo que causan. El vasto llano, en toda su extensión, es tan sólo una larga faja negruzca de lúgubre aspecto. El poste indicador está cubierto de escarcha. La lluvia congelada hace resbaladizo el camino; más abajo el agua no se ha convertido del todo en hielo, pero ya no es libre; nada conserva su forma natural; pero ¡él viene, él viene, él viene!
Aquí, precisamente en este punto, fue cuando el grillo entró en escena con un crrri, crrri, crrri, de magnífica potencia a coro con el puchero; pero con una voz tan asombradamente desproporcionada a su estatura -¡su estatura!, era casi invisible-, sobre todo comparándole con el puchero, que si por desgracia hubiese reventado como un cañón excesivamente cargado, cayendo, víctima de su celo, su cuerpecito roto en mil fragmentos, no hubiera parecido sino la consecuencia natural y perseguida con su trabajo afanoso.
El puchero había terminado el solo. Perseveró con ardor constante; pero el grillo se erigió en concertino y se mantuvo en su supremacía. ¡Dios mío, qué modo de gritar! Su voz trémula, aguda y penetrante a la vez, resonaba en la casa y parecía fulgurar como una estrella en medio de la obscuridad que reinaba en el exterior. Notábase en sus notas más elevadas un indescriptible temblorcillo que permitía creer que, arrebatado por la intensidad de su entusiasmo, no permanecía en equilibrio sobre sus piernas y se veía obligado a saltar y brincar. No obstante, marchaban muy bien unidos el grillo y el puchero. El estribillo de la canción era siempre el mismo, y, gracias a su mutua emulación, lo repetían con voz cada vez más fuerte.
La linda oyente -hay que saber que la señora Peerybingle era joven y bonita, aunque tenía una figura de las que suelen llamarse regordetillas, lo que no es tacha apreciable, según mi gusto particular-; la linda oyente, pues, encendió una bujía, dirigió una mirada al segador que remataba el reloj y que estaba haciendo una cosecha más que mediana de minutos, y miró por la ventana; pero la obscuridad no le permitió ver más que su cara reflejada en el vidrio. Verdad es -según mi opinión, y según la vuestra también, lo juraría- que en vano habría buscado la señora Peerybingle por algunas leguas a la redonda algo tan agradable como lo que entonces pudo contemplar. Cuando volvió a sentarse en su sitio, el grillo y el puchero se esmeraban todavía en el canto con cierta rivalidad furiosa, siendo indudablemente el lado flaco del puchero la presunción de vencer constantemente.
Notábase entre los dos toda la animación de una carrera. ¡Crrri, crrri, crrri!... El grillo logra una milla de delantera. ¡Hum, hum, hum-m-m!..., el puchero zumba tras él como una gruesa peonza. ¡Crrri, crrri, crrri!..., el grillo dobla la esquina. ¡Hum, hum, hum-mm!..., el puchero se le acerca cada vez más, va sobre sus talones; no hay que temer que suelte su presa. ¡Crrri, crrri, crrri!... El grillo está más floreciente que nunca. ¡Hum, hum, hum-m-m!..., el puchero va poco a poco, pero avanza sobre terreno firme. ¡Crrri, crrri, crrri!... El grillo va a triunfar. ¡Hum, hum, hum-m-m!..., el puchero no le dejará vencer. Hasta que puchero y grillo se mezclaron y se confundieron de tal modo en el desorden y la precipitación de la carrera, que para decidir con algún acierto si el puchero gritaba o el grillo zumbaba, o si, por el contrario, el grillo gritaba y el puchero zumbaba, o si ambos gritaban y zumbaban a la vez, se necesitaba mejor cabeza que la mía y quizá que la vuestra. Pero lo indudable es que el puchero y el grillo, en un solo y único momento y por medio del poder de una combinación que únicamente ellos conocen, enviaron sus consoladoras canciones desde las cercanías del fuego a un rayo de luz que, brillando a través de la ventana, iba a hundirse en el fondo del tenebroso camino, y aquella luz, dando de lleno sobre cierta persona que en el mismo instante avanzaba por aquel lado entre la obscuridad, le explicó toda la cuestión en un abrir y cerrar de ojos -al pie de la letra- y le gritó:
-¡Bien venido seas a tu casa, antiguo compañero! ¡Bien venido seas, muchacho!
Logrado este fin, el puchero, vencido en toda la línea, derramó furioso su contenido hirviente, y fue apartado del fuego.
II
La señora Peerybingle corrió inmediatamente a la puerta. El ruido de las ruedas de una carreta, el paso de un caballo, la voz de un hombre, las idas y venidas de un perro transportado de gozo, y la aparición, tan sorprendente como misteriosa, de un niño de mantillas, causaban una confusión en medio de la cual era difícil entenderse.
De dónde venía el niño y cómo la señora Peerybingle le tomó en brazos en menos de un segundo, lo ignoro por completo; pero lo cierto es que se veía un niño sano y robusto en los brazos de la señora Peerybingle, que parecía estar no poco orgullosa de él, cuando fue suavemente conducida hacia el fuego por un hombre de robusta musculatura, de mucha mayor edad y estatura que ella, y obligado a encorvarse enteramente para besarla. Pero merecía la pena. Ya se podía descender seis pies, y aun padeciendo de lumbago.
-¡Cielo santo, John! -dijo la señora Peerybingle-. ¡En qué estado habéis llegado por causa del tiempo!
Era innegable, en efecto, que el recién llegado había sufrido su acción. La bruma espesa colgaba de sus cejas en forma de gotas congeladas, semejando estalactitas, y la acción simultánea del fuego y de la humedad hacía aparecer verdaderos arcos iris hasta en las puntas de su bigote.
-Claro está -respondió John lentamente, desenvolviendo una manta que le rodeaba el cuello y calentándose las manos-; claro está, Dot(2). Como que no estamos precisamente en verano, nada tiene de extraño, Dot.
-Deseo, John, que os acostumbréis a no llamarme Dot; no me gusta semejante calificativo -dijo mistress Peerybingle, haciendo una linda mueca que demostraba claramente todo lo contrario.
-¿Cómo queréis, pues, que os llame? -prosiguió John, dejando caer sobre ella una mirada acompañada de una sonrisa y rodeando su talle con un abrazo tan suave como podía serlo un abrazo de su enorme mano y su brazo de Hércules-. Mi guapa moza con su... No; no quiero decir su guapo mozo, por temor de echar a perder lo que tenía meditado; pero poco me ha faltado para hacer un chiste; no creo que nunca se me haya acercado tanto a los labios.
Según sus afirmaciones, estaba frecuentemente próximo a decir algo muy ingenioso el alto, lento, macizo y honrado John; pero si tenía el cuerpo pesado, no dejaba de conservar un humor juguetón y ligero; si su superficie era ruda, no era menos suave en el fondo; si estaba embotado exteriormente, no cabe duda que su interior era vivo y ágil; en conjunto era algo torpe, ¡pero tan buen muchacho! ¡Madre naturaleza! Concede a tus hijos la verdadera poesía del corazón que se ocultaba en el pecho del pobre mandadero -porque, dicho sea de paso, no era más que un mandadero-, y no los seguiremos sin placer en sus conversaciones en vil prosa, lo mismo que en los episodios de su existencia también prosaica. ¡Aun tendremos que darte las gracias por el solaz que experimentaremos en su compañía!
Daba gusto ver a Dot tan pequeñita y con el niño en brazos, un muñeco, mirando el fuego con aspecto de coquetería soñadora, e inclinando a un lado su delicada cabecita para hacerla descansar de un modo especial, en parte natural y en parte estudiado, en la curtida caraza del mandadero. Daba gusto verle a él con tierna torpeza, mientras se esforzaba en adaptar su grosero apoyo a las necesidades de la ligera mujercita, convirtiendo su virilidad ya madura en un bastón de juventud para la edad delicada de su gentil compañera. Daba gusto ver a Tilly Slowboy, la niñera bajita que en el fondo de la habitación esperaba que le entregasen el niño y contemplaba aquel grupo con pura mirada de catorce años, cómo permanecía allí con la boca y los ojazos abiertos, y la cabeza inclinada hacia adelante aspirando con avidez el aire sano de la vida de familia.
Y aun faltaba ver a John el mandadero, que, a consecuencia de una señal que Dot le hizo a propósito del niño, retuvo su mano en el momento de tocarle, como si hubiese temido destrozarle entre sus dedos, y con el cuerpo inclinado se contentó con examinarle atentamente a respetuosa distancia, con mezcla de orgullo y cortedad.
-¿Verdad que es hermoso, John? ¿Verdad que es encantador cuando está dormido?
-Encantador, ya lo creo -dijo John-, y no hace más que dormir, ¿no es así?
-¡No, por Dios, John!
-¡Bah! -murmuró John con aire pensativo-, me había parecido que tenía casi siempre los ojos cerrados. ¡Eh, eh!
-¡Dios mío, John! ¡Qué modo de sacudir al pequeñuelo!
-¡No debe de hacerle bien volver los ojos así! -dijo el mandadero asombrado-. ¡Mirad cómo guiña ambos ojos a la vez! Mirad su boca; la abre y cierra como un pez.
-No merecéis ser padre, no lo merecéis -dijo Dot, con toda la dignidad de una matrona llena de experiencia-. Pero ¿cómo podríais conocer los males que afligen a los niños, John? ¡Ni sus nombres sabéis, tontísimo!
Y después de poner otra vez al niño sobre su brazo izquierdo y de darle una ligera palmada en la espalda, para colocarle mejor, pellizcó, riendo, la oreja de su marido.
-No -respondió John quitándose el ropón-, ciertamente, Dot, no tengo grandes conocimientos en asuntos semejantes. Lo que puedo asegurar es que esta tarde he sostenido con el viento una lucha bastante ruda. Soplaba el noroeste, y ha penetrado en mi carreta durante todo el camino, a mi regreso.
-¡Dios mío! ¡Pobre John! -gritó mistress Peerybingle, que desplegó instantáneamente una actividad prodigiosa-. ¡Aquí, Tilly! Tomad mi preciosísimo tesoro, mientras voy a hacer algo útil. ¡Cielo santo! ¡Creo que le ahogaría a fuerza de besarle! ¿Quieres irte, perrazo mío? ¿Quieres irte, Boxer? Dejad que empiece por haceros el té, John; en seguida os ayudaré a arreglar los paquetes.
Como la abeja diligente,
como la abeja pequeñita... y lo que sigue, como sabéis, John. ¿Aprendisteis en la escuela la canción: Como la abeja diligente?
-No lo suficiente para dominarla por completo -respondió John-. Estuve una vez próximo a aprenderla toda, pero creo que no hubiera hecho más que estropearla.
-¡Ja, ja, ja! -exclamó Dot, riendo a carcajada suelta, y su risa era la más graciosa y alegre que pueda imaginarse-. ¡Sois el más adorable badulaque del mundo!
Sin discutir en manera alguna semejante aseveración, salió John de la estancia para ver si el mozo, que llevaba una linterna, que desde largo rato danzaba ante la puerta y la ventana como un fuego fatuo, había limpiado bien el caballo, mucho más gordo de lo que podríais creer, y tan viejo, que la época de su nacimiento se perdía en la obscura noche de los tiempos. Boxer, comprendiendo que la familia entera tenía derecho a sus atenciones, que debían ser repartidas imparcialmente entre cada uno de sus miembros, entraba y salía con desordenada agitación, ora describiendo un círculo de bruscos ladridos alrededor del caballo, mientras le estregaban a la puerta del establo; ora haciendo como que se lanzaba ferozmente contra su señora, parándose por su propio impulso delante de ella con aire ceremonioso; ora arrancando un grito de espanto a Tilly Slowboy, sentada junto al fuego en su sillita de niñera, aplicándole, cuando menos podía esperarlo, el hocico húmedo a la mejilla; ora demostrando indiscreto interés por el niño; ora volteando sobre sí mismo infinidad de veces delante del hogar antes de tenderse, como si quisiera permanecer allí toda la noche, y volviendo luego a levantarse y yéndose fuera a agitar la punta del rabo al aire libre, como si se acordase de una cita y se alejase a toda prisa para no faltar a la palabra comprometida.
-¡Ea, ya está la tetera lista y al fuego! -exclamó Dot, tan seriamente ocupada como una niña jugando a señora de su casa-. Aquí está el jamoncillo frío. Aquí la manteca; allí el panecillo y todo lo demás. Aquí está la cesta para los paquetes pequeñitos, por si habéis traído algunos. ¿Pero dónde estáis, John? Por Dios, no dejéis caer el chiquitín en el fuego, Tilly.
Bueno es que se sepa que miss Slowboy, a pesar de la vivacidad con que rechazó esta observación, demostraba un talento raro y asombroso en lo que concernía a colocar al chiquitín en posiciones dificilísimas; muchas veces había expuesto su débil existencia con una sangre fría propia y peculiar suya. La muchacha era alta y flaca, de modo que su traje parecía estar en perpetuo peligro de deslizarse por su espalda, semejante a una percha, de la que pendía negligentemente. Su atavío era notable por las desigualdades que generalmente mostraban sus trajes de franela de hechura singular, así como por enseñar por la espalda, a falta de corsé, dos trozos de corpiño color verde obscuro. Y como Tilly se hallaba en un estado perpetuo de admiración ante todas las cosas, y completamente absorta gracias a la contemplación incesante de las perfecciones de la señora y del niño, puede decirse que los descuidillos de miss Slowboy hacían honor igualmente a su corazón y a su cabeza, aunque no hiciesen tanto honor a la frente del chiquitín, puesta con demasiada frecuencia en tales circunstancias en contacto con las puertas, los aparadores, los escalones, los hierros de la cama y otras cosas heterogéneas. Pero, después de todo, veíase en dichos acontecimientos el halagüeño resultado del asombro que experimentaba sin tregua Tilly Slowboy al verse tan bien tratada e instalada en casa tan cómoda. Porque los Slowboy, de ambas ramas, paterna y materna, eran mitos desconocidos en el decurso de la historia. Tilly había sido educada por la caridad pública; era expósita, y como los expósitos no suelen crecer entre mimos y ternezas, su situación, aunque modesta, le parecía muy dichosa.
Os hubiera gustado casi tanto como al mismo John ver a la señora Peerybingle volviendo con su marido, arrastrando el célebre cesto y haciendo los más enérgicos esfuerzos sin resultado alguno, porque al fin y al cabo era John el que lo arrastraba. No es del todo imposible que semejante escena hubiese divertido al grillo; tengo tentaciones de creerlo. Lo que es probado es que se puso a cantar con nuevo ardor.
-¡Vaya, vaya! -dijo John lentamente según su costumbre-; ¡hoy está más alegre que nunca!
-A buen seguro nos predice alguna ventura, John. Siempre nos ha traído felicidad. No hay nada tan alegre como la presencia de un grillo en el hogar.
John la miró como si estuviese próximo a creer que en este caso ella sería el grillo en jefe, con lo cual participaría por completo de su opinión. Pero probablemente ésta fue una de las ocasiones en que poco hubiera faltado para que hiciese un chiste, porque no despegó los labios.
-La primera vez que escuché su alegre cancioncilla fue la noche en que me condujisteis a esta casa, mi nueva morada, para hacerme señora de ella. Pronto hará un año. ¿Os acordáis, John?
¡Sí, sí! John se acuerda, y no haya miedo que lo olvide.
-Su gorjeo me daba la bienvenida del modo más expresivo que pueda imaginarse. Me pareció henchido de promesas y de consuelos; creí que me aseguraba vuestra amabilidad y vuestra bondad, y que no tardaríais -yo entonces lo dudaba, John- en hallar una vieja cabeza sobre los hombros de la loquilla que era ya vuestra mujer.
John, con aire pensativo, golpeó cariñosamente uno de los hombros y después la cabeza de Dot, como si quisiera decir: «No, no; no lo había pensado, y estoy contento de lo que hallé». Y tenía mucha razón; lo que había encontrado no era tan malo.
-El grillo decía la verdad, John, cuando me hizo la promesa de que os hablo; porque siempre fuisteis para mí el más atento y el más afectuoso de todos los maridos del mundo. Me habéis hecho tan feliz en esta casa, John, que por ello amo al grillo con toda el alma.
-Entonces, también yo le amo, Dot -dijo el mandadero-; también yo le amo.
-Le amo por los buenos pensamientos que su música hizo nacer en mí cada vez que le escuché. Algunas veces, por la tarde, al obscurecer, cuando me sentía algo sola, algo triste, John, antes que el niño hubiera venido al mundo para hacerme compañía y alegrar la casa; cuando pensaba en el desconsuelo que tendríais si yo muriese y en el que yo tendría si pudiese saber que me habíais perdido, su crrri, crrri, crrri, llegado del hogar, me hablaba con una vocecita tan dulce, tan simpática para mi corazón, que a su primer sonido se desvanecía mi pesar como un sueño, y cuando temía -lo temí alguna vez, ¡era yo tan joven!- que nuestro matrimonio fuese una unión desigual, por ser yo una niña y parecer vos más bien mi tutor que mi marido; cuando temía que no pudieseis llegar, a pesar de vuestros esfuerzos, a amarme tanto como deseabais, su crrri, crrri, crrri me devolvía el valor y me llenaba de nueva confianza. He aquí por qué amo tanto al grillo.
-Y yo también -repitió John-. Pero, Dot, ¿afirmáis que deseo y espero poder llegar a amaros? ¿Qué queréis decir? ¿Cómo podéis hablar así? Lo había logrado mucho tiempo antes de conduciros aquí para que fueseis dueña y señora del grillo, Dot.
Dot apoyó un momento la mano en el brazo de John y le contempló con aire conmovido como si hubiese querido decirle algo. Un momento después se arrodillaba ante el cesto, charlando con animación, ocupadísima con los paquetes.
-No hay muchos paquetes esta noche, John; pero he visto algunos fardos detrás del carruaje, y aunque embaracen más, rinden mayor provecho, de modo que no podemos quejarnos, ¿verdad? ¿Sin duda habréis distribuido bastantes a lo largo del camino?
-Ya lo creo -respondió John-, muchos, muchos.
-Pero ¿qué es esta caja redonda? ¡Cielo santo! John, es una torta de boda.
-Sólo las mujeres pueden adivinar estas cosas -dijo John lleno de admiración-; un hombre no lo hubiera acertado nunca. En cambio, apuesto cualquier cosa a que si ponéis una torta de boda en una caja de té, en un catre de tijera, en una banasta de salmón o en cualquier otro continente inverosímil, una mujer sabrá adivinar lo que hay dentro sin la menor vacilación. Sí; es una torta de boda que he tomado en casa del pastelero.
-¡Y pesa horriblemente, algo así como... cien-libras! -exclamó Dot haciendo grandes esfuerzos para levantarla-. ¿A quién está destinada, John? ¿Dónde irá a parar?
-Leed la dirección en el lado opuesto.
-¡John! ¡Dios mío, John!
-¿Verdad que parece imposible? -preguntó éste.
-No puede ser -prosiguió Dot, sentándose en el suelo y sacudiendo la cabeza- que vaya destinada a Gruff y Tackleton, el comerciante de juguetes.
John hizo una señal afirmativa.
Mistress Peerybingle lo repitió unas cincuenta veces, pero no era en ella señal de afirmación, sino de sorpresa muda y llena de compasión. Durante aquel rato apretaba los labios imprimiéndoles una diminuta mueca, para la cual no estaban hechos a buen seguro, y continuó dirigiendo al mandadero una mirada distraída pero penetrante, mientras por su parte miss Slowboy, que tenía aptitud para reproducir fragmentos de conversación corriente para distraer al niño, pero despojándolos de todo sentido y poniendo los sustantivos en plural sin excepción alguna, preguntaba en alta voz al chiquitín si eran en verdad los Gruffs y Tackletons, comerciantes de juguetes; si se iría a las tiendas de los pasteleros para tomar las tortas de las bodas; y si las madres sabían reconocerlas en las cajas cuando los padres las llevaban a las casas.
-¿Y creéis que ese matrimonio se efectuará? -preguntó Dot-. ¡Dios mío! ¡Si May y yo íbamos a la misma escuela cuando éramos pequeñitas! -John iba a pensar en Dot, y a representársela tal cual debió ser cuando pequeñita, cuando iba a la escuela; no faltó mucho para que lo hiciera. La contemplaba ya con aire de satisfacción soñadora; pero se limitó a la contemplación y no dijo ni una palabra.
-¡Y él tan viejo, tan distinto de ella! Decid, John, ¿cuántos años más que vos tiene Gruff y Tackleton?
-¿Cuántas más tazas de té beberé esta noche de una sola vez de las que Gruff y Tackleton haya bebido jamás en cuatro? Ésta es mi pregunta -respondió en tono juguetón el mandadero mientras aproximaba su silla a la mesa y principiaba el asalto al jamón-. En lo que toca a comer, como poco, pero mi poco lo como a gusto.
Era una frase ritual de John, que solía repetir cada vez que comía; una de sus ilusiones inocentes, porque su insaciable apetito no dejaba de desmentirle ni una sola vez. En aquella ocasión la fórmula consabida no hizo brotar la menor sonrisa de los labios de su mujer, que, permaneciendo en pie entre los paquetes, rechazó lentamente la caja de la torta con su piececito, sin mirar ni un instante, aunque bajase los ojos, al lindo zapatito que tanto solía interesarla. Absorta en sus ensueños, se quedó allí sin acordarse del té ni de John, aunque éste la llamase y golpease la mesa con el cuchillo para despertar su atención, hasta que, al fin, se levantó y le tocó el brazo; Dot le contempló entonces un instante, y corrió en seguida a colocarse en su sitio a la mesa, cerca de la tetera, riéndose de su negligencia. Pero no fue aquélla la misma risa de antes; y del tono depende la música, según es bien sabido.
El grillo había callado también. No podría explicaros por qué aquel cuartito no tenía el mismo aspecto gozoso de antes.
III
-¿No hay más paquetes, John? -dijo Dot rompiendo una larga pausa, que el honrado mensajero había consagrado a la demostración práctica de una parte de su frase favorita, probando al menos que comía con placer lo que comía, aunque fuese imposible admitirle que comía poco-. ¿No hay más paquetes?
-No -dijo John-. Pero... no... me... -añadió abandonando el tenedor y el cuchillo y respirando a sus anchas-. Confieso que... ¡me había olvidado por completo del anciano!
-¿Del anciano?
-Está en el coche -añadió John-. Se había dormido sobre la paja la última vez que le vi. Dos veces estuve dispuesto a llamarle desde que he llegado, pero lo olvidé las dos veces... ¡Arriba! ¡Eh! ¡Eh! ¡Levantaos! ¡Ya hemos llegado!
John pronunció estas palabras fuera de la puerta, hacia la cual se había precipitado con la bujía en la mano.
Miss Slowboy, convencida de que el nombre de anciano(3) ocultaba algún misterio, y asociando a esta expresión en su imaginación, sacudida por creencias supersticiosas, ciertas ideas de naturaleza poco tranquilizadora, llegó a tal grado de turbación que se levantó a toda prisa de la silla baja del rincón del hogar para ir a buscar protección tras las faldas de su señora. En el momento preciso en que pasaba delante de la puerta entrevió a un viejo desconocido y le cayó encima instintivamente, golpeándole con la única arma ofensiva que llevaba en la mano. Como este instrumento resultó ser el chiquitín, se produjo una gran agitación, una vivísima alarma, que la sagacidad de Boxer no hizo más que aumentar, porque el valiente perro, que tenía más memoria que su dueño, había indudablemente vigilado al anciano durante su sueño, temiendo que se fugase con algunos plantones de chopo que venían atados a la parte posterior del carruaje, y le apretaba todavía muy de cerca, mordisqueando valientemente sus piernas, y batallando con los botones de sus polainas.
-¡Pardiez! -exclamó John, cuando se hubo restablecido la paz-. Sois un dormilón terrible -mientras tanto el anciano permanecía de pie en medio de la habitación, inmóvil y con la cabeza descubierta-. ¡Un dormilón terrible!
El extranjero, hombre de larga cabellera blanca, bellas facciones, singularmente altaneras y expresivas, a pesar de pertenecer a un viejo, y ojos negros, brillantes y perspicaces, miró a su alrededor sonriendo, y saludó a la mujer del mandadero con una grave inclinación de cabeza.
Su traje, de color moreno, ofrecía rara singularidad por su moda y corte antiguos. Llevaba un sólido bastón de viaje, también moreno; cuando hubo golpeado el suelo con el bastón, éste se abrió, convirtiéndose en una silla, en la que se sentó con gran tranquilidad el desconocido.
-Mira -dijo el mandadero, dirigiéndose a su mujer-. En esta misma postura le he encontrado, sentado al borde del camino, inmóvil como un guardacantón, y casi tan sordo como él.
-¿Sentado al raso, John?
-Al raso -respondió el mandadero-; precisamente al caer la noche. «Asiento pagado», me ha dicho, dándome dieciocho peniques; ¡ha subido en seguida, y hele aquí!
-Me parece que va a marcharse, John.
Nada de esto. Quería solamente hablar.
-Dispensadme -dijo el extranjero con dulzura-. A causa de mi dolencia no puedo ir solo. Esperaré que vengan a buscarme. No hagáis caso de mí.
Sacó luego de uno de sus vastos bolsillos sus anteojos, y de otro bolsillo un libro, y se puso en seguida a leer tranquilamente, sin preocuparse de Boxer, como si el terrible guardián fuese un cordero familiar.
El mandadero y su mujer cambiaron una mirada de duda. El extranjero levantó la cabeza, y pasando de la mujer al marido, preguntó a este último:
-¿Es vuestra hija, amigo mío?
-Mi mujer -respondió John.
-¿Vuestra sobrina?
-¡Mi mujer! -gritó John con todos sus pulmones.
-¿Es cierto? -prosiguió su interlocutor-. ¡Cierto! Es muy joven.
Dicho esto volvió a hojear el libro y continuó la lectura. Pero antes de haber podido leer dos líneas, se interrumpió de nuevo para decir:
-¿Y el niño, es vuestro?
John le hizo con la cabeza una señal gigantesca, tan afirmativa como si hubiese trompeteado su respuesta con el auxilio de una bocina.
-¿Una hija?
-¡Un mucha-a-a-acho! -gritó John.
-Muy joven también, ¿no es verdad?
La señora Peerybingle se resolvió en seguida a tomar parte en la conversación.
-¡Dos meses y tres día-as! ¡Vacunado hace seis sema-a-nas! ¡La vacuna ha ido perfectame-e-nte! ¡Considerado por el doctor como un niño admirablemente hermo-o-so! ¡De una inteligencia verdaderamente maravillo-o-sa! ¡Quién creería que se mantiene ya en pie-e-e!
-Y al llegar a esta exclamación final la diminuta madre, perdiendo el aliento por haber gritado estas cortas frases al oído del anciano, hasta tal punto que su lindo rostro tomaba tintas moradas, levantó al niño ante el viajero, poniéndose en pie como prueba irrefutable y triunfante que apoyaba sus aserciones, mientras que Tilly Slowboy, con el grito armonioso de ¡Ketcher! ¡Ketcher!, palabras misteriosas que resonaban en su oído como un estornudo popular, se puso a dar cabriolas como un becerro alrededor de la inocente criaturilla.
-¡Oíd! Vienen a buscarle, lo juraría -dijo John-. Alguien llama a la puerta. Abrid, Tilly.
IV
Pero antes que la muchacha hubiese podido obedecer, la puerta fue abierta desde el exterior, pues era una puerta primitiva, de picaporte, que todo el mundo podía abrir a su antojo, y por cierto que no poca gente se daba semejante gusto; a todos los vecinos les agradaba charlar un poquito con el mandadero, aunque John no pecase ciertamente de hablador. La puerta abierta dejó el paso libre a un hombrecito delgado, con muestras de evidente preocupación, de rostro moreno y que, por las señas, se había confeccionado el sobretodo con una tela de saco que debió envolver alguna caja en tiempo lejano; porque al volverse el hombrecito para cerrar de nuevo la puerta, pudieron leerse claramente las iniciales G. y T. en su espalda, y la palabra cristal con letras grandes.
-Buenas noches, John -dijo el hombrecito-. ¡Buenas noches, señora! ¡Buenas noches, Tilly! ¡Buenas noches, desconocido! ¿Cómo sigue el niño, señora? ¿Boxer sigue bueno, verdad?
-Todo sigue a las mil maravillas, Caleb -respondió Dot-. Para convenceros de mis palabras, no tenéis más que empezar por fijaros en el nene que Dios me ha dado por hijo.
-O fijarme en vos misma -añadió Caleb.
No obstante, no se fijó en su interlocutora; su ojo errante y preocupado parecía siempre estar muy lejos, y era indudable que su alma estaba también ausente.
-O en John -siguió Caleb-, o en Tilly, o en el mismo Boxer.
-¿Estáis atareado, Caleb? -preguntó el mandadero.
-Sí, John, bastante -respondió Caleb, con el aire distraído de un sabio que buscase por lo menos la piedra filosofal-. Las cosas no van tan mal como se cree. La gente corre ansiosa tras las arcas de Noé. Yo hubiera deseado mejorar un poco la especie; pero a ese precio no puede hacerse más. Mucho me agradaría haber logrado que se conociera quiénes eran Shem y Hams y las esposas. Las moscas no pueden hacerse a esa escala como los elefantes. Y a propósito, John, ¿tenéis algún paquete para mí?
El mandadero hundió la mano en uno de los bolsillos del ropón que se había quitado, y sacó de él un tiestecito de flores, cuidadosamente rodeado de papel de musgo.
-¡Tomad! -dijo, arreglando las hojas con gran cuidado-. ¡Ni una hoja estropeada! ¡Cuánto capullo!
El ojo sombrío de Caleb se iluminó ante la planta. El hombrecito dio las gracias a su amigo.
-Es raro, Caleb -dijo el último-. Resulta muy raro en esta época.
-No importa. Cualquiera que sea el precio, siempre me parecerá módico. ¿Hay algo más, John?
-Una cajita -dijo el mandadero-. Hela aquí.
-Para Caleb Plummer -deletreó el hombrecito-. Con dinero(4), John. No creo que me lo manden a mí.
-Con cuidado -rectificó el mandadero mirando por encima del hombro de Caleb-. ¿Cómo habéis podido leer con dinero?
-¡Oh, tenéis razón! -dijo Caleb-. Esto es, con cuidado. Sí, sí; más arriba trae mi dirección. No quiere decir esto que no hubiese podido recibir cien francos, John, si mi pobre muchacho, que marchó a California, viviese aún. Le amabais como a un hijo, ¿verdad? No hay que asegurármelo; me consta. «A Caleb Plummer. Con cuidado.» Sí, sí, esto es; una caja de ojos de muñecas para las tareas de mi hija. ¡Ojalá sus ojos pudieran encontrarse también en el fondo de esta cajita!
-Lo desearía con todo mi corazón.
-Gracias -repuso el hombrecillo-. Vuestro lenguaje sale verdaderamente del corazón. ¡Cuando pienso que no podrá ver nunca las muñecas que están allí, fijando todo el día los ojos en ellas! ¿No es esto muy cruel? ¿Qué os debo por vuestro trabajo, John?
-Buen trabajo os haré pasar si repetís semejante pregunta. ¡Dot! Estuve a punto de...
-Os reconozco, John -dijo el hombrecillo-. Tal es vuestra bondad acostumbrada. ¡Vaya!, creo que estamos listos.
-No lo creo yo así -añadió el mensajero-. Haced memoria.
-¿Hay algo para el amo? -preguntó Caleb después de haber reflexionado un instante-. Tenéis razón: por orden suya vine, pero mi cabeza está tan fatigada con las arcas de Noé... y además, ¿no ha venido él en persona?
-¡Él! -respondió el mandadero-, no lo creáis; está demasiado atareado con su cortejo.
-No obstante, vendrá -dijo Caleb-, porque me recomendó que saliese por el camino acostumbrado, añadiendo que a buen seguro le encontraría. Y a propósito; bueno será que me vaya. Pero antes, señora, ¿tendríais la bondad de dejarme pellizcar la cola de Boxer por un segundo? ¿Me lo permitís?
-¡Qué pregunta tan ingrata, Caleb!
-Dispensadme y no hagáis caso de lo que ocurra, porque quizá no sea muy de su gusto. Acabo de recibir un pedido regular de perros rabiosos y desearía acercarme, en cuanto fuese posible, a la realidad, aunque la ganancia no exceda de doce sueldos.
Felizmente, Boxer, sin que fuese necesario aplicarle el estimulante propuesto, se puso a ladrar con excepcional ardor. Pero como tales ladridos anunciaban la llegada de una nueva visita, Caleb, aplazando para un momento más favorable su estudio del natural, colocose la cajita redonda sobre el hombro y se despidió a toda prisa. Y seguramente hubiera podido ahorrarse toda su agitación, porque encontró al recién llegado antes de trasponer la puerta.
-¿Estáis aquí todavía? Pues bien; esperad un poco. Os acompañaré hasta vuestra casa. John Peerybingle, estoy a vuestra disposición, y sobre todo a la disposición de vuestra mujer. ¡Cada día más bonita y más buena! ¡Y más joven también! ¡Parece cosa del diablo!
-Me extrañaría de vuestros cumplidos, señor Tackleton -dijo Dot algo fríamente-, si vuestra nueva situación no me los explicase.
-¿Lo sabéis todo?
-He procurado creer lo que me han dicho.
-¿Lo creísteis con dificultad?
-Acertáis.
V
Tackleton, el comerciante de juguetes, casi generalmente conocido bajo el nombre de Gruff y Tackleton -era la razón social, aunque Gruff hubiese muerto hacía mucho tiempo, legando el nombre al asociado y, según el decir de la gente, el mal humor que el diccionario inglés atribuye a su nombre malsonante-; Tackleton, el comerciante de juguetes, había sentido una sincera vocación desconocida de sus padres y su tutor. Si hubiesen hecho de él un usurero, un procurador codicioso o un policía, Tackleton, desahogando sus malas inclinaciones durante la juventud, después de agotar toda la malignidad de su ser en los deberes naturales de su estado, hubiera llegado a ser amable aunque sólo fuese por el atractivo de la novedad. Pero, obligado a almacenar la bilis, encadenado a sus apacibles ocupaciones de comerciante de juguetes, había llegado a ser un verdadero ogro doméstico, que, viviendo a expensas del bolsillo de los niños, no cesaba un solo instante de ser su enemigo mortal. Despreciaba los juguetes, y no hubiera comprado uno solo por todo el oro del mundo; hallaba, gracias a su mal carácter, singular placer en arreglar caras henchidas de expresión feroz a los labradores de cartón que conducían sus puercos al mercado, a los pregoneros que anunciaban una digna recompensa al que encontrase la conciencia perdida de un abogado, a las viejas mecánicas que zurcían medias o modelaban pasteles, y a cuantos personajes ponía a la venta. Se sentía verdaderamente feliz al imaginar máscaras terribles, diablillos que aparecían por sorpresa, feos, crespos, de ojos colorados; cometas-vampiros, barqueros demoníacos que no podían colocarse patas arriba levantándose constantemente para correr hacia los niños muertos de miedo. Éste era su único consuelo, y por decirlo así, la válvula de seguridad por cuyo medio se escapaba su mal carácter. Tenía verdadero genio para semejantes invenciones; y la idea de alguna nueva pesadilla le causaba un placer inenarrable. Llegó a perder dinero -éste era el único juguete que le gustaba -para procurarse asuntos infernales de linterna mágica en que los poderes de las tinieblas estuviesen representados bajo la forma de crustáceos sobrenaturales de rostro humano; y había comprometido un capitalito para exagerar la estatura terrorífica de sus gigantes, y aun sin ser pintor, indicaba a los artistas que empleaba, con ayuda de un yeso pizarra, ciertas miradas furtivas destinadas a modificar de un modo extraño la fisonomía de los monstruos, que a su vista se llenaban de espanto las almas de los jóvenes gentlemen de seis a once años durante las vacaciones enteras de Navidad o de verano.
Lo que era Tackleton con respecto a los juguetes, lo era con respecto a todo el mundo. Por lo tanto, podéis suponer que su traje verde, abrochado hasta la barba, que descendía hasta las pantorrillas, envolvía al individuo más antipático del orbe; figuraos el personaje más distinguido, más agradable que se hubiese puesto un par de enormes botas de becerro color caoba.
¡Y no obstante, Tackleton, el comerciante de juguetes, iba a casarse! Sí, a pesar de todo, iba a casarse, y con una joven, y aun con una hermosa joven.
No parecía ciertamente un novio cuando apareció en la cocina del mandadero, con su cara seca y ceñuda como una cuerda de pozo; su extravagante figura, el sombrero echado hacia adelante sobre la punta de la nariz, las manos hundidas hasta el fondo de los bolsillos y con toda su mala naturaleza henchida de sarcasmo, saliendo a la luz por un rinconcito de su ojillo, como la esencia concentrada de una bandada de cuervos. No obstante, era él, indudablemente, el novio.
-Faltan tres días -dijo-. El jueves próximo, último día de enero, nos casaremos.
¿He anotado que tenía siempre un ojo grande y abierto, y el otro casi cerrado, y este último era siempre el ojo expresivo? No creo haberlo dicho.
-Sí, nos casaremos -repitió Tackleton, haciendo resonar su dinero en el bolsillo.
-¡Pardiez! El mismo día del aniversario de nuestro matrimonio -exclamó el mandadero.
-¡Ja, ja, ja! -añadió Tackleton riendo-. ¡Vaya una casualidad! Precisamente formáis una pareja muy semejante a la nuestra.
La indignación de Dot, al escuchar una aserción tan presuntuosa, no puede describirse. No hubiera faltado más sino que Tackleton acogiese la posibilidad de un niño semejante también a su chiquillo. Tackleton estaba loco; era indudable.
-¡Esperad, esperad! He de deciros dos palabras -murmuró Tackleton, empujando de nuevo a John con el codo-. ¿Vendréis a la boda? Estamos la misma barca.
-¿Cómo en la misma barca? -preguntó el carrero.
-Muy poca diferencia -dijo Tackleton, haciendo un nuevo guiño-. ¿Antes de ese día, iréis a pasar un rato con nosotros?
-¿Por qué? -preguntó John, extrañado de la diligente hospitalidad de su interlocutor.
-¿Por qué? -respondió éste-. ¡Buen modo de recibir una invitación! ¿Por qué? Por el gusto de veros, por lo agradable que me fue siempre vuestra compañía, y por muchas otras razones que paso en silencio.
-¡Nunca os había visto tan sociable! -dijo John con su simplicidad y su franqueza habituales.
-¡Bah, bah, bah! Comprendo que no hay que veniros con requilorios -dijo Tackleton-. Más vale ir sin rodeos hasta el fin. Pues bien, la verdad es que ofrecéis..., y vuestra mujer también, cuando estáis juntos, lo que la gente suele llamar aspecto delicioso. Bien sabemos lo que ocurre en el fondo, nosotros los que...
-¡Cómo! ¿Lo que ocurre en el fondo? -interrumpió John-. ¿Qué queréis decir?
-Bien, bien. No lo sabemos, si os gusta así. No discutiremos por una brizna de paja. Decía, pues, que, contando con cierta apariencia satisfecha que os nota todo el mundo, creo que vuestra compañía producirá un efecto altamente favorable en la futura mistress Tackleton. Y aunque yo no juzgue a esta buena señora -y el orador se dirigió a Dot-, muy bien dispuesta en favor mío en este asunto, no dudo que aceptará mi ofrecimiento, porque sabe esparcir a su alrededor una atmósfera de satisfacción y de tranquilidad que siempre produce buen efecto, sea cual fuere el fondo de las cosas. ¿Vendréis, verdad?
-Habíamos dispuesto solemnizar el aniversario de nuestro casamiento con la mayor pompa posible en nuestra casita -respondió John-. Nos lo hemos prometido hace seis meses. Creemos que en nuestra casita...
-¡Bah! ¿Y qué es al fin y al cabo vuestra casita? -exclamó Tackleton-. Cuatro paredes y un techo. Y a propósito: ¿por qué no matáis ese maldito grillo? Tiempo ha lo hubiera hecho, a estar en vuestro lugar. No dejo un solo grillo con cabeza; ¡me carga su ruido impertinente! También en mi casa hay cuatro paredes y un techo. ¿Vendréis a verme?
-¿Matáis los grillos? -preguntó John.
-Los piso -contestó Tackleton dejando caer pesadamente al suelo el tacón de su bota-. Vamos, prometedme que vendréis; a los dos nos interesa; ya sabéis que nuestras mujeres se persuaden una a otra de su felicidad y de que no existe en el mundo entero mayor suma de ventura. Conozco a las mujeres. Lo que la primera diga, está resuelto a defenderlo la segunda. Hay entre ellas un espíritu tal de emulación, que si vuestra mujer dice a la mía: «Soy la mujer más venturosa del mundo, y mi marido es el mejor de los maridos; le adoro con toda el alma», mi mujer dirá lo mismo a la vuestra, o quizá vaya más lejos, y llegará a creerlo.
-¿Creéis, pues -preguntó el mandadero-, que vuestra mujer no os...?
-¡Que mi mujer no me...! -exclamó Tackleton con risa breve y aguda-. ¡Que mi mujer no me...! ¿qué más?
John estuvo tentado de añadir: «os... adorará?» Pero habiendo encontrado el ojo semicerrado de Tackleton en el momento preciso en que éste se fijaba en el mandadero guiñándole por encima del cuello levantado del capote, y viendo la punta del ojo que parecía pronta a destruirle, comprendió que en todo el ser de aquel hombre singular había tan poquita cosa que mereciese adoración, que substituyó la primera frase con otra nueva, y continuó así: «No creo que os adore en modo alguno».
-¡Ah, buen pájaro! ¿Bromeáis? -dijo Tackleton.
Pero John, aunque lento para comprender todo el alcance de lo que Tackleton había tenido la intención de decir, le miró con tan serio gesto, que Tackleton viose forzado a explicarse más categóricamente.
-Tengo el capricho -dijo levantando su mano izquierda y golpeándose ligeramente el índice, como si dijera: «Aquí estoy yo, Tackleton»-, tengo el capricho de casarme con una mujer joven y bonita -y golpeó el meñique, que simbolizaba a su futura; así, pues, no lo golpeó con suavidad, sino reivindicando sus prerrogativas de amo y señor-. Puedo satisfacer este capricho, y lo haré así. Ahora, mirad un momento.
Y le señaló con el dedo a Dot, que se sentaba pensativa y soñadora delante del fuego, apoyando en la mano su linda barbilla adornada de un gracioso hoyuelo; a Dot, que a la sazón contemplaba la brillante llamarada. El mandadero la contempló, la contempló de nuevo y volvió a contemplarla, y cesó en sus observaciones, sin comprender absolutamente nada.
-Os honra y os obedece, sin duda -continuó Tackleton-, y yo no soy hombre de sensiblerías; no pido más que eso.
El pobre John se turbó, experimentando, a pesar suyo, una rara mezcla de malestar e incertidumbre. No pudo impedir que su morena faz lo revelase a su modo.
-Buenas noches, amigo mío -dijo Tackleton con aire compasivo-. Me voy. En realidad, somos, según veo, exactamente iguales. ¿No queréis visitarme mañana por la noche? No importa; vendré al día siguiente de la boda a veros, en compañía de mi futura. Esto le hará buen efecto. Sois un hombre excelente.
-Pero, ¿qué es esto?
La mujer del mandadero había dado un fuerte grito, un grito agudo y pronto que hizo resonar la habitación como si fuera un vaso de vidrio. Se había levantado de la silla y permanecía en pie como petrificada por el terror y la sorpresa. El extranjero se había acercado al fuego para calentarse y estaba a dos pasos de la silla, pero siempre tranquilo y silencioso.
-¡Dot! -exclamó el mandadero-. ¡María! ¡Tesoro mío! ¿Qué ocurre? ¿Qué hay?
VI
En un instante se agruparon todos a su alrededor. Caleb, que empezaba a dormirse sobre la caja de la torta de boda, súbitamente despertado, en el primer momento de turbación, había agarrado a miss Slowboy por los cabellos, pero apenas hubo recobrado el sentido, le pidió mil perdones.
-¡Dot! -exclamó John con su mujer entre los brazos-. ¿Estáis enferma? ¿Qué ocurre? ¡Hablad, querida mía!
Pero Dot, por toda respuesta, dio una palmada, y se puso a reír desaforadamente; luego, dejándose caer de los brazos de John al suelo, se cubrió el rostro con el delantal y se echó a llorar. Luego volvió a reír; lloró de nuevo; sintió frío, y se dejó conducir junto al fuego por su marido, sentándose en el mismo lugar de antes. El extranjero permanecía en pie, tranquilo y silencioso.
-Estoy mejor, John -dijo Dot-. Estoy completamente bien.
Pero mientras hablaba con John, miraba al lado opuesto.
¿Por qué se volvía hacia el extranjero como si hubiera de dirigirse a él? ¿Perdía Dot la cabeza?
-Me alegro mucho de que el lance haya concluido bien -murmuró Tackleton paseando la mirada por toda la habitación-. Eh, Caleb, un momento. ¿Quién es este hombre de cabellos grises?
-No lo sé, señor -respondió Caleb en voz baja-. No lo he visto nunca. Una bonita figura de cascanueces; un modelo enteramente nuevo. Atornillándole una quijada que bajase hasta caer encima del chaleco, sería delicioso.
-No está mal -dijo Tackleton.
-O bien para unos avíos de encender, ¡qué modelo! -observó Caleb sumido en profunda contemplación-. Se le vacía la cabeza para colocar los fósforos; se le alzan al aire los talones para la bujía; mirad, mirad: en esta actitud. ¡Qué admirable avío para colocar encima de la chimenea de un prócer!
-Puede decirse que no está mal -afirmó Tackleton-. Pero en fin, el plan es irrealizable. Vámonos. Cargad con la caja... Supongo que ya ha terminado por completo el percance.
-¡Por completo! ¡Por completo! -dijo la mujercita apresurándose a despedirle con una señal expresiva-. Buenas noches, muy buenas noches.
-Buenas noches, señora -añadió Tackleton-; buenas noches, John Peerybingle. Cuidado con la caja, Caleb. ¡Si el paquete cae, os rompo la cabeza! La noche está negra como boca de lobo; el tiempo está peor que nunca. ¡Diablo! Buenas noches.
Tackleton se dirigió a la puerta pronunciando estas palabras, no sin haber paseado por la habitación una segunda mirada escrutadora, y seguido de Caleb, que llevaba la torta de boda sobre la cabeza.
El mandadero había quedado tan ensimismado a causa del accidente que su mujercita había sufrido, tan ocupado en calmarla y cuidarla, que había olvidado casi enteramente la presencia del extranjero, hasta que le divisó, en pie todavía. Era el único extraño que permanecía aún en su casa.
-Se ha quedado -dijo John-. Es preciso que le dé a entender que ya es hora de marcharse.
-Os pido perdón, amigo mío -dijo el anciano, acercándose al mandadero-; con tanto más motivo cuanto temo que vuestra mujer se haya sentido indispuesta; pero la persona que mi dolencia me hace indispensable -y al mismo tiempo condujo la mano al oído y sacudió la cabeza- no ha llegado aún, y temo que haya sufrido algún error. El mal tiempo que esta noche me hizo encontrar tan agradable el abrigo de vuestro carruaje -¡ojalá no lo tenga nunca peor!-, es más crudo que antes. ¿Querríais tener la extremada bondad de cederme una cama por esta noche? Os satisfaré puntualmente su importe.
-¡Sí, sí! -respondió Dot-. Sí; es cosa resuelta.
-Bien, bien -dijo el mandadero sorprendido de aquiescencia tan pronta-. No hubiera sido yo quien... No estoy completamente seguro de que...
-¡Chist, John! -interrumpió Dot.
-¡Bah! Es sordo como una tapia.
-Lo sé, pero... Sí, señor, decididamente. Decididamente. Voy a arreglarle la cama en seguida, John.
Y al salir a toda prisa para preparar cuanto era necesario, la turbación que la invadía era tan extraña, que el mandadero, que la seguía con la mirada, quedó confuso.
-Y sus madrecitas arreglan las camas -gritó miss Slowboy al niño-, y sus cabellos estaban negros y rizados cuando se han quitado los gorros, y ¿qué es lo que ha dado miedo a los chiquitines sentados junto al fuego?
Por efecto de la inexplicable atracción que las más insignificantes bagatelas ejercen frecuentemente en un espíritu devorado por vagarosas dudas, el mandadero, paseándose de arriba abajo de la habitación, sorprendiose repitiendo mentalmente varias veces las absurdas palabras de Tilly. Las repitió con tanta frecuencia que llegó a aprenderlas de memoria y las recitaba como si fuesen una verdadera lección, cuando miss Slowboy, después de haber friccionado con la palma de la mano -según la añeja práctica de las niñeras- la cabecita calva del niño durante todo el tiempo que juzgó conveniente para su salud, le puso de nuevo el gorro y le anudó la cinta debajo de la barbilla.
-¿Qué es lo que ha dado miedo a los chiquitines sentados junto al fuego? ¿Qué es lo que ha dado tanto miedo a Dot? Me gustaría saberlo -murmuraba el mandadero, reanudando sus idas y venidas.
Arrancaba de su corazón las pérfidas insinuaciones del comerciante de juguetes, y, no obstante, se sentía lleno de un sentimiento de malestar vago e indefinido; porque Tackleton era listo y vivo, mientras que él estaba tan persuadido de su inferioridad, que cualquiera alusión directa o reticencia le alarmaban súbitamente. No tenía intención alguna de relacionar lo que le había dicho Tackleton con la conducta extraña de su mujer; pero ambos motivos de reflexión se presentaban simultáneamente a su espíritu, sin que John pudiese lograr su separación.
La cama estuvo hecha muy pronto; el extranjero, sin aceptar más refrigerio que una taza de té, se retiró. Entonces Dot, completamente tranquila, según decía, arregló el sillonazo poniéndolo en el rincón de la chimenea para que se sentase su marido: llenó la pipa de John, se la dio y colocó su acostumbrado taburetillo al lado de él junto al fuego.
Nunca había dejado de sentarse en aquel taburetillo; indudablemente que creía con firmeza que aquel taburetillo era delicioso, y muy apropiado para hacer resaltar ante su marido sus seductores hechizos.
Dot era, además, la mujer más hábil que se hubiera podido hallar en todo el orbe -hay que reconocerlo- para llenar una pipa. Nada más delicioso que el espectáculo que ofrecía al introducir en el vientre de la pipa su dedito regordete, luego al soplar en su interior para limpiar el tubo, y después de tan delicadas operaciones, al afectar la creencia de que realmente había quedado algo en el tubo, por cuyo motivo soplaba una docena de veces y la acercaba al ojo a modo de telescopio, mirando hasta el fondo con gestillo de su carita incomparable, era un precioso espectáculo. En cuanto a la colocación del tabaco, nadie hubiera podido enseñarle un grado nuevo de perfeccionamiento. Cuando tomaba un trozo de papel encendido para pegar fuego a la pipa sin chamuscar nunca la nariz del mandadero, en cuya boca permanecía aquélla, traspasaba el acierto e invadía ya el campo del arte, o mejor aún, del genio.
El grillo y el puchero, reanudando su cantata, así lo reconocían. El fuego, reanimando sus llamaradas, así lo reconocía. El segadorcillo del reloj, persistiendo en su labor maquinal, así lo reconocía. Y el carrero, con su tersa frente y complacida fisonomía, era el primero en reconocerlo.
Mientras fumaba su vieja pipa con aire grave y pensativo, mientras el reloj holandés hacía oír sin interrupción su monótono tic tac, el fuego brillaba alegremente, y el grillo cantaba a grito pelado; este benigno genio familiar de la casa -porque tal era el grillo- evocó en el espíritu del venturoso John, bajo formas fantásticas, una multitud de imágenes de su felicidad doméstica. Veía Dots de todas las edades y estaturas posibles que llenaban la habitación; Dots, niñas gozosas que corrían delante de él y que cogían las flores del campo; Dots, modestas, tan pronto rechazándole a medias como cediendo a medias, a las súplicas llenas de ternura que él les dirigía en medio de su rudeza; Dots recién casadas, atravesando el umbral de la casa y tomando posesión, como buenas guardadoras del hogar, de las llaves y de los armarios. Dots, madres, servidas por Slowboys ficticias, llevando niños a la ceremonia del bautismo; Dots, más maduras, aunque jóvenes y frescas todavía, vigilando como matronas venerables a otras Dots, hijas suyas, que se entregaban a danzas campestres; Dots, regordetas y redonditas, acosadas, sitiadas como venerandas abuelas por ejércitos de niños sonrosados; Dots, arrugadas, que se apoyaban en sus bastones y andaban lenta e inseguramente. Vio también desfilar ante sus ojos ancianos mandaderos con Boxers viejos y ciegos, tendidos a sus pies; nuevos carruajes conducidos por nuevos cocheros -«Peerybingle hermanos» se leía en el toldo-, mandaderos ancianos y enfermos, cuidados por las manos más dulces del mundo, y tumbas de mandaderos muertos, muertos tiempo ha, cubiertas de verde musgo en el fondo de los cementerios. Y mientras el grillo le hacía ver todas estas cosas -porque lo cierto es que las veía distintamente aunque sus ojos permaneciesen fijos en las llamas del hogar-, el mandadero se sentía feliz y satisfecho y daba gracias con toda el alma a sus dioses domésticos, sin acordarse más de Gruff y Tackleton.
¿Pero a qué viene esa imagen de joven que el mismo grillo-hada coloca tan cerca del taburete de Dot, y que permanece solo y en pie? ¿Por qué se quedaba junto a ella, con el brazo apoyado en la campana de la chimenea y repitiendo constantemente: «¡Casada y no conmigo!»?
¡Dot, Dot! ¡Sospechar de Dot! No; semejante idea no puede ocupar un lugar entre las visiones de vuestro marido. Pero, en tal caso, ¿por qué la sombra desconocida ha pasado por su hogar?
I
Solitos en su rincón, como dicen los libros de cuentos -cuyas benéficas narraciones habréis bendecido cien veces, por lo bien que saben disipar la monotonía de este mundo prosaico-, vivían Caleb Plummer y su hija ciega; solitos en su rincón, esto es, en una casucha de madera llena de hendeduras, en un verdadero cascarón de nuez, que era algo así como una verruga situada en la preeminente nariz, de ladrillo, de Gruff y Tackleton. La propiedad de Gruff y Tackleton se extendía a lo largo de media calle; en cambio, la casita de Caleb Plummer se hubiera derribado fácilmente de un martillazo o dos, y sus escombros habrían cabido fácilmente en una carreta.
Si algún transeúnte hubiese hecho a la casa de Caleb Plummer el honor de notar su desaparición, una vez realizada la expedición que acabamos de indicar, hubiera sido indudablemente con el único objeto de aprobar sin vacilación el derribo, calificándolo de mejora evidente. Estaba la casucha adherida a la casa de Gruff y Tackleton como un marisco a la quilla de una nave, como un caracol a una puerta o una mata de setas al tronco de un árbol. En cambio, era el germen de que brotara el tronco vigoroso y soberbio de Gruff y Tackleton; y bajo su ruinoso techo el antepenúltimo Gruff había fabricado en pequeña escala juguetes para toda una generación de niños y niñas de su tiempo, que, empezando por jugar con ellos, habían concluido por desmontarlos y romperlos antes de irse a la cama.
He dicho que Caleb y su hija ciega vivían allí; más exacto sería afirmar que el morador era Caleb, pero que su pobre hija tenía otra residencia, un palacio de hadas adornado y amueblado por Caleb, en cuyo recinto la necesidad y la estrechez eran completamente desconocidas, en cuyo recinto jamás pudieron penetrar las angustias de la vida. No obstante, Caleb no era ningún hechicero; era sencillamente un maestro consumado en la única magia que las edades nos conservaron: la magia del amor abnegado e imperecedero; la naturaleza había dirigido sus estudios y le había comunicado el arte de hacer milagros.
La cieguecita no supo jamás que los techos amarilleaban, que las paredes estaban manchadas y dejaban al descubierto grandes extensiones de yeso, y que las vigas carcomidas se hundían cada vez más. La cieguecita no supo nunca que el hierro se enmohecía, que la madera iba pudriéndose, que el papel se gastaba y que la misma casa perdía insensiblemente su forma, sus dimensiones y sus proporciones regulares. La cieguecita no llegó a saber que encima del aparador no había más que una miserable vajilla de barro; que el pesar y el desaliento reinaban en la casa y que los escasos cabellos de Caleb se blanqueaban más y más ante los ojos apagados de su adorada compañera. La cieguecita ignoró constantemente que la mísera pareja tenía un amo frío, exigente, insensible; en una palabra, no supo jamás que Tackleton fuese Tackleton. La cieguecita creía, por el contrario, que Tackleton era un hombre original, que gustaba de embromarlos, y que, desempeñando con respecto a ellos el papel de ángel de la guarda, rechazaba toda muestra de reconocimiento que pudiesen ofrecerle.
Y todo, todo se lo debía la cieguecita a Caleb, todo se lo debía a su excelente padre. Pero Caleb tenía también un grillo en su hogar; y mientras él escuchaba melancólicamente su canto, cuando la niña ciega y privada ya de su madre era muy pequeñita todavía, el buen espíritu del hogar le había inspirado la idea de que el gran infortunio de su hija casi podría ser considerado como una merced del cielo, que permitiría llevar la felicidad a su existencia. Porque es de saber que los grillos forman una tribu de espíritus poderosos, aunque la gente que con ellos se relaciona lo ignore casi siempre; y en el mundo invisible no existen, a buen seguro, voces más dulces y verdaderas, sobre cuyas inflexiones se pueda contar con más fundamento y que nos den con tanta frecuencia consejos suaves y tiernos, que las voces de que se sirven los espíritus del rincón del fuego y del hogar doméstico para comunicarse con el género humano.
Caleb y su hija trabajaban juntos en su taller habitual, o por mejor decir, pasaban encerrados en él toda la vida. La habitación era ciertamente muy rara. Veíanse en ella casas terminadas y sin terminar para muñecas de todos los rangos: moradas de arrabal para las muñecas de condición modesta; viviendas compuestas de una sola habitación, con su correspondiente cocina, para las muñecas de las ínfimas clases sociales; suntuosos palacios para las muñecas del gran mundo. Algunas casas estaban amuebladas ya, siempre de acuerdo con la condición y fortuna de las muñecas que las habitaban; otras podían quedarlo en un momento de la manera más rica y dispendiosa a mediar un solo aviso; bastaba tomar lo necesario de los estantes cargados de sillas, mesas, sofás, camas y todo lo que constituye un mobiliario completo. Los personajes de la alta nobleza, los hidalgos de provincia y el público en general, a quienes estaban destinadas tales habitaciones, yacían acá y acullá tendidos en los cestos, con los ojos inmóviles dirigidos al techo; pero sus rangos estaban marcados, y cada individuo había sido colocado en el lugar que le correspondía. La experiencia nos demuestra cuán difícil es, por desgracia, la perfecta colocación en la vida real; pero los fabricantes de muñecas fueron siempre mucho más hábiles que la naturaleza, que suele aparecer con frecuencia tan caprichosa e imperfecta. Los fabricantes, en lugar de atenerse a las distinciones arbitrarias de la seda, la indiana o los tejidos, habían añadido señaladas diferencias, según las clases, que no permitían confusión alguna. De modo, que la ilustre muñeca de alto linaje tenía miembros de cera de simétrica perfección; en el segundo grado de la escala social se empleaba el cuero y en el grado inferior los retazos de tela grosera. En cuanto a las gentes vulgares, tenían fósforos en lugar de piernas y brazos. Por consiguiente, cada muñeca se encontraba definitivamente establecida en su esfera y sin posibilidad de salir nunca de ella, gracias a estas disposiciones positivas.
Además de las muñecas, la habitación de Caleb Plummer contenía gran número de variadas muestras de su industria; tales eran las arcas de Noé, en las cuales cuadrúpedos y volátiles aprovechaban el recinto lo que no es decible; veíaseles unos sobre otros con inaudita confusión, sin perder el más pequeño espacio. Por una licencia poética, pintoresca y valiente, casi todas las arcas de Noé tenían aldabones en la puerta, apéndices poco naturales quizá, en cuanto parecían suponer visitas matinales como la del cartero; pero se habían puesto con el fin de que nada faltase al exterior del edificio. Veíanse también en la habitación de Caleb Plummer docenas de melancólicas y diminutas carretas, cuyas ruedas exhalaban triste música al girar; muchos violines, tambores y otros instrumentos de tortura; grandes masas de cañones, escudos, espadas, lanzas y fusiles; saltimbanquis minúsculos con calzones rojos, que atravesaban incesantemente a cuál mejor altas barreras de cintas rojas y caían, al otro lado, de cabeza; ancianos de aspecto respetable, por no decir venerable, que saltaban constantemente como locos por encima de clavijas horizontales que a este fin habían sido clavadas en sus propias puertas. Veíanse animales de todas suertes; particularmente caballos de todas las razas, desde el cilindro salpicado sostenido por cuatro estacas con una panoja en vez de crin, hasta el caballo saltador pur sang animado de indomable ardor. Hubiera sido difícil enumerar todas las figuras grotescas, siempre prontas a cometer los mayores absurdos mediante una vuelta de manubrio. No hubiera sido fácil citar alguna locura humana, algún vicio o alguna dolencia, cuyo tipo más o menos exacto no se hallase en la habitación de Caleb Plummer. No quiere decir esto que Caleb hubiese recurrido a formas exageradas, porque no se necesitan grandes manubrios para hacernos ejecutar en el mundo a todos, hombres y mujeres, vueltas mucho más raras que las del juguete más extravagante.
En medio de tan heterogéneos objetos, Caleb y su hija trabajaban sentados; la pobre ciega arreglaba una muñeca y él pintaba y barnizaba la fachada con cuatro ventanas de un hotelito burgués.
Las zozobras que reflejaba la expresión del rostro de Caleb; su aspecto soñador y distraído, que hubiera sentado perfectamente a la fisonomía de un alquimista o de un adepto de las ciencias ocultas, formaban a primera vista extraño contraste con la trivial naturaleza de sus ocupaciones y de las frivolidades que le rodeaban. Pero por más triviales que sean los objetos, cuando se inventan y ejecutan para ganar el pan de cada día, toman un carácter muy serio y grave; y, además, no podría aseguraros que si Caleb hubiese sido lord chambelán, o miembro del Parlamento, o jurisconsulto, o especulador, hubiese juzgado menos frívolos sus nuevos juguetes, al paso que es indudable que los suyos eran más inofensivos.
-¿De modo que estabais fuera, a merced de la lluvia, ayer por la noche, padre mío, con el hermoso traje nuevo? -preguntó la hija de Caleb Plummer.
-Con mi traje nuevo -respondió éste, dirigiendo una rápida mirada hacia una cuerda, de la cual colgaba la tela de embalaje que describimos antes, puesta cuidadosamente a secar.
-¡Cuánto me gusta que lo hayáis comprado, padre mío!
-¡Y a un sastre tan celebrado! Un sastre enteramente a la moda. Es demasiado hermoso para mí.
La cieguecita interrumpió su trabajo y se echó a reír de todo corazón.
-¡Demasiado hermoso, padre mío! ¿Acaso puede haber algo demasiado hermoso para vos?
-No obstante, casi me da vergüenza usarlo -dijo el anciano, espiando el efecto que sus palabras producían en el rostro radiante de su hija-; puedes creerlo. Cuando oigo a grandes y pequeños que dicen detrás de mí: «¡Vaya un encopetado!», no sé qué cara poner. Y ayer por la noche un mendigo no quería soltarme, obstinado en perseguirme mientras yo le aseguraba que era un hombre vulgar: «No, no; vuestro honor no me convencerá de semejante cosa.» Experimenté verdadera confusión y creí en verdad que no tenía ningún derecho al uso de tan hermoso traje.
¡Cuán feliz era la cieguecita! ¡Qué alegría, qué triunfo para ella!
-Os veo, padre mío -dijo cruzando las manos-, tan claramente como si tuviese los ojos, cuya falta no siento nunca mientras permanecéis a mi lado. Un traje azul...
-Azul claro -dijo Caleb.
-Sí, sí; azul claro -exclamó la joven levantando su radiante faz-: del color que me acuerdo haber visto en el cielo... Un hermoso traje azul claro...
-Amplio y cómodo -añadió Caleb.
-¡Sí, amplio y cómodo! -repitió la cieguecita, riendo a carcajada suelta-. ¡Y llevando este traje, padre mío, me parece veros con vuestra mirada gozosa, vuestra cara sonriente, vuestro paso ligero, vuestros cabellos negros y vuestro aspecto tan joven y tan bello!
-¡Basta, basta! -dijo Caleb-. Voy a volverme vanidoso.
-Creo que lo sois ya -exclamó su hija, dirigiéndole, en medio de su regocijo, una señal llena de malicia-. ¡Os conozco, padre mío! ¡Lo he adivinado! ¿Lo veis?
¡Pobre Caleb! No tenía gran semejanza con el retrato delineado por su hija mientras permanecía en su mísera silla contemplando a la desdichada.
Su hija había hablado del paso ligero de Caleb, y en lo que a esta parte concernía tenía razón. Hacía muchos años que Caleb no había atravesado la puerta una sola vez con su paso natural, lento y pesado, sino con un paso ficticio, destinado a engañar el oído de su hija; y ni en las ocasiones en que estuviera más amargado su corazón había olvidado la marcha ligera, calculada para hacer más ligera también la vida de su hija y más fácil su valor. ¡Sólo Dios lo sabe! Pero yo creo, por mi parte, que el vago extravío que reinaba en las maneras de Caleb, era en parte originado por la ficción en que se había voluntariamente colocado, en unión de todos los objetos que le rodeaban; por la ficción de aquella perpetua comedia a que se condenara por amor a su hija. Forzosamente el pobre hombrecito había de conservar su aspecto extraviado, después de tantos esfuerzos hechos durante largos años con el fin de destruir su propia identidad y la de todos los objetos que le interesaban.
-Está concluida -dijo Caleb, retrocediendo un paso o dos para juzgar mejor el mérito de su obra-, y tan próxima a la realidad como cincuenta céntimos a una pieza de diez sueldos. ¡Lástima que la fachada de la casa se abra de una sola vez! ¡Si pudiésemos poner una escalera y puertas regulares para penetrar en cada habitación!... He aquí los inconvenientes del oficio; paso la existencia entera forjándome ilusiones, engañándome a mí mismo.
-Habláis en voz muy baja, padre mío. ¿Estáis fatigado?
-¡Fatigado! -repitió Caleb con vivaz empuje-. ¿Qué podría fatigarme? Nunca me fatigué, Berta. ¿Qué quieres decir con estas palabras?
Y para dar fuerza incontestable a sus aserciones se interrumpió a sí mismo en el momento en que involuntariamente iba a imitar a dos figurillas bonachonas que levantaban los brazos y bostezaban sobre el tapete de la chimenea, imágenes perfectas del hastío eterno desde la punta de los pies hasta la punta de los cabellos; y luego empezó a tararear el estribillo de una canción. La canción era báquica; una picardía a la mayor honra del vino espumoso, y Caleb la entonó con voz tan sorprendente, con tan notable animación, que el gozoso canto hacía resaltar mil veces más la delgadez y la congoja de su semblante.
II
-¿Qué es esto? ¿Pues no me ha parecido oíros cantar? -dijo Tackleton asomando la cabeza por la puerta-. ¡Continuad! ¡Continuad! Yo no tengo gana de cantar.
En verdad, nadie hubiera puesto en duda su aserto. No traía cara de cantar cancioncillas.
-No sería yo quien se permitiese cantar -dijo Tackleton-. Me encanta que podáis hacerlo vosotros. Espero que la canción no estorbará vuestra tarea, aunque no sobre el tiempo para hacer ambas cosas a la vez.
-¡Si pudieses verle! -murmuró Caleb al oído de su hija-. ¡Cómo guiña el ojo, Berta! ¡No he visto hombre más gracioso! Si no le conocieras, llegarías a creer que habla en serio, ¿verdad?
La cieguecita sonrió e inclinó la cabeza afirmativamente.
-Cuando un pájaro sabe cantar y no quiere, hay que forzarle, según el proverbio -gruñó Tackleton-; pero cuando un murciélago, que no sabe cantar, que no debería cantar, canta a pesar de todo, ¿qué hay que hacerle?
-¡Qué miradas tan picarescas nos dirige en este instante! -dijo Caleb a su hija-. ¡Cielo santo!
-¡Siempre alegre, siempre de buen humor cuando viene a vernos! -exclamó Berta, sonriendo.
-¡Ah! ¿Estáis aquí? -respondió Tackleton-. ¡Pobre idiota!
La creía realmente idiota; y se fundaba para creerlo, sea por instinto o por reflexión, en el amor que ella le profesaba.
-Pues bien; puesto que estáis ahí, ¿cómo os encontráis? -preguntó Tackleton con tono malhumorado.
-¡Bien, muy bien! Tan feliz como podáis desear, tan feliz como querríais hacer a todo el mundo, si dependiese de vos.
-¡Pobre idiota! -murmuró Tackleton-. ¡Ni un asomo de razón, ni el menor asomo!
La cieguecita le tomó la mano y la besó; la estrechó un momento entre las suyas, y apoyó en ella su mejilla tiernamente antes de soltarla. Hubo en esta caricia tanto afecto, una expresión tan viva de reconocimiento, que el mismo Tackleton se conmovió hasta el punto de decir con un gruñido menos brutal que de costumbre:
-¿Qué tenéis?
-La coloqué al lado de mi almohada hasta que me fui a dormir ayer por la noche y la soñé. Luego, cuando el día ha llegado, al levantarse el Sol en todo su esplendor..., el Sol rojo, ¿verdad, padre?
-Rojo mañana y tarde, Berta -respondió el pobre Caleb, dirigiendo una mirada llena de profunda tristeza a Tackleton.
-Al levantarse el Sol y mientras su brillante luz, con la que temo siempre tropezar, ha entrado en la habitación, hacia la luz he colocado el pequeño arbusto, bendiciendo al cielo que ha creado cosas tan lindas, y a vos que me las enviáis para hacerme dichosa.
«¡Loca desatada! -pensó Tackleton-. Pronto llegaremos a la camisa de fuerza y a las esposas. ¡Progresamos, progresamos!»
Caleb, con las manos juntas, lanzaba miradas vagarosas, mientras hablaba su hija, como si realmente se preguntase -y creo que así era- si Tackleton había hecho algo para merecer la gratitud de Berta. Si al pobre Caleb, en aquel instante, se le hubiese concedido libertad completa para escoger entre echar de su casa a puntapiés al comerciante de juguetes, o caer a sus plantas reconociendo sus mercedes, creo que se hubiera podido apostar por los dos extremos con las mismas probabilidades de acierto. No obstante, sabía perfectamente que era él mismo quien con sus propias manos había traído a su casa tan cuidadosamente el rosal para su hija, y que eran sus mismos labios los que habían forjado este engaño para borrar en su hija la menor sospecha de las privaciones numerosas, infinitas, que se imponía diariamente para ofrecerle algunos goces más.
-Berta -dijo Tackleton afectando calculadamente un poquillo de cordialidad-, acercaos.
-¡Oh, me acercaré a vos sin ir a tientas! -respondió Berta-. No tenéis necesidad de guiarme.
-¿Queréis que os diga un secreto?
-Lo quiero -respondió con entusiasmo.
¡Cuán radiante, cuán espléndida se puso aquella cara hundida en las tinieblas! ¡Qué aureola tan luminosa rodeó a aquella cabeza en postura interrogante!
-Éste es el día en que la pequeña... ¿Cómo se llama? la niña mimada, la mujer de Peerybingle, os hará la visita habitual para disfrutar su extravagante merienda, ¿verdad? -añadió Tackleton con pronunciada expresión de desdén hacia la agradable expansión tradicional.
-Sí, es hoy -respondió Berta.
-Así me lo ha parecido -repuso Tackleton-. Pues bien; quisiera ser de la partida.
-¿Lo oís, padre mío? -exclamó la cieguecita enajenada y fuera de sí.
-Sí, sí, lo he oído -murmuró Caleb con mirada fija de sonámbulo-; pero no lo creo. Será una de tantas ilusiones que me complazco en forjar.
-No; veréis... Es que... deseo aproximar un poco los Peerybingle a May Fielding... Querría que se relacionasen... ¡Voy a casarme con May!
-¡Casaros! -exclamó la cieguecita alejándose bruscamente de él.
-¡El diablo confunda a la idiota! ¡Ya preví que no podría hacerle comprender mi idea! Sí, Berta, me caso. La iglesia, el ministro, el sacristán, el pertiguero, la carroza de cristales, las campanas, el desayuno, la torta de la novia, las cintas de seda, los clarinetes, los trombones y todo el alboroto; una boda, ¿entendéis?, una boda. ¿Sabéis bien lo que es una boda?
-Lo sé -dijo la cieguecita dulcemente-, lo comprendo.
-¿De veras? -murmuró Tackleton-. ¡Gran fortuna! Pues bien; he aquí por qué deseo ser de la partida y traer conmigo a May y su madre. Os enviaré por la mañana alguna cosilla, una pierna fría de carnero, u otra golosina cualquiera de la misma clase. ¿Me esperaréis?
-Sí -respondió Berta.
Había dejado caer la cabeza sobre el pecho y se había vuelto hacia el otro lado; y permanecía en esta postura en pie, con las manos enlazadas, inmóvil y soñadora.
-No creo que me esperaréis -murmuró Tackleton echándole una mirada-. Parece que lo hayáis olvidado todo. ¡Caleb!
-Supongo que puedo atreverme a creer que estoy aquí -pensó Caleb-. ¡Señor!
-Procurad que Berta no olvide lo que le he dicho.
-¡Oh, no temáis! No olvida nunca. Es la única cosa que no sabe hacer.
-Cada cual llama cisnes a sus gansos -gruñó el comerciante de juguetes levantando los hombros-. ¡Pobre diablo!
Después de esta observación maligna, emitida con actitud de soberano desprecio, Gruff y Tackleton se retiraron.
Berta permaneció en el mismo lugar en que él le había dejado, entregada por completo a sus tristes pensamientos. La alegría había desaparecido de su semblante brumoso, lleno ya de profunda melancolía. Tres o cuatro veces sacudió la cabeza como si llorase el recuerdo de un bien perdido; pero sus dolorosas reflexiones no encontraron palabra alguna con que expansionarse.
Caleb, por su parte, estaba ocupado desde algún tiempo en fijar a un coche un tiro de caballos por medio de un procedimiento excesivamente sencillo, que consistía en clavar el arnés en la carne viva del animal. Terminaba ya, cuando su hija se aproximó a su escabel de trabajo y se sentó a su lado, diciendo:
-Padre mío, conozco que he vuelto a caer en la soledad y en las tinieblas. Necesito mis ojos, mis ojos pacientes y prontos a todas horas.
-Helos aquí -respondió Caleb-, prontos en verdad a todas horas. Son más tuyos que míos, Berta, y puedes disponer de ellos en cualquier instante. ¿De qué modo pueden serte útiles tus ojos?
-Mirad alrededor del cuarto.
-Ya estoy listo -dijo Caleb-. Dicho y hecho, Berta.
-Describídmelo.
-Está como siempre -notó Caleb-, sencillo, pero muy cómodo. Los vivos colores de las paredes, las flores brillantes de los platos, la madera, que aparece limpia y brillante dondequiera que haya vigas y tableros, y el conjunto de alegría y aseo de la casa le dan un aspecto lindísimo.
En efecto: la casa estaba aseada y alegre en el espacio a que podía llegar la mano de Berta; pero en ninguna otra parte se notaba alegría, ni aseo posible, en el antiguo soportal agrietado que la imaginación de Caleb transformaba por arte de encantamiento.
-Lleváis la ropa de trabajo y no estáis vestido tan elegantemente como cuando lleváis el vestido nuevo -dijo Berta, tocando a su padre.
-No tan elegantemente -respondió Caleb-; pero ya estoy bien así.
-Padre mío -dijo la cieguecita acercándosele y pasándole el brazo alrededor del cuello-; habladme de May. ¿Es muy hermosa?
-Sí, ciertamente -dijo Caleb.
Y era verdad. Pocas veces Caleb tuvo que recurrir menos a su imaginación.
-Tiene cabellos negros -añadió Berta, pensativa-, más negros que los míos. Su voz es dulce y armoniosa, lo sé; muchas veces me he complacido oyéndola. Su tipo...
-¡No hay en toda la habitación una muñeca que pueda comparársele! ¡Y sus ojos!...
Pero se detuvo, porque Berta se había colgado más estrechamente a su cuello, y el brazo que le rodeaba le hizo sentir una presión convulsiva, de la que comprendió con demasiada claridad el significado.
Tosió un momento, dio algunos martillazos a sus caballitos vivarachos, y volvió a tararear la canción báquica del vino espumoso, que era su infalible recurso en semejantes dificultades.
-¡Nuestro amigo, nuestro padre, nuestro bienhechor! Nunca me canso de oír hablar de él. ¿Querréis creerlo? ¡Nunca me canso!
-No; claro está -respondió Caleb-, y con razón.
-Sí, sí, con razón -exclamó la cieguecita.
Y pronunció con tanto calor estas palabras, que Caleb, a pesar de la pureza de sus intenciones al engañar la simplicidad de su hija, no osó mirarla a la cara; bajó, por el contrario, los ojos, como si Berta hubiese podido leer en ellos su ficción.
-Pues habladme de él, querido padre -dijo Berta-, una vez y otra. Su rostro benévolo, bueno, tierno, honrado, lleno de franqueza; estoy segura de ello. El corazón generoso que procura ocultar todas sus bondades bajo la apariencia de la rudeza y del mal humor, debe hacerse traición en cada una de sus miradas.
-Cosa que le ennoblece -añadió Caleb con tranquila desesperación.
-Que le ennoblece -repitió la cieguecita-. ¿Tiene más edad que May?
-Sí -dijo Caleb, como a pesar suyo-. Es algo más viejo que May. Pero no importa.
-¡Sí, sí, padre mío! Ser su paciente compañera en la dolencia de la vejez, su guardiana atenta en la enfermedad, su amiga fiel en el sufrimiento y en la aflicción, trabajar por él ignorando la fatiga, velar por él, consolarle, sentarse junto a su cama, hablarle cuando esté despierto ¡qué privilegios tan dichosos para su mujer! ¡Qué ocasiones para probarle toda su fidelidad y su rendimiento! ¿La creéis capaz de hacer todo esto, padre mío?
-Sin duda alguna -respondió Caleb.
-Si es así, amo a May, padre mío; ¡puedo amarla con toda el alma! -exclamó la cieguecita.
Y pronunciando estas palabras, apoyó su pobre semblante, privado de luz, en el hombro de Caleb, llorando de tal manera, que éste quedó casi pesaroso de haberla causado una felicidad acompañada de tantas lágrimas.
III
No hubo poco alboroto al día siguiente en casa de John Peerybingle. La señora Peerybingle, naturalmente, no podía dirigirse a lugar alguno sin el chiquitín, y se necesitaba algún tiempo para cargar con él. No quiere decir esto que la señora Peerybingle se hubiese de preocupar mucho de la susodicha mercancía bajo el doble aspecto del peso y del volumen; pero eran indispensables para realizar semejante operación una multitud infinita de cuidados y de precauciones sucesivas. Por ejemplo, cuando se hubo llegado paso a paso a cierto punto de su toilette, en cuyo punto hubierais podido suponer razonablemente que con dos o tres toques más nada le hubiera faltado para considerarse como uno de los muñecos mejor empaquetados del orbe, y a punto de desafiar valientemente al mundo entero, hubo que ponerle de pronto un gorro de franela y conducirle a la cuna, haciéndole desaparecer entre dos sábanas por espacio de una hora. Arrancáronle luego a ese estado de inacción y apareció coloradote y dando gritos atroces. Hiciéronle tomar... ¡vaya!, preferiría, si me lo permitieseis, hablar de un modo general..., un piscolabis; después de lo cual se fue a dormir de nuevo. La señora Peerybingle aprovechó este intervalo para ponerse tan rozagante como la que más; y durante esta breve tregua miss Slowboy vistiose un trajecillo de forma tan sorprendente e ingeniosa, que no parecía haber sido confeccionado para ella ni para mujer alguna; era una cosa estrecha que caía en forma de orejas de perro, sin parecerse a ningún otro traje y sin ninguna relación con cualquiera otra prenda de vestir. Luego, el chiquitín, vuelto de nuevo a la existencia, fue embozado por los esfuerzos reunidos de la señora Peerybingle y miss Slowboy, en un manto de color crema; luego le pusieron una gorrita de indiana en forma de tarta. Terminados estos preparativos, bajaron los tres hasta la puerta. Por cierto que el caballo había ya ganado con creces el importe de su trabajo diario, llenando el suelo de autógrafos impacientes, mientras lejos de él, perdiéndose en la obscuridad, el impetuoso Boxer se volvía hacia su camarada como si le invitase a partir sin aguardar la orden de su amo.
Poco conoceríais al honrado John si creyeseis que se necesitó una silla u otro objeto semejante para ayudar a la señora Peerybingle a subir al carro. Antes que hubieseis tenido tiempo de verla en sus brazos, estaba ya sentada en su sitio, fresca y colorada, y decía:
-¿En qué pensáis, John? Acordaos de Tilly.
Si se me permitiese hablar de las piernas de una joven, notaría, a propósito de las de Tilly Slowboy, que, a causa de una fatalidad singular, estaban expuestas sin tregua a todo género de averías, y que su dueña no efectuaba el menor movimiento de ascenso o descenso sin trazarse en ellas una raya, del mismo modo que Robinsón Crusoe señalaba los días en su calendario de madera. Pero como estas reflexiones podrían parecer inconvenientes, las guardaré para mí.
-John -prosiguió Dot-, ¿habéis tomado el cesto que contiene el pastel de jamón, algunas otras cosillas y las botellas de cerveza? Si no lo habéis recogido, tenemos que volver en seguida.
-Me gusta la cachaza que tenéis -dijo el mandadero- de hablarme de desandar el camino, después de haberme hecho retrasar más de un cuarto de hora.
-Lo siento mucho, John -repuso Dot muy turbada-; pero de ningún modo me atrevería a presentarme en casa de Berta..., de ningún modo, John..., sin el pastel de jamón, las demás cosillas y las botellas de cerveza. ¡Soo!...
La última palabra se dirigía al caballo, que no hizo el menor caso.
-¡Deteneos, John, os lo suplico! -exclamó la señora Peerybingle.
-Podríais pedir que me detuviese -respondió John-, si hubiese olvidado algo. El cesto está en el carruaje, en lugar seguro.
-¡Qué corazón de monstruo tenéis, John! ¡Y no habérmelo dicho en seguida! Por todo el oro del mundo no hubiera ido a casa de Berta sin el pastel, las demás cosillas y las botellas de cerveza. Invariablemente, cada quince días, desde que nos casamos, celebramos con Caleb y su hija nuestras fiestecillas. Si cualquier incidente turbase su regularidad, me parecería un funesto presagio.
-Vaya, no tuvisteis mala idea el día en que se os ocurrió iniciar esta costumbre -dijo el mandadero-, y esto os honra, mujercita.
-Querido John -respondió Dot ruborizándose-, no digáis estas cosas. ¡Cielo santo!
-A propósito -observó el mandadero-, ese anciano...
Nueva turbación por parte de Dot, y por cierto muy visible.
-Es extraño, muy extraño -prosiguió John mirando hacia adelante-. No puedo explicármelo. Sigo suponiendo que nada hemos de temer de su parte.
-No, no, de ningún modo... Estoy...,estoy enteramente segura de su honradez.
-¿De veras? -preguntó el mandadero, dirigiéndole su mirada, atraída por la vivacidad de su lenguaje-. Me satisface que estéis tan convencida de ello, porque confirmáis mis ideas. De todos modos, es muy curioso que se le ocurriese pedirnos hospitalidad. ¡Se ven cosas tan raras en el mundo!
-¡Qué cosas tan raras! -repitió Dot en voz baja, tan baja que apenas se oía.
-A pesar de todo, es un viejo gentleman -añadió John-, que paga como buen gentleman; de manera, que bien creo que pueda fiarse uno de su palabra como de la palabra de un gentleman. Esta mañana he conversado largamente con él; me entiende mejor, lo cual, según dice, es debido a que se va acostumbrando a mi voz. Me ha hablado mucho de sí mismo. ¡Qué preguntas tan particulares me ha hecho! Le he dicho que yo hacía dos viajes, como sabéis, obligado por mi oficio; un día, a la derecha, salida de casa y vuelta, y al día siguiente a la izquierda, salida de casa y vuelta -porque él es extranjero y desconoce los nombres de los pueblos-; me pareció quedar satisfecho. «De modo que esta noche volveré a casa -me ha dicho- siguiéndoos a vos, siendo así que creía, por el contrario, que hoy tomaríais el camino opuesto. ¡Muy bien! Quizá os moleste todavía rogándoos que me ofrezcáis de nuevo un lugar en vuestro carruaje; pero me comprometo a no caer otra vez en sueño tan profundo como el pasado». Porque, lo que es la otra vez, dormía profun... ¿En qué pensáis, Dot?
-¿En qué pienso? Os... os... escuchaba.
-¡Bien, bien! -dijo el mandadero-. Temí, al ver vuestro aspecto distraído, haber hablado con tanto exceso, que os hubiese llevado a pensar en otra cosa. He estado a punto de creerlo.
Dot no respondió ni una sola palabra, y el carruaje siguió por algún tiempo avanzando en silencio. Pero no era cosa fácil la mudez en el carruaje de John Peerybingle, porque cuantos pasaban por su camino tenían algo que decirle, aunque sólo fuese un «¿Cómo estáis?», y realmente, no solían decirle cosas de mucha más importancia. Y era necesario responder con toda la cordialidad posible, no sólo con una inclinación de cabeza o una sonrisa, sino con un saludable ejercicio de pulmones, ni más ni menos que si se tratase de un discurso de grandes alientos, pronunciado en la Cámara. Algunos caminantes, peatones o jinetes, acercábanse a uno y otro lado del carro, marchando así un rato para charlar, y entonces se hablaba de lo lindo de una y otra parte.
Luego, Boxer daba lugar a amistosos reconocimientos recíprocos mejor de lo que hubieran sabido hacerlo media docena de cristianos. Todo el mundo conocía al perro, especialmente las gallinas y los cerdos, que al notar que Boxer se aproximaba, mirando de soslayo, con las orejas levantadas para escuchar junto a las puertas y con la extremidad de la cola en forma de trompeta, retirábanse inmediatamente a los lugares más escondidos de la casa, sin aguardar el honor de trabar con él más íntimo conocimiento. Boxer se cuidaba de todo: se perdía en los más insignificantes recodos, miraba el fondo de los pozos, penetraba con gran empuje en el interior de las chozas, saliendo luego con la misma petulancia; hacía irrupción en las casas de los maestros de escuela, aterrorizaba los palomos, hacía encrespar la cola de los gatos y se paseaba por los figones como persona bien enterada de los alrededores del camino.
Dondequiera que fuese, se oía una voz que decía: «¡Ea, aquí está Boxer!», y el dueño de la voz salía en seguida, acompañado de dos o tres personas por lo menos, para saludar a John Peerybingle y a su linda mujercita.
Los fardos y los paquetitos colocados encima del carruaje de John eran muy numerosos, por cuyo motivo el mandadero se detenía con frecuencia para entregar o recibir. Y estos momentos no constituían, por cierto, la parte menos agradable del viaje. Algunos esperaban los paquetes con gran impaciencia; otros se maravillaban al recibirlos, y los de más allá no cesaban de recomendar especialmente sus paquetes. El mismo John se tomaba un interés tan real por todos los paquetes, que de él resultaban frecuentes escenas de comedia. Además, John no podía encargarse de algunos artículos sin madura reflexión, sin discusión previa; y tenían lugar entre el mandadero y los expedidores largas conferencias en toda regla, a las que solía asistir Boxer, haciéndose notar en ellas por breves accesos de muy seria atención, y, sobre todo, por largos accesos de locura en que corría como un desesperado alrededor del grave areópago ladrando hasta enronquecerse. Dot, inmóvil en su asiento, dentro del carruaje, se entretenía con todos estos incidentes, y al mirar al exterior formaba un lindísimo cuadro, bajo el marco del toldo. De modo, que puedo aseguraros que los jóvenes, al verla, nunca dejaban de tocarse con el codo, mirarse unos a otros, hablar bajo y envidiar la suerte del feliz John; y el feliz John se arrobaba al notarlo, porque estaba orgulloso de su mujercita y sabía que Dot no hacía caso de los admiradores..., aunque tampoco le disgustase oírles.
El viajecito no se hacía con tiempo despejado, porque corría a la sazón el mes de enero y el tiempo era frío y rudo. Pero, ¿quién se inquietaba por tan poco? No sería Dot, seguramente; ni Tilly Slowboy, porque para ella, ir en coche, de cualquier modo que fuese, era el supremo grado de las dichas humanas, el colmo de las esperanzas del miserable mundo; ni el niño, me atrevería a jurarlo, porque jamás niño alguno, cualquiera que fuese su capacidad bajo este doble aspecto, estuvo más caliente ni más profundamente dormido que el bienaventurado Peerybingle menor, durante toda la ruta.
No se podía divisar grandes distancias a consecuencia de la bruma, pero ésta no era impenetrable ni mucho menos. Admira ciertamente el gran número de cosas que pueden verse entre una bruma más espesa todavía que aquélla por poco que quiera tomarse el trabajo de mirar. En fin: sólo el contemplar desde el asiento las rondas de hadas(5) y los montones de escarcha, que permanecían aún a la sombra de los vallados y los árboles, constituía una agradable ocupación; esto sin contar con las formas impensadas que presentaban los árboles de pronto, desprendiéndose de la bruma para hundirse en ella de nuevo. Los setos, enmarañados, despojados de sus hojas, abandonaban al viento gran número de guirnaldas marchitas; pero este espectáculo no era entristecedor. Resultaba, al contrario, agradable, porque hacía resaltar mucho más el atractivo de un rincón del hogar que poseyerais durante el invierno, y os hacía más hermosa la esperanza de la próxima primavera. El río parecía aterido, pero seguía corriendo y aun corría dulcemente; sólo que el curso era algo lento y torpe, pero no importaba; no por eso se helaría con menos dilación cuando el frío se hiciese sentir con todo su rigor, y entonces todo el mundo iría allí a patinar, a resbalar, y las viejas barcazas, aprisionadas por el hielo junto al muelle, echarían humo por las chimeneas enmohecidas, disfrutando un poco de agradable ocio.
Más lejos, en el campo, ardía un montón de yerbajos y rastrojos. Los viajeros contemplaron el fuego de pálido aspecto que dejaba ver a la luz del día, a través de la bruma, y aquí y allá, la claridad de una llama rojiza, hasta que Miss Slowboy, a consecuencia de la observación que hizo de que «el humo le subía a la nariz» -era su costumbre cuando algo le molestaba-, se sofocó y despertó al niño, que ya no quiso volver a dormirse.
IV
Boxer, que se había adelantado cosa de un cuarto de milla, había ya pasado los arrabales del pueblo, llegando al rincón de la calle en que vivían Caleb y su hija. De modo que mucho tiempo antes que los Peerybingle hubiesen llegado a la puerta de la casa, Caleb y la cieguecita estaban en la acera dispuestos a recibirlos.
Boxer, dicho sea de paso, en sus relaciones con Berta hacía ciertas distinciones sutiles que nos permiten creer, sin duda alguna, que conocía su ceguera. No procuraba nunca llamar su atención mirándola, como solía hacerlo con los demás; siempre se acercaba a ella para darse a conocer por medio del tacto. Ignoro la experiencia que pudiese haber adquirido acerca de la ceguera de los hombres o de los perros; no había vivido nunca con ningún ciego, ni el señor Boxer padre, ni la señora Boxer, ni ningún otro miembro de su respetable familia, tanto de la rama paterna como de la materna, sufrió semejante dolencia, que yo sepa. Quizá había llegado a sus conclusiones sorprendentes por medio de un proceso individual; pero lo indudable es que sabía comunicarse perfectamente con los ciegos. Sujetó, pues, a Berta por los bajos de su vestido sin soltar la presa hasta que la señora Peerybingle, el niño, miss Slowboy y el cesto hubieron entrado en la casa unos tras otros.
May Fielding había llegado ya con su madre, una mujercita vieja, gruñona, de faz malhumorada, que gracias a haber conservado una cintura flexible como un junco, tenía fama de haber lucido durante su juventud uno de los talles más distinguidos de su época. Sea porque en otro tiempo se hubiese visto en mejor situación económica, sea por conservar la idea de que hubiera podido alcanzarla si hubiese llegado algo que no llegó nunca y que no parecía tener la menor probabilidad de llegar, afectaba los modales de las personas elegantes y adoptaba aires de protección. Gruff y Tackleton estaba también allí, haciéndose el agradable con el aspecto de un hombre que se encuentra tan a su gusto y tan incontestablemente en su elemento propio como un salmón recién nacido en la cima de la gran pirámide.
-¡May, amiga del alma! -exclamó Dot, corriendo a su encuentro-. ¡Qué felicidad!
Su amiga del alma estaba tan gozosa como la misma Dot; era un espectáculo delicioso el que May y Dot dieron al abrazarse. Hay que confesar que Tackleton era hombre de buen gusto: May era encantadora.
A veces, cuando estamos acostumbrados a admirar una cara bonita, y un día la vemos por casualidad junto a otra cara bonita, la comparación nos inclina a encontrar la primera vulgar y sosa. Pues bien; entonces ocurrió todo lo contrario, tanto por parte de Dot como por la de May, tanto por parte de May como por la de Dot; porque la cara de Dot hacía sobresalir la de May, y la cara de May la de Dot, de un modo tan natural y tan agradable que, como estaba pronto a decir John Peerybingle al entrar en la habitación, hubieran debido ser hermanas, aserción que, a decir verdad, parecía muy acertada.
Tackleton había llevado la pierna de carnero y, ¡caso prodigioso!, una torta a modo de extraordinario -bien podemos permitirnos un poquillo de prodigalidad cuando se trata de nuestras novias; no nos casamos todos los días-. Uniéronse a estas golosinas el pastel de jamón y las «demás cosillas», como decía la señora Peerybingle, esto es: nueces, naranjas, pastelillos y otras menudencias. Cuando se sirvió la comida, a la que se había añadido el escote de Caleb, que consistía en una enorme cazuela llena de patatas humeantes -una convención solemne le prohibía aportar otros comestibles-, Tackleton condujo a su futura suegra al lugar preferente. Para mostrarse más digna de él en semejante solemnidad, la majestuosa anciana se había adornado con un gorro calculado para inspirar sentimientos de respetuoso temor a los más indiferentes. Calzaba guantes. ¡Antes morir que renunciar al bien parecer!
Caleb se sentó cerca de su hija; Dot al lado de su amiga de la infancia; el mandadero se sentó al extremo de la mesa. Miss Slowboy quedó momentáneamente aislada de todo mueble que no fuese la silla en que se sentaba, a fin de que no tuviese a su alcance obstáculo alguno en que pudiese tropezar la cabeza del niño.
Como Tilly contemplase a su alrededor con aspecto asombrado las muñecas y los juguetes, éstos a su vez la miraron también abriendo los ojos desmesuradamente. Los ancianos de aspecto venerable -todos en pleno ejercicio de cabriolas contra la puerta de sus casas- demostraban sentir particular interés por la fiesta; parábanse a veces antes de saltar, como si escuchasen la conversación; luego empezaban de nuevo con energía hercúlea su extravagante salto un sinnúmero de veces, como si sus perpetuos tumbos les causasen frenético alborozo. Lo que es muy seguro es que, por poco dispuestos que estuviesen dichos ancianos a experimentar un maligno placer ante la cómica situación de Tackleton, podían hacerlo a su sabor con sobrado motivo. Tackleton estaba lejos de su esfera; cuanto más alegre se sentía su futura en compañía de Dot, menos le gustaba el cariz de la reunión, aunque él la hubiese provocado. Porque hay que notar que Tackleton era un verdadero haz de espinas; cuando todos reían, sin que él comprendiese la causa, sospechaba inmediatamente que se reían de él.
-¡May de mi alma! -exclamó Dot-. ¡Cómo hemos cambiado! ¡Cuánto rejuvenece hablar de los felices tiempos de la escuela!
-Me parece que no sois muy vieja todavía -interrumpió Gruff y Tackleton.
-¡Mirad qué marido tengo tan serio, tan grave! Añade, por lo menos, veinte años a los míos, ¿no es verdad, John?
-Cuarenta -respondió éste.
-Y vos -continuó Dot riendo-, ¿cuántos años añadiréis a los de May? No puedo decirlo exactamente; pero a su próximo cumpleaños no tendrá menos de un siglo.
-¡Ja, ja! -exclamó Tackleton, pero con una risa hueca como un tambor, acompañándola de cierta mirada dirigida a Dot que parecía revelar la siniestra idea de retorcerle el cuello.
-Amiga May -añadió Dot-: ¿os acordáis de qué modo charlábamos en la escuela sobre los maridos que llegaríamos a tener un día? ¡Cuán hermoso, joven, alegre y amable quería yo al mío! ¡Y el vuestro, May! Querida mía, no sé si reír o llorar, al acordarme de las locuras de nuestra juventud.
May pareció estar resuelta sobre el partido que debía tomar; sus mejillas coloreáronse vivamente, y las lágrimas acudieron a sus ojos.
-¿Y aquellos jóvenes de carne y hueso en que habíamos pensado algunas veces pasándoles revista? -continuó Dot-. ¡Cómo podíamos figurarnos el camino que tomarían las cosas! No había yo pensado nunca en John, a buen seguro. Y si os hubiese dicho que os casaríais con el señor Tackleton, me hubierais administrado un lindo soplamoco. ¿No es verdad, May?
Aunque May no lo afirmara, no lo negó; no pensó ni por un instante en tomar tal resolución.
Tackleton reía, reía destempladamente, o, mejor aun, gritaba en vez de reír. John Peerybingle reía también, pero con su risa habitual franca y bonachona, de modo que su risa era un murmullo al lado de la risa de Tackleton.
-Y, a pesar de todo -dijo éste-, no habéis podido escapar, no habéis podido resistir. Nosotros quedamos en pie; ¿dónde están vuestros jóvenes y alegres prometidos?
-Unos han muerto -respondió Dot-, otros fueron olvidados. Si algunos de éstos pudiesen comparecer ante nosotras, no querrían creer que fuésemos las mismas mujeres; no darían crédito a sus ojos ni a sus oídos, y no querrían persuadirse de que les hayamos olvidado. ¡No, no lo querrían creer!
-¡Dot, Dot, mujercita! -exclamó el mandadero.
Dot había hablado con tanta vivacidad y con tanto fuego, que sin duda John obró acertadamente al llamarla al orden. La advertencia de su marido era muy dulce, y su intervención motivada por el único fin de proteger a Tackleton; pero produjo el efecto deseado, porque Dot calló sin añadir una palabra más. Pero advertíase una agitación, aun en su silencio, que el astuto Tackleton observó sagazmente y conservó en su memoria para la ocasión propicia.
May callaba también, y permanecía inmóvil, dirigiendo los ojos al suelo con aspecto de indiferencia. Pero su distinguida señora madre intervino a su vez, observando que las muchachas eran muchachas, que lo pasado era pasado y que, «mientras la juventud sea loca y aturdida, obrará con locura y aturdimiento». Después de haber pronunciado dos o tres proposiciones más de sentido no menos sólido y carácter no menos incontestable, declaró, inspirada por un sentimiento de piedad reconocida, que daba gracias al cielo por haber hallado siempre en May una hija respetuosa y obediente, de lo cual no se atribuía en modo alguno el mérito, aunque tuviese sólidas razones para creer que tales resultados eran debidos a su perspicacia. En cuanto al señor Tackleton, dijo que, «desde el punto de vista moral, era un individuo presentable, y que, desde ciertos puntos de vista, podía darse por satisfecha de tenerle por yerno; sería necesario haber perdido la cabeza para afirmar lo contrario» -y dijo la última frase con tono altamente enfático-. En cuanto a la familia en que iba a ser admitido, después de haber solicitado este honor, juzgaba que el señor Tackleton no ignoraba que si su bolsa era algo reducida, no por esto tenía menos justas pretensiones de nobleza, y que si ciertas circunstancias, referentes al comercio del índigo -accedió a decir, aunque sin entrar en más pormenores-, se hubiesen presentado de distinto modo, hubiera podido hallarse al frente de una gran fortuna. Hizo luego hincapié en su firme voluntad de no querer aludir de nuevo al pasado, ni recordar que su hija, durante algún tiempo, había rechazado las peticiones del señor Tackleton, y dijo que no quería hablar de otros muchos asuntos, sobre los cuales disertó, no obstante, largo y tendido. Por fin, resumió sus aserciones, afirmando que el resultado general de su observación y de su experiencia le hacía creer que los matrimonios en que menos entrase lo que se llama amor, en el necio lenguaje de las novelas, serían los más felices, y que, por lo tanto, profetizaba al matrimonio, cuya celebración se acercaba, la mayor suma posible de felicidad; no una de esas felicidades que brillan y desaparecen como fuego de sarmientos, sino una felicidad bien establecida y sólidamente apoyada. Y terminó advirtiendo a los presentes que el día siguiente, o sea el de la boda, era el que más había ambicionado siempre, y que una vez transcurrido este día, no desearía más que ser embalada y expedida para cualquier benévolo y hospitalario cementerio.
Como no había absolutamente nada que objetar a estas afirmaciones, feliz ventaja de todas las afirmaciones caracterizadas por desenvolverse en el campo de las generalidades, variose el curso de la conversación, y derivó la atención de los concurrentes al pastel, a la pierna de carnero, a las patatas y a la torta. Con el fin de que no se cometiese el yerro de dejar pasar inadvertidas las botellas de cerveza, John Peerybingle propuso un brindis en honor del día siguiente, o sea el de la boda, y pidió que se realizase antes de proseguir su viaje.
Porque bueno es que sepáis que John no hacía más que descansar un instante en casa de Caleb y ofrecer un celemín de avena a su caballo. Tenía que hacer todavía cuatro o cinco millas de camino, y por la noche, a su vuelta, al pasar por la casa de Caleb, entraría a buscar a su mujer, según el programa de la fiesta, fielmente observado desde el día de su institución.
Además de Tackleton y su novia, hubo dos personas más que hicieron poco honor al brindis. Fue una de ellas Dot, demasiado inquieta y turbada para tomar parte en todos los incidentes de la fiesta; la otra fue Berta, que se levantó precipitadamente antes que los demás y abandonó la mesa.
-¡Adiós! -exclamó el robusto John Peerybingle, cubriéndose la espalda con su abrigo impermeable-. Estaré de vuelta a la hora de costumbre.
-¡Adiós, John! -respondió Caleb.
Caleb pronunció maquinalmente esta despedida y le saludó con la mano por rutina; en aquel mismo instante observaba a su hija con una mirada inquieta que nunca alteraba la expresión de su fisonomía.
-¡Adiós, granuja! -prosiguió el mandadero, inclinándose para besar al chiquitín que Tilly Slowboy, absorbida entonces por el uso de su tenedor y su cuchillo, había colocado, dormido aún -caso raro, sin accidente alguno-, en una casita amueblada por la mismísima Berta . Adiós. ¿Cuándo irás a desafiar el frío en mi lugar, amiguito, dejando a tu padre el cuidado de la pipa y los reumatismos en el rincón del hogar? Vaya, ¿dónde está Dot?
-¡Aquí estoy, John! -exclamó como si despertara súbitamente.
-¡Vamos, vamos! -continuó el mandadero dando palmadas-, ¿dónde está la pipa?
-¡Me había olvidado por completo de la pipa, John!
-¡Olvidarse de la pipa! ¡Viose nunca caso semejante! ¡Dot, Dot, la misma Dot olvidarse de la pipa!
-¡La arreglaré en seguida!... Pronto estará lista.
No obstante, no estuvo lista muy pronto. La pipa estaba en su lugar ordinario, en el bolsillo del impermeable, con el lindo bolso de tabaco, obra de Dot; pero la mano de Dot temblaba de tal manera, que la mujercita llegó a un estado de completa turbación, aunque, a pesar de todo, tenía la mano lo suficientemente pequeña para que pudiese salir de allí. Hay que reconocer que su torpeza fue inaudita. Yo, que os había elogiado su habilidad para llenar la pipa y encenderla, he de confesar que realizó pésimamente semejantes operaciones. Durante aquellos azarosos instantes permaneció Tackleton contemplándola maliciosamente con su ojo entornado, y siempre que éste encontraba a los de la muchacha, -o los cazaba, mejor dicho, porque no era posible que ningunos otros osaran afrontarle, pues era una verdadera trampa- aumentaba hasta el extremo la confusión de Dot.
-¡Dios mío! Dot, ¡qué desafortunada estás hoy! -advirtió John-. Creo que la hubiera llenado mejor yo mismo.
Después de estas palabras pronunciadas sin malicia ninguna, marchó acompañado de Boxer, del caballo y del coche, que empezaron concertadamente una alegre música a lo largo del camino.
V
Caleb, pensativo aún, contemplaba a Berta con la misma expresión de estupor retratada en su cara.
-Berta -dijo por fin dulcemente-: ¿qué ha ocurrido? ¡Cuánto has variado desde esta mañana! ¡Has estado triste y silenciosa todo el día! ¿Qué tienes? Dímelo.
-¡Padre, padre! -exclamó la cieguecita hecha un mar de llanto-. ¡Qué suerte tan cruel la mía!
Caleb, antes de responderle, se pasó la mano por los ojos.
-Acuérdate, Berta, de lo alegre y feliz que has vivido, siempre buena y amada de todo el mundo.
-Esto es lo que me hiere el corazón, padre mío. ¡Veros siempre tan solícito, tan bueno para conmigo!
Caleb no acertaba a comprenderla.
-Ser..., ser ciega, Berta, querida hija mía -balbuceó-, es un gran pesar, pero...
-No lo he sentido jamás -exclamó la joven-, no lo he sentido jamás, al menos en su plenitud. ¡Nunca! Sólo algunas veces he deseado veros y verle a él, aunque no fuese más que un instante, un instante rapidísimo, para poder conocer, por medio de mis ojos, las imágenes que conservo aquí -y puso la mano sobre el corazón- como un tesoro precioso, para tener la seguridad de que no me había engañado. Y algunas veces -pero entonces era una niña- he llorado durante mis oraciones de la noche, pensando que vuestras queridas imágenes, que subían de mi corazón al cielo, podían no ser muy semejantes a vosotros. Pero no he experimentado por largo tiempo tales sentimientos: se disiparon ya, dejándome tranquila y satisfecha.
-Y volverá a suceder lo mismo ahora -dijo Caleb.
-¡Pero, padre mío queridísimo, tiernísimo padre, sed indulgente conmigo! ¡Soy tan culpable! -continuó la ciega-. No es éste el pesar que me aflige hoy.
Caleb no pudo contener las lágrimas que inundaban sus ojos, ¡tan conmovida estaba la voz de Berta y tan patético era su acento! No obstante, no la comprendía aún.
-Decidle que venga -prosiguió Berta-; no puedo guardar por más tiempo este secreto en el interior de mi pecho. ¡Decidle que venga, padre mío!
Y notando que su padre vacilaba, añadió:
-Llamad a May.
May oyó pronunciar su nombre, y, acercándose a Berta, le tocó el brazo. La cieguecita se volvió en seguida y le cogió ambas manos.
-Mirad mi rostro, amiga mía -dijo-. Leed en él con vuestros hermosos ojos y decidme si la verdad se refleja en él.
-Sí, Berta mía...
La cieguecita, levantando su rostro sin mirada, a lo largo del cual corrían abundantes lágrimas, le hablé así:
-¡No han pasado por mi alma ni un deseo ni un pensamiento que no os deseen la felicidad, May! No conservo en mi alma un recuerdo de gratitud mayor que el recuerdo profundamente grabado en mí de las numerosas muestras de atención que disteis vos, que podríais enorgulleceros de vuestros ojos y de vuestra belleza, a la pobre ciega Berta, hasta cuando éramos niñas, si es que los ciegos tienen niñez. ¡Que todas las bendiciones del cielo caigan sobre vuestra cabeza! ¡Que todos sus esplendores brillen en vuestro feliz camino!
Y en este momento se acercó más a su amiga, cuyas manos estrechó, redoblando su cariño.
-¡Me alegro, os lo aseguro, aunque la noticia de que vayáis a ser su mujer haya torturado mi corazón hasta destrozarlo! ¡Padre mío, May, May, perdonadme este sentimiento tan natural! ¡Acordaos de todo lo que he hecho para aligerar las penas de mi triste existencia sumergida en las tinieblas! Pues bien; a pesar de todo, podéis creerlo, tomo al cielo por testigo de que no podía desearle una esposa más digna de su bondad.
Mientras pronunciaba estas palabras había soltado las manos de May Fielding para cogerle el vestido, al cual permanecía agarrada en una actitud mezcla de súplica y ternura; hasta que, tomando un aspecto cada vez más humilde a medida que avanzaba en su extraña confesión, se dejó caer a los pies de su amiga y ocultó su rostro ciego en los pliegues del vestido de May.
-¡Dios mío! -exclamó Caleb, sintiendo súbitamente que la luz de la verdad resplandecía ante sus ojos-. ¡La he engañado desde la cuna para llegar a destrozarle el corazón!
Afortunadamente para todos, Dot, la radiante, oportuna, activa y diminuta Dot -porque hay que reconocer que reunía todas estas cualidades, a pesar de todos sus defectos, y aunque más adelante hayáis de odiarla -estaba allí, y sin su presencia no puede preverse cómo hubiera terminado el lance. Dot, recobrando su ánimo, intervino antes que May pudiese replicar o Caleb decir una palabra más.
-¡Venid, venid, querida Berta! Venid conmigo. Dadle el brazo, May. Muy bien. ¿Veis? Ya está más tranquila y pronta a escucharnos -dijo la alegre mujercita besándola en la frente-. Venid, venid, querida Berta. Y he aquí que su padre vendrá con ella. ¿Verdad, Caleb?
-¡Bien, bien, bravo!
Dot se conducía en estas ocasiones con tanta nobleza, que se hubiera necesitado un corazón muy duro para resistir a su influjo. Cuando hubo hecho acercarse al pobre Caleb al lado de su hija Berta, a fin de que pudiesen consolarse y comunicarse valor uno a otro -bien sabía que sólo ellos podían consolarse mutuamente-, volvió en un abrir y cerrar de ojos, fresca como una rosa, según suele decirse -y aun más fresca que una rosa, según mi parecer-, a montar la guardia alrededor de la almidonadita señora Fielding, la del cuello alto, la de cabeza cubierta con el gorro majestuoso y las manos enguantadas, temiendo que la pobre vieja llegase a descubrir algún detalle enojoso.
-Traedme el muñequillo, Tilly -dijo acercando una silla al fuego-. Mientras esté sobre mis rodillas, Tilly, la señora Fielding me dirá cómo deben cuidarse los niños, y me enseñará una porción de cosas que ignoro enteramente. ¿Viene usted, señora Fielding?
Ninguna rata ha caído jamás en la ratonera con la facilidad con que la anciana cayó en el lazo que le tendía Dot. La marcha de Tackleton, que había salido para dar una vuelta, y sobre todo los murmullos de dos o tres personas hablando juntas y sin contar con ella durante dos o tres minutos, abandonándola a sus propios recursos, hubieran bastado para renovar su aire doctoral y hacerle empezar de nuevo la expresión de sus pesares -que hubiera durado veinticuatro horas-, debidos a la misteriosa y fatal revolución acontecida en el comercio de índigo. Pero una deferencia tan señalada para con su experiencia como la recibida de la joven madre, fue tan irresistible, que después de algunos alardes de modestia empezó a iluminar la cabecita de Dot con la mejor galantería del mundo. Sentada, erguida, y junto a la maliciosa señora Peerybingle, fue dándole durante media hora tantas recetas infalibles y preceptos domésticos, que hubieran bastado -si se la hubiese creído- para arruinar completamente la salud del pequeño Peerybingle, aunque hubiese tenido la fortaleza de Sansón desde la cuna.
Para cambiar de tema, Dot se puso a coser; no he podido comprender cómo se las componía; pero lo cierto es que siempre llevaba en el bolsillo el contenido de un enorme saco de labor; luego meció un poco al niño; volvió a la labor por breves instantes y trabó conversación en voz baja con May, mientras su madre echaba una siestecita; de modo que, dividiendo el tiempo así, terminó la tarde.
Por la noche, según ordenaba una de las solemnes convenciones de la institución de la fiesta, Dot debía encargarse de los quehaceres del hogar de Berta; de modo que se encargó del fuego, preparó la mesita de té, arregló las cortinillas y encendió una vela. Después de todo lo dicho, tocó una o dos canciones en una especie de arpa groseramente fabricada por Caleb y su hija; por cierto que tocó muy bien, porque la Naturaleza le había dado una linda orejita, tan a propósito para la música, como lo hubiera sido para los pendientes, si Dot hubiese querido llevarlos. Al dar la hora del té, Tackleton compareció para tomar una taza y pasar la noche con ellos. Caleb y Berta habían entrado de nuevo hacía algún tiempo. El buen hombre reanudó su trabajo interrumpido; pero apenas sabía lo que se hacía, tan inquieto estaba y tales remordimientos sentía por la suerte de su hija. Ofrecía un espectáculo enternecedor con los brazos cruzados, abandonando su trabajo sobre el escabel y repitiendo incesantemente: «¡La he engañado desde la cuna para despedazarle el corazón!»
Cuando la obscuridad fue completa y todos hubieron tomado el té; cuando Dot hubo lavado tazas y platos, y cuando cada rumor lejano de la calle parecía anunciarle, al acercarse, la vuelta del mandadero, Dot cambió de aspecto, y se coloreaba y palidecía sucesivamente sin poder estar quieta un solo instante. Mas no era su azoramiento comparable al que experimentan las esposas buenas cuando creen oír llegar a sus maridos. No, no, no. Su inquietud era muy otra.
Se oye el ruido de las ruedas, el paso de un caballo, los ladridos de un perro. Y los heterogéneos sonidos se acercan poco a poco.
VI
Boxer golpeó la puerta.
-¿De quién es ese paso? -preguntó Berta.
-¿Qué paso? -respondió el mandadero bajo el dintel adelantando el rostro bronceado, enrojecido como la flor de la granada por el aire vivo de la noche-. ¡Pardiez!, es el mío.
-Hablo del otro -respondió Berta-, del hombre que anda detrás de vos.
-No hay medio de engañarla -dijo John riendo-. Entrad, caballero, seréis bien recibido, no temáis.
Pronunció las últimas palabras con voz ensordecedora, y, entretanto, el caballero anciano penetró en la habitación.
-El caballero no os es completamente desconocido, Caleb; le habéis visto una vez en mi casa. Supongo que le ofreceréis hospitalidad hasta que partamos.
-Ya lo creo, John; me honraré teniéndole a mi lado.
-Por cierto, que es el compañero más cómodo que pueda hallarse en el mundo entero, cuando hay que decir algún secreto. Tengo los pulmones bastante robustos; pero me los pone a prueba, os lo aseguro. Sentaos, caballero. Es gente amiga, y que se complace en teneros a su lado.
Después de haber dado esta seguridad al extranjero, con una voz que confirmaba ampliamente lo que acababa de decir de sus pulmones, añadió con tono natural.
-Con una silla junto a la chimenea, y con que se le deje en paz para poder mirar con toda tranquilidad a su alrededor, tiene lo que necesita. No es muy difícil contentarle.
Berta había escuchado al mandadero con profunda atención. Llamó a Caleb, y cuando éste hubo acercado al fuego una silla para el extranjero, le rogó que le describiera el semblante de éste. Cuando Caleb lo hubo hecho -esta vez sin mentir y con escrupulosa fidelidad-, hizo un ligero movimiento, el primero que se le pudo notar desde que entrara el desconocido, y pareció no cuidarse más del anciano.
El mandadero estaba de muy buen humor y más enamorado que nunca de su mujercita.
-¡Qué torpe has estado esta tarde! -le dijo pasando alrededor de su cintura su brazo rudo, mientras ella permanecía en pie, alejada de todo el mundo-. Pero, ¡no importa!, te quiero del mismo modo. Mirad hacia allí, Dot.
Y señalaba al anciano con el dedo.
Dot bajó los ojos. Creo poder asegurar que tembló.
-Es un buen muchacho. Me ha hablado muy bien de vos. Es un buen hombre. Me es simpático.
-¡Preferiría que hubiese escogido otro tema mejor! -respondió Dot, mirando inquieta a su derredor, especialmente a Tackleton.
-¡Un tema mejor! -exclamó John regocijado-. Se encontrarían muy pocos. Vamos, fuera el abrigo, abajo el pañuelo, abajo la pesada manta de viaje y pasemos agradablemente media hora junto al fuego. A vuestros pies, señora Fielding. ¿Queréis que hagamos una partida de cientos? Estoy a vuestra disposición. ¡Dot, las cartas y la mesa, y también un vaso de cerveza, si no os la bebisteis toda, mujercita!
Su proposición se dirigía a la anciana, que la acogió con graciosa prontitud, de modo que inmediatamente empezó la partida. Al principio, el mandadero miraba a intervalos a su alrededor, sonriéndose, o llamaba a Dot de vez en cuando para que le examinase sus cartas por encima del hombro y le aconsejase sobre algún problema difícil. Pero como su adversaria era una jugadora rígida, una verdadera puritana en este punto, y estaba, además, sujeta a la flaqueza de ponerse más puntos de los que había ganado, forzó a John a ejercer una vigilancia tan constante, que no le bastaban sus cinco sentidos para atender a sus intereses. Las cartas absorbieron de tal modo su atención que no pensaba en otra cosa cuando una mano apoyada en su espalda le hizo recordar que en el mundo existía un tal Tackleton.
-Siento mucho tener que distraeros; pero escuchad dos palabras.
-Yo doy las cartas -respondió el mandadero-. Éste es el momento crítico.
-Tenéis razón; el momento crítico -respondió Tackleton-. Venid.
Se reflejaba en su rostro pálido tal expresión, que hizo levantarse al otro inmediatamente, preguntándole con ansiedad de qué se trataba.
-¿Qué es ello? -preguntó el carrero con aire de asombro.
-¡Chist!, John Peerybingle -dijo Tackleton-. Yo lo siento mucho, créame. Me ha sobrecogido, pero lo sospeché desde el primer momento.
-¿Pero qué pasa? -volvió a preguntar John.
-¡Chist! Os lo enseñaré si venís conmigo.
John le siguió sin decir una palabra más. Atravesaron un patio a la luz de las estrellas y por una puertecita posterior entraron en el despacho mismo de Tackleton, a través de cuyos cristales se divisaba el almacén, cerrado ya. No había luz alguna en el despacho; pero algunas lámparas a lo largo del estrecho almacén iluminaban la ventana.
-¡Un momento! -dijo Tackleton-. ¿Tendría usted valor para mirar por esta ventana?
-¿Por qué no? -respondió el mandadero.
-¡Sólo un momento! -insistió Tackleton-. Nada de violencias, que de nada servirían. Además sería peligroso. Sois un hombre muy fuerte y podríais cometer un asesinato sin daros cuenta de ello.
Miróle el mandadero, y retrocedió un paso, cual si hubiese recibido un golpe. De un salto se plantó en la ventana, y vio...
¡Qué sombra sobre su hogar! ¡Adiós, grillo fiel! ¡Esposa pérfida! Sí que vio al anciano...
Vio al anciano, ¡pero qué digo!, no era el anciano; se había convertido en un hermoso joven, tieso como una I, y llevaba en la mano los falsos cabellos blancos que le habían dado entrada en el hogar de John.
Vio cómo le escuchaba Dot, al tiempo que él se inclinaba para murmurar en su oído. Y cómo se dejaba ceñir el talle por el brazo del galán, mientras caminaban dulcemente hacia la entrada de la galería. Los vio detenerse y volver ella la cabeza, mostrándole aquel rostro que tanto amaba. Y vio cómo ella clavaba en su frente la vileza con sus propias manos, y riendo su candidez.
De pronto cerró su mano con rabia, cual si hubiera abatido a un león. Mas la abrió a poco, y la tendió ante los ojos de Tackleton -pues aún la adoraba-; y no bien se internaron en el despacho, se desplomó sobre el pupitre, débil ya como un niño.
____
Estaba ya embozado John hasta la nariz y atareado con el caballo y los paquetes, cuando Dot entró de nuevo en la habitación para partir.
-Vamos, John. Buenas noches, May. Adiós, Berta.
¿Cómo pudo besarlas, cómo pudo mostrarse feliz y contenta al partir? ¿Cómo pudo exhibir su rostro sin rubor alguno? Pues todo esto lo llevó a cabo con serenidad perfecta. Sí. Tackleton la observó atentamente.
Tilly hacía dormir al niño, y pasó cien veces delante de Tackleton repitiendo con su arrastrada voz:
-Y saber que las demás serían sus mujeres les despedazaba los corazones, y los padres las engañaban desde las cunas para destrozar sus corazones.
-Tilly, dadme el niño. Buenas noches, señor Tackleton. ¿Dónde está John?
-Quiere ir a pie, delante del caballo -dijo Tackleton-, ayudándola a subir al carruaje.
-¡John! ¡A pie y de noche!
La sombra embozada hizo una señal afirmativa; el pérfido extranjero y la niñera estaban sentados en el carruaje, y éste se puso en movimiento. Boxer, que ignoraba completamente todo lo ocurrido, corrió delante del carruaje a galope; luego, deshaciendo lo andado, volvió atrás; después corrió a derecha y a izquierda trazando un círculo alrededor del carruaje, y ladrando más gozoso y triunfante que nunca.
Cuando Tackleton hubo salido para acompañar a la señora Fielding y a su hija hasta su casa, el pobre Caleb se sentó junto al fuego, al lado de su hija, con el corazón destrozado por la inquietud y los remordimientos, y murmurando constantemente:
-¡La he engañado desde la cuna para destrozar su corazón!
Los juguetes puestos en movimiento para entretener al niño se habían parado hacía tiempo. En medio del silencio, a la luz incierta de la habitación, las muñecas, con su calma imperturbable, los caballitos, tan agitados poco antes, con los ojos fijos y las ventanas de la nariz abiertas; los ancianos, ante la puerta de sus casas, medio replegados sobre sí mismos, inclinados profundamente sobre sus rodillas desfallecidas; los cascanueces de mueca estrambótica y hasta los animales que se dirigían al arca de pareja en pareja, como los alumnos de un pensionado que van de paseo, tenían todos el aspecto de mágica inmovilidad al ver un doble milagro: John cabizbajo y Tackleton amado.
I
Daban las diez en el reloj holandés situado en el rincón de la cocina cuando el mandadero se sentó junto al fuego, tan turbado, tan abatido por el pesar, que el cuclillo debió quedar aterrorizado, porque después de apresurarse a dar los diez gritos melodiosos de la hora, se hundió inmediatamente en el palacio morisco, cerrando con estrépito la puertecilla detrás de sí como si no tuviese valor suficiente para resistir por más tiempo tan desusado espectáculo.
El mismo segadorcito, aunque se hubiese armado con la hoz más cortante del mundo entero, no hubiera podido tajar tan cruelmente como Dot el corazón del mandadero.
Porque era el suyo un corazón tan lleno de amor a Dot, unido tan estrechamente, tan sólidamente al de Dot por los dulces y poderosos lazos del recuerdo, tejido precioso, cuyas cualidades tan innumerables como fascinadoras trabajan asiduamente para hacerlo más estrecho aún; un corazón en que Dot se había encajado, por decirlo así, tan suave y profundamente; un corazón tan sencillo y tan sincero, tan firme en su Verdad, tan recio para el bien, tan tolerante para el mal..., que al principio no pudo albergar cólera alguna ni pensamientos de venganza, y no halló en sí mismo más sitio que el destinado a guardar la imagen rota de su ídolo.
Pero poco a poco, insensiblemente, a medida que el mandadero permanecía por más tiempo absorbido por sus reflexiones ante el hogar, ya helado y sombrío, surgieron en su espíritu pensamientos más fieros que el viento furioso que se levanta en la obscuridad de la noche.
Allí estaba el viajero bajo su techo estrujado. Tres escalones, y ya estaba a la puerta de su dormitorio. Un golpe y caería por tierra. «Podríais cometer un asesinato sin daros cuenta de ello», le había dicho Tackleton. Mas, ¿por qué asesinato, dando al villano tiempo de aprestarse a luchar mano a mano? Al fin, era éste el más joven.
Era éste un pensamiento extemporáneo, importuno, para la negrura de su estado moral. Un anhelo rabioso que le indujera a la venganza habría de transformar la alegre mansión en un lugar maldito, al que los caminantes temerían acercarse al pasar de noche, y en el que verían los timoratos, en las noches sin luna, una lucha de sombras y oirían ruidos espantosos durante la tempestad.
El extranjero tenía la ventaja de la juventud. ¡Sí, sí!, era algún enamorado que encontró antes que John el camino de un corazón que él no había conmovido jamás; algún enamorado favorecido por ella, en quien habría pensado y soñado, por quien ella habría suspirado, mientras que él la creía dichosa en su compañía... ¡Cómo se entristecía sólo al imaginarlo!
Dot había subido al piso superior para meter en la cama al chiquitín. Mientras John se abandonaba a sus tristes reflexiones, solo, junto al fuego, Dot se puso a su lado sin que él lo notara -porque las congojas que sufría con incesante tortura le habían hecho perder hasta la percepción de los sentidos- y colocó el taburete a sus pies. John no se fijó en ella hasta que sintió la mano de Dot sobre la suya y vio que su mujer le miraba fijamente.
¿Con extrañeza? No. Es lo que le sorprendió al principio; y en tan alto grado, que tuvo que volver a mirarla para asegurarse de su naturalidad. No con extrañeza, sino con una mirada curiosa y escrutadora, pero no asombrada; una mirada inquieta, seria, seguida de una sonrisa extraña, salvaje, espantosa, como si le adivinara todos sus pensamientos, y nada más; sólo haré constar que cruzó las manos sobre la frente, dejándose caer los cabellos.
Aun cuando John hubiese podido disponer en aquel instante de la omnipotencia de Dios, no había que temer que hiciese caer sobre la cabeza de Dot el peso de una pluma. Tan misericordioso era, que le pesaba muchísimo verla tan agobiada en el taburete en que tantas veces la había contemplado alegre e inocente con amor y orgullo; y cuando Dot se levantó y se alejó de él sollozando, se sintió más calmado al ver su lugar vacío junto al suyo. La presencia de Dot, en aquel momento, era para él la pena más amarga a que pudiese obligársele, porque le recordaba el abismo de desolación en que acababa de caer y de qué modo acaba de romperse el lazo supremo que le unía a la vida.
Cuanto más meditaba sobre este punto, más persuadido estaba de que hubiera preferido verla herida ante sus propios ojos por muerte prematura con el chiquitín en brazos, y más redoblaba su violencia la ira contra su enemigo. Miró a su alrededor buscando un arma. Un fusil estaba suspendido en la pared.
John lo descolgó y dio un paso o dos hacia la puerta de la habitación del pérfido extranjero. Sabía que el fusil estaba cargado; una idea vaga de que tenía el derecho de matar a aquel hombre como a una fiera, dominó su espíritu y le invadió por completo como un lúgubre demonio, desterrando toda idea de clemencia y de perdón.
No, no es esto lo que quería decir. Aquella idea no desterró de su corazón toda idea de clemencia y de perdón, sino que las transformó con arte infernal, convirtiéndolas en aguijones que le estimulaban más aún, cambiando el agua en sangre, el amor en odio, la dulzura en ciega ferocidad. La imagen de su mujer desolada, humillada, pero recurriendo todavía a su ternura y a su piedad con poder irresistible no salía de su espíritu; pero la misma contemplación de esta imagen le empujaba hacia la puerta, elevaba el arma a la altura de su hombro, adaptaba y aseguraba su dedo en el gatillo, gritándole:
-¡Mátale!¡Mátale, mientras duerme!
Pero súbitamente el fuego que hasta entonces había dormido en silencio, iluminó la chimenea con un brillante chorro de luz, y el grillo del hogar reanudó su crrri..., crrri..., crrri...
Ningún sonido, ninguna voz humana, ni siquiera la de Dot, hubiera conmovido y calmado al pobre John tan eficazmente. Las palabras llenas de franqueza con que Dot le había hablado de su amor hacia el favorito del hogar resonaban aún vibrantes en su oído; le parecía verla; su tono, de suave franqueza, agitado por el ligero temblor; su dulce voz -¡qué voz!, o por mejor decir, ¡qué música doméstica tan a propósito para seducir a un hombre honrado junto al fuego!- todo acudía a reanimar sus buenos pensamientos, a envalentonarlos, a devolverles el calor y la vida.
Retrocedió ante la puerta, como un sonámbulo despertado en medio de un sueño terrible; dejó el fusil a un lado y cubriéndose el rostro con las manos, volvió a sentarse junto al fuego y halló algún consuelo en las lágrimas.
El grillo del hogar avanzó por la habitación y llegó a colocarse delante de él en forma de hada.
-Le quiero -dijo la voz de hada repitiendo las palabras que John recordaba tan fielmente-; le quiero por los buenos pensamientos que su música inocente hizo nacer en mí cada vez que le escuché.
-¡Son sus mismas palabras! -exclamó el mandadero.
-¡Me habéis hecho feliz en esta casa, y amo al grillo por la dicha que me ha proporcionado!
-Sí, ha sido muy dichosa en esta casa, bien lo sabe Dios -añadió el mandadero-. Ella es la que colmó de felicidad esta casa, siempre... hasta hoy.
-¡Tan graciosa, de tan buen humor, tan ocupada en las tareas domésticas, tan alegre, tan lista, de corazón tan amable!
-Si no lo hubiera comprendido así, ¿la habría amado acaso como la amaba?
-Decid «como la amo» -repuso la voz.
-Como la amaba -repitió el mandadero; pero su acento no era ya tan firme; su lengua insegura resistía a su voluntad, y quería hablar a su modo, en su nombre y aun en nombre de él.
La aparición, con apostura solemne, levantó la mano y dijo:
-¡Por tu hogar!
-¡El hogar se ha entristecido para siempre!
-¡El hogar que con tanta frecuencia ha... bendecido e iluminado -dijo el grillo-; el hogar que, sin ella, no hubiera sido más que una mezcla de piedras y ladrillos con barrotes de hierro mohoso; pero que, gracias a ella, se ha convertido en tu altar doméstico; el altar sobre el cual has sacrificado cada noche alguna mala pasión, algún egoísmo, algún cuidado, para depositar en él la ofrenda de un espíritu tranquilo, de una naturaleza confiada, de un corazón generoso, de suerte que el humo, al elevarse sobre su pobre chimenea, ha subido al cielo con suave perfume, con el del incienso quemado ante las más ricas urnas en los magníficos templos de todo el orbe! Por tu hogar, por su apacible santuario, rodeado de cuantas dulces influencias te recuerda, óyela, óyeme, porque aquí todo te habla el lenguaje de tu hogar y de tu hogar y tu familia.
¿Y creéis que este lenguaje habla en favor de ella? -preguntó John.
-¡Sí; todo lo que diga el lenguaje de tu hogar, debe ser en favor de ella -respondió el grillo-, porque este lenguaje no miente jamás!
II
Y mientras el mandadero, apoyando la cabeza en sus manos, continuaba soñando, la imagen de Dot, que estaba presente, permanecía a su lado, sugiriéndole sus pensamientos por efecto de su poder sobrenatural, y colocándoselos ante los ojos como en un espejo o en un cuadro.
La imagen presente no estaba sola. De la piedra del hogar, de la chimenea, del reloj, de la pipa, del puchero y de la cuna; del pavimento, de las paredes, del techo y de la escalera; del coche, que descansaba fuera de la estancia; del aparador, que estaba dentro de ella; de todos los utensilios del hogar, de cada rincón, de cada objeto familiar a Dot, que llevase consigo un recuerdo de ella para el desgraciado John, surgían huestes de hadas, no para quedar inmóviles a su lado, como hiciera antes el grillo, sino para correr y agitarse en toda dirección, para rendir toda clase de honores a la imagen, para agarrar el vestido de John y mostrarle la figura de Dot; para agruparse alrededor de ella, abrazarla amorosamente y arrojar flores a su paso; para ensayar con sus manecitas la coronación de su linda cabeza, para demostrarla que la amaban tiernamente y que no podía existir ni una sola criatura fea, mala y acusadora que pudiese jactarse de conocerla bien... Sólo ellas, sólo sus compañeras fantásticas y fieles, podían comprender toda su valía.
Los pensamientos de John se fijaban constantemente en la imagen que permanecía allí.
Sentada ante el fuego, cosía, cantando en voz baja. ¿Viose mujercita tan juguetona, activa y paciente como Dot? Los rostros de las hadas volviéronse hacia él unánimemente, y concentrando una mirada dirigida a Dot, parecían decirle, orgullosas de su ídolo: «¿Ésta es la mujer ligera que has acusado?».
A lo lejos se oían algunos sones de instrumentos musicales, voces ruidosas y risas ensordecedoras. Un ejército de muchachos y muchachas, sedientos de diversión, penetró precipitadamente en la casa; entre las muchachas estaba May Fielding con otras veinte casi tan hermosas como ella. Dot era la más hermosa y parecía la más joven. Invitáronla a tomar parte en la fiesta; se trataba de organizar un baile. Si alguna vez han existido piececitos aptos para la danza, lo han sido los de Dot. Pero Dot se echó a reír, inclinó la cabeza y les mostró la comida en el fuego, y la mesa ya aderezada, con aire de satisfacción, con muy poca envidia del placer ajeno, actitud que la hacía aún más encantadora. Despidió alegremente, saludándolos con la cabecita, a sus bailarines pretendientes uno tras otro, a medida que iban saliendo, con cómica indiferencia. Después de tal escena, sus galanes, desengañados, debían arrojarse al agua impulsados por la desesperación; mas no era en ella defecto capital la indiferencia, porque en aquel instante compareció cierto mandadero y ella le hizo una acogida..., ¡una acogida admirable!
Las hadas volvieron el semblante hacia John y parecieron preguntarle: «¿Y ésa es la mujer de que te quejas?».
Una sombra pasó por el espejo, o el cuadro, como os plazca. La gran sombra del extranjero, tal como apareció por primera vez bajo su techo, cubría toda la superficie del cuadro y borraba todos los demás objetos. Pero las ágiles hadas trabajaron como abejas diligentes para disiparla, y Dot reapareció hermosa y radiante.
Mecía al chiquitín, le cantaba dulcemente una canción, apoyando la cabeza en un hombro que formaba parte del hombre taciturno, junto al cual permanecía el grillo-hada.
La noche -hablo de la noche real, no de la que regulan los relojes de las hadas-, la noche seguía su curso; durante la fase descrita de los pensamientos del mandadero, la luna se dejó ver en el cielo, resplandeciente de claridad. Quizá una luz serena y tranquila se había levantado también en el espíritu de John, y este fenómeno le permitió reflexionar con más sangre fría sobre lo ocurrido.
Aunque la sombra del extranjero pasase a intervalos por el espejo, siempre precisa, grande y perfectamente definida, no parecía ya tan sombría como al principio. Cada vez que surgía, las hadas exhalaban un grito general de consternación y empleaban con inconcebible actividad sus bracitos y sus piececitos en la tarea prolija de borrarle. Luego, al encontrar detrás de ella la de Dot -y se la hacían contemplar al mandadero una vez más, hermosa y brillante-, le manifestaban su alegría del modo más comunicativo posible.
Nunca la mostraban de otro modo; siempre aparecía brillante y hermosa, porque las hadas pertenecen a la clase de genios domésticos que odian la mentira; de modo que Dot, en su concepto, no podía ser más que una criaturilla activa, radiante, encantadora, el rayo de Sol de la casa del mandadero.
Las hadas redoblaron su ardor al mostrarla con el chiquitín conversando en medio de un grupo de prudentes matronas, dándose también aires de matrona prudente, y apoyándose con aspecto reposado, grave y digno de una anciana, en el brazo de su marido, procurando -¡ella, una mujer en flor, apenas abierta!- convencerle de que había abjurado las vanidades del mundo en general y de que pertenecía a la categoría de personas maduras, para las cuales no existen más que los deberes de la maternidad; y no obstante, en aquel mismo instante, las hadas la mostraban aún, riéndose de la torpeza del mandadero, levantándole el cuello de la camisa para darle aspecto de dandy, y arrastrándole alegremente con su faz risueña alrededor de la habitación para enseñarle a bailar.
Las hadas se volvían más que nunca hacia él, y le miraban con ojazos desmesuradamente abiertos al mostrársela junto a la cieguecita, porque aunque Dot llevase siempre consigo su animación y su natural alegría, las desbordaba principalmente en casa de Caleb Plummer. El amor que le profesaba la cieguecita; su confianza absoluta en ella; su reconocimiento y la delicadeza con que Dot sabía rechazar el reconocimiento de Berta; sus ardides diplomáticos encaminados a aprovechar todos los momentos de su visita, realizando a cada instante algo útil en aquella casa, procurándose en realidad muchas fatigas con el pretexto de tomarse un día de descanso; su previsión generosa en lo que concierne a las golosinas de la fiesta, el pastel y las botellas de cerveza; su cara radiante al llegar a la puerta y despedirse, y aquella maravillosa convicción que dominaba toda su persona desde la extremidad de los pies hasta la punta de la cabeza y que le hacía comprender la importancia de su papel en la fiesta que había fundado, y reconocer que en ella se hacía necesaria, indispensable; todos eran motivos que excitaban la alegría de las hadas y redoblaban el amor que sentían por ella. De modo, que volvieron a contemplar al mandadero, llamándole todas a la vez, como si le dijeran, mientras algunas se escondían en los pliegues del traje de Dot para acariciarla más de cerca:
-¿Ésta es la mujer que has acusado?
Más de una, de dos, de tres veces durante el curso de los sueños de aquella larga noche, le mostraron la figura de Dot sentada en su lugar favorito, con la cabeza inclinada hacia adelante, las manos cruzadas sobre la frente, los cabellos en libertad, como John la había contemplado por última vez. Y al verla de aquel modo, no se volvían más hacia él, no le miraban más, sino que, por el contrario, se estrechaban alrededor de ella, la consolaban, la abrazaban, dándole mil pruebas de simpatía y de ternura y olvidando completamente a su marido.
Así pasé la noche. La luna descendió hasta el horizonte, las estrellas palidecieron; las primeras claridades de la mañana atravesaron las tinieblas; se hizo sentir el fresco de la madrugada y se levantó el sol. John estaba sentado aún junto a la chimenea y se encontraba en la misma posición que había adoptado la noche anterior. Durante toda la noche el grillo había cantado en el hogar: crrri... crrri... crrri...; durante toda la noche John había oído su voz; durante toda la noche las hadas domésticas habían trabajado a su alrededor; durante toda la noche Dot había permanecido amable y sin tacha en el espejo de las hadas, exceptuando los momentos en que cierta sombra pasaba por él.
III
Cuando resplandeció el día por completo, John se levantó y se vistió. No podía entregarse a sus gozosas ocupaciones cotidianas; le faltaba valor en la ocasión presente, pero no importaba; tratándose del día fijado para la boda de Tackleton, había procurado hacerse reemplazar en sus tareas. Habíase propuesto, sin sospechar lo que iba a ocurrir, ir a la iglesia alegremente con Dot, pero no había que pensar más en ello. Aquel día celebrábase también el aniversario de su matrimonio. ¡Quién le hubiera dicho que tal año había de tener tan lastimoso fin!
El mandadero esperaba una visita de Tackleton a primera hora y no se engañó. Apenas empezó a pasearse de arriba abajo junto a la puerta, vio a lo lejos el cochecito del comerciante de juguetes. A medida que iba aproximándose, John pudo notar con más precisión que Tackleton estaba ya de veinticinco alfileres para la boda, y que había adornado la cabeza de su caballo con flores y cintas.
El caballo se parecía más a un novio que su mismo amo, cuyo ojo semicerrado ofrecía una expresión más desagradable que nunca. Pero el mandadero no reparó en tal cosa; otros pensamientos hurgábanle el cerebro.
-John Peerybingle -dijo Tackleton, como si se condoliera de John-; ¿cómo habéis pasado la noche?
-No muy buena, señor Tackleton -respondió el mandadero, sacudiendo la cabeza-; tenía el espíritu turbado. Pero todo ha concluido. ¿Podéis concederme algo así como un cuarto de hora de audiencia?
-He pasado por aquí expresamente para veros -respondió Tackleton, bajando del coche-. No os molestéis por el caballo. Se mantendrá tranquilo con las riendas sujetas en el poste; si queréis, dadle un puñado de heno.
El mandadero fue a buscar heno al establo y lo puso delante del caballo; luego los dos hombres entraron en la casa.
-¿Supongo que no os casaréis antes del mediodía? -dijo John.
-No -respondió Tackleton-. ¡Tengo tiempo de sobra, tengo tiempo de sobra!
En el mismo instante en que penetraron en la cocina, Tilly Slowboy llamaba a la puerta del extranjero, que sólo se hallaba separada por unos cuantos escalones. Uno de sus congestionados ojos -Tilly había llorado toda la noche porque su señora lloraba- permanecía aplicado al agujero de la cerradura; Tilly redoblaba sus golpes y parecía muy espantada.
-No puedo lograr que me oigan -dijo Tilly, mirando a su alrededor-. Supongo que no habrá partido para el otro mundo.
Formulando este deseo filantrópico, miss Slowboy dio nuevos puñetazos y puntapiés a la puerta, obtener resultado alguno.
-¿Queréis que vaya allí? -preguntó Tackleton-. Es curioso.
El mandadero, que había apartado la mirada de la puerta, le indicó con un gesto que podía ir allí, si gustaba.
Tackleton acudió, pues, en ayuda de Tilly; la emprendió también a puñetazos y a puntapiés con la puerta sin obtener la menor respuesta. Vínole la idea de coger la manecilla, y habiéndola vuelto sin trabajo, metió la cabeza en la estancia por la puerta entreabierta, entró y salió en seguida corriendo.
-John Peerybingle -le dijo al oído-, supongo que aquí no habrá ocurrido nada esta noche..., ninguna violencia.
El mandadero se volvió vivamente hacia él.
-¡Ha partido! -añadió Tackleton-, y la ventana está abierta. No veo rastro alguno... Bien se ve que la habitación está casi al mismo nivel del jardín..., pero he temido algo..., algún incidente, ¿eh?
Y cerró casi por completo su ojo expresivo, que se había detenido sobre John con persistencia singular, ocasionándole tanto en el semblante como en todo el cuerpo una violenta contorsión; hubiérase dicho que quería arrancarle la verdad.
-Tranquilizaos -dijo el mandadero-. Penetró ayer por la noche en esta habitación sin haber recibido de mi parte el menor mal ni la menor injuria, y nadie entró aquí después de él. Se ha marchado por su propio albedrío. Capaz sería de salir por esa puerta y mendigar el pan de casa en casa toda mi vida, con tal de deshacer el pasado y que ese hombre no hubiera venido. Pero vino y se marchó. Asunto concluido.
-¡Oh!... Perfectamente -repuso Tackleton-. Se ha marchado sin el menor tropiezo.
La observación no fue oída por el carretero, que se sentó en una silla y se cubrió la cara con la mano antes de proseguir.
-Anoche me mostrasteis a mi mujer, a mi adorada esposa, en secreto...
-Y bien enternecida -insinuó Tackleton.
-Encubriendo la superchería de ese hombre y ofreciéndole ocasiones de hablarla a solas. Cualquier otra cosa hubiera visto mejor que ésa. Nadie más que vos quisiera que le hubiera hecho ver.
-Confieso que siempre he sospechado -dijo Tackleton-, y por eso he venido observando.
-Por lo mismo que usted me lo ha descubierto -prosiguió el carretero, sin hacerle caso-; y así como ha visto a mi esposa, a mi adorada esposa -y el tono de su voz se robustecía al decir esto, y su mano se cerraba con firmeza, como indicando un propósito formado-, en esa situación, es justo y razonable que veáis ahora por mis ojos para que leáis mis intenciones sobre este particular. Porque me he trazado una línea de conducta -añadió el mandadero, contemplándole atentamente-, y por nada del mundo me apartaré de ella.
Tackleton murmuró en términos generales algunas palabras de aprobación sobre la necesidad en que se hallaba John de ejecutar una venganza cualquiera; pero la actitud de su interlocutor le dominó. Por más sencilla y ruda que fuese, tenía cierta nobleza y una dignidad natural que sólo podían derivar de un fondo de honor y de generosidad bien arraigado en su alma.
-Soy un hombre sencillo y rudo -prosiguió John- y no tengo grandes méritos, ¡bien sé a qué atenerme sobre el particular! No soy ingenioso, como sabéis muy bien; no soy joven; amé a Dot porque la vi crecer desde su niñez en casa de su padre; porque conocía todo su valer; porque había llenado mi vida durante años enteros. Con muchos, muchísimos hombres, no podré compararme jamás; ¡pero nadie hubiera amado tanto a Dot como yo la amo!
Detúvose y golpeó suavemente el suelo con el pie durante algunos momentos antes de proseguir su peroración.
-He pensado frecuentemente que, aunque no formase con ella la pareja más proporcionada del mundo, llegaría a ser un buen marido y a apreciar quizá su valía mejor que cualquier otro; y por este motivo creí que nuestro matrimonio no sería disparatado por completo. Y nos casamos.
-¡Ah! -exclamó Tackleton moviendo la cabeza con ademán intencionado.
-Me había estudiado, la había puesto a prueba; sabía cuánto la amaba y cuán feliz sería -añadió el mandadero-. Pero no había reflexionado suficientemente, y hoy lo siento con toda el alma, sobre las consecuencias que resultarían con respecto a ella.
-A buen seguro -dijo Tackleton-. ¡El aturdimiento, la frivolidad, la ligereza! ¡No lo habéis reflexionado! ¡Habéis perdido de vista!... ¡Ah!
-Os agradecería que os abstuvieseis de toda interrupción -repuso John severamente- hasta que me comprendieseis, y estáis lejos de entenderme. Ayer hubiera muerto de un puñetazo al hombre que se hubiese permitido lanzar una sola palabra contra ella; hoy le pisaría el rostro, aunque fuese mi hermano.
El comerciante de juguetes le contempló asombrado. John prosiguió con tono algo más suave:
-¿Había yo reflexionado alguna vez que a su edad la arrebataba, resplandeciente de alegría y de belleza, a sus jóvenes compañeras, a las variadas y brillantes escenas de las cuales era Dot el adorno principal, la más espléndida estrella del firmamento, para encerrarla para siempre en mi triste casa y encadenarla a mi enojosa compañía? ¿Había reflexionado cuán distante estaba de su vivacidad, y cuán penosa había de ser mi condición chabacana para un espíritu tan pronto como el suyo? ¿Había reflexionado que no representaba en mí título ni mérito alguno el amarla, que cuantos la conocían daban en concebir el mismo afecto? ¡Nunca, nunca! Me aproveché de su carácter juguetón confiado en el porvenir, y me casé con ella. No quisiera haberlo hecho jamás; ¡por ella, Dios mío, por ella, y no por mí!
El comerciante de juguetes le contempló sin guiñar el ojo, y aun su ojo semicerrado se abrió completamente por esta vez.
-¡Dios la bendiga -dijo John- por la generosa constancia con que ha procurado apartar de mí este doloroso descubrimiento! Y perdóneme el cielo si mi pesada inteligencia no comprendió más pronto lo que ocurría. ¡Pobre niña! ¡Pobre Dot! ¡Y no la he adivinado yo, que he visto sus ojos llenos de lágrimas cuando se hablaba de matrimonios semejantes al nuestro! ¡Pobre muchacha! ¡Haber podido esperar que me amaría, haber podido creer que me amaba realmente!
-Es lo que ha procurado fingir, y tan bien lo ha fingido, que, a decir verdad, esto ha sido lo primero que me hizo entrar en sospechas.
E hizo valer la superioridad de May Fielding, a quien a buen seguro no podía acusarse de fingirle amor.
-Lo intentaba -dijo el pobre John con emoción mayor de la que hasta entonces había demostrado-, y sólo ahora empiezo a comprender cuánto le habrá costado. ¡Cuán buena ha sido! ¡Cuánto hizo por mí! ¡Qué corazón tan valiente y enérgico el suyo! Prueba de ello es la felicidad que he alcanzado bajo este techo, y que será siempre mi consuelo cuando quede solo aquí.
-¿Solo? -preguntó Tackleton-. ¿Piensas darte por enterado acaso?
-Tengo la intención -respondió el mandadero- de darle la mayor muestra posible de ternura y de ofrecerle la reparación más completa que he llegado a imaginar. Puedo librarla de un diario sufrimiento; del que resulta de un matrimonio desigual, y de los esfuerzos que ella hace para ocultarme su pena. Dot tendrá toda la libertad que yo pueda darle.
-¡Ofrecerle una reparación! ¡A ella! -exclamó Tackleton llevándose las manos a las orejas y poniéndolas gachas-. ¿Estaré equivocado? ¿Lo habré oído mal?
John cogió por el cuello al comerciante de juguetes y le sacudió como si fuese una caña.
-Oídme -dijo- y procurad comprenderme bien. Oídme. ¿Acaso no hablo con claridad?
-Con gran claridad -respondió Tackleton.
-¿Como hombre resuelto?
-A buen seguro, como hombre muy resuelto.
-Toda la noche pasada, toda la noche estuve sentado ante este hogar -exclamó el mandadero-, en el sitio en que frecuentemente podía contemplarla a mi lado, mientras ella me miraba con su lindo semblante. Pasé revista a su vida entera, día por día; he visto de nuevo su querida imagen presentándose ante mis ojos en todas las situaciones de su vida. Juro que es inocente, si es que hay alguien capaz de juzgar sobre inocencias y culpas.
¡Noble grillo! ¡Leales hadas domésticas!
-Ya estoy libre de cólera y desconfianza -prosiguió el carretero- y sólo me queda el dolor. En un instante malhadado volvió algún antiguo adorador, más en armonía que yo con los gustos y la edad de ella; un amante desdeñado tal vez por mí y a pesar de ella. En un instante desventurado, sorprendida y sin tiempo para decidir, se hizo cómplice de la traición, encubriéndola. Anoche le vio, en aquella ocasión en que los observamos. Mal hecho. Pero si hay verdad en la tierra, de nada más puede acusársela.
-Si opináis así... -empezó a balbucear Tackleton.
-Que parta, pues -prosiguió el mandadero-. Que parta con mi bendición por todas las horas de felicidad que me ha proporcionado, y mi perdón por las congojas de que ha sido para mí la causa. Que parta con la paz del corazón que le deseo. No me odiará jamás; por el contrario, aprenderá a amarme mejor, cuando no la arrastre a remolque de mi destino. Entonces llevará más ligeramente la cadena a que la até tan desgraciadamente para ella. Hoy hará un año que la arrebaté a su hogar, sin preocuparme de si sería o no feliz. Hoy volverá a él y no la importunaré más. Su padre y su madre llegarán en seguida; habíamos formado cierto plan para celebrar juntos este día; sus padres se la llevarán a su casa. Puedo confiar en ella, allí y en todas partes. Me deja después de haber vivido pura, y así vivirá siempre. Si me muriese -puedo morir quizá mientras ella sea joven; en pocas horas conozco que he perdido mis fuerzas-, Dot comprenderá que me he acordado de ella y que la he amado hasta el último día. He aquí la conclusión de lo que me hicisteis ver. Ahora todo ha terminado.
IV
-No, John, no ha concluido todo. No digáis aún que todo ha concluido. No lo digáis aún. He oído vuestras nobles palabras, y no quiero marcharme sin deciros que me han llenado de hondo reconocimiento. No digáis que todo ha concluido antes que el reloj haya sonado otra vez.
Dot, que entró poco después de Tackleton, había permanecido en la habitación. Ni siquiera miraba a Tackleton; con los ojos fijos en su marido, se mantenía fuera de su alcance, dejando entre ella y él la mayor distancia posible; y aunque hablase con el entusiasmo más apasionado que pueda imaginarse, no se acercó a John ni siquiera en aquellos instantes de vivacidad. ¡Cuán diferente se mostró en este detalle de la Dot de antes!
-No hay reloj que pueda hacer sonar para mí por segunda vez las horas pasadas, desgraciadamente -replicó el mandadero con débil sonrisa-. Pero ya que lo queréis, sea así. Pronto sonará la hora; no tendremos que aguardar largo tiempo. De buen grado realizaría cosas más difíciles por complaceros.
-Muy bien -murmuró Tackleton-. Es preciso que me marche, porque cuando la hora suene, debo estar en camino para la iglesia. Buenos días, John Peerybingle. Siento privarme de vuestra compañía. Tanto por dejaros como por las circunstancias.
-¿He hablado claramente? -preguntó John acompañándole hasta la puerta.
-¡Oh, muy claramente!
-¿Y os acordáis de lo que os he dicho?
-Sí, y si queréis que os lo exprese con claridad -dijo Tackleton, no sin haber tomado previamente la prudente precaución de empezar a subir al coche-, debo deciros que ha sido para mí tan inesperado el lance, que no es probable que lo olvide.
-Tanto mejor para los dos -repuso John-. Adiós. Buena suerte.
-Querría poder deciros lo mismo -dijo Tackleton-; pero ya no es factible, os doy por lo menos las gracias. Y dicho sea entre nosotros -creo que ya os lo he significado-, no creo pasarlo peor en mi matrimonio, aunque May no me haya hecho grandes demostraciones de cariño. Adiós. Cuidaos mucho.
John le siguió con la mirada hasta que la distancia le hizo aparecer lo suficientemente pequeño para quedar oculto entre las flores y las cintas de su caballo. Entonces, exhalando un profundo suspiro, fuese a vagar como alma en pena a la sombra de unos olmos vecinos con el propósito de no entrar en su casa hasta que diese la hora.
Su mujercita, que había quedado sola, sollozaba amargamente; pero se enjugaba los ojos con frecuencia y detenía el curso de sus lágrimas para decirse:
-¡Dios mío! ¡Qué bueno es!¡Qué excelente!
Y luego, una o dos veces se echó a reír con tanta cordialidad, con un aire de triunfo tan raro y de un modo tan incoherente -puesto que no cesaba de llorar al mismo tiempo-, que Tilly se espantó sobremanera.
-¡Oh por Dios, no hagáis tal cosa! -dijo-. ¡Podríais matar al niño, por Dios!
-¿Le traerás alguna vez a su padre, Tilly, cuando yo no pueda vivir aquí y me haya vuelto a mi casa? -le preguntó su señora enjugándose los ojos.
-¡Oh, por Dios! ¡No hagáis tal cosa! -exclamó Tilly desencajada y dando un aullido atroz, exactamente igual a los de Boxer-. ¡Por Dios, no hagáis tal cosa! ¡Por Dios!, ¿qué habrá hecho todo el mundo a todo el mundo para que todo el mundo sea tan desgraciado? ¡Uh, uh, uh, uh!...
La sensible Slowboy iba a lanzar un aullido tan terrible, a causa de los mismos esfuerzos que había hecho para ahogarlo, que el chiquitín se hubiera despertado infaliblemente, experimentando un terror enorme, seguido de lamentables consecuencias -de convulsiones probablemente-, si sus ojos no hubiesen hallado a Caleb Plummer, que entraba con su hija. Llevada por la aparición de la visita al sentimiento de la mutua conveniencia, quedó en silencio durante algunos minutos, abriendo la bocaza; luego corrió al galope hacia la cama en que dormía el chiquitín y se puso a bailar una danza de bruja o baile de San Vito, al mismo tiempo que hundía la cara y la cabeza en las sábanas, hallando gran consuelo sin duda en tan extraordinarios ejercicios.
-¡Cómo! -exclamó Berta-, ¿no habéis asistido a la boda?
-Le dije, señora, que no asistiríais a ella -dijo Caleb en voz baja-. Sabía a qué atenerme en cuanto a vos. Pero os aseguro, señora -dijo el hombrecito tomándole ambas manos con ternura-, que no doy importancia a nada de lo que dicen. No les creo. Nada puedo hacer; pero esta insignificancia de hombre, antes se dejaría hacer pedazos que tolerar una sola palabra contra usted.
Rodeó a Dot con sus brazos y la estrechó como una niña hubiera acariciado a una de sus muñecas.
-Berta no ha podido quedarse en casa esta mañana. Temía, estoy seguro de ello, el son de las campanas y no podía soportar la proximidad de la boda. De modo, que hemos salido temprano de casa y hemos venido inmediatamente.
-He reflexionado sobre cuanto hice -dijo después de un momento de silencio-. Me reproché, hasta el punto de no saber qué resolución tomar, toda la pena que le he causado, y he resuelto que más vale -si queréis quedaros conmigo por breves instantes, señora- enterarla de toda la verdad. ¿Queréis quedaros conmigo estos instantes? -le preguntó Caleb, temblando de pies a cabeza-. Ignoro el efecto que le voy a producir; ignoro lo que pensará de mí; ignoro si después de la revelación amará aún a su pobre padre. Pero es enteramente necesario para su bien que quede desengañada, y en cuanto a mí, sean cuales fueran las consecuencias, es justo que las sufra.
-María -dijo Berta-, ¿dónde está vuestra mano? ¡Ah! Aquí, aquí está. -La llevó a sus labios con una sonrisa, y pasándola luego bajo su brazo, continuó-: Les oí hablar anoche de cierta acusación contra ustedes. Eran injustos.
La esposa del carretero guardaba silencio. Caleb respondió por ella:
-¡Eran injustos! -dijo.
-¡Estaba segura! -exclamó con orgullo-. Ya se lo dije a ellos. Me negué a oír en absoluto. ¡Acusarla con justicia! -apretaba entre las suyas la mano aprisionada y juntaba su mejilla con la de Dot-. ¡No! No estoy tan ciega como para eso.
Y Caleb estaba a un lado de la cieguecita, mientras que Dot permanecía al otro con su mano cogida.
-Os conozco a todos mejor de lo que os figuráis. Pero a nadie mejor que a ella. Ni a vos, padre mío. Nada percibo a mi alrededor con tanta realidad, con tanta verdad como a ella. ¡Si en este instante recobrara la vista, sin que se me dijera una sola palabra, la reconocería entre una multitud! ¡Hermana mía!
-Berta, hija mía -dijo Caleb-, necesito decirte algo que me pesa sobre la conciencia, ahora que estamos solos los tres. Debo hacerte una confesión. ¡Encanto mío!
-¿Una confesión, padre mío?
-Me alejé de la verdad y me perdí -prosiguió Caleb con expresión desgarradora que le alteraba el semblante por completo-. Me alejé de la verdad por tu amor, y este amor me hizo cruel.
Berta volvió hacia él su rostro, en que se reflejaba profundo asombro, y repitió:
-¡Cruel!
-Se acusa con harta severidad, Berta -añadió Dot-, lo reconoceréis vos misma; vais a reconocerlo en seguida.
-¡Él! ¡Cruel para conmigo! -exclamó Berta con incrédula sonrisa.
-Sin querer, hija mía -dijo Caleb-. Pero lo he sido, aunque hasta ayer no lo notara. Hija mía, óyeme y perdóname. El mundo en que vives no existe tal como te lo he representado. Los ojos de que te fiaste han mentido.
Berta volvió de nuevo hacia él su semblante, que mostraba creciente sorpresa, pero retrocedió y se estrechó contra su amiga.
-El camino de la vida te hubiera sido rudo, hija de mi corazón -continuó Caleb-, y he querido endulzártelo. He alterado los objetos, desnaturalizado el carácter de las personas, inventado muchas cosas que no existieron jamás, para hacerte más dichosa. He guardado secreto con respecto a ti, te he rodeado de ilusiones, ¡perdóneme Dios!, y te he colocado en medio de una existencia llena de ensueños.
-¡Pero las personas vivientes no son ensueños! -exclamó Berta precipitadamente, palideciendo y alejándose más aún de su padre-. ¡No podíais variarlas!
-Así lo hice, no obstante, Berta -confesó Caleb-. Una persona que conoces tiempo ha..., mi paloma...
-¡Oh, padre mío! -respondió Berta con acento de amarga reprensión-; ¿por qué decís que la conozco? ¿Acaso conozco algo? ¡Si no soy más que una miserable ciega sin guía!
Dominada por su desdicha, extendió las manos como si buscase su camino a tientas, y luego las condujo hacia su rostro con un gesto de tristeza y sombría desesperación.
-El que hoy se casa -prosiguió Caleb- es egoísta, avaro, déspota, un amo cruel para ti y para mí, hija mía, hace muchos años; repugnante en la faz como en el corazón, siempre frío, siempre duro; distinto por completo del retrato que te tracé, Berta mía, ¡distinto por completo!
-¡Oh! -exclamó la cieguecita, visible víctima de una tortura que estaba muy por encima de sus fuerzas-; ¿por qué habéis obrado así? ¿Por qué llenasteis siempre mi corazón hasta el borde para venir luego a arrancarme, como la muerte, los ídolos de mi amor? ¡Cuán ciega soy, Dios mío! ¡Cuán sola y desamparada estoy!
Su padre, desconsolado, bajó la cabeza sin responder más que con su aflicción y su remordimiento.
Berta se entregaba hacía un momento apenas a sus violentos transportes de pesar, cuando el grillo del hogar, que sólo ella pudo oír, empezó su crrri... crrri... crrri, no con alegría por esta vez, sino con acento débil, melancólico, tan triste y tan lúgubre, que Berta se echó a llorar; y cuando la imagen que había permanecido toda la noche al lado de John compareció detrás de ella, mostrándole a su padre con el dedo, Berta derramó lágrimas a torrentes.
En seguida oyó más claramente el canto del grillo, y aunque sus ojos no pudieron ver la imagen misteriosa, su alma la sintió revolotear alrededor de su padre.
-Dot -preguntó la cieguecita-, decidme lo que es mi casa en realidad.
-Es una pobre habitación, Berta, muy pobre y muy desnuda. Difícilmente podrá abrigaros el invierno próximo del viento y la lluvia. Está tan mal protegida contra el mal tiempo, Berta -siguió diciendo Dot en voz baja, pero clara-, como vuestro padre con su sobretodo de tela de saco.
La cieguecita, muy agitada, se levantó, y condujo a un lado a la mujer del mandadero.
-Los presentes de que tanto me cuidaba -dijo temblando-, los presentes que satisfacían mis menores deseos y recibía yo con tanta gratitud, ¿de dónde procedían? ¿Erais vos la que me los enviaba?
-No.
-¿Quién era?
Dot comprendió que Berta lo adivinaba y guardó silencio. La cieguecita se cubrió de nuevo el semblante con las manos, pero esta vez de un modo muy distinto.
-¡Un instante, Dot! ¡Un solo instante! Acercaos un poco. Hablad más bajo. Sois sincera, lo sé. ¿No me engañaréis?
-No, Berta; os lo prometo.
-Estoy segura de que no lo haréis. Harto os apiadáis de mí para engañarme. Dot, mirad el lugar en que estábamos un momento ha, en donde mi padre..., mi padre, tan amante y compasivo, está..., y decidme lo que veis.
-Veo -respondió Dot, que la comprendía perfectamente- un viejo sentado en una silla dejándose caer sobre el respaldo, con la cara apoyada en la mano como si necesitase el consuelo de su hija.
-Sí, sí, su hija le consolará. Continuad.
-Es un viejo gastado por el trabajo y los pesares; un hombre flaco, abatido, pensativo, cuyos cabellos blanquean. Le veo en este instante desesperado, inclinado profundamente, ahogado por el peso de sus penas. Pero, Berta, no temáis; otras veces le he visto luchando con valor y constancia por un fin noble y sagrado. Por ello rindo homenaje a su cabeza gris y la bendigo.
La cieguecita la dejó bruscamente, y arrodillándose ante su padre, tomó su cabeza blanca y la estrechó contra su pecho.
-¡Ya me ha vuelto la vista! ¡Ya tengo vista! -gritó-. He estado ciega, pero ya se han abierto mis ojos a la luz. Hasta ahora no la he conocido. ¡Pensar que podía haber muerto sin haber visto bien al padre que tanto me amaba!
Caleb no hallaba palabras bastantes para expresar su emoción.
-No hay en el mundo una cabeza hermosa y noble -exclamó la cieguecita permaneciendo en la misma actitud- que yo pudiese amar tan tiernamente, querer con afecto tan generoso como ésta; cuanto más blanca y triste sea, más la querré. Que no me digan más que soy ciega. ¡No habrá una arruga en este semblante, ni un cabello en esta cabeza que en el porvenir sea olvidado en los ruegos y en las acciones de gracias que dirija al cielo!
Caleb quiso balbucear:
-¡Berta mía!
-Y en mi ceguera le creía -murmuró la joven, mezclando con sus caricias lágrimas de verdadera ternura-, ¡le creí tan distinto! ¡Tenerle junto a mí día tras día, siempre preocupado por mi causa, y no haber pensado nunca en ello!
-El hombre fuerte y coquetón de blusa azul ha desaparecido -dijo el pobre Caleb.
-Nada se ha marchado -respondía Berta-, queridísimo padre. Todo permanece con vos. El padre a quien tanto amaba, el padre a quien nunca he amado ni conocido bastante, y el bienhechor que empecé a reverenciar y amar porque manifestaba tan tierna simpatía por mí: ¡El alma de cuanto me fue más caro permanece aquí, aquí, con el rostro marchito y la cabeza blanca! Y ya se acabó mi ceguera, padre.
V
Toda la atención de Dot, durante este discurso, se había concentrado en el padre y la hija; pero al dirigir la mirada al segadorcito que permanecía en la pradera morisca, vio que iba a dar la hora dentro de algunos minutos y cayó inmediatamente en un estado pronunciadísimo de agitación nerviosa.
-Padre mío -dijo Berta, vacilando-; María...
-Sí, hija mía -respondió Caleb-; aquí está.
-No habrá variado. ¿No me habéis dicho nada de ella que no sea cierto, verdad?
-Temo que lo hubiera hecho, hija mía -respondió Caleb-, si hubiese podido figurármela mejor de lo que realmente es. Pero, por poco que la hubiese cambiado, la hubiera hecho disfavor. No era posible mejorarla.
Aunque la cieguecita preguntase a su padre por Dot con la mayor confianza, era delicioso ver la alegría y el orgullo que manifestó al oír la respuesta de Caleb y las nuevas caricias que prodigó a Dot.
-No obstante, amiga mía -insinuó ésta-, pueden ocurrir más variaciones de las que os imagináis. Variaciones para mayor bien de todos; variaciones que causarán gran alegría a algunos de nosotros. Si alguna variación debe conmoveros, ha de ser la que ocurrirá; y es necesario que no os dejéis arrastrar por una emoción demasiado viva. ¿No es un rumor de ruedas lo que se oye en el camino? Vos, que tenéis tanta delicadeza de oído, Berta, decidme si son ruedas.
-Sí, y avanzan con gran rapidez.
-Bien..., bien..., bien sé que tenéis gran finura de oído -dijo Dot con la mano sobre el corazón y hablando evidentemente tan aprisa como podía para disimular mejor sus latidos-, y lo sé porque lo he notado con frecuencia, sobre todo ayer por la noche, al veros reconocer con tanta prontitud aquel paso extraño, aunque no sepa por qué dijisteis, y me acuerdo bien de ello: «¿De quién es este paso?» y por qué lo notasteis con más atención que otro paso cualquiera. Sí; como os decía ahora mismo, ocurren grandes variaciones en el mundo, grandes variaciones, y lo mejor que podemos hacer es disponernos a no asombrarnos de nada.
Caleb se preguntaba qué querría decir Dot, al notar que se dirigía tanto a él como a su hija. Viola con extrañeza tan turbada, tan agitada, que apenas podía respirar y le era preciso apoyarse en una silla para no caer.
-Son ruedas -exclamó jadeante-; son ruedas y se acercan. Están próximas; más próximas ya. Dentro de un instante habrán llegado aquí. ¿Oís cómo se detienen a la puerta del jardín? ¿Y este paso que se acerca a la puerta de entrada? El mismo paso de ayer, Berta, ¿no es verdad?... Y ahora...
Dot lanzó un grito de alegría, uno de esos gritos que ningún obstáculo puede detener, y, dirigiéndose hacia Caleb, le puso la mano ante los ojos en el mismo momento en que un joven entraba precipitadamente en la habitación, y arrojando el sombrero al aire, se acercaba al grupo.
-¿Ha terminado? -preguntó Dot.
-Sí.
-¿Felizmente?
-Sí.
-¿Os acordáis de esta voz, Caleb? ¿Habéis oído alguna vez una voz semejante a ésta?
-¡Si mi hijo, que marchó a las Américas del oro, viviese aún! -dijo Caleb, temblando.
-¡Vive! -exclamó Dot, apartando sus manos de los ojos de Caleb y palmoteando -¡Miradle! ¡Vedle en vuestra presencia, fuerte y sano! ¡Es vuestro querido hijo! ¡Vuestro querido hermano, Berta, que vive y os ama!
¡Ensalcemos a la criaturilla por sus transportes de júbilo, por sus lágrimas y por sus risas, mientras el padre y los dos hijos se abrazan apasionadamente! ¡Ensalcemos la efusión con que marchó al encuentro del atezado marinero, de hirsuta y negra cabellera, y la santa confianza con que, lejos de apartar sus rojos labios, permitiole besarlos libremente y estrecharla contra su corazón. ¡Pero ensalcemos también el cuclillo -¿y por qué no?- por haberse precipitado fuera de la trampa del palacio morisco y por haber saludado dos veces a la simpática reunión con su estribillo intermitente, como si también él estuviese borracho de alegría!
El mandadero, que entró entonces, retrocedió un poco; no esperaba por cierto hallar tan buena compañía.
-Mirad, John -dijo Caleb fuera de sí-; miradle. ¡Es mi hijo que ha vuelto de las Américas! ¡Mi hijo, mi propio hijo! ¡El que equipasteis y embarcasteis vos mismo; aquel de quien fuisteis siempre tan buen amigo!
El mandadero se le acercó para tenderle la mano y se detuvo bruscamente al parecerle reconocer en él las facciones del sordo que había traído en el coche.
-¡Eduardo! -exclamó-. ¿Erais vos?
-¡Contádselo todo ahora -dijo Dot-, y no me compadezcáis, porque estoy resuelta a no ser indulgente conmigo misma!
-Soy el anciano del coche -dijo Eduardo.
-¿Y cómo habéis tenido el valor necesario para entrar clandestinamente y gracias a un disfraz en casa de vuestro antiguo amigo? -repuso el mandadero-. Había hallado en vos, en otro tiempo, un muchacho leal... -¿cuántos años pasaron, Caleb, desde que creímos haber oído decir que había muerto y juzgamos tener la prueba de su defunción?-, un muchacho leal, que nunca hubiera obrado así.
-También yo conocí en otro tiempo a un amigo generoso, que fue para mí un padre más que un amigo -dijo Eduardo- y que nunca hubiera querido juzgar a un hombre, sobre todo a mí, sin oírle antes. Este hombre erais vos. Espero que me escucharéis ahora.
El mandadero, dirigiendo una mirada llena de turbación a Dot, que se mantenía alejada de él, respondió:
-Sea. Nada más justo; os escucho.
-Es preciso que sepáis que cuando partí de Inglaterra, muy joven aún -dijo Eduardo-, estaba enamorado y mi amor era correspondido. Se trataba de una jovencita muy niña aún, que quizá -es lo que me objetaréis- no conocía su propio corazón. Pero yo conocía al mío, y sentía vivísima pasión por ella.
-¡Vos! -exclamó John-. ¡Vos!
-Sí -respondió su interlocutor-; y ella me correspondía. Siempre lo he creído así, y ahora estoy seguro de ello.
-¡Cielo santo! -dijo el mandadero-. ¡Sólo esto faltaba!
-Permaneciéndole fiel -añadió Eduardo-, y volviendo a Inglaterra lleno de esperanzas, después de gran número de peligros y sufrimientos para realizar cuanto estaba de mi parte con relación a nuestro compromiso, supe, a veinte millas de aquí, que mi amada había sido perjura, que me había olvidado y que se entregaba a otro, a un hombre más rico que yo. No intenté dirigirle reprimenda alguna; sólo deseé verla y convencerme por mis propios ojos de la verdad de la acusación. Confiaba en que podían haberla obligado a tomar esta resolución a pesar de sus ruegos y sus recuerdos. Será un consuelo muy ligero -pensé-, pero al menos me consolaría un poco. Por esto vine. A fin de conocer la verdadera verdad, de observar libremente por mí mismo, de juzgar sin obstáculo alguno por parte suya y sin usar mi influencia personal sobre ella -suponiendo que la tuviese- me disfracé..., ya sabéis cómo, y me detuve en el camino..., ya sabéis dónde. Vos no sospechasteis de mí, ni... ella tampoco -señalando a Dot-; hasta que allí, junto al hogar, le dije una cosa al oído, y a poco me descubre.
-Pero cuando tu mujercita supo que Eduardo vivía y que estaba de regreso -añadió Dot, dirigiéndose a John, con la voz interrumpida por los sollozos, hablando por su propia cuenta como había ansiado hacerlo durante toda la narración del marinero-, y cuando hubo conocido su proyecto, le recomendó expresamente que mantuviese el secreto, porque su viejo amigo John Peerybingle era demasiado francote y demasiado torpe para ocultar el más mínimo detalle; sí, torpe, torpísimo para todo, incapaz de ayudarle en su proyecto, y cuando ella, es decir, yo misma, John, se lo hube contado todo, explicándole que su amada le creía muerto, que al fin se había dejado inclinar por su madre a un matrimonio que la pobre anciana llamaba ventajoso, y cuando ella, es decir, yo misma, John, le hube dicho que no estaban casados aún, aunque muy próximos a serlo, y que si se realizaba este matrimonio no consistiría más que en un sacrificio, porque la futura no sentía amor alguno, como él se puso casi loco de alegría al oír esta noticia, entonces ella, es decir, yo misma aún, dije que intervendría como antes había hecho tantas veces, que sondearía el ánimo de su amada, y podría asegurarse de que no se engañaría en cuanto yo dijese. Y así es; ¡no se ha engañado, John! ¡Y se han reunido, John! ¡Y se han casado, John, hace una hora! ¡Y aquí está la recién casada! ¡Y Gruff y Tackleton en buen peligro queda de morir soltero! ¡Y soy una mujer enteramente feliz, May, y que Dios os bendiga!
Ya sabéis, y abramos un paréntesis, que Dot era seductora hasta lo irresistible; pero nunca estuvo tan irresistible como en los transportes de gozo a que se entregó en aquel instante. Nunca se vieron felicitaciones tan tiernas, tan deliciosas como las que se prodigaba a sí misma y a la recién casada.
En medio del tumulto de emociones que se levantaban en su pecho, el honrado mandadero experimentaba honda confusión. De pronto corrió hacia Dot; pero Dot extendió la mano para detenerle y retrocedió, conservando la misma distancia de antes.
-No, John, no; oídlo todo. No me améis, John, hasta que hayáis escuchado todo lo que tengo que deciros. Obré mal no confiándoos mi secreto y lo siento. No creí haber obrado tan mal hasta el instante en que vine a sentarme junto a vos en el taburete ayer por la noche; pero cuando pude leer en vuestro semblante que me habíais visto paseando con Eduardo por la galería y comprendí lo que habíais llegado a pensar, me hice cargo de lo atolondrada que estuve y la gravedad de mi error.
¡Pobre mujercita! ¡Cómo sollozaba aún! John quería estrecharla entre sus brazos; pero ella no lo permitió.
-¡No me améis aún, John! Cuando el próximo matrimonio me entristecía, era porque me acordaba de May y de Eduardo, que se habían amado tanto durante su juventud, y porque sabía que el corazón de May estaba a cien leguas de sentir amor por Tackleton. ¿Lo comprendéis ahora, verdad?
John iba a precipitarse hacia su mujer; pero Dot le detuvo aún.
-No; esperad un poco. Cuando bromeo, como lo suelo hacer algunas veces, John, llamándoos torpe, ganso y dándoos otros nombres semejantes, es por el mismo amor que os tengo, John, y no querría cambiaros en un átomo, aunque fuese para convertiros en el monarca más grande de la tierra.
-¡Bravo, bravísimo! -exclamó Caleb con desusado vigor-. Ésta es mi opinión.
-Y cuando hablo de personas de mediana edad, de personas maduras, John, y cuando pretendo que los dos hacemos mala pareja, lo digo porque soy una criaturilla y por la misma razón que me hace jugar a damas; sólo en broma y para reír un poco, creedme.
Bien conocía Dot que John iba a aproximarse de nuevo y le detuvo por tercera vez; pero bien próxima estuvo a parar el golpe demasiado tarde.
-¡No, no me améis aún; dejadme un momento, John! Lo que deseo deciros sobre todo, lo he guardado para el fin. Querido, bueno, generoso John, cuando hablábamos cierto día del grillo del hogar, sentí mariposear junto a mis labios una confesión, que bien cerca estuvo de escaparse, y era que al principio no os había amado tan entera y tiernamente como os amo ahora; que cuando vine por primera vez a esta casa temí no llegar a amaros tanto como deseaba y como rogaba a Dios que me hiciese amaros; ¡era tan jovencita, John! Pero, John, cada día, cada hora os he amado con más entusiasmo. Y si hubiera podido amaros más de lo que os amo, las nobles palabras que os oí pronunciar esta mañana hubieran bastado para ello. Pero ya no puedo amaros más. Toda la afección que en mí conservaba -y tenía mucha afección, John- os la he dado, como merecéis, hace tiempo, mucho tiempo, y no puedo daros más. ¡Ahora, abrazadme, John mío! ¡Ésta es mi casa, John, y no penséis jamás, jamás, en hacérmela abandonar para enviarme a otra!
Jamás sentiréis, al ver una mujer en brazos de su marido, el placer que hubierais experimentado al contemplar a Dot corriendo hacia los brazos del mandadero. Fue la más completa, la más ingenua, la más franca escena de ternura y emoción de que podáis ser testigos durante toda vuestra vida.
Podéis estar seguros de que John se hallaba en un estado de éxtasis indecible, así como también de que a Dot le sucedía lo mismo, y de que todo el mundo se sentía felicísimo, incluso miss Slowboy, que lloraba de alegría, y que, deseando hacer partícipe del cambio general de felicitaciones al chiquitín, le presentaba sucesivamente, por riguroso turno, a cada uno de los asistentes, exactamente igual que si se hubiese tratado de una bandeja de refrescos.
Pero un nuevo rumor de ruedas se oyó al exterior, y alguien gritó que Gruff y Tackleton volvía. Y en seguida, el digno caballero apareció con el rostro inflamado y lleno de emoción.
-Veamos: ¿qué diablos ocurre, John Peerybingle? -preguntó al entrar-. Es preciso que haya algún error en todo este asunto. He citado para la iglesia a la señora Tackleton, y juraría que nos hemos cruzado por el camino, cuando ella venía hacia aquí. ¡Pero si está con vosotros! Os suplico que me dispenséis, caballero, no tengo el honor de conoceros; pero por si queréis hacerme el favor de dejar en paz a esta señorita, os advierto que tiene un compromiso formal para esta mañana.
-Pues no señor, no tengo el menor deseo de dejárosla -respondió Eduardo-. No pienso tal cosa.
-¿Qué queréis decir, vagabundo? -repuso Tackleton.
-Quiero decir -respondió sonriendo su interlocutor-, que os perdono vuestro mal humor, porque conozco que estáis exasperado; por esta mañana permaneceré sordo a vuestras frases groseras, del mismo modo que ayer por la noche lo estaba para todas las frases que se pronunciasen, fuesen las que fuesen.
¡Qué mirada le lanzó Tackleton, y cómo tembló!
-Siento en el alma, caballero -prosiguió aquél reteniendo la mano izquierda de May, y sobre todo su dedo del corazón-, y con particularísimo sentimiento, que esta señorita no pueda acompañaros a la iglesia; pero como ya ha estado en ella una vez esta mañana, supongo que la excusaréis.
Tackleton miró con fijeza el dedo del corazón de May y sacó del bolsillo de su chaleco un pedacito de papel de estaño, que, a juzgar por las apariencias, contenía un anillo.
-Miss Slowboy -dijo-, ¿tendréis la bondad de echar esto al fuego? Gracias.
-Notadlo -prosiguió Eduardo-, se trata de un compromiso anterior al vuestro, un compromiso muy antiguo que ha impedido a mi mujer su asistencia a la cita que le habéis dado.
-El señor Tackleton me hará la justicia de reconocer que le había confiado mi situación con toda fidelidad, y que más de una vez -añadió May ruborizándose- le he dicho que me sería imposible olvidar nunca a Eduardo.
-Ciertamente -asintió Tackleton-, ciertamente. Es justísimo; nada hay que añadir. ¿Sois el señor Eduardo Plummer, no es así?
-Éste es mi nombre -respondió el recién casado.
-No os hubiera reconocido, caballero -dijo Tackleton examinándole con mirada inquisitorial y saludándole profundamente-; os doy la enhorabuena, caballero.
-Gracias.
-Señora Peerybingle -añadió Tackleton volviéndose súbitamente hacia el lado en que permanecían Dot y su marido-; nunca me habéis tratado con benevolencia, pero he de confesar valéis más de lo que creía. John Peerybingle, dispensadme. Me comprendéis; esto me basta. No hay nada más que decir, caballeros y señoras. Todo está perfectamente. Adiós.
Después de haber pronunciado estas palabras, partió sin más ceremonia; sólo se detuvo un instante junto a la puerta para despojar la cabeza de su caballo de las cintas y flores que la adornaban, y darle al pobre animal un violento puntapié, sin duda con el fin de anunciarle que había surgido algún obstáculo en el curso de los acontecimientos.
VI
Y que no habían de permanecer ociosos ni un solo instante, porque debían pensar seriamente en celebrar aquel día de modo que dejase una estela eterna en el calendario de fiestas y regocijos de la casa Peerybingle. De modo que Dot se puso a la obra para preparar un festín que cubriese de honor inmortal a su hogar y a los interesados. En un abrir y cerrar de ojos hundió sus brazos en la harina hasta el codo, incluyendo los deliciosos hoyuelos y procurándose el maligno placer de blanquear el vestido de John cada vez que éste se acercaba demasiado, deteniéndola para darle un beso. John lavó las legumbres, mondó los nabos, rompió los platos, derribó las marmitas de hierro llenas de agua fría sobre el fuego, y en resumen, se hizo útil por todos los medios imaginables, mientras que una pareja de ayudantas, llamadas a toda prisa de algunos lugares del vecindario, daban contra todas las puertas y chocaban en todos los rincones. En cuanto a Tilly Slowboy, con el niño en brazos, todo el mundo podía estar seguro de encontrarla donde quiera que fuese. Tilly no había dado nunca hasta entonces tales muestras de actividad; se multiplicaba prodigiosamente y su ubicuidad era objeto de la admiración general. Se la hallaba en el corredor a las dos veinticinco minutos, como escollo para los que entraban; en la cocina a las dos cincuenta minutos, a modo de trampa; en el granero, como un armadijo, a las tres menos veinticinco minutos. La cabeza del chiquitín ejerció de piedra de toque respecto de toda materia animal, vegetal o mineral que tuviese a su alcance, o, por mejor decir, no estuvieron aquel día en movimiento personas, muebles ni utensilios que no trabasen en un momento dado íntima amistad con la cabeza del niño.
Luego se formó una gran expedición destinada a ir a buscar a la señora Fielding para darle conmovedoras muestras de pesar por su ausencia, y conducirla, de grado o por fuerza, a sentirse feliz y a perdonarlo todo. Y cuando la expedición exploradora hizo su primer reconocimiento, la señora Fielding no quiso oír ni una palabra al principio; repitió un número incalculable de veces que había vivido hasta entonces con el único fin de llegar hasta aquel día; que no se le pidiese nada más; que sólo debían conducirla a la tumba, cosa que parecía absurda porque estaba viva, y muy viva; y al cabo de algún tiempo cayó en un estado de tranquilidad de mal augurio, y observó que en la época de la famosa catástrofe ocurrida en el comercio de índigo, había previsto ya que durante toda su vida quedaría expuesta a toda clase de insultos y ultrajes; que, por lo tanto, no se extrañaba de lo ocurrido, y que suplicaba que nadie se ocupase de ella en lo más mínimo -¿qué era ella en realidad? ¡Dios mío, nada! ¡Un cero a la izquierda!-. Y, por fin, que procurasen olvidar que una criatura tan mísera hubiese existido, y que todo el mundo siguiese su camino como si ella no hubiese vivido jamás.
Pasando de este tono amargo y sarcástico a un lenguaje inspirado por la cólera, hizo escuchar la notable frase siguiente: «Que el vil gusanillo se yergue cuando le pisan»; después de lo cual expresó un tiernísimo pesar. Si siquiera hubiesen depositado su confianza en ella, ¡qué ideas tan distintas le hubieran sugerido!
Aprovechándose de esta crisis operada en sus sentimientos, la expedición la abrazó; entonces la señora Fielding se puso los guantes y se dirigió a casa de John Peerybingle con actitud irreprochable, como mujer de mundo, llevando en la cintura, envuelto en un papel, un gorro de ceremonia, casi tan alto y seguramente tan rígido como una mitra.
El padre y la madre de Dot, que debían acudir en otro carruaje, tardaban más de lo regular; hubo alguna inquietud y se miró con frecuencia la calle por si se les veía. May Fielding miraba siempre desde un punto de vista opuesto al de todos y en dirección moralmente imposible; y cuando se lo hacían notar, decía creer que podía tomarse la libertad de mirar donde mejor le pareciera. Por fin llegaron los dos; formaban una parejita gordinflona que andaba a buen paso, menudo y firme, verdadera señal peculiar de la familia Dot. Dot se parecía muchísimo a su madre.
Entonces la madre de Dot tuvo que entablar nueva amistad con la madre de May; ésta se daba continuamente aires de soberana, mientras que la madre de Dot no hacía más que mover sus ligeros piececitos. Y el viejo Dot -quiero decir, el padre de Dot; he olvidado su verdadero nombre, pero no importa- se tomaba ciertas libertades con respecto a la señora Fielding; estrechole la mano inmediatamente, sin gran reverencia hacia el gorro de ceremonia, en el cual no pareció hallar más que una mezcla de engrudo y muselina, y no manifestó la menor sensibilidad hacia la catástrofe del índigo, en vista de que no podía remediarse ya; en resumen: según la definición de la señora Fielding, era un hombre bonachón, ¡pero tan grosero!...
Por nada del mundo quisiera olvidar a Dot, que hacía los honores de la casa con su traje de boda. ¡Bendito sea su lindo semblante! Tampoco me olvidaré del mandadero, que tan jovial y tan rubicundo se sentó a la cabecera de la mesa, ni del moreno y audaz piloto, ni de su graciosa mujer, ni de ningún otro convidado. En cuanto a la comida, sentiría mucho no poder hablar de su esplendidez. Nunca se ha saboreado comida tan substanciosa y apetitosa, y no dejaré de mencionar los rebosantes vasos que se hicieron chocar en honor de las bodas; olvido que sería indudablemente el peor de todos.
Después de la comida, Caleb entonó su canción báquica en honor del vino espumoso. Y la cantó durante todo el resto del año, creedme.
Y casualmente ocurrió, en el mismo instante en que Caleb terminaba la canción, un incidente imprevisto.
Llamaron ligeramente a la puerta; un hombre entró vacilando sin decir «con vuestro permiso», o «¿se puede?» Llevaba algo muy pesado en la cabeza y dejó su fardo en el centro de la mesa, sin desordenar su simetría, en medio de las manzanas y las nueces.
-El señor Tackleton -dijo- os saluda, y como no necesita para él la torta de boda, supone que le haréis el honor de comérosla.
Después de haber pronunciado estas palabras se fue.
Todo el mundo quedó algo sorprendido, como podéis suponer. La señora Fielding, que era persona de infinito discernimiento, insinuó que la torta estaba envenenada y contó la historia de cierta torta que había amoratado a todo un colegio de señoritas; pero unánimes reclamaciones decidieron el sitio de la plaza. May hundió el cuchillo en la torta, muy ceremoniosamente y entre la alegría general.
No creo que nadie la hubiese probado aún, cuando alguien golpeó de nuevo la puerta; abrieron, y compareció el mismo hombre, que traía bajo el brazo un enorme paquete envuelto en papel de estraza.
-El señor Tackleton os saluda y os envía estos juguetes para el chiquitín. No son mezquinos.
Y dicho esto, se retiró como la primera vez.
Gran dificultad hubieran experimentado los concurrentes para hallar palabras apropiadas con que expresar su asombro, aunque hubiesen tenido más tiempo para buscarlas. Pero no pudieron tomárselo, porque apenas el enviado cerró la puerta, sonó un tercer golpe, y el mismo Tackleton penetró en la casa.
-Señora Peerybingle -dijo el comerciante de juguetes con el sombrero en la mano-: siento mucho lo ocurrido, mucho más de lo que lo he sentido esta mañana. He pensado largamente en ello, John Peerybingle; mi carácter es bastante malo por naturaleza; pero no puede menos de mejorarse un tanto al lado de un hombre como vos. Caleb, la niñera me dio inconscientemente ayer por la noche cierto consejo enigmático, cuya clave he podido hallar. Me sonrojo al pensar cuán fácil me hubiera sido asegurarme vuestro cariño y el de vuestra hija, y cuán idiota he sido al creerla idiota. Amigos míos -permitidme que os llame así-; mi casa está muy solitaria esta tarde. No tengo ni un solo grillo en mi hogar. Apiadaos de mi soledad y permitidme que permanezca en vuestra feliz compañía.
Al cabo de cinco minutos estuvo como en su propia casa. ¡Había que verle! ¡Cómo se las había arreglado toda su vida para disimular en tanto tiempo aquella inmensa jovialidad! ¡Oh, qué no habrían hecho las hadas para cambiarle de aquella manera!
-¡John! ¿Queréis mandarme, o no, esta noche, a casa de mis padres? -murmuró Dot en voz baja.
-¡Bien cerca había estado de disponerlo!
Sólo faltaba un ser viviente para completar el cuadro; pero llegó en un abrir y cerrar de ojos, sediento, muy alterado por la carrera que había hecho y procurando con inútiles esfuerzos meter la cabeza en el gollete demasiado estrecho de un cántaro. Había seguido el coche hasta el término del viaje, muy contrariado por la ausencia de su amo y prodigiosamente rebelde hacia el sustituto. Después de haber dado alguna vuelta por los alrededores del establo, había procurado inútilmente excitar al caballo a que volviese solo y por un acto positivo de rebelión se había tendido delante del fuego en la sala común del figón vecino. Pero cediendo súbitamente a la convicción de que el sustituto del honrado John no valía la pena de que se le tomase en serio, se levantó, le volvió la espalda y prosiguió el camino de su casa.
Luego empezó el baile. Me hubiera contentado con mencionar de un modo general esta diversión, sin decir ni una palabra más, si no tuviese algún motivo para suponer que fue un baile muy original y de carácter poco común. He aquí cómo se pusieron a la obra los concurrentes:
Eduardo, que era un muchacho bondadoso y francote, les había contado mil maravillas de los loros, las minas, los mejicanos, el oro en polvo, etc., cuando de pronto se le ocurrió la idea de saltar de la silla y proponer un baile, ya que el arpa de Berta estaba allí, y Berta la tocaba primorosamente. Dot -¡buena pieza!, ¡bastante hipocritona algunas veces!- pretendió que el tiempo del bailoteo había pasado para ella; pero yo presumo que la causa verdadera de su reserva fue que el mandadero fumaba su pipa, y ella prefería permanecer a su lado. Con este precedente, la señora Fielding no podía aceptar bailarín alguno, y quedó obligada a decir que el tiempo de la danza también había pasado para ella, y todos dijeron lo mismo, excepto May; May estaba pronta a bailar.
De modo que Eduardo y May se levantaron, entre el aplauso general, para bailar solos, y Berta tocó la pieza más arrebatadora de su repertorio.
Pues bien; creedme o no, apenas hubieron bailado cinco minutos, súbitamente el mandadero tira la pipa, coge a Dot por la cintura, se lanza en medio de la habitación y voltea rápidamente con ella haciendo piruetas, ora sobre los talones, ora sobre la punta del pie. Apenas les vio Tackleton, se deslizó suavemente hacia la señora Fielding, la cogió por la cintura y siguió el vaivén. Al notarlo el viejo Dot, se puso en pie y arrebató a la señora Dot en medio del grupo, poniéndose a su cabeza; Caleb, al verlos, tomó a miss Slowboy por ambas manos y partió en seguida con ella, y miss Slowboy, convencida por completo de que las únicas reglas de danza consisten en penetrar vivamente entre las demás parejas y ejecutar a su costa cierto número de choques más o menos violentos, se entregó a estos ejercicios con entusiasmo.
¡Escuchad! El grillo acompaña la música con su crrri... crrri... crrri... y el puchero zumba con todas sus fuerzas.
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Pero ¿qué es esto? Mientras les escucho con vivísimo sentimiento de felicidad y me vuelvo hacia el lado de Dot para contemplar otra vez aquel semblante que tanto me gusta, Dot y los demás se han desvanecido en el aire y me han dejado solo. Un grillo canta en el hogar; un juguete, roto, yace en el suelo. No veo nada más.
FIN
Al ocuparnos de este ilustre escritor inglés, no podemos menos de recordar una verdad ya muy sabida, que de cada día se va poniendo más en claro: la necesidad de difundir la instruccion en las clases que por falta de medios no pueden adquirirla, para que aparezcan hombres de grande inteligencia, que por no haber llegado á poseer los conocimientos científicos ó artísticos indispensables, mueren oscurecidos, privando de las obras que hubieran podido producir en beneficio de la humanidad.
Y no se diga que el hombre de verdadero talento se da á conocer á pesar de todo, porque aparte de que no podemos, de ninguna manera, formar la estadística de los que con tan buena aptitud, acaso, como lo que hoy dia admiramos, pero no contando con una fuerza de carácter acomodada á la de su inteligencia, ó con las favorables coyunturas—tambien se ha visto algo de esto—que á los otros les favorecieron para ponerse en evidencia, y aun cuando concedamos, lo que es mucho conceder, que efectivamente, todos los hombres de excepcionales disposiciones, se abren camino en la sociedad, cualquiera que sea la posicion que ocupen, la verdad es que hay muchos de valor positivo, aunque no sea tanto como el de los anteriores, que desaparecen sin revelar su mérito y sin hacer el bien que hubieran podido llevar á cabo con sus excelentes facultades
El conocimiento de la vida de Dickens nos ha sugerido las anteriores reflexiones, mas, por lo que á él se refiere, tuvo suficiente talento y la necesaria energía de carácter para sobreponerse á la desgraciada situacion de los primeros años de su existencia, y elevarse con aplauso unánime al puesto de primer novelista inglés, que conservó hasta su fallecimiento y que no ha perdido . Dickens tuvo que educarse á si mismo; fué un verdadero autodidacto, y si por educacion quiere entenderse aquel trabajo preparatorio y conveniente para la obra que se debe hacer en la vida, Dickens debió á circunstancias especiales los conocimientos que necesitaba para escribir sus libros, conocimientos que dada la direccion que el llevó no podian ser más oportunos.
Nació en 1812 en Landport. Su padre estaba empleado en la pagaduría de marina; persona muy escrupulosa y concienzuda en el cumplimiento de sus deberes, muy entendido, pero sin las suficiente actividad para arbitrar recursos con que atender á las necesidades de su numerosa familia. La madre era, por el contrario, señora de mucha energía y de grandes dotes y conocimientos: ella fué la que dió á su hijo las primeras nociones de la lengua latina. Con objeto de sostener las obligaciones de la familia, estableció un colegio, mas á pesar de todos sus esfuerzos no podian salir de sus ahogos y se vieron en la necesidad de ir á Lóndres, cuando Dickens contaba sólo nueve años, y fijarse en un pobre arrabal de aquella cuidad. No se remedió con esto la desgraciada situacion de aquella familia. Las dificultades aumentaban y hubo precision de enviar al niño Carlos á que ganase seis chelines por semana, como empleado en una fábrica de betun para el calzado. Durante dos años, el futuro y egregio novelista llevó una vida por extremo penosa y nada en consonancia con sus felicísimas disposiciones mentales; mal de que padecia mucho, á causa de la precocidad de su entendimiento, de lo mucho que habia leido y de la ambicion que le dominaba ya «por ser un hombre de grandes conocimientos y distinguido en la sociedad.» Por eso al hablar de este período de su vida, más adelante, no estaba completamente injusto con sus padres, al admirarse de que, viendo lo que prometia, lo dedicasen á una ocupacion tan humilde, y que le produjo padecimientos tales, que no podia acordarse despues sin que la memoria de aquellos tiempos no le arrancase muy sentidas lamentaciones. «¡Es verdaderamente de extrañar, decía, que en semejante edad se me descuidase de aquella manera! Que cuando nos trasladamos a Lóndres y me convirtieron en un pobre esclavo, no se presentara alguno de corazon bastante generoso, que teniendo en cuenta lo que se podia esperar de mi viveza, de mi ardor, de mi sensibilidad mental y física, no inspirase á nadie la idea de evitarme aquellos padecimientos, enviándome á una escuela gratuita. Nuestros amigos estaban fatigados: ninguno se tomó interés por nosotros.»
Hubo la desgracia de que los padres no adivinaran el porvenir que tenia reservado Dickens, porque si no algo más hubieron hecho, pero en medio de todo hubo una compensacion, porque en la fábrica de betun halló una escuela como no hubiera sabido excogerla el padre; una escuela mucho más trabajosa, desde luego, que los buenos colegios ingleses, mas para uno cuyo destino debia ser el de describir las casas y calles de los barrios pobres de Lóndres, los sucesos ó extraños ó tristes ó ridí ó lastimosos que allí tenian lugar, fué una escuela donde aprendió mucho, de que se aprovechó mucho, porque en lugar de corromperse con el espectáculo aquel, Dickens se levantó en alas de su genio sobre aquellos miserias, y describiéndolas se hizo un gran novelista.
No es posible determinar como empezaron á reverlarse sus brillantes disposiciones. Dickens, dice que desde niño manifestó un profundo espíritu de observacion, y grandes deseos de ilustrarse, pero que esto no le parecia hacedero más que por medio de una educacion literaria en colegios y unviersidades. Su padre poseia algunos libros, no muchos, pero de primer órden, entre los autores, ingleses; y de los extranjeros El Quijote, Gil Blas y Las Mil y una noches. Los caracteres delineados en dichas obras, no lo fueron inútilmente para Dickens: la semilla echó hondas raíces y produjo ópimos frutos.
Con tan excelentes modelos á la vista, nuestro autor se dispuso perfectamente para sacar provechoso partido de las amargas experiencias de su triste vida. El duro contraste que resultaba entre el mundo ideal que con la lectura de los mencionadas y levantadas aspiraciones se habia fraguado, y el mundo tan prosáico en que necesariamente estaba obligado á vivir; los escasos recursos de que disponia para sus subsistencia, durante los tres primeros años que el jóven residió en Lóndres, años de ningun beneficio para los padres; su vida errante, ó á lo más consagrada á llevar recados á los prestamistas, ó á visitar á sus padres que fueron desdichadamente á parar á una de las cárceles de Lóndres, ó á empaquetar frascos de betun, ó rodando en torno de los figones, fondas y cafés, miserablemente vestido, buscando la manera de encontrar con qué subsistir, le hizo allegar un gran número de interesantísimas observaciones sobre caracteres y escenas, que despues trasladó con vigorosa pluma á sus libros, con la misma viveza que si se hubieran presentado de nuevo ante él al tiempo de describirlos.
Por confesion suya se sabe, que en medio del sonrojo que vida tal le producia, supuesta la delicadeza de sus sentimientos, no dejaba con todo, arrastrado por sus actitudes especiales, de encontrar el lado humorístico de cuanto veia; hasta llegó á decir que en aquella época de su vida, se fijaba en todo con mucha mayor atencion que despues de remontarse á más elevada esfera.
Pronto sintió la necesidad de escribir cuanto observaba. Un amigo suyo le proporcionó una obra de caricaturas, don precioso en el que se inspiró para dibujar más adelante algunos de sus mejores tipos. Dichosamente para Dickens llegó el término de aquella existencia de esclavitud en la fábrica de betunes. Habiendo reñido su padre con uno de los socios del establecimiento, Dickens que ya tenía doce años, dejó de prestar la clase de servicios con que se ganaba un mezquino sustento y fué colocado en una escuela donde, como era natural, se encontró con otra clase de personas y con más facilidades para leer. A los quince años y á consecuencia de la precaria situacion de su padre, tuvo que entrar en casa de un procurador como escribiente, en cuyo trabajo ganaba quince chelines por semana. Como sus grandes dotes de observador iban desarrollándose de cada vez más, y la oficina se prestaba á hacer muy buenos estudios acerca de personas y cosas, Dickens aprovechó perfectamente los diez y ocho meses que permaneció en el despacho del procurador. Como el trabajo curialesco no le dejaba tiempo para entregarse, como él deseaba, á visitar las bibliotecas y á instruirse á fin de hacerse un hombre notable, aprendió la taquigrafía, y mediante este conocimiento pudo prestar muy útiles servicios en varios tribunales, en cuyas dependiencias, á la vez que sacaba con que subsistir, logró aumentar el caudal de sus observaciones. Más adelante, y en imitación de su padre que había entrado de noticiero parlamentario en un periódico, entró á formar parte de la redaccion de « El Antiguo Almacen mensual, » despues en El Sol veraz, en El Espejo del Parlamento y en El Morning Chronicle. Durante este período publicó diferentes escritos bajo el seudónimo de Bos, de los cuales se hicieron dos ediciones en muy poco tiempo, en los que manifestó su genio humorístico, una exactitud asombrosa en la pintura de caracteres, y un ingenio fecundo para inventar escenas chistosísimas é interesantes. El éxito de esta primera obra le animó á publicar bajo su nombre Los papeles póstumos de club Pickwick, libro que en poco tiempo se hizo popular y del que se vendieron muchos miles de ejemplares. A propósito de ella dice un crítico, que Dickens escribió despues otras novelas mucho mejores y de más alcance, pero ninguna que entusiasmara tanto al público inglés, por lo perfecta y graciosamente que presentó los defectos y ridiculeces de sus compatriotas. Con ella no solamente conquistó gloria, sino mucho dinero, porque los editores se la disputaban á porfía. Por entonces contrajo matrimonio con la hija de Mr. Jorge Hogarth, crítico muy estimado, sobre todo en música.
Quiso tambien escribir algo para el teatro, y compuso dos comedias, pero no continuó por este camino, pues si bien descrubrió felicísimas disposiciones para el género, no le acomodaba tener que reprimirse en las narraciones y en las descripciones, que era donde él brillaba más.
A los anteriores trabajos siguió la novela Nicolas Nickleby, en la que se dedicó a combatir los abusos y la opresion con extraordinaria energia.
En Olivier Twist pintó, con maravillosa verdad, las penalidades y desgracias de un jóven provinciano, que se encuentra en medio de los vicios y de las miserias de una gran capital.
En el desarrollo de los caracteres y del argumento de esta novela, tuvo ocasión de manifestar las profundísimas y generosas simpatías que le inspiraba lo que se llama: clases desheredadas, y con tal motivo adquirió una grande influencia en el espíritu, porque no se le consideró desde entonces á Dickens como un nuevo novelista, de mérito más ó menos relevante, sino como un verdadero reformador ardientemente consagrado á defender la causa del progreso y del bien humano.
En 1842 y despues de haber permanecido algunos meses en los Estados Unidos, publicó: Vida y aventuras de Martin Chusslewit obra llena de caracteres, escenas y cuadros de aquel país. En 1844 verificó su viaje á Italia, y á su regreso fundó El Daily News, hoy existente, donde dió á luz sus impresiones acerca de dicho país; mas no conviniéndole el periodismo, dejó el diario y se consagró nuevamente á sus tareas literarias. A esta época pertenecen sus mejores novelas: entre ellas David Copperfield consideraba como la auto-biografía de Dickens.
La pequeña Dorrit es una sátira tan justa como vehemente contra los abusos del gobierno, el espíritu oficinesco mezquino y rutinario, y el nepotismo y jactancia de la nobleza.
En el periódico Household word (dichos caseros) escribió la Historia de Inglaterra.
Desde 1843 compuso una serie de: Cuentos de Navidad, en los cuales ha sabido unir las realidades de la vida á lo fantástico de la leyenda, creando un género apropiado á las largas veladas de invierno de la familia inglesa. En estos cuentos, como en todas las obras del egregio novelista, se ve una tendencia sostenida á la exaltacion de los sentimientos generosos del corazon humano, á la censura de todo lo que sea egoísmo, y de cuanto tiende á mantener ese apartamiento, esa desconfianza, ese ódio que la lucha de los intereses y de las naciones engendran en el hombre. El cuento que tenemos el gusto de ofrecer á nuestros lectores es el más caracterizado en este séntido.
Además de las obras que hemos citado y de muchos artículos y trabajos sueltos en periódicos, escribió las siguientes novelas: Bernabe Rudge, La Casa desierta, Dombey é hijo, El Almacen de Antigüedades, Los tiempos difíciles, París y Lóndres en 1793, Las grandes esperanzas, El amigo comun, La difunta Miss Hollingford, y en colaboración con otro ilustre novelista inglés Wilkye Collins, El abismo.
Queriendo emanciparse del yugo de los editores de Revistas, en las cuales publicaba á trozos sus novelas, fundó un periódico titulado: El reloj de Maese Humphrey, con objeto de dar a luz muchos escritos suyos, pero que empezasen y terminasen en el mismo número.
Del primero que se dió á luz se vendieron más de 70.000 ejemplares; pero no bien se enteró el público del plan del autor, de que no habría novelas largas, la venta bajó extraordinariamente.
Esto nos lleva á hablar de uno de los defectos que con más injusticia se atribuyen á Dickens. Se dice de él que sus novelas no tienen argumento que sea verdaderamente digno de este nombre; es decir, un conjunto de hechos subordinados con el mayor rigor á una idea predominante, de modo que aquéllos no revistan tal caracter que distraigan á los lectores del pensamiento capital que en la novela debe presidir. Este defecto, si lo es en el caso de Dickens, provino de una necesidad á la que tuvo que suscribir, por la obligación que le imponían los editores. Dickens escribía para muchas Revistas ó semanales, ó quincenales ó mensuales, y por esto mismo á cada trozo de novela que publicaba, debia darle un interés muy grande, por medio de incidentes, para que el lector no abandonase la lectura del libro, y al mismo tiempo reservarse la necesaria libertad de accion para no quedar comprometido al escribir los demás trozos de la novela. Sucedia en muchas ocasiones que al aparecer á la luz pública la seccion de una obra, aun no estaba escrita la siguiente.
Lo que demostró Dickens, de un modo indudable, con este sistema, fué su maravillosa inventiva, su fecundidad de recursos, para mantener siempre despierta la curiosidad de los suscritores. Esto, dicho sea con perdon de los críticos á que nos referimos, revela, no un defecto, sino un ingenio positivo é indudable, y más teniendo en cuenta la originalidad de los medios de que se valia.
Las deplorables circunstancias de que se vió rodeado Dickens cuando fué á Lóndres con su familia, se dejaron sentir sobre él cuando más tarde, gracias á su talento y á su popularidad pudo ocupar la posicion de que era merecedor. Demasiado sabia que ni su prestigio, ni la dignidad con que se condujera siempre á pesar de todos los obstáculos y dificultades, le servirian para que cierta clase de gentes no lo zahirieren por su vida pasada, ya que ninguan otra cosa podrian decir de él. Era orgulloso, y por eso mismo cuando se ponia en contacto con personas de elevada posicion social, guardaba siempre cierta reserva, y si bien no se puso en pugna con las clases elevadas, tampoco hizo nada por hablar de ellas: su gran apoyo fueron las clases media y plebeya.
Y no se crea que sus manifestaciones democráticas fueron hijas tan sólo del interés, del prurito de levantar su personalidad sobre los que quisieran rebajarla, recordándole de un modo ó de otro y más ó menos delicadamente sus principios, sino que nacían de una profunda y arraigada conviccion, como lo declaran de sobra sus novelas y sus hechos.
Era lector muy sobresaliente y actor distinguidísimo. Bajo el primer concepto se distinguió mucho, porque acostumbraba á leer en público sus obras, y lo hacia de modo que sus personajes, cualquiera que fuera su carácter, quedaban representados al vivo. Por eso no se sentaba nunca, á fin de imitarlos en voz, en ademanes y en todo.
Como actor recorrió diferentes teatros de Inglaterrra en compañía de varios amigos, al efecto de recoger fondos con que fundar una sociedad literaria y socorrer á actores desgraciados.
Siempre fué encarnizado enemigo de la hipocresía y del egoísmo, defectos que consideraba como peculiares de la sociedad inglesa, á contar desde el Lord más encopetado hasta el mendigo más andrajoso.
Murió á consecuencia del exceso de trabajo mental, antes de concluir su novela Los misterios de Edwin Drood.
He aqui el breve juicio crítico que Villiam Spalding hace de las obras de Dickens:
«En la pintura de caracteres es inimitablemente vigoroso y natural. Sus historias son siempre interesantes, y lo serian mucho más si no estuvieran tan recargadas de detalles y minuciosidades. Tan poderosamente y con tanto éxito sabe producir horror en sus lectores (á veces demasiado) como los sentimientos más dulces, ó la hilaridad más grande, con las escenas que presenta, las cuales alguna vez degeneran en caricaturas. No hay en él condiciones para remontarse á las altas esferas de la imaginacion: su pluma es demasiado pesada para describir esos mundos reservados á los hombres de genio romántico, poéticos y meditabundo, pero cuando se trata del mundo real adquiere fuerza, fecundidad, sentimiento; nunca se manifiesta mejor observador, ni revela un espíritu más simpatico, que cuando pinta escenas, que por su ruindad hubieran podido disgustarnos, ó acaso espantarnos por la infamia que envuelven.»
ESTROFA PRIMERA.
Para empezar: Marley había muerto. Sobre ello no había ni la menor sombra de duda. La partida de defuncion estaba firmada por el cura, por el sacristan, por el encargado de las pompas fúnebres y por el presidente del duelo. Scrooge la habia firmado y la firma de Scrooge circulaba sin inconveniente en la Bolsa, cualquiera que fuera el papel donde la fijara.
El viejo Marley estaba tan muerto como un clavo de puerta [1].
Aguardad: con esto no quiero decir que yo conozca, por mí mismo, lo que hay de especialmente muerto en un clavo. Si me dejara llevar de mis opiniones, creería mejor que un clavo de ataud es el trozo de hierro más muerto que puede existir en el comercio; pero como la sabiduría de nuestros antepasados brilla en las comparaciones, no me atrevo, con mis profanas manos, á tocar á tan venerados recuerdos. De otra manera ¡qué seria de nuestro país! Permitidme, pues, repetir enérgicamente que Marley estaba tan muerto como un clavo de puerta.
¿Lo sabia así Scrooge? A no dudarlo. Forzosamente debia de saberlo. Scrooge y él, por espacio de no sé cuántos años, habian sido sócios. Scrooge era su único ejecutor testamentario, su único administrador, su único poderhabiente, su único legatario universal, su único amigo, el único que acompañó el féretro, aunque, á decir verdad, este tristísimo suceso no le sobrecogió de modo que no pudiera, en el mismo dia de los funerales, mostrarse como hábil hombre de negocios y llevar á cabo una venta de las más productivas.
El recuerdo de los funerales de Marley me coloca otra vez en el punto donde he empezado. No cabe duda en que Marley habia fallecido, circunstancia que debe fijar mucho nuestra atencion, porque si nó la presente historia no tendría nada de maravillosa.
Si no estuviéramos convencidos de que el padre de Hámlet [2] ha muerto antes de que la tragedia dé principio, no tendria nada de extraño que lo viéramos pasear al pié de las murallas de la ciudad y expuesto á la intemperie; lo mismo exactamente, que si viéramos á otra persona de edad provecta pasearse á horas desusadas en medio de la oscuridad de la noche y por lugares donde soplara un viento helador; verbigracia, el cementerio de San Pablo, y tratándose del padre de Hámlet, tan sólo impresiona la ofuscada imaginacion de su hijo.
Scrooge no borró jamás el nombre del viejo Marley. Todavía lo conservaba escrito, años después, encima de la puerta del almacen: Scrooge y Marley. La casa de comercio era conocida bajo esta razon. Algunas personas poco al corriente de los negocios lo llamaban Scrooge-Scrooge; otras, Marley sencillamente, mas él contestaba por los dos nombres; para él no constituía más que uno.
¡Oh! ¡Y que sentaba bien la mano sobre sus negocios! Aquel empedernido pecador era un avaro que sabía agarrar con fuerza, arrancar, retorcer, apretar, raspar y, sobre todo, duro y cortante como esos pedernales que no despiden vivíficas chispas si no al contacto del eslabon. Vivia ensimismado en sus pensamientos, sin comunicarlos, y solitario como un hongo. La frialdad interior que habia en él le helaba la aviejada fisonomía, le coloreaba la puntiaguda nariz, le arrugaba las mejillas, le enrojecia los párpados, le envaraba las piernas, le azuleaba los delgados labios y le enroquecia la voz. Su cabeza, sus cejas y su barba fina y nerviosa parecian como recubiertas de escarcha. Siempre y á todas partes llevaba la temperatura bajo cero: transmitia el frio á sus oficinas en los dias caniculares y no las deshelaba, ni siquiera de un grado, por Navidad.
El calor y el frio exteriores ejercian muy poca influencia sobre Scrooge. El calor del verano no le calentaba y el invierno más riguroso no llegaba á enfriarle. Ninguna ráfaga de viento era más desapacible que él. Jamás se vió nieve que cayera tan rectamente como él iba derecho á su objeto, ni aguacero más sostenido. El mal tiempo no encontraba manera de mortificarle: las lluvias más copiosas, la nieve, el granizo no podian jactarse de tener sobre él más que una ventaja: la de que caian con profusion; Scrooge no conoció nunca esta palabra.
Nadie lo detenia en la calle para decirle con aire de júbilo: ¿Cómo se encuentra usted, mi querido Scrooge? ¿Cuándo vendrá usted á verme? Ningun mendigo le pedía ni la más pequeña limosna; ningun niño le preguntaba por la hora. Nunca se vió á nadie, ya hombre, ya mujer, solicitar de él que les indicase el camino. Hasta los perros de ciego daban muestras de conocerle, y cuando le veian llevaban á sus dueños al hueco de una puerta ó á una callejuela retirada, meneando la cola como quien dice: «Pobre amo mio: mejor es que no veas, que no ver á ese hombre.»
Pero ¿qué le importaba esto á Scrooge? Precisamente era lo que quería: ir solo por el ancho camino de la existencia, tan frecuentado por la muchedumbre de los hombres, intimándoles con el aspecto de la persona, como si fuera un rótulo, que se apartasen. Esto era en Scrooge como el mejor plato para un goloso.
Un dia, el más notable de todos los buenos del año, la víspera de Navidad, el viejo Scrooge estaba sentado á su bufete y muy entretenido en sus negocios. Hacia un frio penetrante. Reinaba le niebla. Scrooge podia oir cómo las gentes iban de un lado á otro por la calle soplándose las puntas de los dedos, respirando ruidosamente, golpeándose el cuerpo con las manos y pisando con fuerza para calentarse los piés.
Las tres de la tarde acababan de dar en los relojes de la City [3], y con todo casi era de noche. El dia habia estado muy sombrío. Las luces que brillaban en las oficinas inmediatas, parecian como manchas de grasa enrojecidas, y se destacaban sobre el fondo de aquella atmósfera tan negruzca y por decirlo así, palpable. La niebla penetraba en el interior de las casas por todos los resquicios y por los huecos de las cerraduras: fuera habia llegado su densidad á tal extremo, que si bien la calle era muy estrecha, las casas de enfrente se asemejaban á fantasmas. Al contemplar cómo aquel espeso nublado descendia cada vez más, envolviendo todos los objetos en una profunda oscuridad, se podia creer que la naturaleza trataba de establecerse allí para explotar una cervecería en grande escala.
La puerta del despacho de Scrooge continuaba abierta, á fin de poder éste vigilar á su dependiente dentro de la pequeña y triste celdilla, á manera de sombría cisterna, donde se ocupaba en copiar cartas. La estufa de Scrooge tenia poco fuego, pero ménos aún la del dependiente: aparentaba no encerrar más que un pedazo de carbon. Y el desgraciado no podia alimentarla mucho, porque en cuanto iba con el cogedor á preveerse, Scrooge, que atendia por sí á la custodia del combustible, no se recataba de manifestar á aquel infeliz que cuidase de no ponerlo en el caso de despedirle. Por este motivo el dependiente se envolvia en su tapabocas blanco y se esforzaba en calentarse á la luz de la vela; pero como era hombre de poquísima imaginacion, sus tentativas resultaban infructuosas.
—Os deseo una regocijda Noche Buena, tio mio, y que Dios os conserve; gritó alegremente uno. Era la voz del sobrino de Scrooge. Este, que ocupado en sus combinaciones no le habia visto llegar, quedó sorprendido.
—Bah, dijo Scrooge; tonterías.
Venia tan agitado el sobrino á consecuencia de su rápida marcha, en medio de aquel frio y de aquella niebla, que despedia fuego; su rostro estaba encendido como una cereza; sus ojos chispeaban y el vaho de su aliento humeaba.
—¡La Noche Buena una tontería, tio mío! No es esto sin duda lo que quereis decir.
—Sí tal, dijo Scrooge. ¡Una regocijada Noche Buena! ¿Qué derecho os asiste para estar contento? ¿Qué razon para abandonaros á unas alegrías tan ruinosas? Bastante pobre sois.
—Vamos, vamos, dijo alborozadamente el sobrino; ¿en qué derecho os apoyais para estar triste? ¿En qué motivo para entregaros á esas abrumadoras cifras? Usted es bastante rico.
—Bah, dijo Scrooge, que por entonces no encontraba otra contestacion mejor que dar; y su ¡bah! fué seguido de la palabra de antes: tonterías.
—No os pongais de mal humor, tio mio, exclamó el sobrino.
—Y cómo no ponerme, cuando se vive en un mundo de locos cual lo es este. ¡Una regocijada Noche Buena! Váyanse al diablo todas ellas. ¿Qué es la Navidad, sino una época en que vencen muchos pagarés y en que hay que pagarlos aunque no se tenga dinero? ¡Un día en que os encontrais más viejo de un año, y no más rico de una hora! ¡Un dia en que despues de hacer el balance de vuestras cuentas, observais que en los doce meses transcurridos no habeis ganado nada. Si yo pudiera obrar segun pienso, continuó Scrooge con acento indignado, todos los tontos que circulan por esas calles celebrando la Noche Buena, serian puestos á cocer en su propio caldo, dentro de un perol y enterrados con una rama de acebo atravesada por el corazón: así, así.
—Tio mio, exclamó el sobrino queriendo defender la Noche Buena.
—Sobrino mio, replicó Scrooge severamente; podeis gozar de la Noche Buena á vuestro gusto; dejadme celebrarla al mio.
—¡Celebrar la Noche Buena! repitió el sobrino; ¡pero si no la celebrais!
—Entonces dejadme no gozarla. Que os haga buen provecho. ¡Como os ha reportado tanta utilidad!
—Muchas cosas hay, lo declaro, de las que hubiera podido obtener algunas ventajas que no he obtenido, y entre otras de la Noche Buena; pero á lo menos he considerado este dia (dejando aparte el respeto debido á su sagrado nombre y á su orígen divino, si es que pueden ser dejados aparte tratándose de la Noche Buena) como un hermoso día, como un día de benevolencia, de perdon, de caridad y de placer; el único del largo calendario del año en el que, según creo, todos, hombres y mujeres, parece que descubren por consentimiento unánime, parece que manifiestan sin empacho, cuantos secretos guardan en su corazon y que ven en los individuos de inferior clase á la suya, como verdaderos compañeros de viaje en el camino del sepulcro, y no otra especie de seres que se dirigen á diverso fin. Por eso, tio mio, aunque no haya depositado en mi bolsillo ni la más pequeña moneda de oro ó de plata, creo que la Noche Buena me ha producido bien y que me lo producirá todavía. Por eso grito: ¡viva la Noche Buena!
El dependiente aplaudió desde su cuchitril involuntariamente; pero habiendo echado de ver en el acto la inconveniencia que habia cometido, se puso á revolver el fuego y acabó de apagarlo.
—Si oigo el menor ruido donde estais, gritó Scrooge, celebrareis la Noche Buena perdiendo el empleo. En cuanto á vos, prosiguió encarándose con su sobrino, sois verdaderamente daderamente un orador muy distinguido. Me admiro de no veros sentado en los bancos del Parlamento.
—No os incomodéis, tío mío. Ea, venid á comer con nosotros mañana.
Scrooge le repuso que querría verle en... sí, verdaderamente lo dijo. Profirió la frase completa diciendo que lo querría ver mejor en... (el lector acabará si le parece.)
—Pero ¿por qué? exclamó el sobrino; ¿por qué?
—¿Por qué os habéis casado? preguntó Scrooge.
—Porque me enamoré.
—¡Porque os enamorasteis! refunfuñó Scrooge, como si aquello fuera la mayor tontería después de la de Noche Buena: buenas noches.
—Pero tío, antes de mi boda no ibais á visitarme nunca; ¿por qué la erigís en pretexto para no ir ahora?
—Buenas noches, dijo Scrooge.
—Nada deseo, nada solicito de vos. ¿Por qué no hemos de ser amigos?
—Buenas noches, dijo Scrooge.
—Estoy pesaroso, verdaderamente pesaroso de veros tan resuelto. Jamás hemos tenido nada el uno contra el otro; á lo menos yo. He dado este paso en honra de la Noche Buena, y conservaré mi buen humor hasta lo último; por lo tanto os deseo una felicísima Noche Buena.
—Buenas noches, dijo Scrooge.
—Y un buen principio de año.
—Buenas noches.
Y el sobrino abandonó el despacho sin dar la más pequeña muestra de descontento. Antes de salir á la calle se detuvo para felicitar al dependiente quien, aunque helado, sentía más calor que Scrooge, y le devolvió cordialmente la felicitación.
—Hé ahí otro loco, murmuró Scrooge que los estaba oyendo. ¡Un dependiente con quince chelines (75 reales) por semana, esposa é hijos, hablando de la Noche Buena! Hay para encerrarse en un manicomio.
Aquel loco perdido, después de saludar al sobrino de Scrooge, introdujo otras dos personas; dos señores de buen aspecto, de figura simpática, que se presentaron, sombrero en mano, á ver á Mr. Scrooge.
—Scrooge y Marley, si no me equivoco, dijo uno de ellos consultando una lista. ¿A quién tengo el honor de hablar, á Mr. Scrooge ó á Mr. Marley?
—Mr. Marley falleció hace siete años, contestó Scrooge; justamente se cumplen esta noche misma.
—No abrigamos la menor duda en que la generosidad de dicho señor estará dignamente representada por su socio sobreviviente, dijo uno de los caballeros presentando varios documentos que le autorizaban para postular.
Y lo estaba sin duda, porque Scrooge y Marley se parecían como dos gotas de agua. Al oír la palabra generosidad, Scrooge frunció las cejas, movió la cabeza y devolvió los documentos á su dueño.
—En esta alegre época del año, Mr. Scrooge, dijo el postulante tomando una pluma, deseamos, más que en otra cualquiera, reunir algunos modestos ahorros para los pobres y necesitados que padecen terriblemente á consecuencia de lo crudo de la estación. Hay miles que carecen de lo más necesario, y cientos de miles que ni aún el más pequeño bienestar pueden permitirse.
—¿No hay cárceles? preguntó Scrooge.
—¡Oh! ¡Muchas! contestó el postulante dejando la pluma.
—Y los asilos ¿no están abiertos? prosiguió Scrooge.
—Seguramente, caballero, respondió el otro. Pluguiera a Dios que no lo estuviesen.
—Las correcciones disciplinarias y la ley de pobres ¿rigen todavía? preguntó Scrooge.
—Siempre y se las aplica con frecuencia.
—¡Ah! Temía, en vista de lo que acabáis de decirme, que por alguna circunstancia imprevista, no funcionaban ya tan útiles instituciones; me alegro de saber lo contrario, dijo Scrooge.
—Convencidos de que con ellas no se puede dar una satisfaccion cristiana al cuerpo y al alma de muchas gentes, trabajamos algunos para reunir una pequeña cantidad con que comprar algo de carne, de cerveza y de carbón para calentarse. Nos hemos fijado en esta época, porque, de todas las del año, es cuando se deja sentir con más fuerza la necesidad; en la que la abundancia causa más alegría. ¿Por cuánto queréis suscribiros?
—Por nada.
—¿Deseais conservar el incógnito?
—Lo que deseo es que se me deje tranquilo. Puesto que me preguntáis lo que deseo, he aquí mi respuesta. Yo no me permito regocijarme en Noche Buena y no quiero proporcionar a los perezosos medios para regocijarse. Contribuyo al sostenimiento de las instituciones de que os hablaba hace poco: cuestan muy caras; los que no se encuentren bien en otra parte, pueden ir á ellas.
—Hay muchos á quienes no les es dado y otros que preferirían morir antes.
—Si prefieren morirse, harán muy bien en realizar esa idea, y en disminuir el excedente de la poblacion. Por lo demás, bien podeis dispensarme; pero no entiendo nada de semejantes cosas.
—Os sería facilísimo conocerlas, insinuó el postulante.
—No es de mi incumbencia, contestó Scrooge. Un hombre tiene suficiente con sus negocios para no ocuparse en los de otros. Necesito todo mi tiempo para los míos. Buenas noches, señores.
Viendo lo inútil que sería insistir, se retiraron los dos caballeros, y Scrooge volvió á su trabajo cada vez más satisfecho de su conducta, y con un humor más festivo que por lo comun.
A todo esto la niebla y la oscuridad se iban haciendo tan densas, que se veía á muchas gentes correr de un lado á otro con teas encendidas, ofreciendo sus servicios á los cocheros para andar delante de los caballos y guiarlos en su camino.
La antigua torre de una iglesia, cuya vieja campana parecía que miraba curiosamente á Scrooge en su bufete á través de una ventana gótica practicada en el muro, se hizo invisible; el reloj dió las horas, las medias horas, los cuartos de hora en las nubes con vibraciones temblorosas y prolongadas, como si sus dientes hubiesen castañeteado en lo alto sobre la aterida cabeza de la campana. El frío aumentó de una manera intensa. En uno de los rincones del patio varios trabajadores, dedicados á la reparacion de las cañerías del gas, habian encendido un enorme brasero, alrededor del cual estaban agrupados muchos hombres y niños haraposos, calentándose y guiñando los ojos con aire de satisfaccion. El agua de la próxima fuente al manar se helaba, formando á manera de un cuadro en torno, que infundia horror.
En los almacenes las ramas de acebo chisporroteaban al calor de las luces de gas, y lo teñían todo con sus rojizas vislumbres. Las tiendas de volatería y de ultramarinos lucian con desusada esplendidez, cual si quisieran significar que en todo aquel lujo no tenia nada que ver el interés de la ganancia.
El alcalde de Lóndres, en su magnífica residencia consistorial, daba órdenes a sus cincuenta cocineros y á sus cincuenta reposteros para festejar la Noche Buena como debe festejarla un alcalde, y hasta el sastrecillo remendon á quien aquella autoridad habia condenado el lunes precedente á una multa por haberlo encontrado ébrio y armando un barullo infernal en la calle, se preparaba para la comida del día siguiente, miéntras que su escuálida mujer, llevando en sus brazos su no menos escuálido rorro, se encaminaba á la carnicería para hacer sus compras.
A todo esto la niebla va en aumento; el frío va en aumento; frío helador, intenso. Si á la sazón el excelente San Dunstan, despreciando las armas de que por lo comun se valía hubiera pellizcado al diablo en la nariz, de seguro que le habria hecho exhalar formidables rugidos. El propietario de una nariz jóven, pequeña, roída por aquel frío tan famélico como los huesos son corroidos por los perros, aplicó su boca al agujero de la cerradura del despacho de Scrooge para regalarle una canción alusiva a las circunstancias. Scrooge empuñó su regla con un ademán tan enérgico, que el cantante huyó, todo azorado, abandonando el agujero de la cerradura á la niebla y á la escarcha, que se introdujeron precipitadamente en el despacho, como por simpatía hácia Scrooge.
A lo último llegó la hora de cerrar la oficina. Scrooge se levantó de su banqueta, lleno de mal humor, dando así la señal de marcha al dependiente, quien le aguardaba en su cisterna, con el sombrero puesto, despues de haber apagado la luz.
—Supongo que deseareis tener libre el dia de mañana, dijo Scrooge.
—Si lo creeis conveniente.
—No me conviene; de ninguna manera. ¿Que diríais si os retuviera el sueldo de mañana? Os creeríais perjudicado.
El empleado se sonrió ligeramente.
—Y sin embargo, continuó Scrooge, a mí no me considerais como perjudicado, á pesar de que os pago un dia por no hacer nada.
El empleado hizo observar que aquello no tenía lugar más que una sola vez cada año.
—Pobre fundamento para meter la mano en el bolsillo de un hombre todos los 25 de Diciembre, dijo Scrooge abotonándose la levita hasta el cuello. Supongo que necesitareis todo el dia, pero confío en que me indemnizareis pasado mañana viniendo más temprano.
El dependiente lo prometió y Scrooge salió refunfuñando. El almacen quedó cerrado en un santiamen; y el dependiente, dejando colgar las dos puntas de su tapabocas hasta el borde de la chaqueta (pues no se permitía el lujo de vestir gaban), echó a todo correr en direccion á su morada para jugar á la gallina ciega.
Scrooge comió en el mezquino bodegon donde lo hacía comunmente. Despues de haber leido todos los periódicos, y ocupado el resto de la noche en recorrer su libro de cuentas, se dirigió a su casa para acostarse. Residia en la misma habitacion que su antiguo asociado, compuesta de una hilera de aposentos oscuros, los cuales formaban parte de un antiguo y sombrío edificio, situado á la extremidad de una callejuela, de la que se despegaba tanto que no parecia sino que, habiendo ido á encajarse allí en su juventud, jugando al escondite con otras casas, no habia sabido despues encontrar el camino para volverse. Era un edificio antiguo y muy triste porque nadie vivia en él, exceptuando Scrooge: los otros compartimientos de la casa servian para despachos ó almacenes. El patio era tan oscuro que, sin embargo de conocerlo perfectamente Scrooge , se vió precisado á andar á tientas. La niebla y la escarcha cubrian de tal modo el añoso y sombrío porton de la casa, que semejaba la morada del genio del invierno, residente allí y absorbido en sus tristes meditaciones.
La verdad es que el aldabon no ofrecía nada de especial, sino que era muy grande. La verdad es, repito, que Scrooge lo había visto por la mañana y por la tarde, todos los días, desde que habitaba en aquel edificio, y que en cuanto a eso que llaman imaginacion, poseia tan poca como cualquier otro vecino de la City, inclusos, aunque sea temerario decirlo, sus individuos de ayuntamiento. Es indispensable, además, tener en cuenta que Scrooge no habia pensado, ni una sola vez, en Marley despues del fallecimiento de su socio, ocurrido siete años antes, excepto aquella tarde. Ahora que me diga alguien, si sabe, cómo fué que Scrooge, en el momento de introducir la llave en la cerradura, vió en el aldabon, y esto sin pronunciar ningun conjuro, no un aldabon, sino la figura de Marley.
Sí; indudablemente; la misma figura de Marley.
Y no era una sombra invisible como la de los demás objetos del patio, sino que parecía estar rodeada de un fulgor siniestro, semejante al de un salmon podrido y guardado en un lugar oscuro. Su expresión no tenia nada que significase ira ó ferocidad; pero miraba á Scrooge, como Marley solia hacerlo, con sus anteojos de espectro levantados sobre su frente de aparecido. La cabellera se agitaba de una manera singular, como movida por un soplo ó vapor cálido, y aunque tenía los ojos desmesuradamente abiertos los conservaba inmóviles. Esta circunstancia y el color lívido de la figura la hacian horrorosa, pero el horror que experimentaba Scrooge á la vista de ella no era consecuencia de la figura, sino que precedia de él mismo, no de la expresion del rostro del aparecido. Así que se hubo fijado más atentamente no vió más que un aldabon.
Decir que no se estremeció ó que su sangre no sufrió una sacudida terrible, como no la habia sentido desde la infancia, sería faltar a la verdad; pero se sobrepuso, empuñó otra vez la llave le dió vuelta con movimiento brusco, entró y encendió la vela.
Estuvo un momento indeciso antes de cerrar la puerta, y por precaución miró detrás de ella, cual si temiera ver de nuevo á Marley con su larga coleta, adelantándose por el vestíbulo; pero nada encontró, fuera de los tornillos que sujetaban el aldabon á la madera. ¡Bah, bah! exclamó más tranquilo; y cerró con ímpetu.
El estruendo retumbó en toda la casa al igual de un trueno. Las habitaciones superiores , y los toneles que el almacenista de vinos guardaba en sus bodegas, produjeron un sonido particular como tomando parte en aquel concierto de ecos. Scrooge no era hombre á quien asustaran los ecos. Cerró sólidamente la puerta, cruzó el vestíbulo, y subió la escalera cuidando al paso de apretar bien la vela.
Hablais algunas veces de las anchurosas escaleras de los edificios antiguos, en las cuales cabe perfectamente una carroza arrastrada por seis caballos, pero os aseguro que la de Scrooge era mayor, porque habia capacidad en ella para contener un carruaje fúnebre subiéndolo cruzado con las portezuelas mirando á los tramos de escalera y la lanza tocando al muro: empresa fácil pues quedaba espacio para más. Sin duda se le figuró por eso á Scrooge, que veía andar delante de él en la oscuridad un cortejo fúnebre. Con una media docena de farolas de gas no hubiera habido suficiente para iluminar el vestíbulo: ya podeis figuraros la claridad qua habria con la vela de Scrooge.
El continuaba su ascension sin cuidarse de nada ya. La oscuridad es muy barata y por eso Scrooge la queria mucho; pero antes de cerrar la pesada puerta de su habitacion, reconoció los aposentos de ésta, para ver si todo se hallaba en orden: acaso adoptó tal precaucion, acordándose ligeramente de la inquietud que la misteriosa figura le habia causado.
El salon, la alcoba, los departamentos de desahogo, todo estaba en órden. Nadie habia debajo de la mesa; nadie en el sofá. En el fogon lucia un mísero fuego: la cuchara y la taza estaban ya dispuestas y sobre las ascuas un perolillo con agua de avena (porque Scrooge padecía un constipado de cabeza). A nadie encontró debajo de la cama; á nadie en su gabinete; á nadie dentro de la bata que estaba, en forma sospechosa, pendiente de un clavo.
Completamente tranquilo ya, Scrooge cerró la puerta con doble vuelta, precaucion que no tomaba nunca, y asegurado contra toda sorpresa, se quitó la corbata, se puso la bata, las zapatillas y el gorro de dormir, y se sentó delante del fuego para tomar el cocimiento de avena.
El fuego era positivamente mísero; tan mísero que no servia para nada en una noche como aquella. Scrooge se vió precisado á aproximarse mucho á él, á cobijarlo, digámoslo así, para experimentar alguna sensacion de calor. El cuerpo del fogon construido hacía mucho tiempo, por algun fabricante holandés, estaba recubierto de azulejos flamencos donde se veían representadas escenas de la Sagrada Escritura. Habia Abel y Cain, hijos de Faraon, reinas de Sabá, ángeles bajando del cielo sobre nubes que se parecían á lechos de pluma, Abraham, Balthasar, apóstoles embarcándose en esquifes á modo de salseras; cientos de figuras capaces de distraer la imaginacion de Scrooge, y sin embargo el rostro de Marley sobrepujaba á todo. Si cada uno de aquellos azulejos hubiera empezado por tener las figuras borradas, y la facultad de imprimir en su superficie algo de los pensamientos sueltos de Scrooge, cada azulejo habria presentado la cabeza del viejo Marley.
—Necedades, dijo Scrooge y dió á recorrer la habitación.
Despues de algunas vueltas se sentó. Como tenia la cabeza echada hácia atrás, sobre el respaldo de la butaca, sus ojos se detuvieron, por casualidad, en una campanilla que ya no servia, suspendida del techo y que comunicaba con el último piso del edificio, para un objeto desconocido.
Con la mayor sorpresa, con inexplicable terror, observó Scrooge que ver la campanilla y ponerse ésta en movimiento fué todo uno. Al principio se balanceaba suavemente, tanto que apenas producía sonido; pero muy luego aumentó este considerablemente y todas las campanillas de la casa acompañaron á la primera.
El repiqueteo no duró más que medio minuto ó un minuto, mas á Scrooge se le figuró tan prolongado como una hora. Las campanillas terminaron cual si todas hubieran empezado á la vez. A este ruido sucedió otro de hierros que procedía de los subterráneos, como si alguien arrastrase una larga cadena sobre los toneles del almacenista de vinos. Scrooge recordó entonces haber oído referir, que en las casas donde existían duendes, éstos se presentaban siempre con cadenas.
La puerta de los subterráneos se abrió con estrépito, y el ruido se hizo perceptible en el piso bajo; después en la escalera, hasta que, por último, se fué acercando á la puerta.
—Lo dicho. Tonterías; exclamó Scrooge: no creo en ellas.
Sin embargo mudó muy pronto de color porque vió al espectro, que atravesando sin la menor dificultad por la maciza puerta fue á colocarse ante él.
Cuando la aparición penetraba, el mezquino fuego despidió un resplandor fugaz como diciendo: «lo conozco: es el espectro de Marley» y se extinguió.
La misma cara, absolutamente la misma. Marley con su puntiaguda coleta, su chaleco habitual, sus pantalones ajustados, y sus botas, cuyas borlas de seda se balanceaban á compás con la coleta, con los faldones de la casaca, y con el tupé.
La cadena con la que tanto ruido hacía la llevaba ceñida á la cintura, y era tan larga que le rodeaba todo el cuerpo, como si fuera un prolongado rabo: estaba hecha (porque Scrooge la observó de muy cerca) de arcas de seguridad, de llaves, de candados, de grandes libros, de papelotes y de bolsas muy pesadas de acero. El cuerpo del espíritu, se transparentaba hasta un extremo tal, que Scrooge, examinándole detenidamente á través del chaleco, pudo ver los botones que adornaban por detrás la casaca.
Scrooge había oído referir que Marley estaba desprovisto de entrañas, pero hasta aquel momento no se convenció.
No, y aún no lo creía. Por más que pudiese investigar con la mirada las cavidades interiores del espectro; por más que sintiera la influencia glacial de aquellas pupilas heladas por la muerte; por más que se fijaba hasta en el tejido del pañuelo que cubría la cabeza así como la barba de la aparición, detalle antes descuidado por Scrooge, aún se resistía a creer en lo que sus sentidos le manifestaban.
—¿Qué quiere decir esto? preguntó Scrooge tan cáustico y tan frío como de costumbre. ¿Qué deseais de mí?
—Muchas cosas.
Era indudablemente la voz de Marley.
—¿Quién sois?
—Preguntad mejor: ¿quién habeis sido?
—¿Quién habeis sido, pues? dijo Scrooge levantando la voz. Muy castizo estáis para ser una sombra.
—En el mundo fui socio vuestro.
—¿Podeis... podeis sentaros? preguntó Scrooge con aire de duda.
—Puedo.
—Entonces hacedlo.
Scrooge formuló la pregunta porque ignoraba si un espectro tan transparente podría encontrarse en las condiciones necesarias para tomar asiento, y consideraba que a ser esto, por casualidad, imposible, lo pondría en el caso de dar explicaciones muy difíciles; pero el fantasma se sentó frente a frente, al otro lado de la chimenea, como si estuviera muy avezado a ello.
—¿No creeis en mí? preguntó el fantasma.
—No, contestó Scrooge.
—¿Qué prueba quereis de mi realidad, además del testimonio de vuestros sentidos?
—No sé a punto fijo.
—¿Por qué dudais de vuestros sentidos?
—Porque la menor cosa basta para alterarlos. Basta con un ligero desarreglo en el estómago para que nos engañen, y podría ser muy bien que vos no fuerais más que una tajada de carne mal digerida; media cucharada de mostaza; un pedazo de queso; una partícula de patata mal cocida. Quien quiera que seais, me parece que sois un muerto que huele á cerveza más que á ataúd[4].
Scrooge no acostumbraba á hacer retruécanos, y verdaderamente entonces no se hallaba muy en disposición de hacerlos. En realidad lo que quería en toda aquella broma era distraerse y dominar su espanto, porque el acento del fantasma le producía frío hasta en la médula de los huesos.
Permanecer sentado, siquiera por breves instantes, con la mirada fija en los vidriosos ojos del espectro, constituia para Scrooge una prueba infernal. Además, en aquella diabólica atmósfera que circundaba al aparecido, había algo positivamente terrible. A Scrooge no le era dado experimentarla por sí mismo, mas no por eso dejaba de ser cierta, pues aunque el espectro permanecía sentado é inmóvil, sus cabellos, sus vestiduras y las borlas de sus botas, se movían á impulsos de un vapor cálido como el que se desprende de un horno.
—¿Veis este limpia-dientes? dijo Scrooge volviendo á su sistema, con objeto de sobreponerse al espanto que le poseía, y de apartar de sí aunque no fuera más que por un segundo, la mirada del aparecido, fría como el mármol.
—Sí.
—Pero si no lo miráis.
—Eso no impide que lo vea.
—Pues bien; si ahora me lo tragara, durante lo que me queda de existencia me verá asediado por una multitud de diablillos, pura creación de mi mente. Tontería; os digo que es una tontería.
Al oír el espectro semejante palabra, dio un terrible alarido y sacudió su larga cadena, causando un estruendo tan aterrador y tan lúgubre que Scrooge se agarró a la silla para no caer desvanecido. Pero aumentó su horror al observar que el fantasma, quitándose el pañuelo que le rodeaba la cabeza, como si sintiese la necesidad de hacerlo a causa de la temperatura de la estancia, dejó desprenderse la mandíbula inferior, que le quedó colgando sobre el pecho.
Scrooge se arrodilló ocultando la cara con las manos.
—¡Misericordia! dijo. Terrorífica aparición, ¿por qué vienes á atormentarme?
—Alma mundanal, ¿crees ó no crees en mí?
—Creo, dijo Scrooge, pues no hay otro remedio. Mas ¿por qué pasean el mundo los espíritus y vienen a buscarme?
—Porque es una obligación de todos los hombres que el alma contenida en ellos se mezcle con las de sus semejantes y viaje por el mundo: si no lo verifica durante la vida, está condenada á practicarlo despues de la muerte; compelida á vagar ¡desdichado de mí! por el mundo y á ser testigo inútil de muchas cosas en las que no le es dado tener parte, siendo así que hubiera podido gozar de ellas en la tierra como los demás, utilizándolas para su dicha.
El aparecido lanzó un grito, sacudió la cadena y se retorció las fantásticas manos.
—¿Estáis encadenado? preguntó Scrooge; ¿por qué?
—Arrastro la cadena que durante toda mi vida he forjado yo mismo, respondió el fantasma. Yo soy quien la ha labrado eslabón a eslabón, vara a vara. Yo quien la ha ceñido a mi cuerpo libremente y por mi propia voluntad, para arrastrarla siempre, porque ese es mi gusto. El modelo se os presenta bien singular ¿no es cierto?
Scrooge temblaba más cada vez.
—¿Queréis saber, continuó el espectro, el peso y la longitud de la enorme cadena que os preparais? Hace hoy siete años era tan larga y tan pesada como ésta; después habéis continuado aumentándola: buena cadena es ya.
Scrooge miró alrededor de sí, creyendo divisarla tendida todo lo dilatada que debía ser por el piso; mas no la vio.
—Marley, exclamó con aire suplicante; mi viejo Marley, háblame; dime algunas palabras de consuelo.
—Ninguna tengo que decirte. Los consuelos vienen de otra parte, Scrooge, y los traen otros seres á otra clase de hombres que vos. Ni puedo deciros todo lo que desearía, porque dispongo de muy poco tiempo. No puedo descansar, no puedo detenerme, no puedo permanecer en ninguna parte. Mi alma no se separó nunca de mi mostrador; no traspasó, como sabeis, los reducidos límites de nuestro despacho, y hé aquí por qué ahora tengo necesidad de hacer tantos penosos viajes.
Scrooge seguía la costumbre de meterse las manos en los bolsillos del pantalón cuando se entregaba á sus meditaciones. Reflexionando sobre lo que le había dicho el fantasma, hizo como se acaba de indicar, pero continuando arrodillado y con los ojos bajos.
—Muy retrasado debeis estar, Marley, dijo, con humildad y deferencia Scrooge, que nunca dejaba de ser hombre de negocios.
—¡Retrasado! repitió el fantasma.
—Llevais ya siete años de muerto y aun dura vuestro viaje.
—Durante ese tiempo no habido para mí tregua ni reposo: siempre he estado bajo el torcedor del remordimiento.
—¿Viajais deprisa?
—En las alas del viento.
—Mucho habéis debido ver en siete años.
Al oír esto el aparecido dió un tercer grito, y produjo con su cadena un choque tan horrible, en medio del silencio de la noche, que á oírlo la ronda, hubiera tenido motivo para aprehender a aquellos perturbadores del sosiego público.
—¡Oh! cautivo, encadenado, lleno de hierros, exclamó, por no haber tenido presente que todos los hombres deben asociarse para el gran trabajo de la humanidad, prescrito por el Ser Supremo; para perpetuar el progreso, porque este globo debe desaparecer en la eternidad, antes de haber desarrollado el bien de que es susceptible: por no haber tenido presente que la multitud de nuestros tristes recuerdos, no podía compensar las ocasiones que hemos desaprovechado en nuestra vida, y con todo, así me he conducido, desdichado de mí; así me he conducido.
—Sin embargo os mostrásteis siempre como hombre exacto y como inteligente en negocios, balbuceó Scrooge, que empezaba á reponerse un poco.
—¡Los negocios! gritó el aparecido, retorciéndose de nuevo las manos. La humanidad era mi negocio: el bien general era mi negocio: la caridad, la misericordia, la benevolencia eran mis negocios. Las operaciones del comercio no constituían más que una gota de agua en el vasto mar de mis negocios.
Y levantando la cadena todo lo que permitía el brazo, como para mostrar la causa de sus estériles lamentos, la dejó caer pesadamente en tierra.
—En esta época del año es cuando sufro más, murmuró el espectro. ¿Por qué he cruzado yo, á través de la multitud de mis semejantes, siempre fijos los ojos en los asuntos de la tierra, sin levantarlos nunca hácia esa fulgurante estrella que sirvió de guía á los reyes magos hasta el pobre albergue de Jesús? ¿No existían otros pobres albergues hácia los cuales hubiera podido conducirme con su luz la estrella?
Scrooge estaba asustado de oír explicarse al aparecido en semejante tono, y se puso á temblar.
—Escúchame, le dijo el fantasma: mi plazo va á terminar pronto.
—Escucho, replicó Scrooge, pero excusad todo lo posible y no os permitáis mucha retórica: os lo ruego.
—Por qué he podido presentarme así, en forma para vos conocida, lo desconozco. Muchas veces os he acompañado pero permaneciendo invisible.
Como esta indicación no encerraba nada de agradable, Scrooge sintió escalofríos y sudores de muerte.
—Y no consiste en esto mi menor suplicio, continuó el espectro... Estoy aquí para deciros que aún os queda una probabilidad de salvación; una probabilidad y una esperanza que os proporcionaré.
—Os mostráis siempre buen amigo mío: gracias.
—Os van a visitar tres espíritus, siguió el espectro.
El rostro de Scrooge tomó su color tan lívido como el de su interlocutor.
—¿Son esas la probabilidad y la esperanza de que me hablabais?— preguntó con desfallecimiento.
—Sí.
—Creo... creo... que sería mejor que no se presentaran, dijo Scrooge.
—Sin sus visitas caeríais en la misma desgracia que yo. Aguardad la presentación del primero así que el reloj de la una.
—¿No podrian venir todos juntos para que acabáramos de una vez? insinuó Scrooge.
—Aguardad al segundo en la siguiente noche y a la misma hora, y al tercero en la subsiguiente, así que haya sonado la última campanada de las doce. No contéis con volverme a ver; pero por conveniencia vuestra, cuidad de acordaros de lo que acaba de suceder entre nosotros.
Después de estas palabras el espectro recogió el pañuelo que estaba encima de la mesa, y se lo ciñó como lo tenía al principio, por la cabeza y por la barba. Scrooge lo notó por el ruido seco que hicieron las mandíbulas al ajustarse con la sujeción. Entonces se determinó á alzar los ojos, y vio al aparecido delante de él, puesto de pie, y llevando arrollada al brazo la cadena.
La aparición se puso en marcha, caminando hacia atrás. A cada paso suyo se levantaba un poco la ventana, de suerte que cuando el espectro llegó a ella se hallaba completamente abierta. Hizo una señal á Scrooge para que se acercara y éste obedeció. Cuando estuvieron a dos pasos el uno del otro, la sombra de Marley levantó el brazo é indicó á Scrooge que no se aproximase más. Scrooge se detuvo, no precisamente por obediencia, sino por sorpresa y temor, pues en el momento en que el fantasma levantó el brazo, se oyeron rumores y ruidos confusos en el aire, sonidos incoherentes de lamentaciones, voces de indecible tristeza, gemidos de remordimiento. El fantasma, después de haber prestado atención por un breve instante, se unió al lúgubre coro, desvaneciéndose en el seno de aquella noche tan sombría.
Scrooge fue tras él hasta la ventana y miró por ella dominado de insaciable curiosidad. El espacio se hallaba lleno de fantasmas errantes, que iban de un lado para otro como almas en pena exhalando al paso tristes y profundos gemidos. Todos arrastraban una cadena como el espectro de Marley: algunos pocos (sin duda eran ministros cómplices de una misma política) flotaban encadenados juntos; ninguno en libertad. Varios otros eran conocidos de Scrooge. Entre éstos había particularmente un viejo fantasma, encerrado en un chaleco blanco que tenía adherido al pie un enorme anillo de hierros y que se quejaba lastimosamente de no poder prestar socorro á una desdichada mujer y á su hijo, á quienes veía por bajo de él, refugiados en un hueco de puerta.
El suplicio de todas aquellas sombras, consistía, evidentemente, en querer con ansia, aunque sin resultado, mezclarse en las cosas mundanales para hacer algún bien, pero no podían.
Aquellos seres vaporosos se disiparon en la niebla, ó la niebla los envolvió en sus sombras. Scrooge no pudo averiguar nada.
Las sombras y sus voces se desvanecieron a la vez, y la noche volvió a tomar su primer aspecto.
Scrooge cerró la ventana, y examinó cuidadosamente la puerta por donde había entrado el espectro. Estaba cerrada con doble vuelta, según él la dejara, y el cerrojo corrido. Trató, como antes, de decir: «tontería» pero se detuvo en la primera sílaba, porque sintiéndose acometido de una imperiosa necesidad de descansar, bien por las fatigas del día, ó de aquella breve contemplación del mundo invisible, ó del triste diálogo sostenido con el espectro, ó de lo avanzado de la hora, se fué á la cama y acostándose, sin desnudarse, cayó en un profundo sueño.
SEGUNDA ESTROFA
el primero de los tres espíritus
Cuando Scrooge despertó reinaba tan grande oscuridad, que no le fué posible distinguir las transparencia de la ventana sobre el fondo de la pared. Trataba de inquirir con sus ojos de lince pero inútilmente. En esto, el reloj de una iglesia vecina empezó á sonar y Scrooge contó cuatro cuartos, pero con grande admiracion suya la pausada campana dió siete golpes, despues ocho y hasta doce. ¡Media noche! Luego llevaba dos horas no más en la cama. El reloj iba mal. Sin duda algun carámbano de hielo debia haberse introducido en la maquinaria ¡Media noche!
Scrooge apretó el resorte de su reloj de repeticion para asegurarse de la hora y rectificar la que habia oido. El reloj de bolsillo dió tambien doce campanadas rápidamente y se detuvo.
¡No es posible que yo haya dormido todo un dia y parte de una segunda noche! No es posible que le haya sucedido alguna cosa al sol y que sea media noche á medio dia
Como esta reflexion era para inquietarle, dejó la cama y se fué á la ventana. Tuvo que quitar con las mangas el hielo que habia sobre los cristales para ver algo, y aun entonces no pudo divisar gran cosa. Unicamente vió que la niebla era muy espesa, que hacía mucho frío y que las gentes no iban de un lado á otro atrafagadas, como hubiera ocurrido indudablemente á ser de dia. Esto le tranquilizó, por que de lo contrario, ¿qué hubiera sido de sus letras de cambio? «A tres días vista pagad á Mr. Scrooge ó á la órden de Mr. Scrooge,» y lo demás.
Scrooge volvió á la cama, y se puso á pensar y á repensar, una y mil veces, en lo que sucedía, sin comprender nada de ello. Cuanto más pensaba se confundía más, y cuanto ménos trataba de pensar más pensaba.
El aparecido Marley le tenia fuera de quicio. Cada vez que, como final de un maduro exámen, se determinaba, en su interior, á considerar todo aquello como puro sueño, su espíritu á semejanza de un resorte oprimido, que al soltarle toma su primitiva posicion, le presentaba el mismo problema: «¿ha sido ó no un sueño?»
Así estuvo Scrooge hasta que el reloj de la iglesia marcó tres cuartos de hora más y de seguida hizo memoria del espíritu que debia presentarse á la una. Resolvió, pues, mantenerse despierto hasta que la hora hubiese pasado, considerando que tan difícil le seria dormir como tocar la luna: era el mejor acuerdo.
Aquel cuarto de hora le pareció tan largo que creyó haberse adormecido á veces y dejado transcurrir el momento. Al fin oyó el reloj.
—Din, don.
—Un cuarto.
—Din, don.
—La media.
—Din, don.
—Tres cuartos.
—Din, don.
—¡La hora, la hora! exclamó Scrooge con júbilo: ninguno más viene.
Hablaba antes de que la campana de las horas hubiese dado. Cuando llegó el momento de ella, despidiendo un sonido profundo, sordo, melancólico; la habitacion se iluminó con claridad brillante y las cortinas de la cama fueron descorridas.
Digo que las cortinas de la cama fueron descorridas, por un lado y á impulso de una mano invisible; no las que habia á la cabecera ó á los piés, sino las del lado hácia el que estaba vuelto Scrooge, incorporándose sentado, vió frente á frente al sér fantástico que las descorría, y tan cerca de sí como yo lo estoy de tí; porque has de notar que yo me hallo, en espíritu, á tu lado.
La figura era muy extraña... de un niño, y sin embargo, tan parecido á un niño como á un viejo, contemplado á través de una atmósfera sobrenatural, que le comunicaba la apariencia de hallarse á muy larga distancia, con lo que se disminuian sus proporciones hasta las de un niño. Su cabellera, que pendía hasta el cuello, era blanca como por efecto de la edad y con todo la aparicion no mostraba arrugas. Tenía el cútis delicadamente sonrosado; los brazos largos y musculosos lo mismo que las manos, como si poseyera una figura poco común. Las piernas y los piés eran de irreprochable forma y en consonancia con lo demás del cuerpo. Vestía una blanca túnica. El talle lo llevaba ceñido con un cordon de fulgurante luz y en la mano una rama verde de acebo recien cortada: contrastando con este emblema del invierno la aparicion estaba adornada de flores propias del estío. Pero lo más extraño de ella consistía en una llama deslumbrante que de la cabeza le brotaba, y merced á la cual hacía visible todos los objetos; por eso sin duda, en sus momentos de tristeza, se servía, como de sombrero, de un gran apagador que llevaba debajo del brazo.
Sin embargo, al contemplarla más de cerca, no fué este atributo lo que más le sorprendió a Scrooge. El resplandor que la cintura despedía era intermitente; no brillaba por todo su contorno á la vez, de suerate que en unas ocaciones aparecia la figura iluminada por unos lados y en otras por otros, de lo que resultaban aspectos diferentes de ella. Unas veces aparecia un solo brazo con una sola pierna, ó bien veinte piernas, ó bien dos piernas sin cabeza, ó bien veinte una cabeza sin cuerpo; los miembros, que se confundían en la sombra, no dejaban ver ni un solo perfil en la oscuridad que los circuía al desvanecerse la luz. Despues, por una maravilla particular, tornaban á su pristino ser clara y visiblemente.
—¿Sois, preguntó Scrooge el espíritu cuya venida se me ha anunciado?
—Lo soy.
La voz era dulcísima, agradable, pero singularmente baja, como si en vez de hallarse allí se encontrara á muy larga distancia.
—¿Quién sois?
—Soy el espíritu de la Noche Buena pasada.
—¿Pasada hace mucho tiempo?
—No: vuestra última Noche Buena.
Acaso Scrooge no habría podido decir por qué, si se le hubiera preguntado; pero experimentaba un especialísimo deseo de ver al espíritu adornado con el apagador y le rogó que se cubriera.
—¿Qué? exclamó el espectro, ¿querríais ya con profanas manos extinguir tan pronto la luz que de mí se irradia? ¿No es suficiente que seais uno de esos hombres cuyas pasiones egoistas me han fabricado este sombrero, y qe me obligan á llevarlo á través de los siglos sobre la cabeza?
Scrooge negó respetuosamente que abrigara propósitos de inferirle una ofensa, y protestó que en ninguna época de su vida habia tratado, voluntariamente, de ponerle el apagador. Luego le preguntó por el motivo que le llevaba allí.
—Vuestra felidad, contestó el espectro.
Scrooge manifestó su reconocimiento; pero no pudo menos de pensar que con una noche de descanso no interrumpido, se conseguiria mejor aquel objeto. Sin duda que le oyó pensar el espíritu, porque inmediatamente le dijo:
—Entonces... vuestra conversion... Tened cuidado.
Y mientras hablaba tendió su poderosa mano, y agarrándole suavemente el brazo:
—Levantaos y venid conmigo, añadió.
En vano hubiera protestado Scrooge que el tiempo y la hora no tenian de oportunos para un paseo á pié; que estaba muy caliente su lecho y el termómetro bajo cero; que sus vestidos no eran á propósito y que el constipado le mortificaba mucho. No habia modo de resistir el apreton de aquella mano, aunque suave como si fuera de mujer. Se levantó; pero observando que el espíritu iba hácia la ventana, lo agarró por la vestidura en actitud de súplica. —Yo soy mortal, le dijo Scrooge, y podria muy bien caerme.
—Permitidme tan sólo que os toque ahi con la mano, repuso el espíritu poniéndosela á Scrooge sobre el corazon, y adquirireis fuerzas para resistir muchas pruebas.
Y al pronunciar estas palabras atravesaron por las paredes y salieron á una carretera situada habia desaparecido completamente: no se notaba ni la menor señal de ella.
La oscuridad y la niebla habian desaparecido tambien, porque era un dia de invierno, claro y espléndido, aunque la tierra estaba cubierta de nieve.
—Dios mio! exclamó Scrooge con las manos unidas, mientras que paseaba sus miradas en torno de sí, aquí fuí educado, aquí pasé mi infancia.
El espíritu le miró con bondad. Su dulce tocamiento, aunque duró poco, habia removido la sensibilidad del viejo. Los perfumes que aromaban el aire le producian el despertamiento de miles de alegrías, de ideas y de esperanzas, largo tiempo olvidadas; ¡muy largo tiempo!
—Vuestros labios tiemblan, insinuó el espíritu. ¿Qué teneis en la cara?
—Nada, contestó Scrooge con voz singularmente conmovida; no es el miedo lo que ahueca las mejillas; no es nada; es un hoyuelo. Llevadme, os lo suplico, adonde quereis.
—¿Recordais el camino?
—¡Que si me acuerdo! exclamó Scrooge enardecido; podria ir con los ojos vendados.
—Es extraño que lo hayais tenido olvidado tanto tiempo.
Y se pusieron en marcha por la carretera.
Scrooge reconocía cada puerta, cada árbol, hasta que se divisó en lotanaza una aldehuela con su iglesia, su puente y y su riachuelo de sinuoso curso. Una cuantas jaquillas de tendidas crines, se dirigian hácia ellos, montadas por niños que llamaban á otros niños encaramados en carruajillos rústicos o en erratas. Todos iban alborozados, gritando en variedad de tonos, y no parecia sino que el espacio se llenaba de aquella música tan alegre y que se ponia en vibracion el aire.
—Esas son las sombras de lo pasado, observó el espíritu. No saben que las vemos.
Los alegres viajeron fueron aproximándoe hácia ellos, y á medida que se aproximaban Scrooge iba reconociéndolos y llamando á cada por su nombre. ¿Por qué se ponia de tan buen humor al encontrarlos? ¿Por qué sus ojos, ordinariamente tan mortecinos, despedian aquellas miradas tan expresivas? ¿Por qué le saltaba el corazon dentro del pecho segun iba pasando? ¿Por qué se sintió lleno de júbilo al ver cómo se deseaban unos á otros mil felicidades por la Noche Buena, mientras se separaban tomando diferentes caminos para volverse á sus respectivos hogares? ¿Qué significaba una Noche Buena para Scrooge? ¿Qué ventajas le habia producido?
—La escuela no ha quedado desierta, indicó el espíritu; hay en ella un niño solo, abandonado por los demás.
Scrooge dijo que lo reconocía y suspiró.
Dejando el camino real y dirigiéndose á una hondanada perfectamente reconocida por Scrooge, llegaron muy pronto á un edificio fabricado con ladrillos de color rojo oscuro, sobre el cual se alzaba una cupulilla y sobre esta una veleta; en el tejado se veia una campana. El edificio era espacioso, pero denotaba vicisitudes de fortuna porque se hacia poco uso de sus numerosos compartimientos. Las paredes manifestaban señales de humedad; las ventanas aparecían rotas, las puertas desvencijadas. Algunas gallinas cacareaban en los establos; en las cocheras y en las caballerizas crecia la hierba. En el interior no conservaba ningun resto de su antigua grandeza, porque al entrar por el oscuro vestíbulo, se notaba por las puertas entrabiertas de algunos salones la humildad de sus muebles. Aquellos aposentos desprendian olor como de cerrados; todo indicaba allí que sus habitantes eran extraordinariamente madrugadores para el trabajo, y que no tenian mucho que comer.
El espíritu y Scrooge atrevasando por el vestíbulo llegaron á una puerta situada en la parte posterior de la casa. Abrióse ante ellos y dejó ver una extensa sala, triste, solitaria, llena de banquetas y de pupitres de humilde puno. Sobre uno de ellos, y próximo á un escaso fuego, leía un niño: nadie le acompañaba. Scrooge, sentándose en un banco lloró, reconociéndose en aquel niño tan olvidado como entonces lo estaba él. Ni los ecos dormidos en las concavidades de la casa, ni los chillidos de las ratas peléandose debajo del entarimado, ni el rumor del caño de la fuente que casi no corria por estar el agua congelada, ni el susurro del viento entre las ramas deshojadas de un álamo, ni el golpe de la puerta de los vacíos almacenes, nada, nada; ni aun el más ligero chisporroteo de la lumbre dejó de influir, suave y dulcemente, en el pecho de Scrooge para desatar la corriente de sus lágrimas.
El espíritu le tocó en el brazo, señalándole aquel niño, aquel otro Scrooge tan entregado á la lectura.
De repente un hombre vestido de una manera extraña, visible como os veo, se acercó á la ventana llevando del ronzal un asno cargado de leña. «Ahí llega Alí-Baba, exclamó Scrooge entusiasmado: el excelente y honrado viejo. Sí, sí lo reconozco. Era cabalmente un dia de Noche Buena, cuando ese niño fué dejado solo en la escuela y se presentó Alí-Baba con el mismo traje que ahora. ¡Pobre niño! ¿Y Valentín? dijo Scrooge. ¿Y su bribon de hermano? ¿Como apellidaban á eso que fué depositado en medio de su sueño y casi desnudo, en la puerta de Damasco? ¿No lo veis? ¿Y el palafrenero del sultan tan maltratado por los genios? Helo ahí con la cabeza abajo. Bien, bien; tratadle como se merece: eso me gusta. ¿Qué necesidad tenía de casarse con la princesa?»
¡Qué admiracion para sus compañeros de la City si hubieran podido ver á Scrooge que empleaba todo lo que su naturaleza encerraba de vigor, para extasiarse con tales recuerdos; medio llorando, medio riendo, alzando la voz con una fuerza extraordinaria, animándosele la fisonomía de un modo singular.
«Hé ahí el loro, continuó, de cuerpo verde de cola amarilla, de moño semejante á una lechuga, en la cabeza. «¡Pobre Robinson Crusoe!» le gritaba el loro cuando lo vió tornar á su albergue despues de haber dado vuelta á la isla. «¡Pobre Robinson Crusoe!» ¿Dónde has estado Robinson Crusoe? El hombre creia soñar; mas no soñaba, no: era como ya sabeis, el loro. Hé ahí á Viernes corriendo á todo escape para salvarse: anda de prisa; valor; upa.»
Despues pasando de un asunto á otro con una rapidez no acostumbrada en él, y movido de compasion por aquel otro Scrooge que leia los cuentos á a que acababa de aludir, «Pobre niño,» dijo, y se puso á llorar de nuevo.
—Querria... murmuró Scrooge metiéndose las manos en los bolsillos despues de haberse enjugado las lágrimas... pero ya es tarde.
—¿Qué hay? preguntó el espíritu.
—Nada, nada. Me acordaba de un niño que estuvo ayer á la puerta de mi despacho para cantarme un villancico de Noche Buena: hubiera querido darle algo: hé ahí todo.
El espíritu se sonrió con ademan meditabundo, y haciéndole señal de callarse le dijo: veamos otra Noche Buena.
Proferidas estas palabras, observó Scrooge, que el niño imágen suya se habia desarrollado, y que la sala estaba algo más sucia y estaba más oscura. El ensamblado de madera de las paredes aparecia con inmensas grietas, las ventanas resquebrajadas, el piso lleno de cascotes de la techumbre y las vigas al descubierto. ¿Cómo se habian veridicado estos cambios? Scrooge lo ignoraba como vosotros. Sabía únicamente que aquello era un hecho irrefutable; que se encontraba allí, siempre solo, mientras que sus demás condiscípulos estaban en sus respectivas casas para gozar alegres y contentos de la Noche Buena.
Entonces no leía: se limitaba á pasear á lo largo y á lo ancho, entregado á la mayor desesperacion. Scrooge se volvió al espectro, y moviendo con aire melancólico la cabeza, lanzó una mirada, llena de ansiedad, á la puerta.
Esta se abrió dejando penetrar á una niña de menos edad que el estudiante, la cual, dirigiéndose como una flecha hácia él lo apretó entre sus brazos, exclamando:
—«Hermano querido.
—«Vengo para llevarte á casa, continuó, dando palmadas de alegría y encorvada á fuerza de reir; para llevarte á casa, á casa, á casa.
—¿A casa, Paquita?
—Sí, contestó ella, á casa; ni más ni menos; y para siempre, para siempre. Papá es ahora tan bueno, en comparacion de lo que era antes, que aquello se ha trocado en un paraiso. Hace pocas noches me habló con tan grande cariño, que no vacilé en solicitar otra vez que vinieras á casa, y me lo concedió, y me ha enviado con un coche para buscarte. Vá á ser un hombre, continuó la niña abriendo desmesuradamente los ojos: no volverás aquí, y por de pronto vamos á pasar reunidos las fiestas de Noche Buena de la manera más alegre del mundo.
—Eres verdaderamente una mujer, Paquita, exclamó el jóven.
Ella volvió á palmotear y á reir. Luego trató de acariciarle, pero como era tan pequeña, tuvo que empinarse sobre las puntas de los piés para darle un abrazo y tornó á reir. Por último, impaciente ya como niña, lo arrastró hácia la puerta y él fué trás ella contentísimo.
Una vez poderosa se dejó oir en el vestíbulo.
«Bajad el equipaje de Mr. Scrooge: pronto.» Y apareció el maestro en persona, quien dirigiendo al jóven una mirada entre adusta y benévola, le estrechó la mano en significacion de despedida. Seguidamente le condujo á una sala baja, lo más helada que se podia dar, verdadera cueva donde existian muchos mapas suspendidos de las paredes, globos terrestres y celestes en los alféizares de las ventanas, objetos todos que parecian tambien helados por el frio de la habitacion, y allí obsequió á los jóvenes con una botellita de vino excesivamente ligero y un trozo de pastel excesivamente pesado: al mismo tiempo hizo que un sirviente de sórdido aspecto invitase al cochero, más éste, agradeciendo mucho la oferta, repuso, que si se trataba del mismo vino que le habian dado á probar antes no lo deseaba. Dispuesto el equipaje, los jóvenes se despidieron cariñosamente del maestro, y subiendo al coche atravesaron llenos de alegría el jardin y salieron á la carretera, llena entonces de nieve que iba arremolinándose al paso de las ruedas como si fuera espuma.
—Siempre fué esa niña una criatura delicada á quien el más pequeño soplo hubiera podido marchitar, dijo es espectro... pero abrigaba un gran corazón.
—Es cierto, contestó Scrooge. No seré yo quien me oponga á ello, espíritu; líbreme Dios.
—Ha muerto casada y me parece que ha dejado dos hijos.
—Uno solo, repuso Scrooge.
—Es verdad, corroboró el espectro; vuestro sobrino. Scrooge asintió y dijo brevemente: Sí.
Aunque no habian hecho más que abandonar el colegio, se encontraban ya en las calles de una gran ciudad, por donde pasaban y repasaban muchas sombras humanas ó sombras de carruajes en gran número; en una palabra, en medio del ruido y del movimiento de una verdadera ciudad. Por los escaparates de las tiendas se echaba de ver que tambien allí tenía efecto la celebracion de la Noche Buena.
El espectro se detuvo ante la puerta de un almacen y le preguntó á Scrooge si lo reconocia.
—¡Si lo reconozco! Aquí fué donde hice mi aprendizaje.
Entraron. Habia allí un anciano cubierto con una peluca, y sentado en una banqueta tan elevada, que si aquel señor hubiera tenido dos pulgadas más de estatura, habria tropezado en el techo. En cuanto lo vió Scrooge no pudo menos de exclamar lleno de agitacion:
—¡Pero si es el viejo Feziwig! Dios lo bendiga. Es Feziwig resucitado.
El viejo Feziwig abandonó la pluma y miró el reloj: señalaba las siete de la noche. Se restregó las manos, se arregló el inmenso chaleco, y riéndose bonsachonamente desde la punta de los piés hasta la punta de los cabellos, llamó con poderoso, sonoro, rico y jovial acento:
—Hola; Scrooge; Dick.
El otro Scrooge cenvertido ahora en un adolescente, acudió presuroso acompañado de su camarada de aprendizaje.
—Es Dick Vilkins á no dudarlo, dijo Scrooge al espíritu... Es él. Hélo ahí. Me queria mucho ese pobre Dick.
—Ea, ea, hijos mios, grito Feziwig: esta noche no se trabaja. Es la Noche Buena Dick; es la Noche Buena, Scrooge. Prontito, colocad los tableros en las ventanas, continuó Feziwig haciendo chasquear sus manos alegremente. Pero pronto. ¿Aún no habeis concluido?
Es imposible figurarse como ejecutaron la órden las jóvenes. Corrieron á poner los tableros, uno dos y tres... los colocaron en sus respectivos sitios, cuatro, cinco, seis... despues las barras, despues las chavetas, siete, ocho nueve... y volvieron antes de que se hubiera podido contar hasta doce, jadeantes como caballos de carrera.
—Oh, oh, gritó el anciano Feziwig descendiendo de su pupitre con maravillosa agilidad: quitemos estorbos de delante, hijos mios, y hagamos lugar. Hola, Dick: vamos de prisa, Scrooge.
¡Quitar estorbos! Tenian animos para desamueblar aquello. Todo quedó hecho en brevísimo rato: todo lo que era susceptible de ser transportado, desapareció de aquel lugar como si nunca debiera reaparecer. El pavimento fué barrido y perfectamente regado; las lámparas dispuestas, la chimenea bien prevenida de combustible, y en un momento convirtieron el almacen en un salon de baile, tan cómodo, tan templado, tan seco y con tanta luz como podía desearse para una noche de invierno.
Luego vino un músico con sus papeles, y colocándose en el elevado pupitre de Feziwig produjo acordes enteramente ratoneros. Despues entró la señora de Feziwig, señora de plácida sonrisa; despues las tres hijas del matrimonio, hermosas y excitantes; despues los seis galanes que las requerian de amores; despues las jóvenes y los jóvenes empleados en el comercio de la casa; despues la criada con un primo suyo panadero; despues la cocinera con el vendedor de leche, amigo íntimo de su hermano; despues el aprendiz de enfrente, de quien se sospechaba que no recibía mucha comida de su amo: se ocultaba detrás de la criada del número 15, á quien su ama, esto se sabía positivamente, tiraba de las orejas. Todos entraron; unos tímidamente, otros con atrevimiento; estos con gracia, aquellos con torpeza, pero entraron todos de una manera ú otra; esto importa poco. Todos se lanzaron veinte parejas á la vez formando un círculo. La mitad se adelanta; á poco retroceden. Esta vez les toca á los unos balancearse cadenciosamante; la otra á los demás para acelerar el movimiento. Luego principian á girar agrupándose, estrechándose, persiguiéndose los unos á los otros: la pareja de los ancianos dueños, no está nunca parada; las demás jóvenes la persiguen, y cuando la han estrechada se separan todos rompiendo la cadena. Despues de este magnífico resultado, Feziwig, dando unas palmadas ordena la suspension del baile. Entonces el músico se refresca del calor que le abrasa con un vaso de cerveza fuerte, dispuesto especialmente con este objeto. Pero desdeñándose de descansar, vuelve á la carga con mayor estusiasmo, vuelve á la carga con mayor entusiasmo, aunque no salian ya bailarines como si el primer músico hubiera sido transportado, sin fuerzas, á su domicilio en un tablero de ventana, y el músico encargado de reemplazarle estuviera decidido á vencer ó morir.
Despues aun hubo un poco de baile. Despues más baile, pasteles, limonada con vino, un enorme trozo de asado frio, pasteles de picadillo y cerveza abundosamente. Pero lo bueno del sarao fué cuando el músico (ladino como él solo, tenedlo en cuenta,) que sabia muy bien cómo manejarse, condicion por la que ni vosotros ni yo hubiéramos podido criticarle, se puso á declamar: Sir Roberto de Cowerley.
A seguida de esto salió el viejo Feziwig con la señora Feziwig y se colocaron á la cabeza de los bailarines. Esto si que fué trabajo para los ancianos. Debían dirigir veintitres ó veinticuatro parejas, que no admitian chanzas porque eran jóvenes, ansiosos de bailar, y enemigos de ir despacio.
Mas aun cuando hubieran sido en mayor número, el viejo Feziwig era capaz de dirigirlos, así como su esposa. Era su dignísima compañera en toda la extension de la palabra. Si esto no es un elogio, que se me indique otro y lo aprovecharé. Las pantorrillas de Feziwig eran como dos astros; eran como medias lunas que se multiplicaban para todas las operaciones del baile. Aparecian, desaparecian, reaparecian de cada vez mejor. Cuando el anciano Feziwig y su señora hubieron ejecutado el rigodon completo, él hacía cabriolas con una ligereza pasmosa, y al terminarlas se quedaba tieso como una I sobre los piés.
Cuando el reloj marcaba las once tuvo fin aquel baile doméstico. El señor y la señora de Feziwig se colocaron á cada lado de la puerta, y fueron estrechando cariñosamente y uno á uno las manos de todos los concurrentes; él las de los hombres y ella las de las mujeres, deseándoles mil felicidades. Cuando no quedaban más que los aprendices, se despidieron de ellos de la misma manera: todo quedó en silencio y los dos jóvenes se acostaron en la trastienda.
Durante estas operaciones Scrooge se hallaba como un hombre desatinado. Habia tomado parte en aquella escena con su corazon y con su alma. Lo reconocía todo, lo recordaba todo, gozaba de todo y experimentaba una agitacion singular. Tan sólo cuando la animada fisonomía de su imágen y la de Dick hubieron desaparecido, fué cuando se acordó del fantasma.
Entonces advirtió que le miraba atentísimamente, y que la luz que sobre la cabeza tenia brillaba con todo su esplendor.
—No se necesita gran cosa, dijo el fantasma, para infundir en esos tontos un poco de agradecimiento.
—No se necesita gran cosa, repitió Scrooge.
El espíritu le indicó que escuchase la conversacion de los jóvenes aprendices, los cuales, desbordándose en reconocimiento por Feziwig, lo elogiaban de mil maneras.
—Ya veis, añadió el espíritu; el gasto no ha subido mucho; algunas libras esterlinas de vuestro mundanal dinero; tres ó cuatro acaso. ¿Merece Feziwig que se le dispensen tantos elogios?
—No es eso, replicó Scrooge al oir esta observación, y hablando como si fuera aquella imágen suya y no como el Scrooge actual; no es eso, espíritu. Está en manos de Feziwig hacernos dichosos ó desgraciados; que nuestra dependencia sea ligera ó incómoda; un placer ó una pena. Que todo ese poder se reduzca á frases ó á miradas; á cosas tan insignificantes, tan fugaces que es imposible acumularlas y sumarlas en una cuenta, ¿qué importa? La dicha que nos proporcionan es tan grande, como si tratase de una gran fortuna.
Scrooge sorprendió en el aparecido una mirada penetrante, y se detuvo.
—¿Qué os ocurre? preguntó el espíritu.
—Nada de particular.
—Sin embargo, teneis aspecto como de hombre á quien le ocurre alguna cosa.
—No, dijo Scrooge, no. Lo que deseo únicamente es poder decir cuatro palabras á mi compañero. Hé ahí todo.
Al manifestar Scrooge este deseo, su imágen apagó los quinqués. Scrooge y el fantasma se encontraron solos al aire libre.
—Mi tiempo pasa, observó el espíritu.... pronto.
Estas palabras no iban dirigidas á Scrooge ó á alguien que él pudiera ver, pero produjeron un efecto inmediato, pues Scrooge volvió á contemplarse, aunque de más edad, en la flor de la vida. Su rostro no tenia los rasgos duros y severos de la madurez, pero sí notaba en él ya las señales de la inquietud y de la avaricia, y en sus ojos una inmovilidad ardiente, codiciosa, que revelaba en él la pasion dominante; se conocia ya hácia qué lado iba á proyectarse la sombre del árbol que empezaba á crecer.
No apareció solo. A su lado habia una hermosa jóven, vestida de luto, cuyos ojos, llenos de lágrimas, brillaban á la luz del espíritu.
—Poco importa, dijo ella suavemente; á lo menos por lo que á vos toca: otro ídolo se ha apoderado del lugar que ocupaba yo. Si es que este puede alegraros y consolaros, como lo hubiera yo hecho tambien, no tendré motivos para afligirme.
—¿Y qué ídolo es eso?
—El becerro de oro.
—Hé ahí la imparcialidad del mundo. Critican severamente la pobreza, y á la vez no hay cosa que condenen con más rigor que el ánsia de riquezas.
—Temeis demasiado la opinion de las gentes, replicó la jóven con dulzura. Habeis sacrificado todas vuestras esperanzas á la de huir del desprecio sórdido del mundo. He visto desaparecer, una á una, vuestras más nobles aspiraciones delante de la que á todas las ha absorbido: una; la dominante pasion del luero. ¿Estoy en lo cierto?
—Bien, ¿Y qué? Aunque al envejecer me haya hecho más sabio, ¿he cambiado por eso con respecto á vuestra persona?
La jóven movió la cabeza.
—¿He cambiado? insistió Scrooge.
—Nuestro compromiso es muy antiguo. Lo contrajimos cuando éramos unos pobres y estábamos contentos con nuestra situacion. Nos propusimos aguardar á labrarnos una fortuna con una industria y nuestra perseverancia. Vos habeis enmbiado: cuando contrajisteis el compromiso érais otro hombre.
—Era un niño, replicó él con impaciencia.
—Vuestra conciencia os está diciendo que hoy no sois lo que érais entonces. En cuanto á mi la misma soy. Lo que podia haber sido para nosotros una felicidad cuando conteníamos de disgustos hoy que tenemos dos. Es imposible figurarse cuántas veces y con cuánta amargura he pensado y que pueda relevaros de vuestro compromiso y devolveros la palabra.
—¿Lo he querido así?
—De boca no: jamas.
—Entonces ¿cómo?
—Cambiando totalmente. Vuestro carácter no es el mismo, así como tampoco la atmósfera en que vivís, ni la esperanza que os animaba. Si no hubiera existido el compromiso que á entrambos nos unia, dijo la jóven con dulzura pero con firmeza, decid: ¿solicitarías mi mano hoy? ¡Oh! no.
Scrooge estuvo á punto de conceder esta suposicion, casi contra su voluntad, pero se resistió aún.
—Eso no lo creeis.
—Me consideraria muy dichosa en poder opinar de otro modo. Para que me haya resuelto á admitir una verdad tan triste, ha sido preciso que yo advirtiese en ella una fuerza invencible. Pero si os viérais hoy ó mañana en libertad. ¿podría yo creer, como en otro tiempo, que escogeríais para esposa una jóven sin dote, vos, que en vuestras íntimas confianzas, cuando me descubríais vuestro corazon francamente, no cesábais de calcularlo todo en la balanza del interés y de apreciarlo todo por la utilidad que de ello podríais reportar, ó tendríamos que, faltando á vuestros principios á causa de ella, á los principios que constituyen vuestra conducta, os fijaríais en esa jóven para hacerla vuestra mujer, sin que esto es produjera muy pronto, segun es mi opinion, amargo sentimiento? Estoy muy convencido de ello, y por eso os devuelvo vuestra libertad, precisamente á causa del amor que os profesaba en otro tiempo, cuando érais otro de los que hoy sois.
El queria hablar, mas ella, apartando la vista, continuó:
—Tal vez..... pero no; mas bien. Sin duda alguna padecereis al abandonarla y la memoria de lo pasado me autoriza á creerlo así. Mas al poco tiempo, muy poco tiempo, arrojareis de vos con prisa un tan importuno recuerdo, como si se tratara de un sueño inútil y enfadoso, felicitándoos por veros libre de él.
Dichas estas palabras se retiró, separándose ambos.
—Espíritu, no me enseñeis más, dijo Scrooge. Restituidme á mi morada. ¿Por qué os complaceis en atormentarme?
—Otra sombra, gritó el fantasma.
—No, no más, dijo Scrooge. No, no quiero ver más. No me enseñeis nada.
Pero el implacable fantasma, estrechándole entre sus brazos, le hizo ver la seguida de los acontecimientos.
Y se transportaron á otro sitio donde vieron un cuadro de diferente género. Era una estancia no muy grande ni bella, pero vistosa y cómoda. Próxima á un hermoso fuego habia una linda jóven, tan semejante á la de la escena anterior, que Scrooge la confundía con ella, hasta que vió á ésta convertida en madre de familia, sentada al lado de su hija. El alboroto que se levantaba en aquel salon ensordecedor, porque jugaban en él tantos niños, que Scrooge, dominado por una poderosa agitacion, no podria contarlos: cada uno de ellos daba más que hacer que cuarenta. La consecuencia de todo aquello era un estruendo imposible de describir, pero nadie se inquietaba por eso; más aún, la madre y la hija se reian y se divertian extraordinariamente. Habiendo cometido la madre el desacierto de participar en el juego infantil, aquellos bribonzuelos la entregaron á saco y la trataron sin piedad. ¡Cuánto hubiera dado yo por ser uno de ellos! Aunque seguramente yo no me hubiera conducido con tanta rudeza. ¡Oh, no! No hubiera intentado, por todo el oro de la tierra, enredar ni tirar de un modo tan inícuo aquella cabellera tan perfectamente arreglada, y en cuanto al precioso zapatito que contenia su pié tampoco se lo hubiese sacado á la fuerza, ¡Dios me libre! aunque se tratara de la salvacion de mi vida. En cuanto á medirle la cintura del modo que lo hacian aquellos atrevidos, sin escrúpulos de ninguna clase, tampoco lo hubiera hecho, temeroso de que como castigo á semejante profanacion, quedara mi brazo condenado á redondearse siempre, sin poder enderezarlo nunca. Y sin embargo, lo confieso; hubiera deseado tocar sus labios, dirigirle preguntas para obligarla á que los abriese respondiéndome; fijar mis miradas en las pestañas de sus inclinados ojos sin sonrojarla; desatar su ondulante crencha, uno de cuyos rizos hubiera sido para mí el más apreciado recuerdo; en una palabra, hubiera deseado, dígolo francamente, que me permitiera disfrutar con ella los privilegios de niño; pero siendo hombre para reconocerlos y saberlos apreciar.
A la sazon llamaron, y sobre la marcha el grupo aquel tan alborotador, empujó á la pobre madre, sin dejarla que se arreglase los vestidos, sin permitirla que se defendiese, pero sin que se perdiera su sonrisa de satisfaccion; la empujó hácia la puerta en medio de un tumulto y de un entusiasmo indescriptible, al encuentro del padre, que regresaba en compañía de un recadero cargado de juguetes y de regalos de Navidad. Cualquiera puede figurarse los gritos, las batallas, los asaltos de que fué víctima el indefenso acompañante. Uno lo escala, subiéndose sobre las sillas, para registrarle los bolsillos, sacarle los paquetes, tirarle de la corbata, suspenderse de su cuello, adjudicarle como demostracion de cariño innumerables puñetazos en las espaldas é infinitos puntapiés en las pantorrillas. Y después ¡con qué exclamaciones de alegría se saludaba la apertura de cada paquete! ¡Qué desastroso efecto produce la fatal noticia de que el rorro ha sido cogido infraganti, metiéndose en la boca una sarten de azúcar perteneciente al ajuar! Tambien se sospecha, con bastante seguridad, que se ha tragado un pavo de azúcar que estaba adherido á un plato de madera. ¡Qué satisfaccion cuando se averigua que aquella imputacion es falsa! La alegría, el reconocimiento, el entusiasmo son indefinibles. A lo último, habiendo llegado la hora, se van retirando poco á poco los niños; suben los peldaños ligeramente, se meten en su cuarto y la calma renace.
Entonces Scrooge, prestando mayor atencion, vió que el padre, á cuyo brazo iba tiernamente asida la hija, se sentaba entre ésta y la madre, junto á la chimenea, y no pudo menos de ocurrírselo que á él tambien hubiera podido darle el nombre de padre una criatura semejante á aquella, tan graciosa y tan linda, y convertirle en una lozana primavera el triste invierno de su vida: sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Bella, dijo el marido volviéndose con una duce sonrisa hácia su mujer, esta noche he visto á uno de vuestros antiguos amigos.
—¿Quién?
—¿No lo adivinais?
—¿Cómo?... Pero ya caigo, continuó riéndose como él; Mr. Scrooge.
—El mismo. Pasaba por delante de la ventana de su despecho, y como tenia sin echar los tableros, no he podido menos de verle. Su socio ha espirado, y él está allí, como siempre; solo; solo en el mundo.
—Espíritu, dijo Scrooge con voz entrecortada; sácame de aquí.
—Os he advertido que os manifestaria las sombras de los que han sido: no me echeis la culpa si son como se presentan y no otra cosa.
—Sacadme: no puedo resistir más este espectáculo.
Y se volvió á mirar al espíritu; mas viendo que éste le contemplaba con un rostro que por extraña singularidad reunia todos los aspectos de las personas que le había enseñado, se arrojó sobre él.
—Dejadme, gritó; cesad de perseguirme.
En la lucha, si lucha se podía llamar aquello, dado que el espectro, sin necesidad de oponer ninguna resistencia aparente, era invulnerable, Scrooge observó que el resplandor de la cabeza brillaba de cada vez más rutilante. Relacionado con este hecho el poderosoinglujo que sobre él hacia oesar el espíritu, cogió el apagador, y en un movimiento repentino se lo encasquetó el fantasma en la cabeza.
El espíritu se aplanó tanto bajo aquel sombrero fantástico, que desapareció casi por completo; pero por más que hacia Scrooge no alcanzaba á tapar del todo la luz bajo del apagador: en el suelo y por alrededor del fantasma aparecio un círculo de rayos luminosos.
Scrooge se sintió fatigado y con irresistibles ganas de dormir. Se vió en su alcoba, y haciendo un esfuerzo supremo para encasquetar más el apagador, abrió la mano y apenas tuvo tiempo para arrojarse sobre el lecho antes de caer en profundo sueño.
TERCERA ESTROFA
el segundo de los tres espíritus
Se despertó á causa de un sonoro ronquido.
Incorporándose en el lecho trató de recoger sus ideas. No hubo precision de advertirle que el reloj iba á dar la una. Conoció por sí mismo que recobraba el conocimiento, en el instante crítico de trabar relaciones con el segundo espíritu que debia acudirle por intervencion de Jacobo Marley. Pareciéndole muy desagradable el escalofrío que experimentaba por adivinar hácia qué lado le descorreria las cortinas el nuevo espectro, las descorrió él mismo, y reclinando la cabeza sobre las almohadas, se puso ojo avizor, porque deseaba afrontar denodadamente al espíritu así que se le apreciese, y no ser sorprendido ni que le embargase una emocion demasiado viva.
Hay personas de espíritu despreocupado, hechas á no dudar de nada; que se rien de toda clase de impresiones; que se consideran en todos los momentos á la altura de las circunstancias; que hablan de su inquebrantable valor enfrente de las aventuras más imprevistas y se declaran preparados á todo, desde jugar á cara ó cruz hasta comprometerse en un lance de honor (creo que apellidan de esta manera al suicidio). Entre estos dos extremos, aunque separados, á no dudarlo, por anchuroso espacio, existen infinidad de variedades. Sin que Scrooge fuera un maton como los que acabo de indicar, no puedo menos de rogaros que veais en él á una persona que estaba muy resuelta á desafiar un ilimitado número de extrañas y fantásticas apariciones, y á no admirarse absolutamente de nada, ya se tratase de un inofensivo niño en su cuna, ya de un rinoceronte.
Pero si estaba preparado para casi todo, no lo estaba en realidad para no esperar nada, y por eso cuando el reloj dió la una, sin que apareciese ningun espíritu, se apoderó de él un escalofrío violento y se puso á temblar con todo su cuerpo. Transcurrieron cinco minutos, diez minutos, un cuarto de hora y nada se veia. Durante aquel tiempo permaneció tendido en la cama, sobre la que se reunian, como sobre un punto central, los rayos de una luz rojiza que lo iluminó completamente al dar la una. Esta luz, por sí sola, le producia más alarma que una docena de aparecidos, porque no podía comprender ni la significación ni la causa, y hasta se figuraba que era víctima de una combustion espontánea, sin el consuelo de saberlo. A lo último comenzó á pensar (como vos y yo lo hubiéramos hecho desde luego, porque la persona que no se encuentra en una situacion difícil es quien sabe lo que se deberia hacer y lo que hubiera hecho); á lo último, digo, comenzó á pensar que el misterioso foco del fantástico resplandor podria estar en el aposento inmediato, de donde, á juzgar por el rastro lumímico, parecia venir. Esta idea se apoderó con tanta fuerza de Scrooge, que se levantó sobre la marcha, y poniéndose las zapatillas fué suavemente hácia la puerta.
En el momento en que ponia la mano sobre el picaporte, una voz extraña lo llamó por su nombre y le excitó á que entrase. Obedeció.
Aquel era efectivamente su salon, no habia duda, pero transformado de una manera admirable. Las paredes y el techo estaban magníficamente decorados de verde follaje: aquello parecia un verdadero bosque, lleno en su fronda de bayas relucientes y camesíes. Las lustrosas hojas del acebo y de la hiedra reflejaban la luz como si fueran espejillos. En la chimenea brillaba un bien nutrido fuego, como no lo habia conocido nunca en la época de Marley y en la de Scrooge. Amontonados sobre el suelo y formando como una especie de trono, habia pavos, gansos, caza menor de toda clase, carnes frias, cochinillos de leche, jamones, varas de longaniza, pasteles de picadillo, de pasas, barriles de ostras, castañas asadas, carmíneas manzanas, jugosas naranjas, suculentas peras, tortas de reyes y tazas de humeante ponche que oscurecia con sus deliciosas emanaciones la atmósfera del salon. Un gigante, de festivo aspecto, de simpática presencia, estaba echado con la mayor comodidad en aquella cama, teniendo en la mano una antorcha encendida, muy semejante al cuerno de la abundancia: la elevó por encima de su cabeza, á fin que alumbrase bien á Scrooge cuando éste entrabrió la puerta para ver aquello.
—Adelante, gritó el fantasma; adelante. No tengais miedo de trabar relaciones conmigo.
Scrooge entró tímidamente haciendo una reverencia al espíritu. Ya no era el ceñudo Scrooge de antaño, y aunque las miradas del fantasma expresaban un carácter benévolo, bajó ante las de éste las suyas.
—Soy el espíritu de la presente Navidad, dijo el fantasma. Miradme bien.
Scrooge obedeció respetuosamente. El espectro vestía una sencilla túnica de color verde oscuro, orlada de una piel blanca. La llevaba tan descuidadamente puesta, que su ancho pecho aparecia al descubierto como si despreciase revestirse de ningun artificio. Los piés, que se veian por bajo de los anchos pliegues de la túnica, estaban igualmente desnudos. Ceñia á la cabeza una corona de hojas de acebo sembradas de brillantes carámbanos. Las largas quedejas de su oscuro cabello pendian libremente; su rostro respiraba franqueza; sus miradas eran expresivas; su mano generosa; su voz alegre, y sus ademanes despojados de toda ficcion. Suspendida del talle llevaba una vaina roñosa, pero sin espada.
—¡No habeis visto cosa que se le parezca! dijo el espíritu.
—Jamás.
—¿No habeis viajado con los individuos más jóvenes de mi familia; quiero deciros (porque yo soy jóven) mis hermanos mayores de estos últimos años?
—No lo creo y aun sospecho que no. ¿Teneis muchos hermanos?
—Más de mil ochocientos.
—¡Familia terriblemente numerosa, gigante!
El espíritu de la Navidad se levantó.
—Conducidme, dijo con sumision Scrooge, adonde querais. He salido anoche contra mi voluntad y he recibido una leccion que comienza á producir sus frutos. Si esta noche teneris alguna cosa que enseñarme, os prometo que la aprovecharé.
—Tocad mi vestido.
Scrooge cumplió la órden y se agarró á la túnica. Inmediatamente se desvaneció aquel conjunto de comestibles que en el salon habia. El aposento, la luz rojiza, hasta la misma noche desaparecieron tambien, y los viajeros se encontraron en las calles de la ciudad la mañana de Navidad, cuando las gentes, bajo la impresion de un frio algo vivo, producian por todas partes una especie de música discordante, raspando la nieve amontonada delante de las casas ó barriéndola de las canalones, de donde se precipitaba en la calle con inmensa satisfaccion de los niños, que creian ver en aquello como avalanchas en pequeño.
Las fachadas de los edificios, y aun más las ventanas, aparecian doblemente oscuras, por la diferencia que resultaba comparándolas con la nieve depositada en los tejados y aun con la de la calle, si bien ésta no conservaba la blancura de aquélla, pues los carromatos con sus macizas ruedas la habian surcado profundamente: los carriles se extrecruzaban de mil modos millares de veces en la desembocadura de las calles, formando un inestricable laberinto sobre el amarillento y endurecido lodo y sobre el agua congelada. Las calles más angostas desaparecian bajo una espesa niebla, la cual caia en forma de aguanieve, mezclada con hollín, como si todas las chimeneas de la Gran Bretaña se hubieran concertado para limpiarse alegremente. Londres, entonces, no tenia nada de agradable, y sin embargo, se echaba de ver por de quiera un aire tal de regocijo, que ni en el dia más hermoso, ni bajo el sol más deslumbrante del verano se veria otro igual.
Un efecto. Los hombres que se ocupaban de limpiar la nieve de los tejados, parecian gozosos y satisfechos. Se llamaban unos á otros, y de rato en rato se dirigian, chancéandose, bolas de nieve (proyectil más inofensivo seguramente que muchos sarcasmos) riéndose cuando acertaban y aun más cuando no.
Las tiendas de volatería estaban medio abiertas tan sólo: las de frutas y verduras lucian en todo su esplendor. Por esta parte se ostentaban á cada lado de las puertas, anchurosos y redondos canastos henchidos de soberbias castañas, como ostentan sobre su vientre el ámplio chaleco los panzudos y viejos gastrónomos: aquellos canastos parecian próximos á caer, víctimas de su apoplética corpulencia. En otra parte figuraban las cebollas de España, rojas, de subido color, de abultadas formas, recordando por su gordura los frailes de su patria, y lanzando arrebatadoras miradas á las jóvenes que, al pasar por allí, se fijaban discretamente en las ramas de hiedra suspendidas de las paredes. Más allá, en apetitosos montones, peras y manzanas; racimos de uvas que los vendedores habian tenido la delicada atencion de exponer, en lugar visible, para que á los aficionados se les hiciera la boca agua y refrescaran así gratis; pilas de avellanas musgosas y morenas que train á la memoria los paseos en el bosque, donde se hunde uno hasta el tobillo en las hojas secas; biffins de Norfolk gruesos y oscuros, que resaltaban el color de las naranjas y de los limones, recomendables por su aspecto jugoso, para que los compraran á fin de servirlos á los postres.
Los peces de oro y de plata, expuestos en peceras, en medio de aquellos productos escogidos, si bien individuos de una raza triste y apática, parecian advertir, aunque peces, que sucedia algo extraordinario, porque giraban por su estrecho recinto con estúpida agitacion.
¡Y los ultramarinos! Sus tiendas estaban casi cerradas, excepto un tablero ó dos, pero ¡qué magníficas cosas se podian ver por las aberturas de estos! No era solamente el agradable sonido de las balanzas al caer sobre el mostrador, ni el crujido del bramante entre las hojas de las tijeras que lo separaban del carrete para atar los lios, ni el rechinamiento incesante de las cajas de hoja de lata donde se conserva el thé ó el café para servirlo á los parroquianos. Tras, tras, tras, sobre el mostrador: aparecen, desaparecen, se revuelven entre las manos de los dependientes como los cubiletes entre las de un prestidigitador. Allí no se debía fijar uno especialmente en elaroma del thé y del café tan agradables al olfato. Las pasas hermosas y abundantes; las almendras tan blancas; las cañas de canela tan largas y rectas; las demás especias tan gustosas; las frutas confitadas y envueltas en azúcar candi, á cuya sola vista los curiosos se chupaban el dedo; los jugosos y gruesos higos; las ciruelas de Toura y de Agen, de suave color rojo y gusto ácido, en sus ricas cestillas; y por último, todo lo que allí habia adornado con su traje de fiesta, llamaba la atencion. Era preciso ver á los afanosos parroquianos realizar los proyectos que habian formado para aquel dia, empujarse, tropezarse violentamente con la banasta de las provisionesm olvidándose, á lo mejor, de sus compras, volviendo á buscarlas precipitadamente, cometiendo otras equivocaciones, pero sin perder el buen humor, entranto que el dueño de la tienda y sus dependientes daban tantas muestras de amabilidad y de franqueza que no habia más que pedir.
Pero luego llamaron las campanas de las iglesias y de las capillas á que se acudiese á los oficios: bandadas degentes vestidas con sus mejores trajes, con muestras de júbilo y ocupando de lado á lado las calles acudieron al llamamiento. A la vez y desembocando de las callejuelas laterales y de los pasadizos, se dirigieron un gran número de personas á los hornos para que les asaran las comidas. Esto inspiró un interés grandísimo al espíritu, porque situándose con Scrooge á la puerta de una tahona, levantaba la tapadera de los platos, á medida que los iban llevando, y como que los regaba de incienso con su antorcha; antorcha bien extraordinaria en verdad, porque en dos ocaciones, habiéndose tropezado, un poco bruscamente, algunos de los portadores de comidas, á causa de la prisa que llevaban, dejó caer sobre ellos unas pocas gotas de agua, é inmediatamente los enojados tomaron á risa el fracaso, diciendo que era una vergüenza reñir en Navidad. Y nada más cierto, Dios mío, nada más cierto.
Poco á poco fueron cesando las campanas y los tahonas se cerraron, pero qudaba como un placer anticipado de las comidas, de los progresos que iban haciendo, en el vapor que se difundia por el aire escapándose de los encendidos hornos.
— ¿Tienen alguna virtud particular las gotas que se desprenden de vuestra antorcha? preguntó Scrooge.
—Seguramente: mi virtud.
—¿Puede comunicarse á toda clase de comida hoy?
—A toda clase de manjar ofrecido de buen corazon y particularmente á las personas más pobres.
—¿Y por qué á las más pobres?
—Porque son las que sienten mayor necesidad.
—Espíritu, dijo Scrooge despues de meditar un rato; estoy admirado de que los seres que se agitan en las esferas suprasensibles, que espíritus como vosotros, se hayan encargado de una comision poco caritativa; la de privar á esas pobres gentes de las ocaciones que se les ofrecen de disfrutar un placer inocente.
—¡Yo! exclamó el espíritu.
—Sí, porque les privais de medios de comer cada ocho dias; en el dia en que se puede decir verdaderamente que comen. ¿No es positivo?
—¿Yo?
—Ciertamente: ¿no consiste en vosotros que esos hornos se cierren en el dia del sabado? ¿No resulta entonces lo que yo he dicho?
—¿Yo, yo, busco eso? —¡Perdonadme si me he equivocado! Eso se hace en vuestro nombre ó por lo menos en el de vuestra familia.
—Hay, dijo el espíritu, en la tierra donde habitais, hombres que abrigan la presuncion de convencernos, y que se sirven de nuestro nombre para satisfacer sus culpables pasiones, el orgullo, la perversidad, el odio, la envidia, la mojigatería y el egoismo, pero son tan ajenos á nosotros y á nuestra familia, como si no hubieran nacido nunca. Acordaos de esto y otra vez hacedles responsables de lo que hagan y no á nosotros.
Scrooge se lo prometió y de seguida se trasladaron, siempre invisibles, á los arrabales de la ciudad. En el espíritu residia una facultad maravillosa (y Scrooge lo advirtió en la tahona); la de poder sin inconveniente, y á pesar de su gigantesca estatura, acomodaron á todos los lugares, sin que bajo el techo menos elevado perdiese nada de su elegancia, de su natural majestad, como si se encontrase dentro de la bóveda más elevada de un palacio.
Impulsado, acaso, por el gusto que tenía el espíritu en demostrar esta facultad suya, ó por su naturaleza benévola y generosa para con los pobres, condujo á Scrooge al domicilio de su dependiente. Al atravesar los umbrales, sonrió el espíritu y se detuvo para cehar una bendicion, regando además con la antorcha el humilde recinto de Bob Cratchit. Eso es. Bob no tenía más que quince bob[1] por semana: cada sábado se le entregaban quince ejemplares de su nombre de pila, y sin embargo, no por eso dejó el espíritu de la Navidad de bendecir aquella pobre morada compuesta de cuatro aposentos.
Entonces se levantó Mrs. Cratchit, mujer de Cratchit, vestida con un traje vuelto, pero en compensacion adornada de muchas cintas muy baratas, de esas cintas que producen tan buen efecto no obstante lo poquísimo que valen. Estaba disponiendo la mesa ayudada de Belinda Cratchit, la segunda de sus hijas, tan encintada como su buena madre, mientras que maese Pedro Cratchit, el mayor de los hijos, metia su tenedor en la marmita llena de patatas y estiraba cuanto le era posible su enorme cuello de camisa; no precisamente su cuello, sino el de su padre, pues éste se lo habia prestado, en honor de la Navidad, á su heredero presuntivo, quien orgulloso de verse tan acicalado, ansiaba lucirse en el paseo más concurrido y elegante. Otros dos pequeños Cratchit, niño y niña, penetraron en la habitacion diciendo que habian olfateado el pato en la tahona y conocido que era el de ellos. Engolosinados de antemano con la idea de la salsa de cebolla y salvia, rompieron á bailar en torno de la mesa, ensalzando hasta el firmamento la habilidad de maese Cratchit, el cocinero de aquel dia, en tanto que este último (tieso de orgullo á pesar de que el abundoso cuello amenazaba ahogarle) atizaba el fuego para ganar el tiempo perdido, hasta hacer que las patatas saltasen, al cocer, á chocar con la tapadera del perol, advirtiendo con esto que estaban ya á punto para ser sacadas y peladas.
—¿Por qué se retrasará tanto vuestro excelente padre? dijo Mrs. Cratchit ¿Y vuestro hermano Tiny Tim? ¿Y Marta? El año pasado vino media hora antes.
—Aquí está Marta, madre, gritó una jóven que entraba en aquel momento.
—Aquí está Marta, madre, gritaron los dos jóvenes Cratchit. ¡Viva! ¡Si supieras, Marta, que pato tan hermoso tenemos!
—¡Ah querida hija! ¡Que Dios te bendiga! Qué tarde vienes, dijo Mrs. Cratchit abrazándola una docena de veces, y desnudándola con ternura del manton y del sombrero.
—Ayer teníamos mucho trabajo, madre, y ha sido preciso entregarlo hoy por la mañana.
—Bien, bien; no pensemos en ello puesto que estás aquí. Acércate á la chiminea y caliéntate.
—No, no, gritaron los dos niños. Ahí está padre: Marta escóndete.
Y Marta se escondió. A poco hicieron su entrada el pequeño Bob y el padre Bob; este con un tapaboca que le colgaba lo menos tres piés por delante, sin contar la franja. Su traje aunque raido estaba perfectamente arreglado y cepillado para honrar la fiesta. Bob llevaba á Tiny Tim en los hombros, porque el pobre niño como raquítico que era, tenía que usar una muleta y un aparato en las piernas para sostenerse.
—¿Dónde está nuestra Marta? preguntó Bob mirando á todos lados.
—No viene, dijo Mrs. Cratchit.
—¡Qué no viene! exclamó Bob poseido de un abatimiento repentino, y perdiendo de un golpe todo el regocijo con que habia traido á Tiny Tim de la iglesia como si hubiera sido su caballo. ¡No viene para celebrar la Navidad!
Marta no pudo resistir verlo contrariado de aquella manera, ni aun en chanza, y salió presurosa del escondite donde se hallaba detrás de la puerta del gabinete, para coharse en brazos de su padre, mientras que los dos pequeños se apoderaban de Tiny para llevarlo al cuarto de lavado, á fin de que oyese el hervor que hacía el pudding dentro del perol.
—¿Qué tal se ha portado el pequeño Tiny? preguntó Mrs. Cratchit despues de burlarse de la credulidad de su marido, y que éste hubo abrazado á su hija.
—Como una alhaja y más todavía. En la necesidad en que se encuentra de estar mucho tiempo sentado y solo, la reflexion madura mucho en él, y no puedes imaginarte los pensamientos que le ocurren. Me decia, al volver, que confiaba en haber sido notado por los asistentes á la iglesia, en atencion á que es cojo y á que los cristianos deben tener gusto de recordar, en dias como este, al que devolvia á los cojos las piernas y á los ciegos la vista.
La voz de Bob revelaba una intensa emocion al repetir estas palabras: aun fué mayor cuando añadió que Tiny se robustecia de cada vez más.
Se oyó en esto el ruido que causaba sobre el pavimento la pequeña muleta del niño, el cual entró en compañía de sus dos hermanos. Bob, recogiéndose las mangas, como si pudieran ¡pobre mozo! gastarse más, compuso, con ginebra y limones, una especie de bebida caliente, despues de haberla agitado bien en todos sentidos, mientras que su hijo Pedro y los dos más pequeños, que sabian acudir á todas partes, iban á buscar el pato con el cual regresaron muy pronto, llevándolo en procesion triunfal.
A juzgar por el alboroto que produjo la presentacion, se hubiera creido que el pato es la más extraña de las aves, un fenómeno de pluma, con respecto al cual un cisne negro sería una cosa vulgar; y en verdad que tratándose de aquella pobre familia la admiracion era muy lógica. Mrs. Cratchit hizo hervir la pringue, preparada con anticipacion; el heredero Cratchit majó las patatas con un vigor extraordinario; Miss Belinda azucaró la salsa de manzanas; Marta limpió los platos; Bob hizo sentar á Tiny en uno de los ángulos de la mesa y los Cratchit más pequeños colocaron sillas para todo el mundo, sin olvidarse, por supuesto, de sí mismos, y una vez preparados, se metieron las cucharas en la boca, para no caer en la tentacion de pedir del pato antes de que les correspondiera el turno. Por fin llegó el momento de poner los platos, y rezada la bendicion, que fué seguida de un silencio general, Mrs. Cratchit, recorriendo cuidadosamente con la vista la hoja del cuchillo de trinchar, se preparó á hundirlo en el cuerpo del pato. Apenas lo hubo hecho; apenas se escapó el relleno por la abertura, un murmullo de satisfaccion se levantó por todas partes, y hasta el mismo Tiny, excitado por sus hermanos más pequeños, golpeó con el mango de su cuchillo la mesa y gritó: hurra.
—Nunca, dijo Bob, se habia visto un pato igual. Su sabor, su gordura, su bajo precio, lo tierno que estaba, fueron el texto comentado de la admiracion universal: con la salsa de manzanas y el puré de patatas hubo bastante para la comida de todos ellos. Mrs. Cratchit notando un pequeño resto de hueso, dijo que no se habian podido comer todo el pato: la familia entera estaba satisfecha, particularmete los pequeños Cratchit ambos llenos, hasta los ojos, de salsa de cebollas. Una vez cambiados los platos por Miss Belinda, su madre salió del comedor, pero sola, pues la emocion que le dominaba por el importante acto que iba á cumplir, requeria que no la molestaran testigos: salió para servir el pudding. ¡Oh! ¡oh! ¡Qué vapor tan espeso! Sin duda habia sacado el pudding del caldero. ¡Qué mezcla de perfumes tan apetitosos, de esos perfumes que recuerdan el restaurant, la pastelería de la casa de al lado. ¡Era el pudding! Despues de medio minuto escaso de ausencia, Mrs. Cratchit, con la cara encendida, sonriente y triunfante, volvió á la mesa, en la que presentó el pudding, muy parecido á una bala de cañon en lo duro y firme, y flotando en media azumbre de aguardiente encendido, y todo coronado por la rama de acebo, símbolo de la Navidad.
¡Qué maravilloso pudding! Bob Cratchit dijo, de una manera formal y seria, que lo consideraba como la obra maestra de Mrs. Cratchit desde que se habian casado, á lo que respondió la interesada, que ahora que ya no tenía ese peso sobre el corazon, confesaba las dudas que habia tenido, acerca de su tino en echar la harina. Todos experimentaron la necesidad de decir algo, pero ninguno se cuidó, si tuvo tal idea, de decir que era un pudding bien pequeño para tan numerosa familia. Verdaderamente hubiera sido muy feo pensarlo ó decirlo: ningun Cratchit hubiera dejado de sonrojarse de vergüenza.
Así que terminó la comida, quitaron los manteles, fué barrida la estancia y reanimada la chimenea. Se probó el grog compuesto por Bob y lo encontraron excelente; colocaron en la mesa manzanas y naranjas y entró el rescoldo un buen puñado de castañas. A seguida la familia se arregló alrededor de la chimenea, en círculo como decia Cratchit, en vez de semicírculo, y prepararon toda la cristalería de la familia, consistente en dos vasos y una pequeña taza de servir crema, sin asa. Y esto ¿qué importaba? No por eso dejaban de contener el hirviente licor como si hubieran sido vasos de oro, y Bob escanció la bebida radiante de júbilo, mientras que las castañas se asaban resquebrajándose con ruido al calor del fuego. Entonces Bob pronunció este brindis.
—Felices Páscuas para todos nosotros y nuestros amigos. ¡Que Dios nos bendiga!
Y toda la familia contestó unánimamente.
—¡Que Dios bendiga á cada uno de nosotros! dijo Tiny el último de todos.
Estaba sentado en un taburete cerca su padre. Bob le tenia cogida la descarada mano, como si hubiera querido darle una muestra especial de ternura, y consercarlo á su lado de miedo que se lo quitasen.
—Espíritu, dijo Scrooge con un interés que hasta entonces no habia manifestado: decidme si Tiny vivirá.
—Veo un sitio desocupado en el seno de esa pobre familia, y una muleta sin dueño cuidadosamente conservada. Si mi sucesor no altera el curso de las cosas, morirá el niño.
—No, no, buen espíritu: no; decid que viva.
—Si mi sucesor no altera el curso de las cosas en esas imágenes que descubren el porvenir, ninguno de mi raza verá á ese niño. Si muere disminuirá asi el excedente de la poblacion.
Scrooge bajó la cabeza cuando oyó al espíritu repetir aquellas palabras, y el dolor y el remordimiento se apoderaron de él.
—Hombre, añadió el espíritu; si poseeis un corazon de hombre, y no de piedra, dejad de valeros de esa jerigonza despreciable, hasta que sepais lo que es ese excedente y dónde se encuentra. ¿Os atreveríais á señalar los hombres que deben vivir y los que deben morir? Es muy posible que á los ojos de Dios seais ménos digno de vivir que millones de criaturas semejantes al hijo de ese pobre hombre. ¡Dios mio! que un insecto oculto entre las hojas diga que hay demasiados insectos vivientes, refiriéndose á sus famélicos hermanos que se revuelcan en el polvo!
Scrooge se humilló ante la reprimenda del espíritu, y temblando bajó los ojos. Pronto los levantó oyendo pronunciar su nombre.
—¡Ah, Mr. Scrooge! dijo Bob; bebamos á la salud de él, puesto que le debemos este humilde festín.
—¡Buen principal está! exclamó Mrs. Cratchit roja de cólera; quisiera verlo aquó para servirle un plato de mi gusto. Buen apetito habia de tener para comerlo.
—Querida mia, dijo Bob; los hijos... la Navidad.
—Se necesita que nos encontremos en tal dia para beber á la salud de un hombre tan aborrecible, tan avaro, tan duro como Mr. Scrooge. Ya sabeis que es todo eso. Ninguno lo puede decir mejor que vos, mi pobre marido.
—Querida mia, insistió dulcemente Bob, el dia de Navidad...
—Beberé á su salud por amor á vos y en honra del dia, mas no por él. Le deseo, pues, larga vida, felices Pascuas y dichoso año. Hé aquí con qué dejarlo bien contento, pero lo dudo.
—Los niños secundaron el brindis, y esto fué lo único que no hicieron de buena gana en aquel dia. Tiny bebió el último, pero hubiese dado su brindis por un perro chico. Scrooge era el vampiro de la familia: su nombre anubló la satisfaccion de aquellas personas, pero fué cosa de cinco minutos.
Pasados estos y desvanecido el recuerdo de Scrooge, Bob anunció que ya le habian prometido colocar á su hijo mayor con algo más de cinco chelines por semana.
Los pequeños Cratchit rieron como locos, pensando que su hermano iba á tomar parte en los negocios, y el interesado miró con aire meditabundo, y por entre los picos del cuello de la camisa, al fuego, como si ya reflexionase acerca de la colocacion que daria á una renta tan comprometedora.
Marta, pobre aprendiz en un establecimiento de modista, refirió la clase de obra que tenía que hacer y las horas que necesitaba trabajar sin descanso, regocijándose con la idea de que al siguiente dia podría permaneces más que de costumbre en el lecho. Añadió que acababa de ver á un lord y una condesa, aquél de la misma estatura que Pedro, con lo que éste se levantó tanto el cuello de la camisa, que casi no se le veia la cabeza. Durante la conversacion las castañas y el grog circulaban de mano en mano, y Tiny cantó una balada relativa á un niño perdido entre las nieves. Tiny poseia una vocecita lastimera y lo hizo admirablemente, por quien soy.
En todo aquello no habia ciertamente nada de aristocrático. Aquella no era una hermosa familia. Ninguno de ellos estaba bien vestido. Tenian los zapatos en mal uso y hasta Pedro hubiera podido con su traje hacer negocio con un ropavejero; sin embargo, todos eran felices, y vivian en las mejores relaciones, satisfechos de su condicion. Cuando Scrooge se separó de ellos se manifestaron más alegres de cada vez, gracias al benéfico influjo de la antorcha del espíritu, así es que continuó mirándolos hasta que se desvanecieron, y especialmente á Tiny-Tim.
Había llegado la noche, oscuro y lóbrega. Mientras Scrooge y el espíritu recorrian las calles, la lumbre chisporroteaba en las cocinas, en los salones, en todas partes, produciendo maravillosos efectos. Aquí la llama vacilante dejaba ver los preparativos de una modesta pero excelente comida de familia, en una estancia que preservaban del frio de la calle por medio de espesos cortinajes de color rojo oscuro. Por allá todos los hijos de la casa, desafiando la temperatura, salian al encuentro de sus hermanas casadas, de sus hermanos, de sus tios, de sus primos, para anticiparse á saludarlos. Por otras partes los perfiles de los convidados se divisaban á través de los visillos. Una porcion de hermosas jóvenes, encapuchadas y calzadas de fuertes zapatos, hablando todas á la vez, se dirigian apresuradamente á casa de su vecina. ¡Infeliz del célibe (las astutas hechiceras lo sabian perfectamente) que las viese entonces penetrar en la casa con los semblantes coloreados por el frio!
A juzgar por el número de personas que se dirigian á las reuniones, se hubiera podido decir que no quedaba nadie en las casas para dar la bienvenida, pero no sucedia así; en todas partes habia amigos que aguardaban con el corazon bien alegre y las chimeneas bien repletas de fuego. Por eso se veia al espíritu arrebatado de entusiasmo, y que descubriendo su ancho pecho y abriendo su dadivosa mano, flotaba por encima de aquella multitud, derramando sobre las gentes su pura y cándida alegría. Hasta los humildes faroleros, acelerándose delante de él, marcando su trabajo con luminosos puntos á lo largo de las calles; hasta los humildes faroleros, ya vestidos para ir á alguna reunion, se reian á carcajadas cuando el espíritu pasaba cerca de ellos, por más que ignorasen lo próximo que lo tenian.
De repente, sin que el espíritu hubiera dicho nada á su compañero, en preparacion para tan brusco tránsito, se encontraron en medio de un lugar pantanoso, triste, desierto y sembrado de grandes montones de piedras, como si allí hubiera un cementerio de gigantes. El agua circulaba por todas partes, y no se ofrecia para ello otro obstáculo que el hielo que la sujetaba prisionera. Aquel suelo no producia más que musgo, retama y una hierba mezquina y ruda. Por el horizonte y en la direccion del Oeste, el Sol poniente habia dejado un rastro de fuego de un rojo vivísimo, que iluminó por un momento aquel lugar de desolacion, como si fuese la mirada brillante de un ojo sombrío cuyos párpados se cerrasen poco á poco, hasta que desapareció completamente en la oscuridad de una densa noche.
—¿En dóndo estamos? preguntó Scrooge.
—Estamos donde viven los mineros, los que trabajan en las entrañas de la tierra, contestó el espíritu. Ya me reconocen, mirad.
Brilló una luz en la ventana de una pobre choza, y ambos se dirigieron hácia aquel lado. Penetrando á través del muro de piedras y tierra que constituia aquel mísero albergue, vieron una numerosa y alegre reunion en torno de una gran fogata.
Un bueno viejo, su mujer, sus hijos, sus nietos y sus biznietos, estaban congregados allí vestidos con su mejor traje. El viejo, con voz que ya no podia sobreponerse al agudo silbido del viento que soplaba sobre los arenales, cantaba un villancico (muy antiguo ya cuando él lo aprendió de niño), y los circunstantes repetian de tiempo en tiempo de estribillo. Cuando ellos cantaban el viejo se sentia reanimado, pero cuando callaban volvia á caer en su debilidad.
El espíritu no se detuvo aquí, sino que encargando á Scrooge que agarrara vigorosamente, lo transportó por encima de los pantanos, ¿adónde? No al mar, me parece; pues sí, al mar. Scrooge aterrorizado, observó como se desvanecia en la sombra el promontorio más avanzado: el ruido de las olas embravecidas y rugientes que corrian á estrellarse con el fragor del trueno en las cavernas que habian socavado, como si en el exceso de su ira el mar tratase de minar la tierra, le ensordeció.
Edificado sobre una desnuda roca que apenas salia á flor de agua, y azotado furiosamente por las olas durante todo el año, se levantaba a mucha distancia de tierra un faro solitario. En el basamento se acumulaban multitud de plantas marinas, y el pájaro de las tempestades, nacido acaso de los vientos como las algas de las aguas, revoloteaba en torno de la torre como las olas sobre que se mecia.
Hasta en aquel sitio, los dos hombres á cuyo cargo estaba la custodia del faro, habian encendido una hoguera que despedia sus luminosos rayos hasta el alborotado mar por la abertura hecha en la recia muralla. Dándose un apreton con sus callosas manos, por encima de la mesa á la cual estaban sentados, se deseaban felices Pascuas brindando con grog: el más viejo, de cutis apergaminado y lleno de costurones, como esas figuras esculpidas en la proa de los antiguos buques, entonó con voz ronca un canto salvaje que tenía mucho de las ráfagas tempestuosas.
El espectro seguía siempre sobre el mar sombrío y turbulento; siempre, siempre, hasta que en su rápida marcha, lejos ya, muy lejos de tierra como le dijo Scrooge, descendió á un buque, colocándose cerca del timonero á veces, otras del vigilante á proa, otras de los oficiales de guardia, visitando todas estas fantásticas figuras en los varios sitios adonde debían acudir. Todos ellos tarareaban una canción alusiva al día: pensaban en la Navidad; recordaban á sus compañeros otras de que habían disfrutado, contando siempre con volver al seno de sus familias. Todos á bordo, despiertos ó dormidos, buenos ó malos, habían estado más cariñosos entre sí que durante el resto del año; todos se habían comunicado sus alegrías; todos se habían acordado de sus parientes o amigos, esperando que éstos se acordasen también.
Scrooge quedó altamente sorprendido de que mientras estaba atento al estribor del huracán, y se perdía en abstracciones acerca de lo solemne de semejante viaje, á través de la oscuridad, por encima de aquellos espantosos abismos, cuyas profundidades son secretos tan impenetrables como el de la muerte, llegara á sus oídos una ruidosa carcajada. Pero su sorpresa fué mayor al advertir que aquella carcajada procedia de su sobrino, el cual se hallaba en un salon perfectamente iluminado, limpio, con buen fuego y en compañía del espíritu, que lanzaba sobre el alegre jóven miradas llenas de dulzura y de benevolencia.
Si os sucede, por una casualidad poco probable, que os encontreis con un hombre que sepa reir de mejor gana que el sobrino de Scrooge, os digo que desearia trabar relaciones con él. Hacedme el favor de presentármelo y entablaré amistad.
Por una dichosa, justa y noble compensación en las cosas del mundo, aunque las enfermedades y los pesares son contagiosos, lo es más la risa y el buen humor. Mientras el sobrino de Scrooge se reia, segun he indicado, apretándose los ijares é imprimiendo á su cara las muecas más extravagantes, la sobrina de Scrooge, sobrina por afinidad, se reia de tan buena gana como su marido; los amigos que con ellos estaban no hacian menos y acompañaban en la risa á más y mejor.
—Bajo palabra de honor, os aseguro, decia el sobrino, que ha proferido la palabra: que la Navidad es una tontería, é indudablemente esa era su conviccion.
—Tanto más vergonzoso para él, dijo la mujer indignada.
Por eso me gustan las mujeres: no hacen nada á medias: todo lo toman por lo serio.
La sobrina de Scrooge era bonita; excesivamente bonita, con su encantador rostro, con su aire sencillo y cándido, con su arrebatadora boquita hecha para ser besada, y que indudablemente lo era á menudo; con sus mejillas llenas de pequeños hoyuelos; con sus ojos, los más expresivos que pueden verse en fisonomía de mujer: en una palabra, su belleza tenía tal vez algo de provocativa, pero revelando que se hallaba dispuesta á dar una satisfaccion, sí; satisfaccion completa.
—Es muy chusco ese hombre, dijo el sobrino de Scrooge. En verdad, podría hacerse más simpático; pero como sus defectos constituyen su propio castigo, nada tengo que decir en contra de eso.
—Creo que es muy opulento, Federico, dijo la sobrina: á lo menos eso me habeis dicho.
—¡Qué importa su riqueza, mi querida amiga! replicó el marido. Para maldita la cosa que le sirve; ni aun para hacer bien á nadie; ni a sí mismo. Ni siquiera tiene la satisfaccion de pensar, ja, ja, ja, que nosotros nos hemos de aprovechar pronto de ella.
—Ni aun con eso puedo sufrirlo, continuó la sobrina, á cuya opinion se adhirieron sus hermanas y las demás señoras concurrentes.
—Pues yo soy más tolerante. Me aflijo por él, y nunca le desearé mal aunque tenga gana, porque quien padece de sus genialidades y de su mal humor es él y sólo él. Y lo que digo no es porque se le haya puesto en la cabeza rehusar mi convite, pues al fin, de aceptarlo, se hubiera encontrado con una comida detestable.
—¡De veras! Pues yo creo que se ha perdido una buena comida, exclamó su mujer interrumpiéndola. Los convidados fueron de la misma opinion, y necesariamente eran personas muy autorizadas para decirlo, porque acababan de soborearla.
—Me alegro de saberlo, repuso el sobrino de Scrooge, porque no tengo mucha confianza en el talento de estas jóvenes caseras. ¿Qué opinais Topper?
Topper tenía los ojos puestos en una de las cuñaditas de Scrooge, y respondió que un célibe era un miserable pária á quien no le asistía el derecho de emitir opinion sobre tal materia, á cuyas palabras la cuñada del sobrino de Scrooge, aquella jóven tan regordetilla que veia á un extremo con pañoleta de encajes, no la que lleva un ramo de rosas, se puso sofocada.
—Seguid lo que estabais diciendo, Federico, dijo su mujer dando unas palmadas. Nunca acaba lo que ha comenzado. ¡Qué ridículo es eso!
El sobrino de Scrooge soltó la carcajada de nuevo, y como era imposible librarse del contagio, aunque la jóven regordeta trataba de hacerlo poniéndose á aspirar el frasco de sales, todos siguieron el ejemplo del jóven.
—Me proponía únicamente decir, que mi tio presentándome tan mala cara, y negándose á venir con nosotros, ha perdido algunos momentos de placer que le hubieran venido muy bien. Indudablemente se ha privado de una compañía mucho más agradable que sus pensamientos, que un mostrador húmedo y que sus polvorientas habitaciones. Esto no quita para que todos los años le invite de la misma manera, plázcale ó no, porque tengo lástima de él. Dueño es, si así le parece, de burlarse de la Navidad; pero no podré menos de formar buena opinion de mí, cuando me vea presentarme á él todos los años, diciéndole con mi acostumbrado buen humor: «Mi querido tío: ¿qué tal os va?» Si esto pudiera inspirarle la idea de aumentar el sueldo de su dependiente hasta cuarenta y cuatro libras esterninas, se habría conseguido algo. No sé, pero se me figura que ayer lo ha quebrantado.
Al oir aquello todos los concurrentes se rieron, pareciéndoles que era sobrada pretension la de haber conseguido quebrantar a Scrooge; pero como el sobrino era de bellísimo génio, y no se cuidaba de saber por qué se reían con tal que se rieran, aun los animó haciendo circular las botellas.
Despues del thé hubo un poco de música, porque los convidados aquellos constituian una familia de músicas, que entendian perfectamente lo de cantar arias y ritornelos; sobre todo Topper, que sabia lanzar su gruesa voz de bajo como un artista consumado, sin que se le hincharan las venas de la frente y sin ponerse rojo como un cangrejo. La sobrina de Scrooge tenia bien el arpa: entre otras piezas ejecutó una cancioncilla (una cosa insignificante que hubiérais aprendido á tararear en dos minutos), pero que era justamente la favorita de la jóven que, tiempos atrás, fué en busca de Scrooge al colegio, como el fantasma de la Navidad se lo habia hecho á la memoria. Ante aquellas tan conocidas notas, recordó de nuevo Scrooge todo lo que el espectro le representara, y más enternecido de cada vez, consideró que si hubiera tenido la dicha de oir frecuentemente aquella insignificante cancioncilla, habria podido conocer mejor lo que de grato encierran las dulces afecciones de la existencia y cultivándolas; empresa algo más meritoria que la de cavar con impaciencia de sepulturero su fosa, segun ocurrió con Marley.
No tan sólo la música ocupó á aquellos convidados. Al cabo de rato se jugó á juegos de prendas, porque es conveniente volver á los dias de la niñez, sobre todo, teniendo en cuenta que la Navidad es una fiesta establecida por un Dios niño. Atencion Se dió principio por gallina ciega. ¡Oh! ¡Y qué tramposo está Topper! Hace como que no ve, pero perded cuidado; ya sabe bien adonde dirigirse. Estoy seguro de que se ha puesto de acuerdo con el sobrino de Scrooge, pero sin conseguir engañar al espíritu de la Navidad allí presente. La manera como el pretendido ciego persigue á la regordetilla de la pañoleta, es un insulto positivo que se dirige á la credulidad humana. Por más que ella se coloque detrás del guarda-fuego, ó encima de las sillas, ó al amparo del piano, ó encima de las sillas, ó al amparo del piano, ó entre los cortinajes á riesgo de asfixiarse, á todas partes donde va ella va tambien él. Siempre sabe donde tropezar con la regordetilla. No quiero coger á nadie más, y aunque le salgais al paso, como algunos lo han hecho de propósito, hará como que os quiere agarrar, pero con tal torpeza, que no puede engañarnos, y luego se dirigirá hácia donde se olculta la regordetilla. «Eso no es jugar bien:» dice ella huyendo cuanto puede, y tiene razon; pero á lo último, cuando él la coge; cuando á despecho de la ligereza de la jóven, él logra arrinconarla de manera que no pueda escapársele, entonces su conducta es inícua. Bajo pretexto de que no sabe á quien ha cogido, la reconoce pasándole la mano por la cabeza, ó se permite tocar cierto anillo que ella lleva al dedo, ó una cadena con que se adorna el cuello. ¡Oh infame mónstruo! Por eso así que él deja el pañuelo á otra persona, los dos jóvenes tienen en el hueco de la ventana, detrás de las cortinas, una conferencia particular, en la que ella le dice á él todo lo que le parece.
La sobrina de Scrooge no tomaba parte en el juego. Se habia retirado á uno de los rincones de la sala, y allí estaba sentada en un sillon con lo piés en un taburete, teniendo detrás al aparecido y á Scrooge. En los juegos de enigmas sí que participó. Era muy diestra en ellos, con gran satisfaccion de su esposo, y les sentaba bien las costuras á sus hermanas y eso que no eran tontas: preguntádselo si no á Topper.
Allí habia como veinte personas entre viejos y jóvenes.
Todos jugaban, hasta el mismo Scrooge, quien, olvidando de todo punto que no sería dado, se interesaba en todo aquello, diciendo en alta voz el secreto de los enigmas que se proponian: os aseguro que adivinaba muchas y que la más fina aguja, la de marca más acreditada, la más puntiaguda, no lo era tanto como el ingenio de Scrooge, á pesar del aire bobalicon de que revestia para engatusar á sus parroquianos.
El aparecido gozaba de verle en semejante disposicion de espíritu, y lo contemplaba con aspecto tan lleno de benevolencia, que Scrooge le pidió encarecidamente como un niño, que lo tuviese allí hasta que se marcharan los convidados.
—Un nuevo juego, espíritu; un nuevo juego. Media hora nada más.
Tratábase del juego conocido con el nombre de sí y no. El sobrino de Scrooge debia tener un pensamiento, y los demás la obligacion de adivinarlo. A las preguntas que le hacian él no contestaba más que sí ó no. La granizada de interrogatorios á que lo sujetaron, fué causa de que hiciese muchas indicaciones; que pensaba en un animal: que era un animal vivo, adusto y salvaje; un animal que rugia y gruñia en varias ocaciones: que otras veces hablaba: que residia en Lóndres: que se paseaba por las calles: que no lo enseñaban por dinero: que no iba sujeto con cordon: que no estaba en una casa de fieras ni destinado al matadero, y que no era ni un caballo, ni un asno, ni una vaca, ni un toro, ni un tigre, ni un perro, ni un cerdo, ni un gato, ni un oso. A cada pregunta que le hacian aquel tunante de sobrino daba á reir, y tan grandes eran á veces los accesos, que se veia obligado á levantarse para patear de gusto. Por fin la cuñada regordetilla, riéndose á más no poder, exclamó:
—Lo he adivinado, Federico: ya sé lo que es.
—¿Qué es?
—Es vuestro tio Scro...o...o...o...oge.
Efectivamente habia acertado. La admiracion fué general, si bien algunas personas objetaron que á la pregunta: «¿Es un oso?» debia haberse contestado: «Sí,» tanto más, cuanto que á la respuesta negativa, muchos habian dejado de pensar en Scrooge para buscar por otro lado.
—En medio de todo ha contribuido muy especialmente á divertirnos, dijo Federico, y seríamos sobre toda ponderacion ingratos, si no bebiéramos á su salud. Cabalmente todos empuñamos ahora un vaso de ponche de vino; por lo tanto: á la salud de mi tio Scrooge.
—Sea: á la salud del tio Scrooge, contestaron.
—Felices Pascuas y dichoso año para el viejo, á pesar de su genio. El no aceptaria este buen deseo de mi parte, pero se lo tributo sin embargo. A mi tio Scrooge.
Scrooge se habia dejado dominar de tal modo por la hilaridad general, experimentaba tanto descanso en su corazon, que de buena gana hubiera tomado parte en el brindis, aunque nadie sabía de su presencia allí, y pronunciado un buen discurso de gracias, siquiera fuese desoido, á no ser porque no se lo permitió el fantasma. Hubo cambio de escena. Cuando el sobrino pronunciaba la última palabra del brindis, Scrooge y el espíritu comprendieron de nuevo el curso de su viaje.
Vieron muchos países. Fueron muy lejos visitaron un gran número de moradas, y siempre con las mejores consecuencias para aquellos á quienes se acercaba el espíritu de la Navidad.
Al aproximarse al lecho de uno, enfermo y en extranjera tierra, éste se olvidaba de su dolencia y se creia trasportado al suelo patrio. Si á una alma en lucha con la suerte, le infundia sentimientos de resignacion y esperanza en mejor porvenir. Si á los pobres, inmediatamente se creian ricos. Si á las casas de caridad, á los hospitales y á las prisiones, á todos estos refugios de la miseria, donde el hombre vano y orgulloso no habia podido, abusando de su pequeño y efímero poder, impedir la entrada al espíritu, éste dejaba caer su bendicion y enseñaba á Scrooge mil preceptos caritativos.
Fué una noche muy larga, si es que todo esto se cumplió en una noche: Scrooge lo dudó porque á su juicio habian sido condensadas muchas Navidades en el tiempo que estuvo con el aparecido. Sucedia una cosa extraña y era que mientras Scrooge conservaba incólumes sus formas exteriores, el espíritu se hacía más viejo; visiblemente más viejo.
Scrooge advirtió la transformacion, mas no dijo nada, hasta que al salir de un recinto, donde varios niños celebraban la fiesta de Reyes, miró al espíritu, así que se encontraron solos, y vió lo mucho que habia encanecido.
—¿Tan corta es la vida de los espíritus?
—La mia es muy breve en este mundo, contestó el espectro. Termina hoy por la noche.
—¡Esta noche!
—Esta noche. A las doce. Oid: la hora se acerca. A la sazon daba el reloj los tres cuartos para las doce.
—Dispensadme si es que soy indiscreto, dijo Scrooge que consideraba atentamente la vestidura del espíritu: veo algo extraño que sale de debajo de vuestra túnica y que no es vuestro. ¿Es un pié ó una garra?
—Podria ser garra si se fuera á juzgar por la carne que la cubre, contestó es espíritu: mirad.
Y de los pliegues de la túnica sacó dos niños, dos míseros seres, que se arrodillaron á sus piés y se agarraron á su vestido.
—¡Oh, hombre! Mira, mira, mira á tus piés, exclamó el espíritu.
Eran un niño y una niña, amarillos, flacos, cubiertos de andrajos, de fisonomía ceñuda, feroz, aunque servil en su abyeccion. En vez de la graciosa juventud que hubiera debido hacer frescas y redondas sus mejillas, con hermosos colores, una mano seca y descarnada, como la del tiempo, las había puesto rugosas, escuálidas y descoloridas. Aquellos rostros, que hubieran podido asemejarse á los de los ángeles, parecian como de demonios, hasta en las miradas tan torvas que lanzaban. Ningun cambio, ninguna descomposicion de la especie humana, en ningun grado, hasta en los misterios más recónditos de la naturaleza, han producio mónstruos tan horrorosos y terribles.
Scrooge retrocedió, pálido y lleno de espanto. No queriendo ofender al espíritu, padre acaso de aquellos infelices seres, probó á decir que eran unos niños hermosos, pero las palabras se le detuvieron en la garganta por no hacerse cómplices de una mentira tan atroz.
—Espíritu, ¿son vuestros hijos?
Scrooge no pudo añadir más.
—Son los de los hombres, contestó el espíritu contemplándolos, y me piden auxilio para quejarse de sus padres. El de allá es la ignorancia; el de aquí la miseria. Preservaos del uno y del otro y de toda su descendencia; pero sobre todo del primero, porque sobre su frente veo escrito «¡Condenacion!» Apresúrate, Babilonia, continuó extendiendo la mano sobre la ciudad; apresúrate á que desaparezca esa palabra que te condena más que á él: á tí á la ruina, á él á la desdicha.¡Atrévete á decir que no eres culpable! Calumnia á los que te acusan: esto puede servir á tus aborrecibles designios; pero, ¡cuidado al fin!
—¿No poseen ningun recurso, ni cuentan con asilo? gritó Scrooge.
—¿No hay prisiones? respondió el espíritu devolviéndole irónicamente, y por la vez postrera, sus mismas frases.
En el reloj daban las doce.
Scrooge buscó al espectro, pero ya no lo vió. Al sonar la última campanada, hizo memoria de la prediccion del viejo Marley, y alzando la vista divisó otro aparecido de majestuosa apostura, envuelto en una túnica y encapuchado, que se acercaba deslizándose sobre el suelo vaporosamente.
CUARTA ESTROFA
el último de los espíritus
Cuando llegó cerca de Scrooge, éste se arrodilló, experimentando el terror sombrío y misterioso que envolvía al espíritu.
Iba completamente envuelto en un largo ropaje que ocultaba su fisonomía, su cabeza y sus formas, no dejando ver más que una de sus manos tendida, sin lo cual hubiera sido muy difícil distinguir aquella figura en las densas sombras de la noche que le circundaban.
Cuando Scrooge estuvo á su lado vió que el aparecido era de estatura elevada y majestuosa, y que su misteriosa presencia lo llenaba de respetuoso temor; pero no supo más, porque el aparecido no hablaba ni hacía ningun movimiento.
—¿Estoy en presencia del espíritu de la Navidad por venir?
El espectro no contestó, limitándose á tener siempre la mano tendida.
—¿Vais á mostrarme las sombras de las cosas que no han sucedido todavía, pero que sucederán con el tiempo?
La parte superior de la vestidura del fantasma se contrajo un poco, segun lo indicaron los pliegues al aproximarse como sí el espectro hubiera inclinado la cabeza. No dió otra respuesta.
Aunque hecho ya al comercio con los espíritus, Scrooge sentía tal pavor en presencia de aquel aparecido tan silencioso, que sus piernas temblaban y apenas disponia de fuerzas para sostenerse en pié cuando se veia obligado á seguirle. El espíritu, como si hubiera conocido la turbacion de Scrooge, se paró un momento como para darle lugar á que se repusiese.
Esto agitó más á Scrooge. Un vago escalofrío de terror le recorrió todo el cuerpo, al advertir que, bajo aquel fúnebre sudario los ojos del fantasma estaban constantemente fijos en él, y que, á pesar de todos sus esfuerzos, no podía ver más que una mano de espectro y una masa negruzca.
—Espíritu del porvenir, os temo más que á ninguno de los espectros que hasta ahora he visto. Sin embargo, como conozco que os hallais aquí por mi bien, y espero vivir de una manera muy diferente que hasta ahora, os seguiré adonde querais, con corazon agradecido. ¿No me hablareís?
Ninguna respuesta. Tan sólo la mano hizo señal de ponerse en marcha.
—Guiadme, dijo Scrooge, guiadme. La noche avanza rápidamente y el tiempo es muy precioso para mí; lo sé. Espíritu guiadme.
El fantasma empezó á deslizarse como habia venido. Scrooge fué detrás de la sombra de la vestidura; parecíale que ésta lo levantaba y lo arrastraba.
No se puede decir que penetraran en la ciudad, sino que la ciudad surgió alrededor de ellos, rodeándolos con su movimiento y su agitacion. Estaban en el mismo centro de la City, en la Bolsa y con los negociantes que iban de un lado para otro de prisa, haciendo sonar el dinero en los bolsillos, agrupándose para entretenerse en negocios, mirando sus relojes y jugando distraidamente con la cadena, etc., como Scrooge los habia visto en todas ocasiones.
El espíritu se detuvo cerca de un pequeño grupo de capitalistas, y Scrooge, adivinando su intencion por la mano tendida, se acercó á escuchar.
—No... decía un señor alto y grueso de triple y canosa barba; no sé nada más; sé tan solamente que ha muerto.
—¿Cuándo?
—Anoche, segun creo.
—¿Cómo y de qué ha muerto? preguntó otro señor tomando una provision de tabaco de una enorme tabaquera. Yo me figuraba que no se moriría nunca.
—Dios solo lo sabe, dijo el primero bostezando.
—¿Qué ha hecho de su dinero? preguntó otro señor de rubicunda faz, que ostentaba en la punta de la nariz una enorme lupia colgante como el moco de un pavo.
—No lo sé, contestó el hombre de la triple barba, bostezando de nuevo. Tal vez lo haya dejado á su sociedad: de todas suertes no es á mí á quien lo ha dejado: hé aquí lo único que sé.
Esta chanza fué recibida con una carcajada general.
—Es probable, continuó el mismo, que las sillas para los funerales no le cuesten nada, así como tampoco los coches, pues juro que no conozco á nadie que esté dispuesto á ir á semejante entierro. ¡Si fuéramos nosotros sin que nos convidaran!
—Me es indiferente con tal que haya refresco, dijo el de la lupia: yo quiero que me den de comer por ese trabajo [1].
—Ya veo, dijo el primer interlocuor, que soy más desinteresado que todos los presentes.
Yo no iría porque me regalaran guantes negros, pues no los gasto, ni proque me dieran de comer, pues no lo acostumbro en tales casos, pero sí como alguno quisiera acompañarme. ¿Sabeis por qué? Porque, reflexionando, me han asaltado dudas acerca de si yo era íntimo amigo suyo, á causa de que cuando nos encontrábamos teníamos la costumbre de detenernos para hablar un poco. Adios señores: hasta la vista.
El grupo se deshizo para constituir otros. Scrooge conocía á todos aquellos señores, y miró al espíritu para pedirle una explicacion acerca de lo que acababan de decir.
El espíritu se dirigió á otra calle, y mostró con el dedo dos individuos que se saludaban. Scrooge escuchó en la esperanza de descifrar aquel enigma.
Tambien los conocía. Eran dos negociantes ricos, muy considerados y en cuya estimacion creía estar bajo el punto de vista de los negocios, pero sencilla y puramente de los negocios.
—Cómo está Vd.?
—Bien y vos.
—Bien, gracias. Parece que el viejo Gobseck ha dado ya sus cuentas, eh....
—Me lo han dicho. Hace frio. ¿es verdad?
—Psch; como de la estacion: como de Navidad. Supongo que no patinais.
—No; tengo otras cosas en que pensar. Buenos dias.
Ni una palabra más. Así se encontraron, así se hablaron, y así se separaron.
A Scrooge le pareció, al principio, chocante que el espíritu atribuyese tanta importancia á conversaciones aparentemente tan triviales; pero convencido de que debian encerrar algun sentido oculto, empezó á discurrir sobre cuál sería éste, segun todas las probabilidades.
Era difícil que se refiriesen á la muerte de su antiguo socio Marley: á lo menos no parecia verosímil, porque el fallecimiento era suceso ya ocurrido, y el espectro ejercia jurisdiccion sobre lo porvenir; pero tampoco adivinaba quién pudiera ser la persona de él conocida, á la cual cupiese aplicar el acontecimiento. Sin embargo, íntimamente persuadido de que cualquiera que fuese la persona, debia encerrarse en aquello alguna leccion correspondiente á él y para su bien, determinó fijarse y recoger las palabras que oyese y las cosas quu presenciase, y particularmente observar con la más escrupulosa atencion su propia imágen cuando se le apareciese, penetrado de que la vista de ella le proporcionaría la llave del enigma haciéndole la solucion fácil.
Se buscó pues en aquel lugar, pero había alguien que ocupaba su sitio, el puesto á que más afecion tenía, y aunque el reloj indicaba la hora á que él iba, por lo comun, á la bolsa, no vió á nadie que se le pareciese en el gran número de personas que se apresuraban á entrar. Aquello le sorprendió poco, porque como desde sus primeras visiones había formado el propósito de cambiar de vida, se figuraba que su ausencia era prueba de haber puesta en ejecucion sus planes.
El aparecido se mantenía siempre á su lado inmóvil y sombrío. Cuando Scrooge salió de su ensimismamiento, se figuró, por la postura de la mano y por la posicion del espectro, que lo contemplaba fijamente, con mirada invisible. Esto le hizo estremecerse de piés á cabeza.
Abandonando el alborotado teatro de los negocios, se dirigieron á un barrio muy excéntrico de la ciudad, en donde Scrooge no habia estado nunca, pero cuya mala reputacion no le era desconocida. Las estrechas calles que lo constituian presentaban un cuadro de suciedad indescriptible, así como sus miserables tiendas y mansiones; los habitantes que moraban allí, el de seres casi desnudos, ébrios, descalzos, repugnantes. Las callejuelas y los sombríos pasadizos, como si fueran otras tantas cloacas, despedían sus desagradables olores, sun inmundicias y sus vecinos sobre aquel laberinto: aquel barrio era la guarida del crímen y de la miseria.
En lo más oculto de aquella infame madriguera, se veia una tienda baja y saliente, bajo un cobertizo, en la cual se vendia hierro, trapos viejos, botellas viejas, huesos y trozos de platos de la comida del dia precedente. Sobre el piso de un compartimiento interior habia, amontonados, clavos, llaves herrumbrosas, cadenas, goznes, limas, platillos de balanzas, pesos y toda clase de ferretería.
En aquellos hacinamientos asquerosos de grasas corrompidas, de huesos carcomidos, se encerraban, acaso, muchos misterios que pocas personas hubieran tenido valor para indagar. Sentado en medio de aquellas mercancías con las que comerciaba, cerca de un fogon hecho de ladrillos ya usados, se veia un mugriento bribon, con los cabellos ya blancos por la edad (contaba setenta años), abrigándose contra el aire exterior por medio de un cortinaje grasiento, formado de retales despareados, sujetos á un cordel, fumando en pipa y saboreando con placer el deleite de su apacible soledad.
Scrooge y el espectro se colocaron enfrente de aquel hombre, en el momento en que una mujer, portadora de un grueso paquete, se escurría á la tienda. Apenas penetró fué seguida de otra cargada de la misma manera, y ésta de un hombre vestido de un traje negro y muy raido, cuyo hombre se sorprendió al verlas, como ellas al verle. Despues de algunos momentos de estupefaccion de todos ellos, estupefaccion de que tambien participó el hombre de la pipa, se echaron á reir.
—Que pase primeramente la asistente, dijo la segunda mujer: despues vendrá la lavandera y últimamente el encargado de las pompas. ¿Qué opinais, honrado tendero? ¡Por cierto que es casualidad! No parece sino que nos hemos dado cita los tres.
—No podiais haber escogido mejor lugar, dijo el tendero quitándose la pipa de la boca. Entrad en el salon. Hace tiempo que tienes facultad para entrar aquí libremente; los otros dos tampoco son extraños. Aguardad á que cierre la puerta de la tienda. ¡Cómo chirrian los goznes! Creo que no existe aquí ningun hierro más viejo que ellos, como no hay en el almacen, y de esto me considero muy seguro, otras osamentas más añejas que las mias. ¡Ah, ah! Todos nos hallamos en consonancia con nuestra condicion: hacemos un buen juego. Entrad.
El salon lo constituia el espacio que estaba separado de la tienda por la cortina de retales. El viejo tendero removió el fuego con una barra de hierro rota, procedente de una barandilla de escalera; y despues de haber reanimado su humosa lámpara (porque ya era de noche) con la boquilla de la pipa, puso de nuevo esta en la boca.
Mientras que de este modo cumplia con los deberes de la hospitalidad, la mujer que habia hablado la primera, dejó su paquete en el suelo, y se sentó con aire negligente en un taburete, colocando los codos sobre las rodillas, y landando una mirada de desafío á los otros dos concurrentes.
—Bueno. ¿Qué tenemos? ¿Qué hay señora Dilber? dijo encarándose con la otra. Todas tenemos el derecho de pensar en nosotros mismos. ¿Ha hecho otra cosa él durante su vida?
—En verdad, dio la lavandera: ninguno tanto como él.
—Pues bueno: entonces no teneis necesidad de estaros ahí, abriendo de tal modo los ojos, como si os dominara el miedo; somos lobos de una camada.
—De seguro, exclamaron la Dilber, y el saltatumbas: en ese convencimiento estamos.
—Pues no hay más que decir: estamos como queremos. No hay que buscar tres piés al gato. Y luego ¡vaya un mal! ¿A quién se le causa perjuicio con esas fruslerías? De seguro que no es al muerto.
—¡Oh, en verdad que no! dijo riéndose la Dilber.
—Si queria guardarlos ese tio roñoso para despues de su fallecimiento, continuó la mujer, ¿por qué no ha hecho como los demás? No necesitaba más que haber llamada á una enfermera para que lo cuidase, en vez de morirse en un rincon abandonado como un perro.
—Es la pura verdad, ratificó la Dilber: tiene lo que merece.
—Hubiera querido que el lance no le saliera tan barato, continuó la primera mujer: os aseguro que á estar en mi mano no hubiera perdido la ocasion de coger algo más.
Desliad el paquete, tendero, y decid francamente lo que vale. No tengo reparo en que lo vean. Los tres sabíamos antes de penetrar aquí la clase de negocios que hacemos. No hay ningun mal en ello.
Pero se entabló un pugilato de cortesía. Los amigos de aquella mujer no quisieron, por delicadeza, que fuese la primera, y el hombre del traje negro tuvo la primacía en desatar su lio... No guardaba mucho. Un sello ó dos; un lapicero; dos gemelos de camisa; un alfiler de muy poco valor; esto era todo. Los objetos fueron examinados minuciosamente por el viejo tendero, quien iba marcando en la pared con una tiza la cantidad que pensaba dar por cada uno de ellos terminado el exámen hizo la suma.
—Hé ahí, dijo, lo que valen. No daría ni tres cuartos más aunque me tostaran á fuego lento. ¿Qué hay despues de esto?
Tocaba la vez á la Dilber. Enseñó sábanas, servilletas, un traje, dos cucharillas de plata de forma antigua; unas tenacillas para el azúcar y algunas botas. El tendero hizo la cuenta como antes.
—Siempre pago de más á las señoras. Es una de mis debilidades, y por eso me arruino, dijo el tendero. Hé ahí vuestra cuenta. Si me pedís un cuarto más y entramos en cuestion, me desdiré, y rebajaré algo del primer propósito que he tenido.
—Ahora desliad mi paquete, dijo la primera mujer.
El tendero se arrodilló para mayor comodidad, y deshaciendo una porcion de nudos, sacó del lio una gruesa y pesada pieza de seda oscura.
—¿Qué es esto? preguntó. Son cortinas de cama.
—Sí, contestó riendo la mujer é inclinando el cuerpo sobre sus cruzados brazos. Cortinas de cama.
—No es posible que las hayas quitado, con anillos y todo, mientras que él estaba todavía en la cama, observó el tendero.
—Sí; ¿por qué no?
—Entonces has nacido para ser rica y lo serás.
—Te aseguro que no vacilaré en echar mano sobre cualquier cosa tratándose de ese hombre: te lo aseguro, amigo, ratificó con la mayor sangre fria. Ahora cuidado que no caiga aceite sobre los cobertores.
—¿Los cobertores? ¿De él? preguntó el tendero.
—De quién habian de ser? ¿Tienes miedo de que se constipe por haberle despojado de ellos?
—Pero confio en que no habrá muerto de alguna enfermedad contagiosa. ¿Eh? preguntó el tendero parando en el exámen y levantando la cabeza.
—No tengais miedo. A ser así no hubiera yo permanecido en su compañía por tan mezquinas utilidades. Puedes examinar esa camisa hasta que te se salten los ojos. No encontrarás ni el más pequeño agujero: ni siquiera está usada. Era la mejor que tenía y en verdad que no es mala. Ha sido una dicha que yo me hallase allí, porque si no se hubiera perdido.
—¿Cómo?
—Lo hubieran enterrado con ella. No hubiera faltado alguno bastante tondo para hacerlo; por eso me ha apresurado á quitársela. El percal es suficientemente bueno para tal uso: si no es útil para ese servicio, entonces ¿de qué sirve el percal? Es bueno para envolver cadáveres, y en cuanto á la elegancia, no estará más feo el cuerpo de ese tio dentro de una camisa de percal que dentro de una de hilo: es imposible.
—Scrooge escuchaba lleno de horror aquel infame diálogo. Aquellos seres sentados, ó por mejor decir, agachados, sobre su presa, apretados unos contra otros á la pálida luz de la lámpara del tendero, le producía un sentimiento de odio y de asco, tan vivo como si hubiera visto á codiciosos demonios disputándose el mismo cadáver.
—¡Ah, ah! continuó riendo la mujer, viendo que el tendero, sacando un taleguillo de franela, daba á cada uno, contándola en el suelo, la parte que le correspondía. Esto es lo mejor. Mientras vivió, todo el mundo se alejó de él, y así cuando ha muerto hemos podido aprovecharnos de sus despojos. Ja, ja, ja.
—Espíritu, dijo Scrooge, estremeciéndose: comprendo: comprendo. La suerte de ese infortunado podria alcancarme á mi tambien. A eso llego quien sigue la conducta que yo... ¡Señor Misericordia! ¿Qué es lo que veo?
—Y retrocedió lleno de horror, porque habiendo cambiado la escena, se vió cerca de un lecho, de un lecho despojado, sin cortinajes, sobre el cual, y cubierto con una sábana desgarrada, habia algo que en su mudo silencio, hablaba al hombre con aterradora elocuencia.
El aposento estaba muy oscuro, demasiado oscuro para que se pudiera ver con exactitud lo que allí habia, por más que Scrooge obedeciendo á un misterioso impulso, paseaba por aquella estancia sus inquietas miradas, deseoso de averiguar lo que aquello era. Una luz pálida que venía del exterior, alumbraba directamente el lecho donde yacía el muerto, robado, abandonado por todo el mundo, junto al cual no lloraba nadie, ni rezaba nadie.
Scrooge miró al aparecido, cuya mano fatal señalaba á la cabeza del cadáver. El sudario habia sido puesto tan descuidadamente, que hubiera bastado el más pequeño movimiento de su cuerpo para descubrirle la cara. Scrooge advirtió lo fácil que era hacerlo, y aun lo intentó, pero no se encontró con vigor para ello.
—«¡Oh fria, fria, terrible, espantosa muerte! ¡Tú puedes levantar aquí tus altares y rodearlos de todos los horrores que tienes á mano, porque estos son tus dominios. Pero cuando se trata de una persona querida y estimada, ni uno de sus cabellos puede servir para que ostentes tus tremebundas enseñanzas, ni hacer odioso ninguno de los rasgos del muerto. Y no es que esntonces no caiga su mano pesadamente si lo quieres así; no es que el corazon no deje de latir, pero aquella mano fué en otro tiempo dadivosa y leal; aquel corazon animoso y honrado: un verdadero corazon de hombre.
Hiere, hiere, despiadada muerte: harás brotar de la herida del muerto las generosas acciones de éste; la honra de su efimera vida; el retoño de su existencia imperecedera.
Ninguna voz promunció al oido de Scrooge estas palabras, y sin embargo, él las oyó al contemplar al lecho. «Si este pudiera revivir, reflexionaba Scrooge, ¿qué diria ahora de sus pesados propósitos? Que la avaricia, la dureza del corazon, el afan de lucro ¡laudables propósitos! le habian conducido á una triste muerte. Ahí yace en esta mansion tan sombría y desierta. No hay ni un hombre, ni una mujer, ni un niño que puedan decir:—Fué bueno para mí en tal circustancia; yo lo seré ahora para él en memoria de su beneficio.—Sólo turbaban aquel glacial silencio un gato que arañaba en la puerta, y el ruido de las ratas que bajo la piedra de la chimenea roian algo. ¿Qué iban á buscar en aquella habitacion mortuoria? ¿Por qué demostraban tanta avidez y tanta exitacion? Scrooge no se atrevió á pensar.
—Espíritu, dijo: este sitio es verdaderamente espantoso. No olvidaré, al abandonarlo, la leccion que he recibido en él: creedlo así: marchemos.
El aparecido continuaba señalándole la cabeza del cadáver.
—Os comprendo, y lo haría como me encontrara con fuerzas para ellos, mas no las tengo.
El fantasma lo miró entonces con mayor fijeza.
—Si hay alguna persona en la ciudad que experimente alguna emocion penosa á consecuencia de la muerte de ese hombre, dijo Scrooge con mortal agonía, mostrádmela espíritu; os conjuro á ello.
El fantasma extendió un momento su negra vestidura por encima de él y recogiéndola despues, le presentó una sala iluminada por la luz del dia, donde se encontraban una madre y sus hijos.
Esperaba á alguien llena de impaciencia y de inquietud, porque no hacía más que ir de un lado á otro de la habitacion, estremeciéndose al más pequeño ruido, mirando por la ventana ó al reloj, haciendo por coser para distraerse, y pudiendo sufrir apenas la voz de sus hijos que jugaban.
Por fin oyó el aldabonazo tan esperado y fué á abrir. Era su marido, hombre aun jóven, pero de fisonomía ajada por los sufrimientos, si bien entonces revestía un aspecto particular como de amarga satisfaccion que le produjera vergüenza y que tratara de reprimir.
Tomó asiento para comer lo que su esposa le habia guardado junto al fuego, y cuando ella le preguntó, al cabo de rato de silencio, con desmayado acento: «¿Qué noticias» él no quería responder.
—¿Son buenas ó malas? insistió ella.
—Malas.
—¿Estamos completamente arruinados?
—No, Carolina: todavía queda una esperanza.
—Si él se ablanda. En ocurriendo tal milagro se puede esperar todo.
—No puede enternecerse: ha muerto.
Aquella mujer era una criatura dulce y resignada. No habia más que verla para reconocerlo desde luego, y sin embargo, al oir la noticia, no pudo menos de bendecir en lo profundo de su alma á Dios y aun de decir lo que pensaba. Despues se arrepintió y demandó gracia por su malvada idea, mas el primer arranque fué el espontáneo.
—Lo que me dijo aquella mujer medio borracha, de quien os he hablado, á propósito de la tentativa que hice para verle y conseguir de él un nuevo plazo era cierto no era una evasiva para ocultarme la verdad. No solamente estaba enfermo, sino moribundo.
—¿A quién será endosada nuestra deuda?
—Lo ignoro; pero antes de que termine el plazo espero tener con que pagarla, y aun cuando no sucediera de este modo, sería el exceso de la desdicha que tropezáramos con un acreedor de corazon tan duro. Esta noche podemos dormir más tranquilos.
Sí: á pesar de ellos mismos, sus corazones se sentian satisfechos. Los niños, que se habían agrupado cerca de sus padres para oír aquella conversacion de la que nada comprendían, manifestaban en sus rostros estar más alegres: ¡la muerte de aquel hombre devolvía un poco de felicidad á una familia! La única emocion que el fallecimiento habia causado era una emocion de placer.
—Espíritu, dijo Scrooge: hacedme ver una escena de ternura íntimamente ligada con la idea de la muerte, porque si no aquella estancia tan sombría que me habeis presentado, estará siempre presente en mi memoria.
El aparecido lo condujo por diferentes calles, y á medida que adelantaban, Scrooge iba mirando á todos lados con la esperanza de contemplar su imágen, pero no la vió. Entraron en la habitacion de Bob Cratchit, la misma que Scrooge habia visitado antes, y allí encontraron á la madre y á sus hijos sentados alrededor del fuego.
Estaban tranquilos, muy tranquilos, inclusos los enredadores pequeños. Todos escuchaban á Pedro el hermano mayor, quien leia en un libro, mientras que la madre y las hermanas se entregaban á la costura. ¡Aquella familia estaba positivamente tranquila!
«Y tomando de la mano á un niño, lo puso en medio de ellos.»
¿Dónde habia oido Scrooge aquellas palabras? De seguro que no las habia soñado. Por fuerza debió ser el lector quien las pronunciara en alta voz, cuando Scrooge y el espíritu atravesaron los umbrales. ¿Por qué se habia interrumpido la lectura?
La madre colocó su tarea sobre la mesa y se cubrió la cara con las manos.
—El color de esta tela me hace daño á la vista, dijo.
—¿El color? Ah pobre Tiny.
—Ahora tengo mejor los ojos. Sin duda la luz artificial me los cansa, pero no quiero á ningun precio que vuestro padre lo eche de ver. No debe tardar mucho, porque, ya está próxima la hora.
—Ha pasado ya, repuso Pedro cerrando al mismo tiempo el libro. He advertido que anda más despacio hace unos dias.
La familia volvió á su anterior silencio y á su inmovilidad. Pasando un rato la madre tomó otra vez la palabra con voz firme, cuyo tono festivo no se alteró más que una vez.
—Hubo un tiempo en que iba de prisa; demasiado tal vez, llevando á Tiny en los hombros.
—Yo lo he visto, continuó Pedro; y á menudo.
—Y yo tambien, continuaron todos.
—Pero Tiny posaba poco, añadió la madre siguiendo en su tarea; y luego lo quería tanto su padre, que no era ningun trabajo para éste. Pero ahi le tenemos.
Y corrió á recibirlo. Bob entró arrebujando en su tapaboca: bien necesitaba descansar aquel pobre hombre. Tenía preparado su thé puesto al fuego, y hubo lucha sobre quién le serviría primero. Sobre sus rodillas se pusieron los dos niños, y ambos aplicaron sus mejillas á las de su padre como diciéndole: «Olvidadle padre; no esteis triste.»
Bob se manifestó muy alegre con todos. A todos les dedicó un chiste. Examinó la obra de Mrs. Cratchit y sus hijas y la elogió mucho.
—Esto lo acabareis antes del domingo.
—¡El domingo! ¿Habeis ido hoy? le preguntó su esposa.
—Sí, querida mia. De consertirlo esos trabajos que llevais, hubiera deseado que viniérais conmigo. No puedes figurarte qué verde está el sitio. Pero lo visitareis con frecuencia. Le prometí que iria á pasear un domingo..... ¡Oh hijo mio! exclamó Bob; ¡pobre hijo mio!
Y rompió á sollozar sin poder contenerse. Para contenerse hubiera sido necesario que no acabara de experimentar la pérdida de su hijo.
Salió de la sala y subió á una del piso superior, vistosamente alumbrada y llena de guirnaldas, como en tiempo de Navidad. Allí habia una silla colocada junto á la camita del niño, en la que se veian señales indudables de que alguno acababa de ocuparla. El pobre Bob se sentó tambien, y cuando hubo reflexionado un poco, y calmándose, imprimió un beso en la frente del niño: con esto se resignó algo y bajó de nuevo casi feliz..... en la apariencia.
La familia le rodeó y entablaron conversaciones: la madre y las hijas trabajaban siempre. Bob les habló de la singular benevolencia con que le habia hablado el sobrino de Mr. Scrooge, persona á quien apenas trataba, el cual habiéndole encontrado aquel dia y viéndole un poco..... un poco..... abatido; ya sabeis: quiso averiguar, lleno del mayor interés, lo sucedido. Por este motivo, y observando que era el señor más afable del mundo, le he contado todo.—Siento mucho lo que me acabais de referir, señor Cratchit, me ha dicho; por vos y por vuestra excelente esposa. A propósito: ignoro cómo ha podido saber él eso.
—Saber ¿qué?
—Que sois una excelente mujer.
—¡Pero si eso lo sabe todo el mundo! dijo Pedro.
—Muy bien contestado, hijo mio, exclamó Bob. «Lo siento, me ha dicho, por vuestra excelente esposa, y si puedo seros útil en algo, añadió entregándome una tarjeta, hé aquí mis señas. Os ruego que vayais á verme». Estoy entusiasmado, no sólo por lo que espero que haga en favor nuestro, sino por la amabilidad con que se ha explicado. Parecia sentir la desgracia de Tiny como si lo hubiera conocido; como nosotros mismos.
—Estoy segura de que abriga un buen corazon, dijo Mrs. Cratchit.
—Aun estaríais más segura si lo hubiérais visto y hablado. No me sorprendería, fijaos bien, que proporcionase á Pedro mejor empleo que el que tiene. —¿Oís Pedro? preguntó Mrs Cratchit.
—Entonces, dijo una de las jóvenes, Pedro se casaria, estableciéndose por su cuenta.
—Vete á paseo, dijo Pedro, haciendo una mueca.
—¡Caramba! Eso puede ser ó no puede ser: tantas probabilidades hay para lo uno como para lo otro, observó Bob. Es cosa que puede suceder el dia menos pensado, aunque hay tiempo para reflexionar sobre ello, hijo mio. Pero sea lo que quiera, espero que cuando nos separemos, ninguno de vosotros olvidará al pobre Tiny ¿No es verdad que ninguno de nosotros olvidará esta primera separacion?
—Nunca, padre mio, gritaron todos á la vez.
—Y estoy convencido, continuó Bob, de que cuando nos acordemos de lo dulce y paciente que era, aunque no pasaba de ser un niño, un niño bien pequeño, no reñiremos unos contra otros, porque esto seria olvidar al pobre Tiny.
—No, nunca; dijeron todos.
—Me haceis dichoso: verdaderamente dichoso.
—Mrs. Cratchit lo abrazó; sus hijas lo abrazaron; los pequeños Cratchit lo abrazaron; Pedro lo estrechó tiernamente. Alma de Tiny: en tu esencia infantil eras como una emanacion de la divinidad.
—Espectro, dijo Scrooge, presiento que la hora de nuestra separacion se acerca. Lo presiento sin saber cómo se verificará. ¿Dime quién era el hombre á quien hemos visto tendido en su lecho de muerte.
El aparecido lo transportó como antes, (aunque en una época diferente, pensaba Scrooge, porque las últimas visiones se confundian en su memoria: lo que notaba claramente era que se referian al porvenir) á los sitios donde se congregaban los negociantes, pero sin mostrarle su otro yo. No se detuvo allí el espíritu, sino que anduvo muy de prisa, como para llegar más pronto adonde se proponia, hasta que Scrooge le suplicó que descansaran un momento.
—Este patio que tan de prisa atravesamos, dijo Scrooge, es el centro donde he establecido mis negocios. Reconozco la casa: dejadme ver lo que seré un dia.
El espíritu se detuvo, pero con la mano señalaba á otro punto.
—Allá bajo está mi casa; ¿por qué me indicais que vayamos más lejos?
El espectro seguia marcando inexorablemente otra direccion. Scrooge corrió á la ventana de su despacho y miró al interior. Era siempre su despacho, más no ya el suyo. Habia diferentes muebles y era otra persona que estaba sentada en el sillon: el fantasma seguia indicando otro punto.
Scrooge se le unió, y preguntándose acerca de lo que habia sucedido, echó tras de su conductor hasta que llegaron á una verja de hierro. Antes de entrar observó alrededor de sí.
Era un cementerio. Allí, sin duda, y bajo algunos piés de tierra, yacia el desdichado cuyo nombre queria saber. Era un hermoso sitio, á la verdad, cercado de muros, invadido por el césped y las hierbas silvestres; en donde la vejetacion moria por lo mismo que estaba excesivamente alimentada; ¡hasta el aseo con la abundancia de despojos mortales que allí había! ¡Oh qué hermoso sitio! El espíritu, de pié en medio de las tumbas, indicó una de estas, y Scrooge se acercó temblando. El espíritu era siempre el mismo, pero Scrooge creyó notar en él algo de un nuevo y pavoroso augurio.
—Antes de que dé un paso hácia la losa que me designais, satisfaced, dijo, la siguiente pregunta: ¿Esta es la imágen de lo que ha de ser ó de lo que puede ser?
El espíritu se limitó á bajar la mano en direccion á una losa próximos á la cual se hallaban.
—Cuando los hombres se comprometen á ejecutar algunas resoluciones, por ellas pueden conocer el resultado de las mismas; pero si las abandonan, el resultado puede ser otro. ¿Sucede lo mismo en los espectáculos que representais á mi vista?
El mismo silencio. Scrooge se arrastró hácia la tumba poseido de espanto, y siguiendo la direccion del dedo del fantasma leyó sobre la piedra de una sepultura abandonada:
EBENEZER SCROOGE
—¿Soy yo, el hombre á quien he contemplado en su lecho de muerte? preguntó cayendo de rodillas.
El espíritu señaló alternativamente á él y a la tumba; á la tumba y á él.
—No, espíritu: no, no.
El espíritu continuó inflexible.
—Espíritu, gritó, agarrándose á la vestidura; escúchame. Ya no soy el hombre que era, y no seré el hombre que hubiera sido, á no tener la dicha de que me visitárais. ¿Para qué me habeis enseñado esto si no hay ninguna esperanza?
Por primera vez la mano hizo un movimiento.
—Buen espíritu, continuó Scrooge siempre arrodillado y con la cara en tierra; interceded por mí; tened piedad de mí. Aseguradme que puedo cambiar esas imágenes que me habeis mostrado, mudando de vida.
La mano se agitó haciendo un ademan de benevolencia.
—Celebraré la Navidad en el fondo de mi corazon, y me esforzaré en conservar su culto todo el año. Viviré en el pasado, en el presente y el porvenir: siempre estarán presentes en mi memoria los tres espíritus y no olvidaré sus lecciones. ¡Oh! Decidme que puedo borrar la inscripción de esta piedra.
Y en su angustia cogió la mano de aparecido, quien quiso retirarla, pero no pudo al pronto por el vigoroso apreton de Scrooge: al fin, como más fuerte, se desasió.
Alzando las manos en actitud de súplica para que cambiase la suerte que le aguardaba, Scrooge notó una alteracion en la vestidura encapuchada del espíritu, el cual disminuyendo de estatura, se desvaneció en sí mismo, trocándose en una columna de cama.
QUINTA ESTROFA
Conclusion.
Y era una columna de cama.
Sí, y de su cama. Y mas aún; estaba en su cuarto. El mañana era suyo y podia enmendarse.
—Quiero vivir en lo pasado, en el presente y en el porvenir, repitió Scrooge, echándose fuera de la cama. Las lecciones de los tres espíritus permanecerán grabadas en mi memoria. ¡Oh Jacobo Marley! ¡Benditos sean el cielo y la tierra por sus beneficios! Lo digo de rodillas, mi viejo Marley; sí, de rodillas.
Y se encontraba tan animado, tan enardecido con sus buenos propósitos, que su voz, ya cascada, apenas bastaba para ex presar el sentimiento que se los infundia. De tanto sollozar en su lucha con el espíritu, las lágrimas inundaban su rostro.
—No los han arrancado, no, decía Scrooge abrazándose á los cortinajes del lecho; no: ni los anillos. Están aquí. Las imágenes de las cosas que hubieron podido suceder, pueden tambien desvanecerse; se disiparán; ya lo sé.
Sin embargo no acertaba á vestirse. Se ponia al revés las prendas, volviéndolas en todos sentidos, sin atinar; en su turbacion rompía las calcetas y las dejaba caer, haciéndolas cómplices de toda suerte de extravagancias.
—No sé lo que me hago, exclamó riendo y llorando á la vez, y representando con su apostura y sus calcetas el grupo del Laocoonte antiguo y sus serpientes. Noto en mí la ligereza de una pluma; que soy felicísimo como los ángeles, alegre como un estudiante y aturdido como un hombre ébrio. ¡Felices Pascuas á todo el mundo! ¡Bueno, dichoso año para todos! Hola, eh, eh, hola.
Y dando saltos se dirigió desde la alcoba hasta el salon, hasta que le faltó el aliento.
—Hé ahí el perolillo con el cocimiento de avena, exclamó volviendo á los saltos delante de la chimenea. Hé ahí la ventana por donde ha entrado el espíritu de Marley. Hé ahí el rincon donde se ha sentado el espíritu de la Navidad actual. Hé ahí la ventana desde donde he visto las almas en pena. Todo está en su sitio: todo ha sucedido.... Já, já, já.
Y á la verdad que para un hombre tan desacostumbrado á ella, la risa tenía mucho de magnífica, de esplendorosa: era una risa productora de muchas y muchas generaciones de estrepitosas risas.
—No sé á qué dia del mes estamos, continuó Scrooge. No sé cuánto tiempo he permanecido con los espíritus. No sé nada; estoy como un niño. Pero no me importa. Desearia serlo, sí; un niño. Eh, hola, upa, hola.
El alegre repiqueteo de las campanas de las iglesias le sorprendió en medio de sus arrebatos.
—¡Oh! hermoso, hermoso.
Fué á la ventana, la abrió y miró hácia la atmósfera. Nada de niebla.
Un frio vivo y penetrante; uno de esos frios que alegran y entonan; uno de esos frios que hacen circular la sangre en las venas con desusada rapidez; un sol de oro; un cielo brillante. ¡Hermoso, hermoso!
—¿En qué dia estamos? preguntó Scrooge á un jovencillo muy bien puesto, y qe se habia parado sin duda para contemplar á Scrooge.
—¿Eh? preguntó el jovencillo admirado.
—¿Que en qué dia estamos?
—¿Hoy? Pues en el primero de Navidad.
—¡El primer dia de Navidad! ¡Luego no falto á él! Los espíritus lo han hecho todo en una noche. Pueden hacer lo que se les antoje. ¡Quién lo duda! Eh, jóven.
—¿Qué hay?
—¿Sabes la tienda del comerciante de volatería que está en la esquina de la segunda calle?
—Sí, por cierto.
—Hé ahí un chico muy inteligente; un jóven notable. ¿Sabes si han vendido la hermosa pava que tenian ayer de muestra? No la pequeña, la grande.
—¿La que es casi tan grande como yo?
—Cuidado que es encantador ese jóven. Da gusto hablar con él. Sí, esa.
—Todavía está.
—Entonces vé a buscarla.
—¡Qué chusco es el hombre!
—No; hablo formalmente. Vé á comprarla, y dí que me la traigan: yo les daré las señas de la casa adonde han de llevarla. Ven con el mozo y te daré un chelin. Mira: si vienes antes de cnco minutos, te daré más.
Y el jovencillo salió como un rayo. No habría arquero que despidiese con tanta rapidez la saeta.
—La enviaré á casa de Bob Cratehit, dijo Scrooge frotándose las manos y riendo. No sabrá quién la remite. Es dos veces más grande que Tiny. Estoy seguro que agradará la broma.
Escribió las señas con mano no muy firme, pero las escribió como le fué posible y bajó á abrir la puerta de la calle para recibir al mozo portador. Mientras se encontraba allí aguardando, fijó sus miradas en el aldabon.
—Te querré siempre, dijo acariciándole con la mano. ¡Y yo que nunca reparaba! Ya lo creo. ¡Qué expresion de honradez en la fisonomía! ¡Ah, excelente aldabon! Pero ya tenemos aquí la pava. Hola, hola. ¿Qué tal estais? Felices Pascuas.
¿Era aquello una pava? no, no es posible que hubiera podido sostenerse jamás sobre las patas semejante ave; las hubiera tronchado en menos de dos minutos como si fueran barras de lacre.
—Ahora caigo en la cuenta, dijo Scrooge. No podeis llevarla tan lejos sin tomar un simon.
La risa con que pronunció estas palabras, la risa con que acompañó el pago del ave la risa con la que dió el dinero para el coche, y la risa con que, además gratificó al jovencillo, no fué sobrepujada más que por la estrepitosa risa con que se sentó en su sillon sin fuerzas, sin aliento.
No pudo afeitarse con facilidad, porque su mano continuaba temblando, y esta operacion exige gran cuidado, aunque no se ponga uno precisamente á bailar al ejecutarla. Sin embargo, aunque se hubiese cortado la punta de la nariz, con ponerse un pedazo de tafetan inglés, hubiera salido del paso sin perder por eso su buen humor.
Se vistió con todo lo mejor que tenía, y una vez hecho, salió á pasear por las calles. Estaban henchidas de gentes, como cuando las vió en compañía del espíritu de la Navidad actual. Iba andando con las manos atrás, y mirando á todos con aire de satisfecho. Denotaba su aspecto tan grande simpatía, que tres ó cuatro jóvenes alegres no pudieron menos de decirle: «Muy buenos dias caballero, felices Páscuas.» Scrooge afirmaba despues que de todos los sones agradables que habia oido, éste le pareció sin género de duda el que más.
Al poco rato divisó al caballero de fisonomía distinguida, que habia estado á verle la noche anterior, á verle en su despacho, preguntándole: «¿Scrooge y Marley?» A su vista experimentó un dolor penetrante en el corazon, pensando en la mirada que iba á dirigirle aquel caballero cuando lo viera; mas pronto comprendió lo que debia hacer, y apresurando el paso para estrechar la mano de aquel caballero, le dijo:
—Señor mio ¿cómo estais? Espero que habreis obtenido un magnífico resultado ayer. Es una tarea que os honra. Felices Pascuas.
—¿Mr. Scrooge?
—Sí señor, es mi nombre. Me temo que no suene muy agradablemente en vuestros oidos. Permitidme que me disculpe. ¿Tendríais la bondad...? (Entonces Scrooge le dijo unas palabras al oído.)
—¡Dios mio! ¿Es posible? exclamó el caballero atónito. Sr. Scrooge ¿hablais formalmente?
—No lo dudeis, ni un octavo menos. No hago más que pagar lo atrasado: os lo aseguro. ¿Quereis hacerme ese favor?
—Señor, replicó el caballero apretándole la mano cordialmente: no sé como ensalzar tanta munifi...
—Ni una palabra más, se lo suplico, interrumpió Scrooge. Venid á verme. ¿Quereis venir a verme?
—Ciertamente, exclamó el caballero.
A no dudarlo era su intención, se conocia en su aspecto y en el tono de voz.
—Gracias, dijo Scrooge, os estoy muy reconocido y os doy miles de gracias. Adios.
Entró en la iglesia, recorrió las calles, examinó las gentes que iban y venian presurosas, dió cariñosos golpecitos á los niños en la cabeza, preguntó á los mendigos acerca de sus necesidades; miró curiosamente á las cocinas de las casas y después á los balcones: todo cuanto veia le causaba placer. Nunca hubiera creido que un sencillo paseo, una cosa de nada, le reportara tanta dicha. Despues de medio dia se dirigió á casa de su sobrino. Pasó y repasó varias veces por delante de la puerta antes de decidirse á entrar. Por fin se resolvió y llamó.
—¿Está el señor en casa, hermosa jóven? preguntó Scrooge á la criada. Pues señor, es una real hembra.
—Sí, señor.
—¿Dónde se halla, prenda?
—En el comedor, con la señora. Si quereis os conduciré.
—Gracias: me conoce, repuso Scrooge acercándose á la puerta del comedor: voy á entrar.
Abrió el picaporte suavemente y asomó la cabeza por la puerta. La pareja estaba entonces inspeccionando la mesa (dispuesta para una gran comida), porque los jóvenes recien casados son muy quisquillosos acerca de la elegancia en el servicio; quieren cerciorarse de que todo va como corresponde.
—Federico, dijo Scrooge.
¡Dios del cielo! ¡Qué temblor la entró a su sobrina! Scrooge habia olvidado, en aquel momento, cómo se hallaba pocas horas su sobrina sentada en un rincon y con los piés en un taburete, si no no hubiera entrado de aquel modo: no se hubiera atrevido.
—¿Quién anda ahí? preguntó Federico.
—Soy yo, tu tio Scrooge, vengo á comer: ¿Me permites que entre?
—¡Que si se lo permitia! A poco más le descoyunta el brazo para hacerle entrar. A los cinco minutos ya estaba Scrooge como en su casa. El recibimiento del sobrino fué cordialísimo; la sobrina imitó el ejemplo, así como Topper cuando llegó, la regordetilla cuando entró y los restantes convidados cuando entraron. ¡Qué admirables compañía! ¡Qué admirables juegos! ¡Qué admirable unanimidad! ¡Qué ad...mi...ra...ble dicha!
Al dia siguiente Scrooge se fué temprano á su almacen; muy temprano. ¡Si pudiera llegar antes que Bob Cratchit y sorprenderle en falta de tardanza! Era lo que le tenía preocupado más agradablemente.
Y lo consiguió: sí, tuvo ese placer. El reloj dió las nueve y Bob no aparecia. Nueve y cuarto y tampoco. Bob llegó con dieciocho minutos y medio de retraso. Scrooge estaba sentado y tenía la puerta de su despacho de par en par, para ver á Bob cuando se deslizara hasta su cuchitril.
Antes de abrirlo Bob se habia quitado el sombrero, despues el tapaboca y en un abrir y cerrar de ojos se instaló en su banqueta y se puso á manejar la pluma como si quisiera reintegrarse del tiempo perdido.
—Hola, refunfuñó Scrooge imitando lo mejor que pudo su tono habitual: ¿qué significa eso de venir tan tarde?
—Lo siento mucho señor Scrooge. He venido algo tarde.
—¿Tarde? Ya lo creo. Aproximaos si gustais.
—No sucede más que una vez al año, señor Scrooge, dijo tímidamente Bob saliendo de su cuchitril. No me sucederá otra vez. Ayer me divertí un poco.
—Muy bien, pero os declaro, amigo, que no puedo consentir que las cosas sigan así mucho tiempo. En su virtud, dijo, levantándose de la banqueta y dando un terrible empujon á Bob, que casi lo hizo caer; en su virtud os aumento el sueldo.
Bob tembló y puso mano a la regla de la bufete.
Al principio tuvo el propósito de sacudir á su principal, de cogerle por el cuello y de pedir socorro á los transeuntes para que le pusieran una camisa de fuerza.
—Felices Pascuas, Bob, dijo Scrooge con aire muy formal y dándole golpecitos en la espalda, de modo que el favorecido ya no tuvo dudas. Felices Pascuas, Bob, mi honrado compañero; tanto más felices cuanto que nunca os las he deseado. Voy á aumentaros el sueldo y á proteger á vuestra laboriosa familia. Hoy, después de medio dia discutiremos acerca de nuestros negocios delante de un vaso de ponche. Encended las dos chimeneas, y antes de que empeceis vuestro trabajo id á comprar una espuerta nueva para el carbón.
Scrooge cumplió todo lo que había prometido, pero aun hizo más, mucho más que cumplirlo.
Para Tiny, que no murió, fué como un segundro padre.
Se hizo tan buen amigo, tan buen amo, tan buen hombre, como el que más podia serlo en la vieja City ó en otro cualquiera punto. Algunas personas se rieron de esta transformacion, pero él no se cuidó de ello, porque sabia perfectamente que en este mundo no ha sucedido nada de bueno que al principio no haya causado la risa de ciertas gentes. Puesto que tal clase de personas han de ser ciegas necesariamente, vale más que su enfermedad se manifieste por las muecas que hacen á fuerza de reir, que no de otra manera menos agradable. El tambien se reía, y en esto paraba toda su venganza.
Con los espíritus no tuvo más trato, pero sí mucho con los hombres. Se cuidaba de sus amigos y de su familia, y durante el año no hacia más que disponerse para celebrar la Navidad, en lo que nadie le ganaba. Todo el mundo le hacia esta justicia.
Hagamos por que digan lo mismo de vosotros y de mí, de todos nosotros y exclamemos como Tiny.
¡Que Dios nos bendiga!
I
Aunque se ha hablado mucho de la sobriedad de los estómagos lacedemonios, de seguro que no hubieran podido resistir el sistema de alimentacion á que nos sujetaba el respetable doctor Glumpler en su colegio; de seguro que se hubieran insurreccionado.
Los vencedores de los persas requerian una comida, algo más nutritiva que los resíduos de grasa que se desprendian de los huesos de ternera con que nos obsequiaba el doctor; y por otra parte, si Jerges se hubiera limitado á alimentar á sus innumerables huestes con un poco de arroz hervido, como nos sucedía á nosotros, los vasallos que en sus extensos dominios contaba, no lo hubieran ensalzado hasta considerarle como un Dios.
Sin embargo, importa decir que bajo este punto de vista el colegio del doctor Glumper no se diferenciaba de otros muchos colegios, en donde los escolares de mi tiempo, hijos todos de muy buenas casas, seguían sus estudios, pero muriéndose de hambre. Es verdad que con lo que nos daban teníamos, á no dudarlo, lo suficiente para vivir, mas en comerlo estaba la dificultad. La comida, que nada tenía de buena al comienzo de la semana, al final de ésta se hacia irresistible; de modo que cuando llegaba el domingo, nos parecíamos á un grupo de jóvenes viajeros perdidos en las soledades del mar á quienes salva de una muerte próxima el feliz encuentro de un buque cargado de rosbeaf y de pudding: este buque era para nosotros lo que llamábamos la banasta de Hannah.
Hannah nos lavaba la ropa, y el sábado por la tarde, despues de la entrega de las prendas, iba invariablemente al jardin y allí, descubriendo su providencial banasta, sacaba á la luz una infinidad de golosinas que nos parecían excelentes; por su calidad y por lo módico de su precio.
Entonces no se habia llegado, como ahora, á tanta elegancia ni á tanto refinamiento en el servicio de las mesas. Un alumno que se hubiese permitido el uso de un tenedor de plata, hubiera sido considerado como un ser estrambótico, y en cuanto á la cuchara y seis servilletas que segun los reglamentos del colegio Glumper debían formar parte inexcusable de una buena educacion clásica, la primera quedaba almacenada en una especie de depósito, donde la señora Glumper tenia todos los despojos de sus imberbes colegiales, así como juguetes prohibidos, libros confiscados y demás, y las servilletas iban destinadas al servicio de todos sin distincion, en aquella república comunista, hasta que no quedaba de ellas nada: en definitiva no teníamos por qué hablar contra la tenedores de hierro, pues de otra manera hubiera sido imposible hacer presa la carne con otro metal menos duro.
La comida de los lunes se reducía á un guisado de ternera, á pedazo por persona, y aunque no estaba prohibido pedir otro, esta solicitud era acogida con tan mal disimulada contrariedad, que nos llegamos á contentar con uno solo. Como justa compensancion de nuestra discreta conducta, recibíamos al siguiente día, los trozos que habían sobrado en el anterior, pero frios y contraidos, ligeramente recubiertos de sangre y bajo una montaña de coles mal cortadas, aunque sobremanera interesantes para hacer un estudio de insectos, en vista de las muchas orugas que, en ordenadas filas mostraban sus cadáveres color verde claro en círculo de los platos.
Tres veces por semana se nos servia arroz hervido, alimento que por una reunion de infelices coincidencia, no he podido tragar desde mis primeros años. Mas no era esto solo. La gran mortificacion de nuestros estómagos se quedaba para el sábado, cuando nos ponian delante lo que fastuosa y calumniosamente llamaban pastel de beefsteack.
Un alma bien atravesada debia ser la del buey que se vanagloriase de reclamar como de su pertenencia aquel producto. En mi concepto, la composicion de aquel comistrajo, tenia tanta carne de buey, como de unicornio el puré de guisantes. Respecto al verdadero origen de aquella carne, corrian las noticias más singulares, lo cual demostraba lo difícil y peliagudo de la disquisicion. Segun los recuerdos y memorias antiguas del colegio, en el consabido pastel se habian encontrado elementos más inconexos y más absurdos, así es que los discípulos, amedrentados, apartaban de sí aquellas sustancias que por su aspecto y su sabor no tenian ninguna relacion con la raza bovina, prefiriendo ¡tan poco mérito les concedian! pasar hambre que comer el pastel.
Mas prescindiendo del elemento principal y constitutivo del plato, habia otros con respecto á los cuales sabíamos á qué atenernos, por más que no formaran parte de ninguna receta culinaria.
Sholto Shillito, por ejemplo, que era un tragon de primer órden, embauló un dia valientemente la parte que le habia tocado, pero tuvo que separar antes con mucha pulcritud tres dedo y un pedazo de pulgar de guante viejo.
Durante las primeras semanas de cada semestre, esto es, mientras nos duraba el dinero recogido en nuestras casas, podíamos, merced á la banasta de Hannag, remediarnos en algo; pero en cuanto se acababa el dinero, el hambre se enseñoreaba de nosotros.
Los jóvenes actuales preguntarán, á no dudarlo, por qué no nos atrevíamos á formular una reclamacion respetuosa, pero ya he dicho que los tiempos eran muy otros, y además los jóvenes del día no han conocido á la señora Glumper, que si bien estaba lejos de ser una fiera y que no se portaba de un modo que contradijese los usos de la civilizacion, era una mujer fria, soberbia, penetrada de su potier, como un elefante que se recrease en hollar cno suavidad el terreno, con sus anchas patas, en demostracion de lo fácil que le seria aniquilaros bajo sus plantas.
Nada tengo que manifestar contra el doctor. Ya en aquel tiempo comprendia yo que era un excelente maestro, y aun ahora, al recordar su carácter, estoy convencido de que era uno de los mejores que se han visto. A la ciencia del sabio unia la sencillez del niño, y mediante ésta se pudo explicar bien el por qué de su matrimonio, segun el público; motivo del todo inocente, porque siendo la señora Glumper, Miss Kittie Winkle, directora de una escuela elemental, el buen doctor, por pura compasion hácia las desventuradas víctimas del yugo tiránico de la miss, se decidió á tomar la escuela á su cuidado, merced á lo que ésta se convirtió en un gran establecimiento de setenta alumnos donde sólo las más niños estaban al cuidado de la señora Glumper.
Llegó un medio semestre en que las cosas se presentaron muy mal para nosotros. Nunca como entonces vimos escasear el dinero, y aunque existia la banasta de Hannah, como ella era demasiado lista para cambiar golosinas por prendas, no nos servia.
Nos reunimos en consejo, y como para tales casos nos juntábamos en el prado donde pacia la vaca del doctor, mansa y reposadamente, la vimos y á su aspecto la indignacion se apoderó de todos.
—¡Robémosle el pienso! gritó una voz chillona, salida de los últimos bancos.
—El distinguido tunante que se halla en los últimos escaños, puede darse por feliz con no estar al alcance de mi mano, dijo Jacobo Rogers que nos presidía y á quien agradaba imprimir una gran importancia y solemnidad á estos consejos. El pienso indicado sólo debe servir para la señora Glimper que podrá dividirlo con su marido, y... no digo más. Por esto la Asamblea deliberante no puede tomar en consideracion el consejo de ese digno ladron, y creo que debe ser rechazado con el más profundo desprecio.
Aprobado lo dicho por el presidente, todos quedaron en libertad de exponer sus opiniones.
Augusto Halfaere hizo presente que las plumas quemadas son comestibles, y se le olvidó decir que agradables al gusto.
Pongo mi bota izquierda á disposicion de ustedes, dijo Franck Lightfoot, porque la derecha tiene un enorme clavo en la suela, cosa que advierto de paso, á fin de que se sepa, pues la reservo para la última extremidad.
—Si nos comemos los zapatos será como comernos el pastel de beefsteak; pero no estamos para bromas. ¿Quién propone algo?
—Aun tenemos á mano á Murell Robinson, dijo Shillito con aire tan feroz, que el aludido, niño de ocho años, novato y por lo mismo sonrosado y gordo aún, se llenó de terror.
—Sí, sí, dijo el presidente reflexionando; sería un gran golpe político. Si la señora Glumper perdiese uno ó dos discípulos, por lo que acaba de indicar el ilustre orador de pantalon manchado de tinta, tal vez le entrase la compasion. Con todo, lo propuesto por mi estimable colega, me ha inspirado una idea que nos puede producir el mismo resultado sin las dificultades que envuelve: que se escape uno de nosotros y propale las causas.
La proposicion fué aceptada; pero ¿quién sería el fugitivo? Porque de serlo furtivamente era como renunciar á la causa paterna. Todos se miraron: ninguno se ofreció al sacrificio.
El presidente los miró con severidad.
—Todos sabeis, exceptuando los nuevos, que en la antigüedad muchos se sacrificaron por el bienestar público generosamente. ¿Faltará un corazon magnánimo entre setenta estómagos desfallecidos? Me parece que Shillito, hambriento como se halla, no titubeará.
El interpelado, llamando encarecidamente al cielo en su ayuda, protestó contra la eleccion.
—Percival Pobjoy, continuó el presidente, la fortuna no os sonríe, sois un pobrete sin un cuarto ni medio. Estais empeñado lo menos para un mes; en el peor predicamento con la señora Glumper, y sin aficion de ninguna clase al arroz ni á la col. Percival, ilustre jóven; tres egregias mujeres cuyos nombres figuran en vuestro diccionario histórico, os enseñan que debeis rendir este servicio á la república.
Pobjoy, protestando de su cortesía hácia dichas señoras cuyo nombre era inútil saber, repuso que tenía una abuela á quien adoraba más que á aquéllas, y que por eso no podia tomar sobre sí el honor con que se le brindaba.
—Entonces, añadió el presidente con aire de satisfaccion, cual si hubiese encontrado lo que deseaba, me dirijo al distinguido miembro que se halla sobre el maceton; él, vencedor del hijo del hortelano, es el señalado: á Joles le toca.
Pero Joles, no encontrando relacion alguna entre su victoria y su fuga, contestó que sólo estando loco adoptaría semejante determinacion.
Otros padres conscriptos á quienes se habló, alegaron razones tan poco demostrativas como las anteriores, y ya se vió claro que no habia más que acudir á la suerte, y así se hizo despuse de haber pronunciado diferentes discursos. Se acordó que el indicado por la suerte, se escaparía al siguiente dia, y despues de verse en seguridad lo participaria á sus compañeros, ó mejor aún, a su familia, diciendo que lo habia hecho por no morir de hambre.
Se le marcó un plazo de una semana para que intentase un llamamiento enternecedor á su familia, declarando lo que pasaba en el colegio. Si esto produce afecto, añadió el presidente, tanto mejor; y de lo contrario, al espirar el término fatal, el compañero designado huirá.
Procedióse solemnemente al sorteo. Nuestros nombres, excepto los de los alumnos de la última clase, fueron escritos en papeles y éstos echados en un sombrero. Algunos querian eliminar el de nuestro presidente, el más antiguo de la escuela, jóven de 17 años, y próximo á salir, y dispuesto á padecer al frente de nosotros toda el hambre del mundo; pero se negó valientemente, despreciando la indicacion como un insulto y puso su nombre en el sombrero. Todos le imitamos. Se convino en que el primer papel que cayese al suelo, despues de agitar el sombrero, zanjaria el asunto. Dos revolotearon por el aire, pero uno de ellos no se contó, por haber caido sobre la manga del alumno que agitaba el sombrero; el otro cayó al suelo y nadie se levantaba á cogerlo: parecia que todos habian aguardado á aquel momento para calcular las consecuencias de la escapatoria.
Confieso que sentí una emocion grandísima cuando Rogers se bajó á coger el papel, pero de seguida se me agolpó toda la sangre á la cabeza cuando oí que leía pesadamente: Carlos Stuart Trelacony.
—No lo tomeis á broma, exclamó riéndose. Espero que no os acobardareis. Escribid , continuó gravemente, y si quereis creerme dirigid la carta á vuestro padre. Tratad el asunto con formalidad y vereis cómo interviene vuestra madre.
Y escribí:
«Querido papá: Me figuro que todos seguireis buenos, cosa que conmigo no ocurre. Ya sabeis que no soy comilón, ni tan tonto que me figure que en el colegio me han de dar tantas golosinas como en casa. Así pues dispensadme, si forzado por las circunstancias, os declaro que no podemos comer lo que la señora Glumper llama nuestra parte, que como se compone de agua y pan seco, nos hace morir de hambre. Vuestro respetuoso hijo S. A. Trelacony.—P.D. Si huís de hablarle de esto á la señora Glumper, hazme el favor de decirle á mamá y á Ana, dándoles á la vez mis recuerdos, que me envien un pan bien cosido y á ser posible con mucha corteza para que dure toda la semana. Sr. Teniente general Trelacony C.B.K.H. Peurhyn-Court.»
Esta carta me parecía que revistía un carácter oficial bien marcado, así es que esperé sus efectos con alguna ansiedad. ¡Si mi padre adivinase lo que resultaria de su decisión!
Debe, pensaba yo, dar crédito á mis palabras, porque no lo ha visto nunca y sabe que positivamente no soy tragon.
Creo que al cuarto dia de estas dudas, me entregaron, durante las horas de descanso una gran cesta que venía escoltada por gran número de estudiantes. La tal cesta contenia en su cavidad, porque aunque grande tenía una cavidad limitada, un pastel de beefsteak, pero de verdadera carne de ternera con huevos duros y otros alicientes; una sorprendente coleccion de golosinas; un monumental volteado, llamado así porque un niño dando cien vueltas en torno del pastel no sabia decir cuál de los lados era el más apetitoso; si el de azúcar ó el de la manteca, y por último, una empanada que por su fenomenal tamaño no vacilo en decir que me asustó.
Carta ninguna, pero las señales eran buenas: los embajadores aquellos decian elocuentemente que no se queria dejarnos morir de hambre. Como á nadie se le ocurrió la idea de guardar los presentes, se echaron suertes y un grupo de diez escolares, del que formábamos parte Rogers y yo, por mi carácter de anfitrion, acabó muy luego con el contenido de la cesta.
A los dias buenos sucedieron los malos. La comida no mejoró nada absolutamente. El aspecto de la señora Glumper indicaba algo que Rogers, conocedor profundo de la naturaleza humana, explicó favorablemente, en el sentido de resistirse á las dispendiosas exigencias que se le imponían.
¡Ah! Rogers se equivocaba. La alimentacion no varió. Hasta mucho tiempo despues no supe las cartas oficiales que habian mediado con ocasion de la mia. Mi madre, por ocupaciones de mi padre, habia escrito la siguiente: «La señora Carolina Trelacony, a la señora Glumper. Estimada señora: confio en que la adjunta cesta para mi hijo no os chocará, Carlos crece mucho, de tal modo, que á su padre le ha llamado la atencion, porque teme que la salud de nuestro hijo se resienta. Bien sabeis lo que es esto y la necesidad de que los niños se alimenten bien, en cuyo caso está mi hijo, y aunque no es muy comilon, deseo obsequiarle, convencida de que no os ofendereis, interesada por salud tanto como yo. Mis recuerdos al doctor Glumper. Vuestra etc.
«La señora Glumper, á la señora Trelacony. Querida amiga: no puedo contestar mejor á vuestra atenta carta que manifestándoos que el doctor Glumper, yo, nuesta familia y los demás profesores (excepto el señor Legourmet, que desea comer en su casa), todos comemos en compañía de nuestros discípulos, los cuales, en mi concepto no pueden quejarse ni de la parquedad ni del condimiento de los manjares: Recibid etc.»
Desgraciadamente habia algo de verdad en esto, que puediera tranquilizar á las dos señoras. Los profesores comian con nosotros, pero los primeros y apartándose los mejores trozos y alicientes. El doctor, bondadoso como lo era, se sometia sin murmurar á las disposiciones de su mujer.
Cuando ví disipada toda esperanza de que nuestros males tuvieran remedio, me pareció que no habia más recurso que proceder á mi evasion, porque nadie se había olvidado de esto y todos me daban bromas acerca de ella; tanto que Percival, mi deudor en 18 peniques desde inmemorial, los pidió prestados para devolvérmelos, y otro compañero con quien reñí solicitó mi perdon, y todo porque aguardaban mi escapatoria.
El temible sábado llegó. No quedaban más que una comida, último aplazamiento otorgado á la señora Glumper y á mí.
—Si hoy nos da una comida tolerable, dijo Rogers, te juro por Júpiter que renunciarás á tus proyectos.
Tambien salimos chasqueados. Hubo abundante arroz, muy abundante, para que no probáramos del siguiente plato, y despues del arroz el horripilante pastel de aspecto pretencioso, como el de los charlatanes, pastel que contrastaba extraordinariamente con el de mi madre.
Mientras mis compañeros se entregaban á las minuciosas pesquisas acostumbradas, la señora Glumper gritó con campanuda voz:
—-El señor Trelacony no probará nada hasta que se haya comido hasta el último grano de arroz.
Se oyeron risas comprimidas, pero yo me mantuve inflexible, y así terminó mi última comida en el colegio Glumper.
—Lo deploro por vos, me dijo Rogers.
—Y yo, contesté sonriendo, por...
—Pensaba en mi madre, pero no me atreví á declararlo y callé.
—Por lo que pueda ser, voy á consultar al consejo.
—A poco estaba reunida la asamblea. Rogers habló con su acostumbraba elocuencia, diciendo que no podia haber sido confiada á persona más digna la suerte del colegio; que era un acontecimiento tal, que todos los ojos en Glumper-House: después me preguntó de cuánto dinero disponía, y le contesté llanamente:
—Dieciocho peniques.
—Precisamente esa cantidad ha sido base de considerables fortunas, observó Rogers enfáticamente. Comenzó á trabajar con media corona: ó, los principios de este gran ciudadano fueron de los más humildes, con dos chelines y seis peniques llegó á hacer un capital de dos millones de libras.
Hice presente á Rogers que no me encontraba en posesion de la cantidad que se suponia como principio de una fortuna.
—Es verdad, pero la tendreis. Aquí van seis peniques; y si, como confío, os haceis rico, acordaos de vuestro antiguo compañero Rogers, y regaladle una pierna de ciervo cogido en cualquiera de vuestras posesiones, por ejemplo, la de Escocia. ¿Quién se suscribe á favor de Trelacony?
A pesar de que el dinero no abundaba, mis compañeros reunieron generosamente nueve chelines y seis peniques. Las palabras de Rogers me habian enardecido: me encontraba dispuesto á imitar los ejemplos por él citados. Dí las gracias más expresivas á mis condiscípulos, y considerando que segun lo manifestado, en media corona existia una encanto mágico que debía proporcionarme una fortuna, no quise aceptar más. Reuní todos mis vestidos y efectos y traté de llevarme una macera de judías que me gustaba mucho, pero Rogers se opuso á ello, porque no sabia de ningun dichoso aventurero que se hubiese hecho rico con media corona y una maceta de judías. El argumento me convenció, y así sólo pensé en la manera de fugarme, hecho que cumplí muy fácilmente por una parte del jardin, invisible desde la casa, y ayudado por el vigilante mismo que debía haberme denunciado, como á cualquiera que se dirigiera á aquel lado.
—Mañana mismo, dijo Rogers, escribireis la carta desde... desde... desde donde sea. ¿No es cierto?
—Sí, contesté; pues no faltaba más, y salté afuera.
II.
Con sólo esto habia pasado mi Rubicon, pero declaro que hasta que me encontré en el campo de Mr. Tur Vitt, no me tuve por un fugitivo; esto no me acobardó ni me hizo retroceder, ni concebir la idea de refugiarme bajo el techo paterno. Sentí dolor en el corazon al pensar en el disgusto de mis padres, pero me tranquilicé considerando que los calmaría con una carta, y como no era prudente permanecer allí me puse en marcha.
Glumper House estaba situado en la parte Norte de Lóndres, próximo al barrio de las grandes fortunas. Dirigí mis pasos hácia donde me figuraba que debia estar la Cité, y meditando acerca de mi albergue para aquella noche, recordé á un antiguo amigo del Colegio, Felipe Concanen, del cual se conservaba memoria entre nosotros, y que á la sazon residía en Chelsea, á unas siete millas. Confiando en un buen consejo suyo y en que me guardaría el secreto fuí á verle.
Estaba asociado con su padre y su tio, ricos cerveceros. Al entrar en la gran fábrica que explotaban, me halló con que mi amigo dirigia por entonces en jefe el establecimiento, Concanen, hermano y Concanen. Recibí de él una favorable acogida y oyó mi relato con la mayor benevolencia, pero al mismo tiempo con mucha formalidad. La fabricacion de la cerveza había hecho de él una persona grave y séria, al revés de lo que sucede con el manejo de la harina, que crea personas muy sentimentales y románticas.
Felipe desaprobó lo hecho, severamente, así como las ilusiones de Rogers; sobre todo que la media corona fuese camino seguro para la fortuna, y me aconsejó que renunciase á mis proyectos y que me sometiera á mi familia; pero como yo, poseido de la mayor entereza, me negué á ello, tuvo que ceder y trazamos el siguiente plan. Una vieja criada llamada Siwgsby quedó enterada en parte de mi secreto, y me arregló una habitacion para que la ocupase hasta el lunes por la mañana, sin que nadie supiese de mi; tenía salida al callejón de los Judios. En ella viviria hasta que encontrase manera de hacerme hombre, pero si se sospechaba algo yo saldria de allí para no comprometer á mi amigo. Para la criada era yo sobrino de Mr. Thislewood, comprometido en una terrible conspiracion descubierta en Cato Street. Hecho esto escribí lo siguiente á mis padres.
«Querido padre: Me alegraré de que esteis buenos. En cuando se acabó el pastel y los demás adminículos que nos enviásteis tan amablemente, el hambre comenzó de nuevo con el arroz, la col, las orugas y el pastel de beefsteak. Yo esperaba que escribiríais á la señora Glumper, pero sospecho que no habeis tenido valor. Congregados todos los condiscípulos, hemos resuelto huir unos despues de otros, hasta que mejoren los alimentos, y á mi me ha tocado la suerte de ser el primero. Creo que aprobareis mi fuga, pues os he oido decir á propósito del capitan Shurker que no es digno retroceder. Llevo un traje completo, alguna ropa blanca, la Biblia, mi cuaderno de traducciones altinas, y el dinero bastante para dar principio á mi fortuna; conozco el camino que he emprendido... ó por mejor decir lo conoceré mañana, y espero que no os incomodareis. Abrazo á mamá y á Ana. Vuestro hijo que os quiere, S. Trelacony.»
Mi amigo me condujo por un sombrío corredor hasta la portezuela de escape, y dándome la llave, me advirtió que todos los dias se presentaria á hablar conmigo, á traerme la cena y á saber si habia encontrado modo de hacerme hombre. Salí al callejon de los Judios, é irguiendo la cabeza reflexioné valientemente que ni me pertenecia ni pertenecia á nadie: me pareció que con esto solo tenía bastante para salir del atolladero.
¿Cómo empiezan casi todos? Por una dichosa casualidad. Un hijo de buena familia que se cae del caballo y á quien se socorre. Una cartera con valores importantes que se pierde y que se puede devolver. Pero la fortuna no se repite. En mi niñez habia leido que un grande tuvo su principio en una barbería. ¿En dónde tropezar con mi barbero?
SE NECESITA UN MUCHACHO.
Este anuncio colocado en el cristal de una tienda era como la respuesta á mi pregunta, sólo que en la tienda se vendian patas de cerdo. Sin embargo entré.
—¿Qué os ocurre caballerito? me dijo el dueño, hombre robusto, de delantal blanco y de cuchillo en mano.
—¿No es aquí donde hace falta un muchacho?
El hombre me miró de piés á cabeza.
—Efectivamente, pero no necesitábamos mas que seis apendices y el marqués del Alfeñique acaba de reclamar la plaza vacante para su hijo, número 17.
—Deseo entrar de aprendiz... dijo tímidamente.
—Escuchadme caballerito: si no quereis comprarme patas de cerdo, tened la bondad de ejercitar las vuestras antes de que me sulfure. ¡Largo de aquí!
—Lo mismo me ocurrió en otros dos sitios. Iba yo demasiado bien vestido para lo que allí se necesitaba. A la noche me aconsejó mi amigo que mirase más alto, donde mi vestido de señorito no fuese un obstáculo para la admision.
El tiempo corria, la vieja Swigsby, que desde su principio recelaba algo, aumentaba sus sospechas, así es que decidí seguir el consejo de mi amigo.
—Valor, me dijo al desearme buenas noches: id al manantial. ¿Sabeis?
Sabeis. Ciertamente que yo no sabia con exactitud adonde iba.
—A nuestros grandes banqueros, dijo mi amigo, preguntad siempre por los jefes.
Penetrado del pensamiento de mi amigo, busqué al dia siguiente en el Almanaque del Comercio los nombres y señas de los banqueros más famosos y me encaminé á la Cité, donde ví unos cincuenta empleados absorbidos en su trabajo.
Nadie se fijó en mí, y por eso, á lo último, me dirigí á uno de ellos y le dije.
—Perdonadme, pero quisiera hablar á vuestro....
—¿A quién? preguntó con viveza.
—Al principal.
—El Sr. Lesigot se halla ahora en Goldborough Park, me contestó sonriendo con aire chuzon. Si se trata del empréstito otomano, le telegrafiaré y vendrá mañana.
Repuse que nada tenía que ver con el empréstito otomano y que cualquiera de los asociados de la casa sería bueno para mi objeto.
El empleado se inclinó; habló al oido del otro, y éste, rogándome que le acompañase, me guió, á través de un sin fin de mesas, á donde estaba un caballero anciano leyendo un periódico.
—¿Qué quereis, hijo mio? me preguntó.
—Perdonad, contestó algo aturdido ¿pero si necesitábais un muchacho de confianza?
Al empleado le costó trabajo reprimir una carcajada, pero el anciano la contuvo y añadió.
—¿Quién os manda, hijo mio, y qué quereis decir?
Animado por su bondad, le dije francamente que habia ido allí por mi cuenta; que queria trabajar y hacerme rico; que no estaba bien con mis padres, por cuyo motivo ocultaba la residencia de éstos, y que en caso de necesidad estaba dispuesto, para acreditar mi honradez y responder de mi inexperiencia, á depositar una suma.
—¿Y á cuánto asciende?
—A dos chelines y seis peniques.
Advertí que se le habia ocurrido una idea, porque me hizo volver cara á la ventana y me miró fijamente.
Me lo figuraba, murmuró. Sabed, me dijo en alto, que yo no puedo contraer semejantes responsabilidades sin consultar con mis asociados. Aguardadme en esa antesala, que os contestaré pronto.
En la antesala vi á un muchacho que me brindó con pan y queso, pero no acepté. La conducta del banquero se me habia hecho sospechosa, á pesar de su amabilidad.
—Quién es ese anciano que necesita consultar con sus asociados, pregunté al muchacho.
—Sir Eduardo Golshore, que vive cerca de Penrhyn.
—¿La residencia del general Thelacony?
—Cabalmente. El general almuerza aquí cuando viene á Londres; y en cuanto á los asociados me choca, porque todos están ausentes.
—Me parece que aquí hace mucho calor, dije casi sin aliento. Voy... voy á dar un paseo y vuelvo en seguida.
Y antes de que el portero me pusiese ningun inconveniente me marché.
Al verme con Concanen, advertí que su fisonomía no me anunciaba nada bueno.
—La vieja Swigsby sospecha. Si no regresais á casa de vuestros padres, teneis que iros á otro lado.
No habia otro remedio. Salí de aquella casa y me instalé en un cuartito próximo á la de mi amigo, para poder vernos con facilidad. Quiso pagarme el hospedaje de una semana, pero cuando le dije que de aceptar su ofrecimiento comprometía mi porvenir, consintió en comprarme algunas prendas y así conservé intacta mi media corona. Y me encontré segunda vez lanzando á la ventura. Nada se me proporcionó: en todas partes me miraban con curiosidad y recelo. Por más que hice no podia aparentar un punto medio entre el hijo de buena familia y un vagabundo.
No quiero describir mi existencia en tan amargos días. Mis esperanzas y mis recursos menguaban. No veia á Felipe ni queria verle por evitarle compromisos; habia renunciado á buscar empleo, y estaba decidido á no volver á mi casa.
Una mañana en que me paseaba desfallecido de hambre, aunque con mis seis peniques en el bolsillo, temeroso de que la vista de una pastelería los hiciese saltar, ví á un anciano judío que no tenía nada de elegante ni de limpio, acurrucado en el primer peldaño de una escalera. ¿Habrá muerto ese viejo? dijo el mozo de una taberna al pasar yo.
El anciano judío levantó los desmayados ojos y entonces observé que su rostro no tenía nada de innoble. Me puse a mirarle y ví que era de avanzada edad, que estaba escuálido, hambriente y cubierto de andrajos. Me tendió la mano, aunque sin demandar limosma, y seguí adelante, pero me ocurrió en el acto la idea de si iba á morirse.
Los seis peniques me saltaron en el bolsillo. Luché entre darlos al viejo y quedarme como él ó distribuirlos, pero ¿cómo si no tenía cambio que devolverme? ¿Fué una alucinacion ó fué verdad? Me pareció que los seis peniques, saltando en el bolsillo, me habian dado un golpe en el costado reprochándome mi dureza. ¡Mi única esperanza! ¡La base de mi fortuna! Una mirada enérgica me decidió: mis millones pasaron á poder del anciano.
III
No puedo darme cuenta de lo que hice en el resto del dia. Al retirarme extenuado de hambre á mi domicilio, me detuve maquinalmente ante una panadería. Sentí que me tocaban en el hombro: era el judío, pero ¡qué cambiado de aspecto!
—Qué hermosos panes, ¿es verdad? me dijo.
De debilidad no pude contestarle.
—¿Y no tenéis dinero? preguntó admirado.
Hice señal de que no.
—Yo... he gastado vuestra moneda, añadió; pero venid y no desdeñeis mi pobre hospitalidad.
Quedé asombrado y le seguí. El tomó su aspecto de mendigo y cautelosamente me fué llevando hasta una casa situada en una callejuela estrecha y sombría.
—Agarraos á mi vestido, dijo.
Efectivamente aquello estaba tan oscuro que no pude ver á quien nos abrió, pero oí su argentina voz saludándonos, y tras ella subimos á un piso superior.
Entonces ví á la débil luz de una bujía á una joven de quince años, vestida con un ámplio traje blanco, única ropa que en la apariencia llevaba, enseñando sus torneados brazos hasta el codo por las anchas mangas, con los negros cabellos encerrados en una redecilla blanca y con los piés descalzos. A pesar de mi desfallecimiento, me quedé admirado. ¿Es eso una mujer? me pregunté al verla tan hermosa, interrogando con la mirada al anciano judío: aquel sér parecía más del cielo que de la tierra.
—Zell, sirve la cena, dijo el viejo.
Aquella noche pasó para mí como en ensueños mágicos. El cansancio y la debilidad de estómago me impedían comer. Alucinado creí estar á la mesa con la reina de las hadas y el viejo judío que le contaba una historia de seis peniques. A lo último la reina de las hadas dijo:
—Pobrecito: será preciso acostarle, y sin más cumplimiento me acostó ella misma en una cama improvisada sobre el suelo. Ví tan cerca de mí el lindo y blanco pié de la hada, que de buena gana lo hubiera besado, pero me rindió el sueño.
Cuando me desperté, Zell y su abuelo acababan de almorzar. El contraste de ella y el de él á la luz de dia, era mayor que por la noche; ella se me apareció más espléndida y arrebatadora en toda la belleza del tipo judío. El amor, si es posible en un niño de doce años, se reveló en mí con fuerza que no se ha extinguido.
Zell me sirvió una taza de thé, y el viejo me hizo varias preguntas, relativas á mi familia, á las que contesté francamente que no podia contestarle, y que deseaba hacer fortuna por mí mismo.
—Tambien voy á ser franco contigo. No soy tan pobre como crees. Mi nieta Zell no tiene á nadie más que á mi, y por razones especiales, nunca sale de casa. Me asusta su aislamiento. Si quieres quedarte con nosotros, comerás hasta que los tiempos mejoren y harás los encargos de Zell. ¿Aceptas?
Aunque me hubieran ofrecido hacerme protentado, admití aquella proposicion. ¡Vivir con Zell! ¡Ser su esclavo!
No sé lo que dije, pero á poco se marchó el viejo y yo me quedé con Zell limpiando las tazas de thé: por haber roto una me propinó un soberbio bofeton, valida de la superioridad que le concedían los cuatro años que me llevaba: me miraba con el mismo interés que á su gato.
La sala donde generalmente habitábamos estaba muy limpia, pero lo demás de la casa lleno de polvo. Con cuatro peniques y medio que le daba el viejo, atendía Zell á las necesidades de la casa: yo era el encargado de la compra, segun las instrucciones de la jóven, la cual ó me recompensaba con una sonrisa ó me castigaba con un bofeton.
A duras penas pude saber por Zell que mi hospedero Moisés, Jeremías Abraham, era un avaro como se ven pocos. A ella la llevaba vestida de aquel modo para que no pudiera salir de casa y gastar; pero al verla tan hermosa, no pude por menos de pensar que había otro motivo más poderoso. Me dijo tambien que el viejo estaba ausente casi siempre hasta el crepúsculo y algunas veces hasta más tarde, por lo que si ciertas noches oía sus señales en la ventana, sin oir sus pasos en la escalera, debia callarme: «desgraciado de tí, añadió amenazándome con su manita, si descubres nuestro secreto.»
¡Nuestro secreto! El corazon se me oprimió y comprendí los celos. Zell amaba.
—¿Por qué te sonrojas, niño estúpido? exclamó entre risueña y enojada. ¿Eres de fiar ó no?
No sé lo que repuse, pero no era, de seguro, la expresion de mi pensamiento. No pasó mucho tiempo sin que me pusieran á prueba. Una de las noches en que Abraham regresaba tarde, se oyó su señal, y yo siguiendo á Zell, por mandato suyo, ví que esta abria la ventaba y que penetraba por ella un desconocido de miserable aspecto. Zell se dejó acariciar y aun besar. Hablaron en voz baja, y por lo que pude comprender, de mí. En esto, oyóse la señal del viejo y el desconocido desapareció.
Al día siguiente Zell me dió una carta para llevarla á una tienda y á un desconocido que me la pediria. No ví ninguno en este caso, y haciendo tiempo por no volver á Zell sin haber ejecutado la comisión, se presentó un carruaje del cual bajó un caballero guapo, de retorcidos bigotes y con aspecto militar. Tenía mucha confianza con la dueña de la tienda, porque se estuvo bromeando con ella. Por si acaso era aquel mi desconocido, pasé por delante llevando la carta en la mano, y los dos salimos.
—Dádmela, me dijo: tomad esto y esto, añadió entregándome otra carta y media corona: volved mañana por la mañana.
Rechacé su dinero, diciendo que no me hacía falta, asegurándole del cumplimiento de su mensaje, y mirándome sorprendido, se alejó.
La alegria de Zell fué extremada: me recompensó acariciando con su sedosa mano mi cabellera. Díjome que aquel era Jhon Leveless, hijo del orgulloso conde San Buryan, y que estaba reñido con su padre porque no le quería dejar casar con una jóven sin dinero é hija de judío: de esto procedia el secreto de las entrevistas.
Al dia siguiente Sir Jhon fué exacto á la cita. Como no estábamos lejos del rio y necesitaba hablar conmigo, segun manifestó, nos metimos en una lancha.
—Estoy seguro, dijo, de que el judío os tendrá bien enseñado. Sed franco. ¿No le habeis visto manejar sus guineas?
Lo negué formalmente, asegurándole con tan buenas razones que Abraham estaba pobre, que se quedó pensativo y mal humorado: al marcharse reveló gran contrariedad.
Nada le dije á Zell por no entristecerla; pero desde entonces las visitas de Sir Jhon fueron escaseando con gran sentimiento de Zell, que llegó á preocuparse de tal modo que parecia como muerta.
Un triste suceso vino á sacarla de su abatimiento. Un día trajeron moribundo al anciano judío. Habiendo sido robado en medio de la calle, la conmocion que esto le produjo fué tan grande, que apenas vivió algunas horas. Zell, que no le había abandonado un solo momento, se sobrepuso al golpe con extraña resignacion, pero su palidez y la extraña expresion de sus miradas me asustaron. En el testamento que se encontró la dejaba heredera de todo y por tutor á un tal Lemuel Samuelson. Nunca se supo la cantidad robada. Con lo que habia en caso, de valor de unas veinte ó trienta libras esterlinas, hubo para pagar al médico, enterrar al viejo, vestir decentemente á Zell y atender á nuestras más perentorias necesidades. Entretanto mi pobre Zell sufria horriblemente por la indiferencia de Jhon.
Un día en que ignoraba cómo consolarla, me preguntó:
—¿Tambien, tú, Cárlos, quieres abandonarme?
—¡Zell... yo abandonaros!
Y desesperado me puse á llorar.
—Os ruego mi querido... mi buen Car...
Y no pudo seguir, deshaciéndose en lágrimas.
Al mismo tiempo me llamó la atencion un niño que desde la calle me hacia señas de bajar.
—Un caballero, dijo, me ha dado un chelin para que os avisara de que os esperaba al final de la calle.
Fuí allí y me encontré á Jhon Loveless detrás de la esquina.
—Decidme pronto, porque me expongo á compromisos: ¿Cómo está Zell? ¿Su padre ha muerto como pordiosero?
Le manifesté que el padre nunca habia sido mendigo, pero que no teníamos dinero y que nos disponíamos á buscar trabajo en cuando Zell recibiese los vestidos de luto.
Pareció conmoverse é hizo un movimiento como en direccion á la casa.
—No... no puedo. Un asunto de mucho interés me llama á otro lado. Dále esto y díle que no he venido á verla porque he estado ausente con mi regimiento.
Y echo á correr como alma que lleva el diablo. Casi de rodillas á los piés de Zell le conté lo ocurrido, y ella sin apartar sus ojos de los mios dijo:
—Pon... pon esa despreciable limosna en un sobre y llévala adonde te diré. Y así lo hice al pié de la letra.
Llegada la noche, estábamos hablando de nuestros proyectos, cuando se presentó un desconocido pidiendo entrar con altanera voz; era el casero é iba acompañado de otra persona. Como hacia muchos tiempos que no se le pagaban los alquileres, y las intimaciones y las amenazas habian sido infructuosas para el viejo Abraham, se presentaba entonces aprovechando la ocacion para ejercitar su derecho.
Toda reclamacion hubiera sido inútil: no teníamos con que responder.
—Pero á lo menos, dijo Zell, no cometereis la crueldad de echarnos á estas horas.
—No, ciertamente, repuso el propietario; pero como no quiero gastar contemplaciones os dejaré sin camas y sin puertas en las ventanas. Bill Blosam, apoderaos pronto de todo.
—Os suplico, exclamó Zell, en nombre del cielo que dejeis las ventanas: pronto cerrará la noche.
Y al arrancar con fuerza los carcomidos postigos, estos estallaron con estruendo terrible, abriéndose y dejando la sala cubierta de una verdadera lluvia de monedas de oro.
—Diablo, exclamó el casero cegado por el polvo.
—Zell fué la primera que recobró la serenidad. Viendo á un individuo de policía, que se presentó alli atraido por el estrépito, le hizo entrar, y tranquilizando al propietario, ya más humano, pidió la proteccion de la autoridad por aquella noche.
Dos mil setecientas guineas habia en el suelo; pero empotrados en diferentes puntos de la casa, se encontraron valores hasta doscientas noventa mil libras esterlinas.
—Hacednos el favor á mí y á mi mujer, dijo Samuelson, así que terminaron todas las investigaciones posibles, de aceptar nuestra hospitalidad hasta que tomeis una resolucion.
Zell aceptó, pero desde el descubrimiento del tesoro apenas la dejaba la melancolía. ¿Pensaba en lo que habria podido suceder si su abuelo hubiera sido menos sagaz? No me dirigió la palabra, y al subir al coche llamado por Samuelson, temí que ni aun me dijese adios. El mismo tutor fué quien se lo recordó, preguntándole si tenía algo que ordenar al muchacho.
—¿Al muchacho? repitió distraidamente.
—Id á mi despecho, me dijo Samuelson, que deseaba marcharse. ¿Cómo os llamais?
No contesté, porque no pensaba ni miraba más que á Zell.
—¿Estas de mal humor? Lo siento, añadió Samuelson: venid, hija mia.
—Cárlos, Cárlos, exclamó Zell.
Me quedé sin fuerzas. Ella me hizo un saludo y el tutor se la llevó consigo.
Permanecí todo el dia frente á la ventana como si hubiese de venir Zell, aunque no la esperaba. Se habia llevado toda mi felicidad y mi ansia de vivir. Cuando el hambre se presentó no tuve ánimo para ir en busca de alimento, y á la hora que en los dias anteriores habia sido tan feliz para mí porque cenaba con Zell, me acosté en su lecho, rindiéndome al abatimiento y á la desesperacion. Mis ideas se confundieron, mí pulso emepezó á latir con fuerza y dolorosamente, oí que me llamaban y despues me desvanecí.
Desperté en casa de mi padre despues de tres semanas de enfermedad. Pronto estuve en disposicion de volver al colegio, mas no á Glumper House. Durante mi delirio habia revelado el nombre de mi familia y algunos más, porque el de Zell era familiar para mi madre y Anita.
Años adelante se dió un gran baile en el palacio del virey de Irlanda, y yo fuí invitado en mi calidad de teniente de dragones. La fiesta era brillantísima porque se trataba de despedir á un virey muy popular. Este en un círculo de oficiales decia:
—Señores: tan buena conquista no se debe escapar. Admirable belleza, gracia, talento y doce mil libras de renta. ¡Qué vergüenza para los irlandeses sí se les escapa! Dicen que regresa de Méjico sin haber encontrado á su prometido.
—Se quedará entre nosotros milord, dijo el coronel Walsingham.
—¿Quién se la llevará? preguntó el virey.
—Hay varios candidatos, dijo lord Gornig, y entre ellos yo; pero hasta ahora San Buryan es el preferido.
—¿Por qué? preguntó el virey.
—Porque la jóven ha estado sentada toda la noche al lado de la madre de San Buryan, y dicen que ésta entiende mucho de arreglos matrimoniales.
—¿Se decidirá esta noche?
—Sí; la jóven no bailará más que la última contradanza, y se reserva la elección de pareja: los demás tendremos que someternos.
Instantes despues se advirtió algo de movimiento. Todas las miradas se dirigieron al mismo sitio. En medio del salon, y apoyada en el brazo de lord Jhon Loveless, ahora conde de San Buryan, ví á la hermosa Zell, Zell..... más alta, más desarrollada, aunque no más preciosa porque no cabia. Me miró frente á frente y me pareció que se fijaba mucho; mas no, apartó sus lindos ojos con tristeza como si no me conociera; ¡habian pasado diez años!
La orquesta preludió la postrer contradanza. Como arrastrado mágicamente, fuí á colocarme enfrente de la encantadora mejicana, aunque muy separado. Ví á todos los candidatos, dando muestras de su exquisita educacion, que solicitaban el honor de bailar con ella. A todos les fué negado. No quedaba más que San Buryan. Acercóse lleno de confianza, y animado por la triunfante sonrisa de su madre. Zell se puso de pié antes de que desplegase los labios.
—Dadme el brazo porque deseo atravesar el salon, le dijo en alta voz.
Acercáronse á mí, y soltándose de lord San Buryan, tendióme sus preciosas manos, exclamando:
—Cárlos, Cárlos; ¿no me conoces? Vengo á rogarte que..... que me hagas el favor de bailar con tu antigua amiga Zell.
Hoy poseemos más de un parque poblado de ciervos; pero sólo del de Escocia, segun el dictamen de Zell (que quiere siempre ser mayor y más sesuda que yo), le envié á mi amigo Roger una pierna de venado digna de la mesa de un rey.
FIN