Audiolibros de Godofredo Daireaux
Colección de audiolibros grabados por Elena de Argentina con AI
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Una selección de sus mejores relatos cortos para leer.
Audiolibro: El hombre y la oveja
Colección Fábulas argentinas
Locutado en español por Elena de Argentina 🤖 AI en español
Selección de relatos cortos de cuentos y fábulas publicados por este autor.
Sabemos que la literatura es mucho más que la suma de obras literarias.
Pero, ¿sabemos qué es lo que la literatura suma?
Daireaux, con su mirada plural, es capaz de ver lo que la literatura sigue sumando: un placer, una alegría, una queja, una duda...
En la inmensa llanura entapizada de pajonales matosos, traicioneros encubridores de vidas acechadoras y de muertes ignotas; sin más atenuación a su tétrica soledad que unas cuantas miserables chozas de techo de paja perdidas entre los juncales, existió, por mucho tiempo, una estancia misteriosa. Ocupaba una pequeña loma, larga y angosta, rodeada de cañadones sin fin y oculta, casi siempre, entre brillazones engañosas.
La llamaban «la Colorada» porque en el horizonte, relumbraba a menudo como siniestra llamarada de incendio o roja mancha de sangre: «Por ser el techo de teja», decían algunos; pero, sin incendio ni sangre, no puede haber reflejo a sangre ni incendio.
Establecimiento primitivo, aglomeración de ranchos, ramadas y ombúes, con corrales de palo a pique y montecito de sauces, sus haciendas -afirmaban los que decían haber cruzado su campo-, eran todas ariscas y bravías, cuidadas por unos gauchos temibles, de poncho y chiripá, botas de potro y grandes espuelas, armados de cuchillos enormes, enemigos acérrimos del extranjero, refractarios a toda civilización.
Sobre su dueño corrían entre la gente mil historias. Para muchos era el mismo Mandinga en persona, y nadie más; otros decían que allí tenía su morada un duende matrero, caudillo de antaño, sanguinario y burlón, quien -lo mismo que cuando estuviera en vida-, por puro capricho de loco omnipotente, humillaba a sus víctimas, antes de degollarlas.
De «la Colorada» salían entre alaridos huestes devastadoras. Sus sangrientas fechorías, en forma de revoluciones políticas se sucedían casi sin interrupción; del Sud pobre y rudo, se extendían al Norte fértil, llenándolo todo de crímenes y de sangre, atajando la inmigración, anhelosa ya de traer al país la fuerza de sus brazos, la ayuda de su labor, la luz y la riqueza. Todo era caos, noche, tempestad.
Se disputaban la palma de la destrucción y del atraso el salvajismo político y el salvajismo del indio. La justicia parecía tener por misión castigar a la gente buena y recompensar a los criminales. Gobernar consistía en dominar por el terror o por el hambre a los contrarios, a los que habían dado... o vendido su voto al candidato vencido.
De rojo subido se ponía, en ciertas ocasiones, el espejismo de «la Colorada» y el pueblo atemorizado veía en ello el signo fatal de nuevas calamidades inmerecidas, obra de algunos desalmados cuya ambición venía a impedir el desarrollo de la prosperidad nacional...
Poco a poco se hicieron menos frecuentes las brillazones rojizas, escaseando más y más los súbitos y terribles avances de la barbarie moribunda. Duendes inquietos había siempre en «la Colorada», pero iban amortiguándose los arrebatos sanguinarios de su alma matrera, y sus resabios perturbadores de la tranquilidad y del progreso. Hasta que acabó por desaparecer paulatinamente toda vislumbre funesta; y desaparecieron también los ranchos viejos y los corrales antiguos, surgiendo en su reemplazo, en los campos saneados y cultivados, un soberbio palacio de granito y de mármol, aureolado de celeste y blanco, rodeado de los mil aparatos inventados por el genio humano para facilitar y multiplicar la producción agrícola y enriquecer hasta lo inaudito, con el cultivo de sus dilatados campos, a todos los habitantes de la Pampa.
Fue en este palacio que nació y que todavía mora el Hada Argentina.
La sonrisa hospitalaria con que acogió la hermosa Hada celeste y blanca a los más desheredados hijos del Viejo Mundo, brindándoles, generosa, su parte de los opíparos frutos de su fecundidad, sin más exigencia que un poco de trabajo, los hizo acudir a millares. Vinieron en tropel hacia ella los que allá sufrían hambre, los perseguidos de la tiranía, los ambiciosos que nunca encuentran campo bastante amplio para sus anhelos, los aventureros, briosos amantes de lo desconocido, las víctimas de la suerte y las de sus propias faltas, algunos inútiles y hasta no pocos criminales, escapados del merecido castigo, siguiendo los que huyen del servicio de las armas y los que, no pudiendo ya soportar la estrechez de la vida europea, vienen en busca del desierto para pedirle amparo.
Y a todos ellos les ofreció el Hada Argentina los mil recursos de la Pampa sin límite, virgen, fértil, algo ruda, al parecer, pero de tan opulenta feracidad que cualquier sueño en ella puede salir cierto.
Realizó milagros: de los más pobres hizo millonarios; de padres toscos, ignorantes, viles, a las veces, hizo nacer hombres instruídos y progresistas y, en seguida, generaciones de refinada cultura, capaces de lucirse en cualquier ramo de la ciencia y del arte. Al llamado de su vara mágica, vinieron brazos y capitales que, del otro lado de los mares, no sabían en qué ocuparse, y de los campos antes incultos surgieron riquezas sin cuenta: se multiplicaron a las mil maravillas, y maravillosamente mejorados, los primitivos rebaños de la Pampa y sus productos; undularon campos de trigos donde nunca antes había mecido el viento sino pajonales; surcaron los desiertos, ya feraces, innumerables vías férreas, llevando a puertos improvisados y pronto insuficientes, millones de toneladas de carne, de cueros, de lana, de manteca, de frutas, de cereales, de maderas, de minerales y de textiles, como para inundar a la Europa toda con todo lo que pueda necesitar para comer y vestirse.
El Hada Argentina, asimismo, no prodiga a sus protegidos, como hacen otras, piedras preciosas y oro; pero de sus dominios ha desterrado la miseria y proporciona a todos la vida fácil y hasta opulenta. Tiene para sus favorecidos la tierra fecunda de donde todo sale, y se la proporciona por grandes trozos para que de ella saquen a su antojo lo que más les agrade.
No posee el Hada Argentina ningún secreto de grutas maravillosas repletas de brillantes, de rubíes y de esmeraldas, de perlas y de oro; no exige de los elementos tareas extraordinarias; no metamorfosea en hombres los animales, ni en princesas hermosas los pájaros enjaulados; sus milagros no son encantos ni hechizos; no da a ninguno de sus ahijados ningún poder sobrenatural; sólo les brinda lo que la naturaleza le dio.
Pero basta esto y sobra para que se pueda contar de ella tantos hechos maravillosos como de cualquiera otra de las que sólo han existido en la imaginación de los poetas, y sus obras no son mentiras, pues cada día las vemos. A cada paso damos con quienes ha enriquecido.
Es cierto que, lo mismo que las demás hadas, no siempre elige a los que más merecen; que es algo caprichosa; que tiene sus humoradas y protege a quien se le antoja, dejando caer a veces sus mejores favores en manos poco dignas de ellos; pero, en general, se equivoca poco y, casi siempre, enriquece al que, fiándose de ella, se ha dedicado a mejorar y fecundar cualquier parte de sus vastos dominios, especialmente las fértiles llanuras de la Pampa.
«Pero, ¿son cuentos, no?» me dijeron muchos.
-Cuentos, sí; pero casi ciertos, y que si bien parecían maravillosos, cuando en 1906 y 1907, vieron la luz en La Nación, hoy, ya están muy abajo, todos, de la esplendorosa realidad.
-¿Qué parecerán, de aquí a medio siglo? -Apenas, seguramente, ligeros esbozos de la grandiosa riqueza entonces alcanzada por la Argentina.
G. D.
Había una vez un estanciero muy rico. En 1877, cuando la conquista de la Pampa sobre los indios, había comprado al gobierno nacional veinte leguas de campo, o sean cincuenta mil hectáreas, por la ínfima cantidad de ocho mil patacones.
Durante varios años las dejó abandonadas, olvidadas, sin pensar siquiera en ir a ver si servían o no; no había vías de comunicación; muchos decían que eran puros arenales, casi sin agua y de puro pasto puna, y le parecía que, tras de haber tirado en ellas la plata, no valía la pena de molestarse para ir a comprobar la efectividad del clavo.
Asimismo, consintió en mandar allá con mil vacas a interés a un muchacho, Cirilo, a quien quería ayudar, y que le aseguraba tener sobre aquellos campos, y de fuente segura, datos mucho más halagüeños. Mil vacas, en aquel tiempo, no valían mucha plata; además, el estanciero tenía tantas en sus campos de adentro, que ya no sabía dónde ponerlas, y venderlas hacía poca cuenta. Se fue, pues, el joven, arreando su tropa con unos cuantos peones; se instaló en el campo, aquerenció su hacienda a fuerza de ronda; ronda, en un retazo de cañada muy pastoso y cerca de una gran laguna de agua dulce; cavó una especie de cueva para vivir, y sin mayor empeño, dejó correr la vida.
En campo tan extenso, sin vecinos que molestaran, prosperaron las vacas y se multiplicaron a las mil maravillas. Muy raras veces hubo, y eso sólo en inviernos muy fuertes, que cuerear algunos animales viejos, pero sin sufrir jamás verdaderas epidemias. Cada año se herraban terneros, tan numerosos que parecían haber nacido de las pajas, y don Cirilo, ya todo un mayordomo de estancia, formaba tropa de novillos para hacer pesos y comprar más vacas con una parte del producto.
Y así pasaron unos veinte años, sin mayor cansancio para Cirilo que el de la hierra y del aparte anual o semestral de novillos, y para el amo el de recibir sus pesos y de gastarlos. Pero ya cruzaba por el campo el ferrocarril, y el estanciero resolvió ir a pasar una temporada con toda su familia en ese dominio ignoto todavía de él y los suyos.
Durante el viaje, pudo ver que había cundido por aquellas regiones el progreso en todas sus formas, y se regocijó calculando el enorme valor que el esfuerzo de los conquistadores del desierto, armados unos y pacíficos los otros, había dado a su propiedad, sin que hubiera tenido él que arriesgar más que una pequeñísima parte, y una sola vez, de su renta anual.
Y como era hombre devoto, agradeció a la Providencia, por haber recompensado tan generosamente su acierto en colocar así ese dinerito.
Mas, cuando don Cirilo acabó de contar las vacas que pacían en su campo y que resultaron doce mil, ya no le pareció bastante la sola intervención de la Providencia por haberle propinado sin trabajo semejante fortunón, y exclamó: «¡Parece cuento de hadas!»
Al volver del rodeo, encontró a la familia toda alborotada; se había enfermado el más pequeño de sus hijos, criatura de un año, y antes que hubiera llegado al palenque, le gritaba la madre, apurada:
-«Necesito absolutamente un vaso de leche para este chico».
El estanciero se dio vuelta hacia Cirilo, y le preguntó:
-«¿Hay leche en la estancia?»
-«No, patrón» -contestó el mayordomo.
-«¿No hay alguna lechera parida?»
-«No hay lecheras, patrón».
A un estanciero curtido como él no le podía causar mayor sorpresa la contestación del mayordomo, y sólo le preguntó si sería posible conseguir en alguna parte un vaso de leche.
Aunque la vecindad más cercana de una estancia de veinte leguas cuadradas pueda quedar algo distante, Cirilo se acordó de que a tres leguas de allí vivía en el límite del campo un puestero, un gaucho pobre, cordobés, hombre curioso y prolijo, poseedor de algunas vacas, quizá menos de cien, pero de las cuales unas cuantas eran lecheras; y como urgía el caso, mudó caballo y se fue disparando para el puesto, llevando una botella de litro, bien lavada, con su correspondiente corcho. El corcho tenía un olorcillo a bíter, pero poco.
El cordobés estaba ordeñando: tenía dos vacas mansitas, atadas a un palenque; su mujer ordeñaba con él, y los muchachos manejaban los terneros, quitándoles o volviéndoles a poner las trompetas, atándolos o soltándolos, lavando los tarros, llevando a las casas la leche, en fin, ayudando a sus padres, como hombrecitos trabajadores que eran. Y todo esto sin un grito, con buenos modos, hasta con suavidad, como si los mismos animales hubiesen sido gente.
-«Buenos días, don Modesto» -saludó Cirilo.
«¿Me podría vender un poco de leche para una criatura enferma?»
-«Cómo no, don Cirilo. Bájese no más. Llega usted a tiempo. Alcánceme su botella».
Y don Modesto, después de desagotarla bien y de fruncir un poco las cejas al olor del corcho, llenó la botella, no sin dificultad, por falta de un embudo, con espumosa leche que acababa de sacar y con apoyo cremoso.
-«¿Y quién está enfermo en su casa, don Cirilo? Seré curioso. ¿De dónde le han salido a usted criaturas?»
-«Es un hijito de mi patrón, que ha venido a ver su campo y su hacienda».
-«¡Su patrón! ¡a los años! Me alegro. Cuénteme».
-«No puedo, don Modesto; pues está la patrona muy inquieta, esperándome con la leche. ¿Cuánto le debo, don Modesto?»
-«¿Qué me va a deber, don Cirilo? ¡Si esto no vale nada! Y dígale a su patrón que mande buscar no más toda la leche que quiera, y que dispense si no es más rica, pues mis vaquitas son muy criollas».
Mientras se alejaba ligero el mayordomo, don Modesto seguía ordeñando y cavilando.
-«Mire que lindo, -pensaba-, si se pudiera vender la leche de las vacas; se podrían ordeñar diez, veinte, cincuenta. ¡Qué fortuna sería! Ahí tiene un estanciero que posee miles de vacas y tiene que pedir prestado un vaso de leche a un pobre como yo, para salvar la vida de un hijo. ¿Cuánto le debo? -me preguntó Cirilo- ¿Cuánto? Pues nada... o mil pesos. Y a mí me gusta más la esperanza de los mil pesos que los veinte centavos que le hubiera podido pedir. A un rico no se le cobran veinte centavos por haberle salvado la vida... Veinte centavos un litro de leche, parece poca cosa; pero, aunque no fueran más que cinco, multiplicados por muchos litros y por treinta días al mes, vendría a ser mucha plata al fin del año».
Y seguía ordeñando don Modesto y cavilando. Y tanto caviló que, al día siguiente, se fue a la estación más cercana y consultó la tarifa de los fletes, conversó con varias personas, apuntó direcciones y se volvió a su casa más pensativo que nunca. Allí tomó la única pluma que tenía, la mojó toda enmohecida en el barrito que todavía quedaba en el tintero y con mano poco diestra trazó en el papel garabatos que por el correo mandó a un tambero conocido suyo de los alrededores de la capital.
Sus garabatos seguramente habían sido interesantes, pues a los pocos días recibió la contestación, y se fue por tren al pueblo, de donde trajo todo un cargamento de baldes, de tarros y de embudos especiales para leche, y un rollo entero de cabo de manila.
Tuvo, por supuesto, que comprar casi todo fiado, pues importaba más de sesenta pesos, ¡un capital! Y desde el día siguiente se empezó a trabajar fuerte y parejo en la casa de don Modesto. Se alargó con algunos postes el palenque de las lecheras; se aprontaron trompetas para los terneros, y maneas para las vacas, y sogas para amansarlas.
Cada vaca que paría, de las cien más o menos de que se componía el rodeíto, era traída al palenque, manoseada, atada; el ternero aprendía a conocer al hombre y la vaca a dejarse ordeñar.
Había ocupación desde la mañana hasta la noche para Modesto, su mujer y sus hijos, y no había pasado un mes cuando tuvieron que conchabar a un peón. Cada día la leche era llevada a la estación en grandes tarros relucientes, acomodados con cuidado en un carguero, primero, y bien pronto en dos, hasta que ya tuvo don Modesto que comprar un carrito que apenas pudo dar abasto, poco tiempo después.
El estanciero de las doce mil vacas seguía mandando cada día por un litro o dos de leche, y gracias a ese oportuno auxilio, se compuso la criatura enferma y pudo toda la familia variar un poco la manutención a pura carne que le propinaba su mayordomo.
Y cuando estuvo para volver a la ciudad, mandó a don Modesto, en pago de su atención, un buen torito de su plantel -los mil pesos de la esperanza-, para que se mestizasen un poco sus lecheras.
Pero, más que el toro, agradecía don Modesto la idea que, sin pensarlo, le había sugerido el estanciero de las doce mil vacas, al pedirle un vaso de leche.
Seguía él amansando vacas paridas y alargando el palenque de las lecheras. Los tarros iban a la estación en carros grandes ahora y volvían vacíos a llenarse otra vez; don Modesto ya no ordeñaba él mismo ni tampoco la señora; demasiado tenían ambos que hacer para atender y vigilar a su personal ya numeroso.
El rodeíto se había duplicado; don Modesto compraba vacas y más vacas y establecía tambos. Todos los que llegaban a su casa en busca de trabajo quedaban conchabados; para todos había ocupación, y ocupación bien pagada, pues su manantial de leche era manantial de plata.
Pronto fue pequeño el campito que arrendaba; y como tenía dinero en el Banco y crédito también en todas partes, compró una legua cerca de allí, parte al contado y parte a plazos, y a ella mudó la hacienda, los tambos y todo.
En campo propio, puede uno hacer mejoras que no haría en campo arrendado, y empezó a sembrar alfalfa. Si con el pasto del campo había podido sacar de sus, vacas criollas tres o cuatro litros de leche, con alfalfa pudo bien pronto sacar diez de cada una de sus vacas ya mestizas.
A todas horas del día, la casa era una romería: peones, tamberos, corredores y reseros, que venían a ofrecer sus artículos especiales o a comprar frutos o animales gordos, entraban y salían sin cesar. Seguía manando la leche y manando el dinero, y don Modesto seguía comprando, sembrando y poblando.
Fué adueñándose poco a poco, con la leche de sus vacas, de las veinte leguas de su vecino y de las doce mil vacas sin leche. Y un día que don Cirilo -establecido ya con lo que le había tocado de la repartición con su patrón, en un pequeño campo vecino, de su propiedad, en el cual dejaba correr la vida como siempre lo había hecho,- estaba de visita en el palacete de don Modesto, y se extasiaba ante la fortuna enorme y siempre creciente del ingenioso cordobés, desde aquel famoso litro de leche, don Modesto, modestamente, le contestó: «¡Parece cuento de hadas!»
Apenas está amaneciendo, y de cada uno de los ranchos que, como manchitas obscuras aún, salpican la extensa Pampa, sube en rosca azulada el humo del fuego madrugador. Y mientras hierve cantando el agua para el mate, el paisano extiende sobre las ascuas una buena tajada de carne gorda para el churrasco matutino.
A mediodía, después de las rudas tareas de la mañana, cuando vuelven a la estancia o al puesto, los trabajadores encuentran hirviendo el agua y mientras descansan, apurando el sabroso y tónico mate, en el asador chisporrotea la grasa de todo un medio capón o de un ancho costillar de vaca.
Y también a la noche, encerradas las majadas y repuntada la hacienda, han desensillado los hombres, se reúnen en la cocina alrededor del fogón y antes de ir a dormir en sus recados tendidos, apaciguan el hambre con una buena presa de puchero, o dos, si quieren, pues la carne abunda y para el más pobre alcanza en la Argentina.
En Europa escasea. A pesar del esmero con que carnean las reses, sin desperdiciar un átomo de carne y de la prolijidad de la cocinera para aprovechar hasta la última partícula, recalentando los restos de la víspera, no alcanza para todos. A fuerza de ingenio, los criadores, por su parte, han conseguido duplicar el peso útil de los animales; han creado maravillas: bueyes, carneros y cerdos de pura carne y grasa, con huesos tan pequeños que casi todo se come. ¡Esfuerzos insuficientes! ¡La población aumenta, las ciudades se agrandan y las campiñas ya no bastan para mantener los animales necesarios para suministrar a cada habitante, no su ración diaria, sino un bocado de carne por día. Se han empeñado en substituir por pan la carne ausente, y las palabras: el pan del obrero, ganar su pan con el sudor de su frente y otras por el estilo, claramente demuestran cuán escasa es la carne, ya que nunca hablan de ella ni se atrevería un trabajador a pedir, como en la Argentina, a más del sueldo, carne, sal y yerba.
Pero hasta el pan se les hace caro también a menudo, y cuando el pueblo embravecido pide pan, de buenas ganas quisieran los gobiernos poderle también dar carne de yapa. Sería lindo, sí; pero ¿de dónde?
¿De dónde? de la Argentina, pues, donde abunda, donde sobra.
Y cuando se supo que en las inmensas llanuras de ese país casi ignoto pacían, vivían y morían de viejas las ovejas por millones y por millones las vacas, se empezó a manifestar el legítimo deseo de comprar algo de esa carne que no debía de costar muy cara.
Parecía fácil. La Argentina no quería otra cosa; ¡miren! vender lo que a uno le sobra, hacer plata con lo que casi se tira. De común acuerdo, se organizaron embarques de animales en buques arreglados especialmente para ello, y aunque no fueran ni muy gordos ni muy grandes los capones y novillos que así se mandaron, no faltaron en Europa los clientes para ellos y pidieron más, y más, y más. Y gente que ya no se animaba a comprar carne sino el domingo, pudo tener la esperanza de comer de ella todos los días.
La Argentina también se dio cuenta del negocio que podía ser y no mezquinó los pesos ni los esfuerzos para mejorar sus haciendas con toros y carneros traídos de Europa a fuerza de plata y refinar sus praderas, volviéndolas alfalfares. Y empezó a mandar seguidos a Europa los cargamentos de animales gordos, grandes y finos, como los que allá acostumbra comer la gente acomodada. También construía frigoríficos en los cuales se elaboraban por cientos de miles los capones congelados, conservados así tan fresquitos que llegaban allá como recién carneados.
Y si los pueblos no fuesen tan ignorantes, que tontamente permiten que sus gobernantes manejen a su antojo su hambre y su sed, hubiesen todos, llevados de fraternal impulso, tendido sus manos aplaudidoras hacia la joven y generosa hermana que con sólo darles de comer resolvía los aterradores problemas que siempre los amenazan.
Pero los pueblos no saben. Empezaban a tener carne barata: comían, sin darse cuenta de por qué era; de repente se la quitaron, y dejaron otra vez de comer carne, resignados.
Es que los que allá mandan son grandes propietarios, cuyas tierras producen también bueyes y carneros. Vendían la carne como querían; habían hecho de ella un artículo de lujo que solamente los ricos, y a peso de oro, podían comprar.
Que el pueblo, esa gente sudorosa y de manos sucias; que los millones de trabajadores que para ellos arrancan al suelo sus tesoros o convierten en cosas útiles las materias primas proporcionadas al hombre por la naturaleza, coman carne o coman pan, coman mucho o coman poco, ¿qué les puede importar? Lo que quieren es que todos sus conciudadanos tengan la obligación de no comer sino lo que producen ellos, pagándolo, por supuesto, a buenos precios.
Y para cerrar el paso a los miles de animales en pie que sin cesar mandaba la Argentina y que pronto hubieran llegado a ser millones, les fue fácil encontrar pretextos: los animales de la Argentina estaban apestados. Esto no más bastaba para asustar a los más hambrientos, y pudieron los a quienes hacía cuenta, cerrar los puertos de Europa a la carne argentina.
Cada país tuvo su modo de hacer: unos impusieron derechos tan altos que sólo podía comerse la carne indígena; otros dictaron leyes sanitarias de hecho prohibitivas; aquéllos querían que las reses fuesen muertas a bordo; pero de cualquier modo, el grito de «¡fuera, vaca!» fue tan unánime y tan vehemente que, asustada, se volvió la vaca y desde entonces tiene que quedarse en su tierra hasta días mejores.
Asimismo era difícil renunciar del todo a lo que de tan buen resultado había sido para los pueblos; seguían estos deseosos de volver a probar esa carne tan rica, tan barata y tan abundante, que no habían hecho más que entrever. Los pobres trabajadores, los obreros que necesitan una alimentación que les devuelva las fuerzas gastadas, no dejaron de quejarse; y con mil precauciones y mil restricciones, algunos países dejaron abierta una rendija para la carne congelada. La Argentina la preparó desde entonces en mayor escala y cada día manda más y más cargamentos de ella; y ya tiemblan otra vez los grandes propietarios europeos, detrás de las barreras que han ido estableciendo y reforzando con tanto empeño.
Es que balan, de este lado, y balan fuerte, los innumerables rodeos, las innumerables majadas siempre crecientes y siempre mejores de la Argentina. Sacuden a cornadas los bastidores y bambalinas pintados con que se han rodeado, para alejarles, las costas de los países que más lo necesitan; y también del otro lado los sacude y no tardará en voltearlos, a pesar de los desesperados esfuerzos proteccionistas de los criadores ricos y codiciosos, el hambre de los pueblos.
Doña Jacinta entró en la cocina trayendo un pedazo bastante regular de pulpa, y avisó a don Ruperto que era todo lo que quedaba de la vaquillona carneada, pocos días antes, para el consumo de la familia. Don Ruperto, sentado contrita el fogón, muy ocupado en llenar el mate por vigésima vez, contestó con indiferencia sin soltar el pucho que tenía en los labios: «Bueno, carnearemos».
Para don Ruperto, hacendado en los confines lejanos de la Pampa cristiana, carnear una res era lo mismo que para el hortelano coger un durazno en el árbol. Tenía su buen rodeo de vacas, y sin saber exactamente de cuántas cabezas se componía, lo consideraba inagotable; sobre todo que, además de las pariciones abundantes, nunca faltaban en él animales orejanos o de marcas ajenas y desconocidas que siempre le parecían más gordos y más a punto para ser comidos que los propios.
Hubiera tenido por delito el carnear un animal de su marca, pues en aquel tiempo de haciendas alzadas y de campos abiertos todos hacían lo mismo.
Doña Jacinta removió las brasas, haciendo muecas al humo y colocó encima el pedazo de carne que había traído para que su esposo churrasquease antes de salir al campo. Era muy temprano todavía, apenas aclaraba, los gallos cantaban por la segunda vez, pero dormitaban todavía sin pensar en levantarse. Don Ruperto era muy madrugador; le hubiese parecido una vergüenza estar en la cama todavía cuando se apagaba el lucero. El buen gaucho, decía, debe estar repuntando cuando sale el sol.
Con la punta del cuchillo daba vuelta en las brasas al pedazo de carne, cuidando de que no se quemase por demás, y cuando por fin vio que ya no chirriaba llenando la cocina de sus olorosos vapores, lo sacó del fuego, lo depositó con precaución encima de una tablita que allí estaba y, tajada por tajada, se lo comió todo, con un poco de sal y nada más, tragándose por encima medio jarro de agua.
Cuando volvió del rodeo, dos horas después, traía entre los novillos del señuelo una vaquillona gorda. La enlazó, y con la ayuda de los muchachos, la carneó. Y reinó, por un gran rato, la salvaje y cruenta alegría de la carne fresca, del alimento abundante asegurado.
Los perros que lamen la sangre tibia, los gatos que desgarran los bofes palpitantes, los chimangos que esperan gritando su parte del festín, los muchachos que se llevan las achuras para la cocina, el padre que con toda su fuerza empuja la carretilla en la cual zangoletea media res, y la madre que apronta la olla, segura ya de poder llenarla, todos se sienten invadidos por la satisfacción bestial y profunda de la renovación de su victoria sobre el hambre.
El suelo está empapado en sangre, los cuchillos y las manos, las caras y las ropas, todo ha quedado manchado de rojo; para comer ha habido que matar. El hombre para quien matar es ocupación primordial, poco se ríe: matar es cosa grave.
Si la carne da fuerza al cuerpo, también infunde tristeza al alma.
Queda enjuto el que come pura carne; amarilla la tez, biliosos los ojos, la rabia cerca del corazón, la crueldad a flor de cutis.
El hábito de verter sangre se vuelve vicio, furor; sólo se alivia vertiendo más, y a don Ruperto, hombre bueno al parecer, le gustaba pelear, cuchillo en mano. La carne, su único alimento; la soledad en la Pampa desnuda; el ocio en el triste rancho batido de los vientos, hacían de él un ser huraño, que fácilmente se volvía feroz cuando, para asentar la carne, había tomado ginebra. Más triste aún y más bravío había sido el indio, su antecesor, porque, más pobre, tenía que apoderarse por la astucia o la fuerza de los animales que le daban la vida.
Con los años don Ruperto veía aumentar sus riquezas. Innumerables eran las vacas en sus campos, innumerables las ovejas. Y cuando lo vino a visitar y a pedirle trabajo el gringo Giuseppe, le dio una gran majada a interés, sal, yerba y carne a discreción, y tres mancarrones para cuidar las ovejas.
Giuseppe, que en su tierra nunca había andado a caballo, aprendió como pudo a jinetear; y para don Ruperto fueron inagotable fuente de chanzas las habilidades del gringo Giuseppe para quedar pegado de algún modo en el recado. A pesar de su odio para todo lo que era extranjero y de su desprecio para el que no fuera jinete como él, le crió sin saber, cierta simpatía a ese hombre cuya torpeza lo había hecho sonreír siquiera y cuyas ideas eran tan singulares, a veces, tan distintas de las que siempre había tenido él.
Ese Giuseppe, que en Italia no había comido carne sino en ciertos días de fiesta grande, había quedado entusiasmado al ver pendiente del alero de su rancho un capón entero carneado para él solo por don Ruperto. Mal que mal, lo había cocinado, haciéndose pucheros homéricos, hartándose, solita su alma en el rancho, de exuberantes asados, lamiéndose los labios y relamiéndose los dedos empapados en grasa. Encontraba buena la vida en América. Aprendió él también a carnear, aunque torpemente y durante los primeros tiempos comió tanta carne que, de seguir así, hubiese conservado pocos capones para la grasería.
Pero pronto se cansó; hasta casi se enfermó, y le entró la nostalgia del pan.
Le pidió a don Ruperto que le diese pan. ¿Pan? ¿Qué podía ser eso? Y se lo explicó Giuseppe. Casi se rió de veras don Ruperto esta vez. Realmente se iba volviendo alegre con las ideas estrafalarias de Giuseppe. ¡Qué gringo, ése!
Don Ruperto bien se acordó haber comido, algunas veces, algo medio parecido: una especie de cosa dura y quebradiza, que llamaban galleta, amarillenta en el interior, con olor a moho y preguntó si era esto lo que tanto entusiasmo despertaba en el ánimo del piamontés. Por él prefería cualquier churrasco, aun mal cocido en las cenizas. «Era mancarrón muy viejo, decía, para aprender a comer maíz».
Giuseppe hizo venir de su tierra una bolsa de trigo y la sembró como pudo. La cosecha no fue grande; a los animales les gusta el trigo verde y don Ruperto dejó a Giuseppe que defendiese contra ellos como pudiese sus yuyos inútiles.
Asimismo le facilitó yeguas para trillar el grano dorado y lo hizo ayudar por los muchachos para construir un horno de barro.
Fué tosca la primera harina; el molino era primitivo. No era muy buen panadero Giuseppe; y el primer pan que hizo fue poco apetitoso. Pero lo comía con tanta fruición, con tanta devoción, que don Ruperto, a pesar del aire socarrón con que lo miraba, quiso también probar un bocado. Era bueno con la carne. Y se fue acostumbrando tan bien que, cuando no hubo más, le pareció insulso el más sabroso asado.
Se interesó en la futura mies que ya iba asomando; hacía espantar por los hijos la hacienda golosa que siempre trataba de venir a robar algunos de los sabrosos tallos del trigo en flor; contemplaba, admirado, la maravillosa alfombra de oro, toda tornasolada por el soplo del viento. Esperó con impaciencia que el sol de diciembre hubiese acabado de madurar las espigas cargadas de grano.
Había hecho un corral bien pisoteado para poder hacer la trilla con yeguas; en un galpón había establecido una tahona para moler el grano, y con Giuseppe, había construido un horno más cómodo, en una gran pieza dotada de todos los accesorios y útiles necesarios para trabajar la masa y preparar el pan. Hubo trigo para comer pan todo el año. No hubo ya, en casa de don Ruperto, caldo sin sopas, ni churrasco que no tuviese por compañero una tajada del precioso alimento. Como siempre, abundaba la carne, pero parecía tener otro gusto con pan. Don Ruperto había aprendido a reírse, y de buenas ganas ahora se reía, sin burlarse de Giuseppe. Sus ojos no eran biliosos como antes; su genio más dado, más amable, su cara menos enjuta, menos amarilla, hacían de él otro hombre. No peleaba ya por cualquier motivo. El ocio parecía serle pesado; sentía en todo su cuerpo una exuberancia de fuerza muscular que clamaba por emplearse, y siempre buscaba en qué ocuparla. Una sangre más generosa corría en sus venas; adivinaba cosas en que nunca había soñado; cuidaba con más ahínco y mayor inteligencia sus haciendas, comprendiendo quizá que ya que vale más un hombre bien mantenido, también se deben mejorar los animales con mejor alimento. Y glorificaba el pan traído por Giuseppe.
Un día llegó a lo de don Ruperto otro extranjero en busca de trabajo. Lo convidaron a cenar, y juntos comieron carne y pan; y después de la cena, circuló un jarro de lata con agua del pozo. El forastero tenía sed y tomó un gran trago; pero observó que semejante cena, por su abundancia y su calidad, bien hubiera sido digna de quedar coronada con una buena copa de vino.
Don Ruperto, que desde que comía pan había renunciado a la bebida, dijo que bastaba con agua. Pero Giuseppe apoyó al otro, diciendo que el vino, lo mismo que el pan, sostenía las fuerzas del hombre y le daba alegría sana para soportar les pesares de la vida.
Don Ruperto, para probar, permitió que el recién venido -Luis, se llamaba, y era francés-, plantase las viñas que quisiera.
Pocos años pasaron antes que pudiesen los tres convidar a los vecinos a celebrar en un opíparo festín el resultado de la primera vendimia. Y don Ruperto, levantando su copa rebosante del generoso líquido, bendijo la venida a su tierra de gente tan útil y tan buena como Giuseppe y Luis, viendo ya diseñarse en el horizonte cercano la riqueza futura de su patria querida, la Argentina, poblada por la raza vigorosa, valiente y alegre, que juntos, no tardarían en proporcionarle la Carne, el Pan y el Vino.
Tata, cuéntenos un cuento.
-¡Oh! ya no sé cuentos, yo; ¡todos los días un cuento! no tengo más.
-Sí, sí que tienes. Siempre tienes cuentos; busca bien.
-Mejor será que se vayan a dormir, de una vez.
-Después, tata; después del cuento.
-¡Muchachos fastidiosos! Bueno; les voy a contar la historia de Pepito y de sus cinco kilos de maní.
-¡Ah! ¿cómo es? ¡a ver! ¡chito!
-Había una vez una familia muy pobre de italianos que, en su tierra, vivía con mucha dificultad, a pesar de trabajar mucho. Acabaron por embarcarse como emigrantes y se vinieron a la Argentina. El padre, en Buenos Aires, se conchabó de albañil, la madre se puso de lavandera, la hija mayor, que ya sabía leer, mujercita de trece años, cocinaba para todos y José, chiquilín de diez años, iba a la escuela del Gobierno.
Y la vida se les hizo tan fácil que no podían sino bendecir esa tierra hospitalaria, que no sólo los hacía felices, sino que también daba a sus hijos gratuitamente la instrucción.
El pequeño Giuseppe, que al llegar había cambiado su nombre por el de José, pronto fue conocido por Pepito, en el conventillo donde con sus padres vivía y en la escuela donde estudiaba y Pepito por su buen genio, su viveza y su amabilidad, se había hecho querer tanto de todos que, lo mismo en el conventillo que en la escuela, gozaba de verdadera popularidad En la escuela, trabajaba con ahínco, deseoso de aprovechar todo lo que le podían enseñar, y sus progresos eran grandes; sus maestros lo querían y lo apreciaban, pues era estudioso, tranquilo, serio y ordenado.
El padre, de vez en cuando, para recompensarlo de sus buenas notas, le regalaba un cobre. Dos centavos, para muchachos acostumbrados, como ustedes, a manejar billetes de Banco o por lo menos muchas monedas de níquel, no representan más que una cantidad despreciable, casi negativa; pero un muchacho pobre, con ese mínimum de fortuna, encuentra medio de proporcionarse goces que por modestos que sean, no dejan de hacerle pasar momentos deliciosos. Hay caramelos de 0.02; hay galletitas, pasas, pastillas y hasta, creo, cigarros de chocolate; también hay cartuchitos llenos de maní tostado que venden en la calle, por 0.02, bastante grandes, y ésta era la golosina preferida de Pepito... quizá por lo nutritiva.
Durante dos o tres años, no pensó en aprovechar en otra forma los centavos que le regalaba su padre. Pero, a medida que crecía y se hacía hombrecito, empezaba a pensar que ya que todos, alrededor suyo, ganaban plata, bien podría él también ganar algo. De vez en cuando, las mujeres del conventillo lo ocupaban en changuitas: llevar una ropa, o entregar costuras, o ir al mercado a comprar alguna cosa y siempre le daban cobres. El no era exigente, por supuesto, y con cualquier cosa se conformaba. Pero, como no podía comer tanto maní, pronto hubo amontonado en el fondo de un bolsillo un peso enterito: ¡un capital! Y le vino una idea.
Se había hecho muy amigo con un dependiente del almacén de la esquina y por él supo que un kilo de maní tostado valía treinta centavos. Tuvo la curiosidad de hacer pesar uno de los cartuchos que compraba en la calle por $ 0.02 y vio que sólo contenía veinte gramos. Sus conocimientos en aritmética inmediatamente puestos en práctica le demostraron que de cada kilo sacaba el hombre cincuenta paquetes de a 0,02, es decir, un peso y que, por consiguiente, ganaba setenta centavos en cada kilo de maní, y ese cálculo le abrió horizontes sin límite.
Se le ocurrió preguntar al almacenero cuánto le cobraría si le comprase en una sola vez cinco kilos de maní.
-«Pero, te vas a empachar, muchacho -le dijo el hombre. -Mira que es muy indigesto».
-«¡Oh!, no es para comer».
-«¿Y para qué, entonces?».
-«Para vender».
-«¿Te vas a poner de vendedor de maní?».
-«Tengo ganas; se debe ganar mucha plata».
Al almacenero le gustó la ocurrencia, y le vendió por un peso los cinco kilos de maní, fiándole por veinte centavos un buen lío de papel de estraza para hacer los cartuchos. Cuando llegó a su casa con lo que había comprado, tuvo que explicar a sus padres lo que pensaba hacer con todo aquello, y, como buen negociante, para quien la mercadería es cosa sagrada, ni probó siquiera él mismo un solo maní, ni permitió que nadie sacase de la bolsa. Le parecía que hubiese semejante atentado falseado la contabilidad de su negocio naciente.
Consintió, sin embargo, en pagar con algunos cartuchos la ayuda que le prestó su hermana para preparar el maní para la venta, pues esto ya era otra cosa, y todo negocio tiene sus gastos generales.
Quedaba por resolver un grave problema. Necesitaba una canasta grande, y no le alcanzaban los fondos para comprarla: pero la mujer de un verdulero que vivía en el conventillo, le prestó una que tenía de sobra. Antes de salir para la escuela, preparó la canasta, llenándola bien con cartuchos; y, al salir de clase, corrió hacia su casa, que quedaba a una cuadra apenas, dejó los libros y, con la canasta al brazo volvió a situarse frente a la puerta de la escuela de donde iban saliendo despacio los muchachos.
Y con todas sus ganas pegó un gran grito: -«¡Maní tostado, a dos centavos!». Los niños creyeron que era una broma y acercándosele, quisieron algunos aprovechar la bolada y comer maní de arriba. ¡Pepito era tan bueno! Sí, Pepito, muchas veces, cuando compraba un cartucho, menos maní comía del que regalaba; pero Pepito comerciante era un tigre; y de un manotón enérgico rechazó las manos atrevidas que querían, sin soltar los centavos, agarrar el maní. Y como tenía hecha su fama tanto de fortacho como de bueno, pronto renunciaron todos a comerle maní sin pagar.
Volvió con la canasta vacía y dos pesos en el bolsillo. El día siguiente aumentó la venta; y cada día creció, pues entre los muchachos había entrado la moda de comprar maní a Pepito. Tanto que todos los padres se veían asediados por los niños que pedían, antes de salir para la escuela: «Dos centavos, tata, para comprar maní a Pepito».
Vino el día en que el muchacho calculó que con los pesitos que ya tenía le haría más cuenta comprar, lo mismo que el almacenero, una bolsa entera de maní crudo y una resma entera de papel de estraza; pero, para llegar a realizar tan importante operación, los recursos materiales eran lo de menos; pues era preciso también atreverse a entrar en uno de esos grandes y suntuosos almacenes, donde cargan y descargan continuamente carros inmensos, numerosos peones de imponente corpulencia, haciendo rodar por la acera esas barricas tan amenazadoras para las piernas de los transeúntes, o llevando al hombro bolsas pesadas y cajones de todo tamaño. A Pepito, más que todo, lo intimidaba la gran balanza reluciente a ras del suelo, con sus columnas de bronce, y su cuadrante que parecía una cara, puesta frente a la puerta como guardián vigilante, para no dejar entrar ni salir nada ni nadie, sin tomar apunte.
-«Como la de tu almacén, tata» -interrumpió uno de los niños.
-«Justamente» -contestó el padre; y prosiguió: -Transcurrieron unos días sin que Pepito osara traspasar el umbral de un almacén situado no muy lejos de su casa, al cual había echado los puntos. Siempre estaba en la puerta un señor, algo grueso, muy barbudo, rubio, con el lápiz en la mano, apuntando las mercaderías que entraban y salían; y más de una vez, tanto él como los peones, le habían gritado a Pepito que se retirara.
-«¡Quítate de ahí, estorbo!»
-«¿Qué haces ahí, como un poste?».
Y mil otras cosas, a veces no tan suaves, únicas invitaciones a entrar que recibiera. Hasta que un día, latió su corazón al ver que descargaban varios carros de maní. Las bolsas eran grandes y había muchas; el señor rubio ahí estaba apuntando. Se atrevió Pepito.
-«Véndame una bolsa de maní, señor».
El hombre lo miró y dejando vagar una sonrisa por la espesura de su barba, le dijo:
-«Anda, compra un cartucho».
Pero Pepito insistió y preguntó cuánto valía una bolsa. Cuando supo que más o menos pesaba cincuenta kilos y valía alrededor de seis pesos, sacó del bolsillo doce pesos y los tendió al señor rubio para que le diese dos bolsas.
-«No vendemos menos de cinco bolsas» -contestó éste.
Contestación algo desalentadora, pero que marcaba para Pepito una etapa nueva hacia el éxito final. Sabía ahora que con treinta pesos podía asegurar un negocio en base sólida, y siguió con más empeño que nunca vendiendo y ahorrando. Poco tiempo después, se pudo presentar, y esta vez con todo aplomo, al señor rubio de los apuntes, a quien dijo, no sin cierto orgullo:
-«Vengo a comprar cinco bolsas de maní».
Estaba ahí, por casualidad, el mismo patrón de la casa, quien se informó con cierto interés de lo que pedía el muchacho. Y de pregunta en pregunta, pronto lo supo todo.
-«Está bien esto, muchacho -le dijo.- Sigue no más trabajando que te hemos de ayudar».
Pepito se fue algo hinchado por el éxito de su negociación, y pensando ya que en lugar de vender con mucho trabajo maní tostado por cartuchos de a 0,02 a los niños de la escuela, haría mejor en vender por bolsas maní crudo a los muchos ambulantes que empezaban, con sus carritos de locomotora, a hacer difícil la competencia. Y al primero que encontró le ofreció venderle una bolsa de 50 kilos por siete pesos y medio. El otro, que compraba en cualquier parte por veinte kilos a la vez, y pagaba, por supuesto, mucho más caro que lo pedido por Pepito, aceptó. Y éste siguió buscando clientes y pudo en todo el día -corriendo, es cierto, mucho, -realizar sus cinco bolsas de maní, y se ganó neto, dándole algo al carrero por el reparto, seis pesos.
Volvió al almacén a comprar otras cinco bolsas y las pagó. Pero antes que acabara el día, había vendido diez, formando su clientela de ambulantes de tal modo que a él solo querían comprar todos. El negociante, admirado de la actividad y de la habilidad del muchacho, puso a su disposición otras mercaderías a precios muy acomodados, sin exigirle dinero sino después de cobrarse, y no tardó Pepito en ser dueño de un capitalito bastante regular, ganado por su trabajo de cada día, de cada hora.
En el vaivén de los negocios de una gran ciudad como Buenos Aires nunca falta algún fracaso; y cuando Pepito estuvo ya en edad de trabajar por su cuenta, de ser negociante con firma registrada, fácilmente encontró cómo emplear su dinero, comprando con plata en mano, y por esto mismo, en muy ventajosas condiciones de precio, un almacén en estado de quiebra.
Desde ese día, los negocios de José Giavelli...
-«¿Se llamaba como usted, tata, Pepito? -interrumpió admirado el mayorcito de los niños».
-«Sí, hijito; una casualidad» -contestó el padre, sonriéndose; y siguió:
-Desde ese día sus negocios fueron aumentando sin cesar y rápidamente. Pronto ya no compró cinco kilos de maní para venderlos en cartuchos de a dos centavos, sino, muchas veces, quinientas bolsas de maní, o quinientas de arroz o de azúcar. Acabó por importar cargamentos enteros de todas clases de mercaderías de todos los países del orbe; a exportar por centenares de miles de pesos el trigo, la lana y los cueros. Ahora posee grandes estancias y si todavía sigue trabajando, es únicamente porque no le gusta el ocio.
Hace muchos años, como bien lo pueden creer, que su padre ha dejado de trabajar de albañil y su madre de lavandera, pero no por esto los hijos de José Giavelli -de Pepito,- despreciarán al obrero que, con penoso trabajo de sus manos, atiende las necesidades de su familia; y querrán a su patria, la Argentina, doblemente por haber sido para sus abuelos y sus padres de tan hospitalaria generosidad.
-«¿Ya se acabó?» -preguntó el más chico de los niños.
-«Ya» -dijo el padre.
-«¿Y quién es Pepito?» -preguntó el mayorcito lleno de ganas de averiguar una duda que tenía.
-«Pepito, no más -dijo el padre- ¡A ver a ver! ¡a dormir!»
La laguna aquerenciadora Cuando, en 1870, llegó a la Argentina Juan Bautista Loritegui, no venía por cierto, el pobre, en son de conquista, sino que más bien caía como pájaro arrollado por la tempestad, extraviado y maltrecho.
Cansado de sufrir y de trabajar, en su tierra, con tan mezquina manutención y tan miserable salario que, ni siquiera una vez en su vida, había por casualidad podido saciar su hambre juvenil, se había embarcado, como tantos otros vascos, para la América del Sur.
Pronto se había conchabado en un tambo de los suburbios, en casa de un compatriota suyo, con un sueldo regular que, por comparación, le parecía una fortuna, y lo que todavía le parecía mejor, leche y carne a discreción, como si en la Argentina fueran Pascuas todos los días del año. La verdad que tampoco era oficio de haragán el suyo, pero, al fin y al cabo, no era mucho menos lo que, toda la vida, había tenido que hacer allá, en los Pirineos; y también le gustaba más, pues había tenido siempre predilección por las vacas. En su tierra, sólo ordeñaban las mujeres, porque, cuando muchas, no tenía cada chacarero más de dos o tres lecheras, pero de muy buenas ganas lo hacía él, en su nueva condición de inmigrante sin orgullo, dispuesto a todo para comer, primero, y para hacerle después seña a la fortuna, si se presentaba la ocasión.
A la madrugadita, de noche, más bien dicho, había que llenar los tarros, cargarlos en las árganas y echar a trote largo, camino de la ciudad, cruzando pantanos de sal-si-puedes, pisando barro el caballo hasta el encuentro, muchas veces, mojado hasta los huesos o quemado por el sol, pero cantando, lo mismo bajo el agua del cielo que bajo el fuego estival. Y de puerta en puerta, al trote siempre, para sacudir la leche hasta que se desprendiera la manteca fresca para las parroquianas preferidas, iba por los entonces atroces empedrados de la capital, saltando del caballo, midiendo leche, llenando tarritos, tazas, jarros y jarrones, amontonando en el tirador los pesos y volviendo a saltar y a bajar y a saltar otra vez, a cada rato, hasta la hora de volver a la chacra con los demás lecheros, vascos todos, alegres compañeros y de conversación tan sonora que con éxito luchaba con el ruido de lata de los tarros vacíos y hasta lo dominaba.
Tarea penosa para quien no fuera vasco, pero Loritegui no era hombre de acobardarse por tan poca cosa, y el único descanso que conociera era entregarse de vez en cuando con pasión a su ejercicio favorito, en la cancha de pelota.
Dejó pasar así algunos meses, el tiempo de acriollarse algo, de conocer un poco el país, de oír hablar de otros vascos que se enriquecían afuera, en la Pampa, criando ovejas o vacas. Supo que yéndose algo lejos de la ciudad, se encontraban campos sin dueño, donde, si bien se corría algún riesgo de tener que pelear a veces con los indios, también podía uno hacerse rico pronto, con tal que lo favoreciese un poco la suerte; y con los pesitos que había podido ahorrar, salió para el Sur.
Trabajando en las estancias pudo aprender lo que era la Pampa, conocer sus recursos y los medios de aprovecharlos y cuando, después de un año de andar rodando en varios establecimientos, llegó al Azul, y supo que hasta ahí no más alcanzaba el ferrocarril, pronto realizó el sueño de irse más allá, donde podría trabajar, con peligro de la vida quizá, pero también con alguna esperanza de adelantar ligero.
Compró algunas vacas, salió con ellas en dirección al fortín Olavarría; siguió camino despacio, ayudado por dos gauchos baqueanos de aquellos campos, que no pedían otra cosa que agregarse con alguien que les suministrase la tumba y los vicios.
Supieron por allí que hacía tiempo que no se oía hablar de malones. Los indios, según parecía, se habían arreglado con el gobierno; recibían yeguas para comer y otros auxilios, y dejaban prosperar en paz a los hacendados. Se internaron, pues, con el arreo, sin mayores apuros, hasta dejar a un lado las sierras y llegaron así a orillas de una laguna espléndida, barrancosa, extensa, honda, de agua cristalina y dulce, y tan linda le pareció a Juan Bautista, que resolvió quedarse allí con la hacienda y solicitar del gobierno la propiedad del campo.
Rudimentaria fue la instalación; pero, asimismo, bastante resguardada, con buenas zanjas, para que la indiada, en caso de volver, encontrase trabajosa la entrada a las casas.
Los pastos eran abundantes en el valle, sabrosos y engordadores, y la laguna era de agua tan rica, que produjo sobre las vaquitas de Juan Bautista el mismo efecto que sobre él mismo, aquerenciándolas en seguida; siendo lo más raro que no se llegaba a ella un animal sin experimentar esa misma influencia.
Los indios siempre dejaban abandonados numerosos animales rezagados, al arrear el inmenso botín de sus malones; los estancieros, por su lado, cuidaban con poco esmero, pasando a veces varios años sin herrar, sin recoger siquiera; y de tantos animales errantes, en busca de agua o de pastos buenos o de la querencia antigua, que vagaban en esa zona intermedia de las estancias y de las tolderías, no podían dejar, algunos siquiera, de dar con la laguna de Loritegui; y una vez que habían probado sus aguas, descansado en sus orillas, saboreado sus pastos floridos y cambiado pareceres con las vacas del vasco, allí no más se quedaban. Loritegui herraba, sin admirarse sobremanera de que su hacienda hubiese parido terneros de dos, tres y hasta de cinco y más años, y se aumentaba el rodeo en una proporción fenomenal.
Por otro lado, el vasco no quedaba inactivo; cuando no se juntaban de por sí animales alzados con los suyos, muy bien sabía él, con sus peones y algunos otros gauchos conchabados al efecto, pegar una volteada en un radio de muchas leguas en derredor y agregar así paulatinamente otros al rodeo primitivo.
También sabía que un animal sólo vale mientras está gordo y también que la gordura pronto desaparece por cualquier causa, más ligero aún de lo que ha venido; y por esto no se descuidaba, revisando continuamente la hacienda y mandando tropas de novillos gordos cada vez que alcanzaba a tener de ellos bastante número para que valiera la pena. Caían en plaza, bien o mal, y se vendían por lo que diesen; pero, cualquiera que fuese el resultado, siempre era mejor que esperar que los animales volviesen a enflaquecer.
Loritegui se iba haciendo dueño de una regular fortuna y ya podía acariciar la esperanza de que pronto las diez leguas de campo que circundaban la laguna aquerenciadora llegarían a ser de él, pues las iba poblando cada día más, de hacienda y la hacienda le daría para comprarlas.
De los malones de los indios había sufrido poco hasta entonces y poco ya se preocupaba de ellos, pensando que para siempre habían concluido, cuando corrió el rumor de que, habiéndose juntado todos los caciques de la Pampa, preparaban una formidable invasión; y antes, de que el gobierno hubiera podido mandar las tropas necesarias para atajarles el paso, llegaron las huestes arrasadoras hasta cerca del Azul, saqueando, matando, incendiando y se llevaron un arreo como nunca lo habían podido hacer, pues nunca habían estado aquellos campos tan poblados de hacienda como entonces.
Cuando Loritegui supo que venía la indiada, a pesar de los consejos de sus peones, se negó a disparar, y dejando que otro aprovechase el parejero que para ese caso siempre había tenido listo, se encerró en el rancho, con los dos gauchos que con él habían venido de adentro.
Le parecía de poco valor la vida, perdiendo los bienes adquiridos, y todo junto lo quiso arriesgar. Pero los indios andaban de prisa; arrearon con toda la hacienda, sin tratar siquiera de entrar en el rancho que, por sus fortificaciones, les pareció quizá difícil de sorprender, y por su pobreza, de poco provecho, y se fueron sin darle ni ocasión a don Juan Bautista de desquitarse algo, haciendo con el rifle estragos entre ellos.
Quedó el pobre del todo desconsolado cuando vio esfumarse entre las brumas del horizonte la nube de tierra en que trotaba envuelto el montón de su hacienda. Se puso a llorar, descorazonado, y quedó encerrado sin querer salir una sola vez durante más de una semana. Sus peones, para distraerlo, lo querían llevar a recorrer el campo; pero:
-«¿Para qué? -decía él-, si ya no hay hacienda que repuntar».
Un día miraba con tristeza el campo desierto; por lejos que echase la vista, no alcanzaba a divisar un solo animal; hasta el último ternero se habían llevado los indios. Del espejo azul de la laguna se levantaba al rayo del sol un vapor transparente que, por la distancia, formaba en el horizonte una brillazón; Loritegui la contemplaba con la indiferencia del que ya perdió hasta la ilusión de la esperanza. Pensaba con dolor que se le iba a vencer el plazo para pagar al gobierno la última cuota del campo y que, no teniendo ya con que hacer plata, iba a perder también sus derechos a la propiedad.
-«Y de todos modos -murmuraba,- ya que no tengo más haciendas, ¿para qué necesito campo?»
De repente, lleno de alegre emoción, se irguió: clavó la mirada en el espejismo y detuvo un grito de admiración. La brillazón iba cambiando de aspecto, de forma, de color; su inmenso y turbio espejo sólo reflejaba, un momento antes, las pajas altas y los yuyos grandes que crecían en la orilla de la laguna, indicando con claridad cierta mancha rosada que en la orilla había una bandada de flamencos, inmóviles como quien sueña. Ahora, se agitaban y volaban los flamencos; el espejismo, todo removido, se cargaba de tonos obscuros mezclados de manchas claras. Aumentaba la agitación de la nube transparente, se extendía en ella como una pincelada negruzca en forma de media luna y ya no pudo tener duda Juan Bautista de que en la laguna estaban tomando agua muchos animales. Llamó a sus dos peones y les enseñó lo que tanto le turbaba. Primero temieron ellos que los indios hubieran vuelto; pero fue sólo un recelo inconsciente y rápido, pues con sólo mirar no se podían engañar: era hacienda, hacienda vacuna, mucha hacienda, y hacienda sola, sin nadie que la arrease; de todo esto no cabía duda, y, sin correr ningún riesgo, podían los tres -lo que en seguida hicieron -aproximarse a ella y reconocerla. Ensillaron tres de los caballos que hasta ese día habían tenido encerrados en el reducto de las casas y dando una gran vuelta para no asustar los animales y dejarles tomar agua a su gusto, se les acercaron despacio, bastante para ver que las vacas que hacían de punteras eran las que quedaban de las mismas primeras que había comprado Loritegui en el Azul, y que entre los tres habían traído hasta la laguna.
Tan aquerenciadora había resultado ésta para ellas, que al ser batidos los indios por las tropas del gobierno, no habían esperado que las arreasen por otra parte, y mientras seguía la persecución a los salvajes, despacio, pero sin parar, habían punteado para ella, y como las que desde entonces había ido juntando con ellas don Juan Bautista también conservaban de la laguna el mejor recuerdo, siguieron a las compañeras.
Pero lo más raro fue el inmenso arreo quitado a los indios y provisionalmente abandonado a su suerte por los vencedores, hasta que volviesen de la sableada, desorientado por la caminata, por el hambre y el cansancio, y por la enorme mixtura producida en marcha tan apurada entre haciendas sacadas de tantas partes distintas, siguió también en su mayor parte a las punteras de don Juan Bautista Loritegui. Y éste, viendo que en todas esas haciendas había miles de vacas orejanas, las rondó con sus peones para que se quedasen en el campo; de todos modos, cabían todas; la parición se acercaba; seguramente tan lejos no vendrían todos los dueños a reclamar en seguida las suyas, y una vez grandecitos y herrados los terneros que iban a nacer, con echar del campo las madres, quedaba asegurada la... pichincha.
-¡Viva la laguna aquerenciadora!- exclamó Loritegui, tirando al aire la boina.
-¡Viva!- contestaron los peones, y para descansar de tanto charque, pues no comían otra cosa desde el malón, enlazaron una vaquillona gorda y la asaron con cuero.
Cuidaba Juan, en su tierra, como pastor a sueldo -¡y qué sueldo!- un rebañito de cincuenta ovejas. Cincuenta ovejas, allá, no las tiene cualquier pobre, y el rebaño que cuidaba Juan pertenecía a un propietario rico de su pueblo natal. Pero quería a sus, ovejas como si hubieran sido de él; las conocía a todas y a cada una, sabía sus mañas, se acordaba de qué madre era hija tal o cual de ellas, y cuando nacían los corderos redoblaba sus atenciones para que ninguno se perdiese. Asimismo, no dejaba de avisar a su amo cuando algunos animales habían engordado bastante para ser entregados con provecho al carnicero, pues el amor que les tenía no podía impedir que cumpliese con su deber, por cruel que fuera.
Sucedió que un día murió el dueño de las ovejas y que sus herederos las remataron y despidieron a Juan. Fue grande su desconsuelo; cuidaba admirablemente las ovejas, pero no sabía ni quería hacer otra cosa, y como no encontrara colocación de pastor, corría el riesgo de morirse de hambre, cuando volvió de la Argentina uno de sus compañeros de infancia. Este traía, después de algunos años de ausencia, bastantes ahorros; había cuidado él también ovejas, pero en la Pampa; y contaba que allí las majadas no son de veinte o cincuenta ovejas, sino de miles de cabezas, y que se cuidan a caballo, no en el borde de los caminos y en las orillas de los trigales o de los montes, sino en llanuras inmensas, pastosas y casi desiertas.
-«¿Por qué no vas? -le dijo a Juan-. Allí te han de dar una majada grande, de mil cabezas por lo menos, a interés, y, como eres buen cuidador, pronto te pones rico».
Juan pudo juntar algunos francos, trabajando de jornalero en cualquier cosa, y siguiendo el consejo de su amigo, se embarcó en Burdeos. Al llegar a Buenos Aires, pronto encontró conchabo para el campo y fue como peón a una estancia del Azul. Nunca en su tierra había andado a caballo y lo emplearon primero en trabajos de a pie; pero no perdía ocasión de montar, aunque fuera por un rato, en algún mancarrón, y demostraba tanto interés por las ovejas, tratando siempre de ponerse al corriente de todo lo que a cuidado de majadas correspondía, que, al poco tiempo, su patrón le confió un puesto con mil ovejas al tercio, como entonces era costumbre.
El año vino regular: en las majadas hubo poca sarna, bastante parición y los capones engordaron bien; pero en la de Juan no hubo ni rastro de sarna, su parición fue sobresaliente y de ella apartó el resero doble número de capones que de cualquier otra. El patrón se admiraba; pero Juan le explicó que, siendo soltero, carneaba raras veces y sólo ovejas viejas; que todas las mañanas, permitiéndolo el tiempo, hacía pasar por el chiquero dos puntitas de ovejas para curar las manchas de sarna que pudiera haber, y que cuando iba a empezar la parición, apartaba las ovejas preñadas y no se despegaba de ellas ni de día ni de noche hasta que estuvieran señalados los corderos. El resto del año se lo pasaba en el campo con la majada, pastoreándola en los mejores retazos, sin estorbarla asimismo, ni impedir que se extendiera a su gusto y comiese bien.
De este modo, no podía cundir la sarna en sus ovejas, la lana era de mucho peso y de primera calidad; no se le perdía un solo animal, todos los capones quedaban para el matadero, los corderos no se aguachaban y las mismas ovejas viejas eran aprovechadas.
Al cabo del segundo año, el patrón de Juan, además de su majada al tercio, le dio un interés sobre todas las ovejas de la estancia, con tal que vigilase un poco a los demás puesteros y les enseñase a cuidar como él lo sabía hacer. La mayor parte de ellos empezaban a hablar de curar la sarna cuando ya andaban las ovejas harapientas y andrajosas, que ni con bañarlas se hubiera podido conseguir el vellón entero; todos tenían por costumbre confiar la majada a los muchachos; la soltaban por la mañana, dejándola ir a donde quería y se mandaban mudar para la esquina; carneaban los capones más gordos, malgastaban la carne, dejaban los cueros echarse a perder, se les extraviaban puntas de ovejas, las viejas morían por allí entre las pajas y se perdían con cuero y todo, los corderos se aguachaban, y al fin del año, se encontraba el patrón con poca lana y de poco valor, pocos capones, poco aumento, y renegaba contra los puesteros, y éstos también renegaban, porque no ganaban nada.
Juan tuvo que tomar también un muchacho para que le ayudase a cuidar la majada, pero sólo lo dejaba a ratos, cuando tenía que ir a algún puesto o a recorrer el campo, y con orden de no abandonar la majada hasta que volviese. A cualquier hora caía en los puestos para ver lo que hacían los puesteros; los obligaba a pastorear sus majadas, les enseñaba que sólo el pastor que quiere a sus ovejas saca provecho de ellas; les ayudaba a curar la sarna, a apartar las madres; les señalaba las ovejas viejas que podían comer; en una palabra, los instruía con sus consejos y su ejemplo, y al fin del año pudieron ver todos, desde el patrón hasta el último puestero, que si no dan casi nada las ovejas mal cuidadas, mucho dan cuando se las atiende como es debido.
Juan llegó así a tener, al cabo de algunos años, un capitalito bastante regular y pensando con razón que para trabajar en la Argentina toda la vida conchabado, mejor hubiera sido quedarse en su tierra, dejó a otro el puesto y compró un campito y dos mil ovejas.
Si siempre, por cuenta ajena, había cuidado con amor, empezó, cuando se trató de ovejas propias, a cuidarlas con pasión. A fuerza de asiduidad y de esmero les hizo rendir productos desconocidos hasta entonces; mejoraba sin cesar la cría, vendiendo o comiendo toda oveja gorda que no fuese de muy buena lana o hubiese pasado de cierta edad, comprando carneros finos en la medida de sus medios, pero con ojo tan certero que siempre le salían baratos; y sucedió que bien pronto no tuvo capones para vender, pues todos sus corderos machos se los disputaban los estancieros vecinos para carneros de sus majadas de campo.
Los primeros pesos siempre son difíciles se adquirir; pero con ellos viene la experiencia, y una vez que uno los tiene bien seguros, se reproducen a menudo con pasmosa rapidez; y así le pasó a Juan. Cuando hubo juntado otra buena cantidad, compró otro campito y también lo pobló de ovejas, y desde entonces cada vez que le alcanzaban para ello las fuerzas, compraba otro campo y lo poblaba del mismo modo.
Los mismos puesteros que habían trabajado con él desde un principio, le servían para dirigir y vigilar a los demás, pues a medida que aumentaba el número de sus estancias, necesitaba más mayordomos, capataces y puesteros; y acordándose de lo pobre que había sido y de la ayuda que le habían valido su trabajo y su buena conducta, se mostraba liberal él también con todos los que lo habían servido bien, cuidando las ovejas como se les había enseñado.
Y ahora, cada año, en la esquila, la bola de nieve de los blancos vellones de lana de sus innumerables ovejas, representaba una fortuna; una, dos, tres estancias nuevas se venían a agregar a las que ya poseía, y se poblaban de majadas, con su dotación de carneros refinados, siendo cuidadas por puesteros bien enseñados que de antemano sabían que para quedar en sus puestos tenían que cumplir con todas las obligaciones del buen pastor, y que la primera es querer a sus ovejas hasta sacrificarse por ellas.
Juan, por supuesto, ya sólo podía recorrer sus numerosas estancias, y con esto, no más, tenía bastante que hacer; pero no dejaba pasar nada, y como, el día menos pensado, caía en cualquiera de sus establecimientos y lo inspeccionaba todo, no por encima, como suelen hacer muchos patrones que nunca han sido peones, sino hasta en los más pequeños detalles, los mayordomos siempre se mantenían alerta y ni por un momento hubieran aflojado la rienda a su gente.
El resultado fue que, al cabo de unos veinte años, Juan, en su tierra humilde pastor a sueldo de cincuenta ovejas, era dueño de dos millones de ovejunos que pacían en múltiples campos de su propiedad, diseminados en las fértiles pampas de la República Argentina, rebaño enorme que ni en Rusia, ni en Australia tiene ni ha tenido rival, ni lo tendrá jamás.
... Esto también, ¿no es cierto?, parece cuento de hadas, y, sin embargo, no es cuento.
Don Benito era un modesto hacendado criollo que trabajaba a la antigua, si se puede llamar esto trabajar. Tenía campo, no mucho, una suerte de estancia, pero de regular calidad; tenía vacas, ovejas y yeguas, lo que le daba para vivir, sin mayor empeño, pero sin mayores comodidades. Madrugaba, como si tuviera mucho que hacer, pero sólo para tomar mate hasta más no poder, y, mientras tanto, iba un peón a buscar la manada para agarrarle caballo; daba una vuelta por el campo, por el rodeo, si era día de pararlo, y volvía a su casa, donde tomaba otra vez mate hasta la hora de almorzar. Dormía su buena siesta, iba un rato a la pulpería a chambonear al billar o a lucir astucias al truco, daba un repunte a la majada, desensillaba, y después de comer iba a dormir, con la satisfacción íntima de no haber perdido el día.
En la estancia vecina había un peón extranjero muy trabajador y relativamente instruido a quien, por los ojos muy saltones quizás, y la boca muy grande, habían dado los peones criollos el apodo de Sapo. El hombre tenía consigo a un hijo como de catorce a quince años, vivaracho y algo leído, que le ayudaba en sus trabajos; pero, como al muchacho no le pagaban nada, lo conchabó el padre de mensual con don Benito, por algunos pesos.
La mujer de éste, cuando lo supo, se le enojó en grande.
-¿Para qué necesitaba a ese muchacho, a ese gringuito inútil, cuando tenían ellos tres hijos ya en edad de prestar servicios, más o menos de la misma edad que el Sapito ése? Mejor sería acostumbrarlos a trabajar que tirar plata en conchabar gente que no sabía más que comer. ¡Como si necesitasen peones de a pie, ellos que ni siquiera tenían un sauce plantado, ni una cebolla!
Don Benito dejó pasar la tormenta. Le había caído en gracia Sapito; lo había visto muchas veces trabajando en la estancia donde estaba conchabado el padre, siempre dispuesto, alegre, risueño, obedeciendo sin rezongar cualquier cosa que le mandaran, y le había gustado.
Por supuesto bien sabía que, siendo gringo, no podía ser gran jinete; que de cuidar animales poco debía de entender; que el lazo para él era soga, no más; pero para peoncito de mano siempre podría servir, y al fin y al cabo sería un compañero para los muchachos.
Estos, de 12 a 15 años, eran unos paisanitos bastante lerdos, sin la menor instrucción, pues la escuela estaba lejos, y que sólo sabían repuntar la majada, tener el rodeo parado, enlazar de a pie un capón en el corral o un cordero extraviado en el campo y bolear gallinas con boleadoras de carne. Don Benito, como buen padre y buen criollo, no tenía la menor duda de que valiesen ellos por diez Sapitos, ni que Sapito más aprendería de ellos que ellos de él, pero no por esto desistió; dejó que rezongara la mujer y lo trajo para la estancia.
Don Benito cuidaba sus intereses a lo que te criaste, sin saber siquiera que de otro modo lo hubiera podido hacer. Vagamente había oído decir que algunos estancieros estaban haciendo muchas mejoras en sus establecimientos y en sus haciendas, para hacerles rendir más; pero decía él que eran gastos inútiles y mucho trabajo, y que prefería seguir haciendo como siempre había hecho.
No se comía más que carne en su casa, y galleta, y la única verdura que se conocía para echar al puchero era... el arroz.
Sapito, aunque hubiera venido muy chico de su tierra, no podía dejar de acordarse de las cosas buenas que se comían allá, y como en la estancia donde trabajaba, su padre había arreglado una quintita donde había de todo, habló a don Benito de hacer él lo mismo en la suya.
Don Benito primero le contestó enojado que se dejase de embromar, que a él no le gustaban los yuyos, y que había muchas otras cosas más interesantes que perder su tiempo en regar plantas. Agregó asimismo después de un rato, y con tono más apaciguado, que hiciera lo que quisiera, pero con tal que no le costase nada.
Sapito pidió a su padre unas pocas semillas de verduras: cebollas, repollos, ensaladas, etc., y un domingo por la mañana fue a cortar con los muchachos una carrada de duraznillo en el cañadón. Estos lo acompañaron porque les dijo que era para una diversión, pues si hubieran sabido que fuera un trabajo, bien seguro que no van. Y cercó con quincha una pequeña huerta, en la cual, ayudado siempre por los tres muchachos, que ya iban criando interés en lo que les enseñaba, punteó y arregló la tierra en canteritos. Sembró con mucho esmero sus semillas, las regó y cada día por la mañana venía con sus tres compañeros a mirar, a ver si algo ya brotaba. Y cuando, al cabo de unos pocos días, descubrieron las plantitas que salían de tierra, fueron unos gritos de alegría que trajeron en seguida hacia la huerta a don Benito. Vino, con el mate en la mano, preguntando medio enconado por la causa de tanto alboroto, y cuando vio de qué se trataba, se encogió desdeñosamente de hombros, como si despreciara semejantes niñerías; pero en el fondo no le disgustaba del todo que sus muchachos se tomasen tanto interés por ese principio de cultivo.
Cuando algún tiempo después trajeron los muchachos a la cocina un gran repollo y algunas cebollas, don Benito insistió en que a él no le gustaba la verdura, pues nunca, dijo, la había probado, pero asimismo -para hacerles el gusto- se comió buena cantidad de ella. Y cuando ya no hubo repollos en la quinta, fue él el primero en recomendar a Sapito que volviera a sembrar; pues, de cualquier modo, dijo, daño no hacen.
Este, con un aradito prestado, enseñó jugando a los muchachos a arar y entre los cuatro sembraron un retacito de maíz con semillas de zapallo entreveradas. Fue ésta otra ocurrencia que les valió de parte de don Benito algo como una benévola represión: -que estaban perdiendo el tiempo y cansando caballos en cosas inútiles. Asimismo, se hizo de rogar poco para comer choclos, y cuando, con los primeros fríos, vio a los cuatro muchachos muy afanados en juntar el maíz y traerlo a las casas, en la carretilla, y todo el patio llenarse de zapallos enormes y bien sazonados, si bien se encogió todavía algo de hombros, fue sin convicción, y no pudo dejar de exclamar, riéndose:
-«¡Qué Sapito éste!»
Y desde ese día no le mezquinó maíz a su parejero y con él ganó en las carreras lo que quiso, cosa que hasta entonces no le había sucedido.
Sapito, viéndolo ya bien dispuesto, le dijo un día que si tuviese bueyes podría arar mucho más y sembrar papas para comer, todo el año, con la carne.
-«¿Para qué queremos papas? -contestó don Benito-; y a más, no tengo bueyes, ni quiero comprar».
Pero Sapito insistió y le pidió licencia para palanquear unos novillos del rodeo. Don Benito accedió -para que lo dejara en paz -dijo- pero le recomendó mucha prudencia con esos animales; que no los fuera a estropear o hacerse estropear por ellos.
Sapito, que ya se iba haciendo jinete y gaucho para el lazo, con la ayuda de los hijos de don Benito, sacó del rodeo seis novillos, los encerró en el corral y allí, entre los cuatro, los enlazaron y los palanquearon, amasándolos primero un poco, antes de uncirlos al arado. Les costó mucho trabajo, por supuesto, a esos niños; pero se dieron maña y salieron con la suya; y lo bueno es que con tanto entusiasmo todo lo hacían ahora que no quisieron pedir, ni siquiera aceptar, la ayuda de nadie.
No sólo los tres muchachos hijos de don Benito ya se interesaban en los trabajos de Sapito y sus resultados, sino que el mismo don Benito también empezaba a seguirlos con atención dando de vez en cuando una manita, o un consejo, que al fin los viejos siempre saben muchas cosas que ignoran los jóvenes.
-«Es casi una vergüenza -dijo un día Sapito a los tres hermanos,- que, teniendo tantas vacas, nunca podamos tomar un vaso de leche.»
Y la primera vaca que parió la trajeron, entre los cuatro, con el ternero, y la ataron. Era chúcara, pero los muchachos eran diablos y con buenos modos y paciencia acabaron por ordeñarla, y hacer con ella lo que quisieron, dándole cada día un poco de sal y algunas espigas de maíz, y no tardaron en traer otras y tener pronto más leche de la que podía consumir toda la familia.
Don Benito, desde el primer día, bien había declarado que a él no le gustaba la leche; pero fue como los yuyos, los repollos, las papas y los choclos, pues cuando la tuvo se volvió para ella como guacho.
-«Tomo -decía,- porque hay; pero no me gusta la leche.»
Asimismo, confesaba que con el café era buena, y que el arroz con leche, eso sí, le gustaba de veras; y efectivamente, se zampaba los platazos.
Un día vino un resero a ver los novillos. Mantenida como estaba a lo pampeano, la hacienda de don Benito, sólo podía dar novillos para invernada y por consiguiente de reducido valor. Trataron por cierto número de ellos y ya se retiraba el comprador, cuando vio, echados y rumiando aparte del rodeo, los seis bueyes de Sapito. Estaban gordos y lindos, y se enamoró de ellos en seguida el hombre.
-«¿Cuánto pide por esos bueyes?» preguntó a don Benito. Pero éste contestó que eran de los muchachos; que eran los bueyes de arar y que no se vendían.
-«¿Y por qué no los vende, don Benito?» -preguntó Sapito-. «Porque los necesitas, pues, para arar.» -«Venda cuatro, siquiera, don Benito, y enseñaremos otros; lo que sí, cante alto», agregó en voz baja.
Y don Benito, después de corta discusión con el resero, le vendió dos yuntas por doscientos pesos, el doble justito de lo que le daban por los novillos.
Esto ya le quitó las últimas dudas que pudiera haber tenido de que Sapito era un tesoro; pues de haber duplicado el valor de los novillos en un año, al mismo tiempo que les sacaba la chicha con el arado, y producía con su trabajo maíz, papas, zapallos, verduras y todas esas cosas que si poco le gustaban a don Benito no dejaban de ayudar a la manutención de la familia, le parecía rayar en milagro, y cuando el muchacho le aseguró que haría bien en comprar semilla de alfalfa para sembrar siquiera algunas cuadras apenas, apenas se hizo rogar en aflojar los pesos.
Después, Sapito consiguió que hiciera el gasto de una bañadera para, curar las ovejas de la sarna. Fue algo más trabajoso esto, porque se necesitaba bastante plata, pero asimismo consintió don Benito.
-«Este Sapito -decía,- me va a arruinar.» -Y para criar valor y poder resistirle cuando le pedía alguna cosa nueva que no le hubiera querido conceder, consultaba a la mujer. En los primeros tiempos, no dejaba la señora de fulminar sus peores imprecaciones contra Sapito, lo que éste no extrañaba, pues sabía que desde un principio lo tenía entre cejas; pero poco a poco se había ido apaciguando la señora, y una vez que el muchacho había aconsejado a don Benito que comprara un toro fino y dos carneros de galpón, y que éste la consultaba, le contestó, con gran admiración de todos, que ya que lo aconsejaba Sapito, debía hacerlo, pues tenía que conocer que todo lo que había hecho o aconsejado el muchacho siempre había sido para un bien y para el adelanto de los intereses.
Y don Benito compró el toro y los dos carneros que, cuidados por Sapito, ayudado, como en todo, por los tres hermanos que ya le habían criado el mayor cariño, dieron rápidamente grandes resultados, mejorándose de todos modos las haciendas de la estancia, y aumentándose mucho su producto.
Sapito, siempre, cuando tenía un rato, se lo pasaba leyendo la «Cría del ganado» o el «Manual del agricultor argentino» y sacaba, por supuesto, de ambos libros muchas ideas cuya provechosa aplicación aconsejaba a don Benito. Este, a veces, tenía sus resabios de rutinero viejo y medio agachaba las orejas como para cocear, pero no le duraba y acababa por ceder; así permitió que Sapito estacionara las majadas de la estancia para la parición, y cuidara aparte las madres con los corderos, e hiciera varias otras cosas que, si bien le dieron a Sapito y también a los tres muchachos, hijos de don Benito, bastante trabajo, fueron para éste de gran provecho.
Y poco a poco, la estancia se iba transformando; hasta en las peores partes del campo, saneadas por zanjas de desagüe, ahora pacían vacas gordas y mestizas; la habitación, solita antes al rayo del sol, sin un sauce que la abrigara, estaba rodeada de un espléndido monte de todas clases de árboles, y daba frutas en otoño, a no saber qué hacer con ellas; y así de todo.
Don Benito se había hecho rico; su señora y él casi se habían modernizado; sus hijos habían tomado hábitos de trabajo y de todo sabían hacer, hasta leer, escribir y contar, lo que este diablillo de Sapito les había enseñado, a ratos, casi sin saber ellos mismos, cómo ni cuándo; y, mientras tanto, éste se había hecho hombre, y para completar su obra no le faltaba más que casarse con la hija de don Benito, con lo cual estaba conforme la muchacha y también lo estuvieron los padres, acostumbrados, hacía tiempo ya, a hacer todo lo que quería Sapito.